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lunes, 29 de junio de 2020

Trance Sexual (Acto III)

ACTO III

(Felación)



    Tras el orgasmo, la rubia y el cazurro seguían en la caseta de riego abandonada, él detrás de ella, con su polla metida dentro del culo de la chica. El silencio solo era roto por los grillos y las chicharras que sonaban bajo el fuerte sol del mediodía.
    Marcos salió del interior de Tránsito y los grumos de semen se escurrieron fuera del irritado y dilatado esfínter, chorreando por el perineo hasta los dos cojones femeninos, rasurados y suaves como el culito de un bebé. La morcilla de Marcos, desinflada pero aún gruesa, le colgaba por debajo de la tripa como el badajo de una campana, goteando semen y fluidos. Su mano aún seguía masajeando desde atrás el pollón de la chica. Ella, a pesar de los dos orgasmos, aún estaba excitada, pues era joven y sus alteradas hormonas la invitaban a fornicar constantemente.

    —Qué bien lo haces Marcos. ¡Vaya pedazo de macho que estás hecho, por Dios!

    A Marcos le encantaba pajear esa polla. La sensación era muy agradable y máxime aún viendo cómo respondía la chiquilla a esas caricias. Al joven paleto le gustaba escuchar los agudos gemidos que salían de esos labios regordetes; los suspiros que le salían de la delicada garganta; esa agitación del cabello al girar la cabeza y el movimiento pendular de sus terribles pechos, grandes como el Everest y preñados de carne.
    Le gustaba tanto sobarle el carajo a la niña que sintió curiosidad por verlo mejor, así que agarró a Tránsito de la cintura y la tumbó en el sucio suelo con brusquedad, puesto que la rudeza era algo innato en él. Luego siguió masturbando ese bonito pollón de rodillas, contemplando embelesado cómo se le meneaban las rasuradas pelotas que le colgaban a la nena por debajo de la picha.

    —No la estrujes tanto que me la vas a romper, cariño. ¡Uf! —Se quejaba la muchacha.

    Marcos miraba esa cara de angelito y el corazón se le ponía a mil.

    —Pero que guapa eres, guarrilla.

    Y ella sonreía con esos dientes de estrella de Hollywood, blancos como la leche, y se mordía el labio con sensualidad.

    —¿Te gusto, Marcos?
    —Estás buenísima.

    Marcos le seguía dando a la zambomba.

    —¿Te gusta mi boca?

    Marcos asentía con la cabeza sin dejar de machacarle la pija, pero Tránsito acercó su cara a la suya y le dio un beso con lengua.

    —¿Te gustan mis tetas?
    —¡Joder que si me gustan!

    Y Tránsito se levantaba los melones, se los ponía en la cara y le metía los pezones en la boca.

    —Chupa teta, cabrón, que te vuelven loco así de gordas, ¿eh? Cómetelas.

    Marcos se volvía loco, parecía un marranillo restregándose en el barro.

    —Marcos, ¿te gusta mi picha?

    Marcos le decía que sí con la cabeza metida entre los melones.

    —¿Te gusta mucho?

    Y Marcos seguía dándole al manubrio con sus dedazos, bajando y subiendo el prepucio dilatado de la hembra.

    —Me encanta, rubia.

    Tránsito apoyó las manos en el suelo y levantó las caderas para acercar su erección a la cara del excitadísimo macho. Marcos, sin dejar de menearle la polla, veía como ese aparato se acercaba y se ponía tan cerca de él que sentía el olor y el calor del sexo en su rostro. Veía aparecer y desaparecer el gordo y colorado glande tras sus dedos; veía como el orificio de la uretra se abría y cerraba ligeramente tras cada meneo; observaba embelesado el brillo viscoso que rodeaba la arrugada circunferencia del prepucio y sentía en la lengua el regusto salado y ligeramente ácido de los efluvios masculinos que segregaba esa bonita picha, pues, sin saber muy bien cómo, su boca se había abierto para recibir la excitada pija en su interior, respondiendo quizás a algún atávico instinto animal, superando al fin el trance sexual en el que se encontraba desde que descubrió la hermosa verga de Tránsito.

    —Te gusta —dijo ella, y no era una pregunta.

    Por respuesta, Marcos sacó la lengua y lamió el femenino cipote repetidas veces, restregando su gorda lengua por el canal que iba desde el frenillo hasta el agujerito, recogiendo restos de semen, sudor y demás porquería sexual que allí tenía acumulada la niña.

    Ella introdujo los dedos en el ensortijado y fuerte cabello del hombre y le sostuvo la cabeza.

    —Así, machote, así… ¿Está buena?

    Marcos asentía con la cabeza y se metía la polla dentro de la boca. El garrulo, acostumbrado a chupar y aspirar la manguera del gasoil para hacer trasvases al depósito del tractor, le daba unos chupetones tan fuertes al carajo de la niña que a ésta le parecía que se le iban a salir los cojones por el agujero de la polla.

    —¡¡UAAAAAHHHHHHH!! —gemía ella.

    Guiado por una instintiva curiosidad, Marcos le agarró las depiladas pelotas a la chica, haciéndole un masaje con unos dedos llenos de callos. Los delicados huevos estaban cubiertos con el semen que había salido del ojete momentos antes, facilitando así el masaje testicular.

    —¡¡SÍ, POR FAVOR, SÍ!! —chillaba ella retorciéndose los puntiagudos pezones.

    En un par de minutos las salivaciones de Marcos comenzaron a empapar el tieso sexo que había dentro de su boca, escurriéndose por las comisuras de los labios e impregnando su masculina barba.
    La rubia creía que se moría de gusto. Gritaba al techo y le tiraba de los pelos a ese mamador inexperto mientras éste la ordeñaba con sonoros chupetones y grandes ruidos. El morbazo que sentía la chica era estratosférico. Notaba su desnudez empapada de sudor restregándose contra el suelo lleno de porquería; se veía a si misma rodeada de toda esa basura dentro de aquel solitario antro, con ese adonis rural tragándose su femenina virilidad, y se mareaba de puro éxtasis.

    —¡¡Chúpame!! ¡¡Traga, por dios cariño mio, traga!!

    Tránsito arqueaba la espalda y le enchufaba el palitroque en las tragaderas del desacostumbrado mozo con desesperación. Marcos se ahogaba y se atragantaba, soltando mucosidades y babas cada vez que las arcadas le hacían toser, pero cómo no quería defraudar a ese angelito y no quería quedar como un mariquita cobarde, se aguantaba las náuseas y volvía a engullir el hermoso cipote. La boca succionadora de Marcos aspiraba con tanta fuerza y potencia que prácticamente le hizo el vacío a los conductos internos, forzando a las últimas reservas de la chiquilla a salir despedidas en una preciosa eyaculación.
    Lengua, paladar, labios, barba, mejillas y nariz fueron receptores del caliente riego que salía de la puntita del glande.

    Tránsito, relajada y agradecida tras el extenuante polvo, se incorporó con delicadeza y tomó el pringado rostro de su amante con sus gráciles dedos; luego le propinó una serie de amantísimos besos y le lamió la leche caliente que tenia pegada en la polvorienta y sudada barba.

    —Lo he hecho bien, ¿verdad? —preguntó el buen mozo.
    —Lo has hecho de puta madre, cariño mío.

    Tránsito le daba besitos y le sobaba el cuerpo recio y masculino mientras él hacía lo propio con ella, concentrado especialmente en sobarle las tetas y acariciarle la rubia melena.

    —Vaya polvazo me has echado, grandullón —le decía la hermosa rubia mientras le sobaba los musculosos brazos, que tenían más bultos que un saco de patatas—. Eres un semental.
    —Y tú eres la cosa más bonica que he tocao en mi vida —decía él dándole un beso en la punta del pene, así que la chica no sabía si se lo decía a ella o a su pija.
    —¡Uf! Mira qué sucia estoy —exclamó al mirarse—. Estoy hecha un asco.
    —Tú no te preocupes, que te vas a venir al cortijo mío y te vas a bañar en la balsa que tengo yo ahí.
    —Ay no, que a mi me da miedo el agua estancada.
    —Tú no te preocupes que me baño yo contigo, yegua mía.

    Y el buen mozo le dio un achuchón tan fuerte que casi le explotan las tetas.

    Tránsito se dejaba sobar sin prestar mucha atención a las atenciones del cariñoso mozalbete, puesto que a esas alturas ya estaba elucubrando un plan para poder catar el culo del inocente agricultor.

    —Pues vamos para allá, cariño mío —le dijo ella—, que me está subiendo otra vez la temperatura y quiero refrescarme.
    —¡Ea, pues! —Ambos se levantaron.
    —Oye —dijo la chica—, allí tendrás jabón, ¿verdad?
    —Claro que sí, y si no tuviera ya me encargaría de conseguirlo, guapa, porque que mientras estés conmigo a ti no te va a faltar nunca de nada.
    —Qué bien me cuidas, león —le decía pellizcándole el peludo trasero—. ¡Tú también estás sucio!, ¿eh? Habrá que limpiarte a fondo.
    —Tú me puedes limpiar todo lo que quieras, hermosa mía.

    Y Tránsito reía imaginando ese redondo y peludo trasero cubierto de resbaladizo jabón.

¿FIN?

 K.O.

Trance Sexual (Acto II)

ACTO II

(Doble masturbación y sodomización)


     Marcos temblaba de arriba abajo con los ojos cerrados, mareado por el calor y por la depresión post-coito. Así que no se percató de que Tránsito se estaba desnudando hasta que ésta terminó de hacerlo, quedándose vestida únicamente con un sujetador gigantesco con unas copas descomunales y unas bragas de algodón. Sus piernas, largas y torneadas, subían desde el suelo en gráciles curvas para acabar en unas nalgas perfectamente redondas; su cintura de avispa estaba presidida por un pequeño ombligo en forma de botón que pedía a gritos que lo besaran; sus grandiosos pechos eran dos globos de carne redondos que desafiaban la ley de la gravedad y su rostro era el de un angelito que acaba de despertar en un prado estival rodeado de florecitas.
    Tránsito se acercó a Marcos, le estrujó aquellos melones de tamaño sideral contra el pecho y le metió la lengua hasta la campanilla. Mientras le comía la boca al distraido cazurro la chica se apartó las bragas y se sacó una hermosa pija de entre las piernas, no tan grande y gruesa como la de Marcos, pero igual de tiesa, dura y excitada.
    Tránsito besaba y chupaba la lengua de Marcos mientras restregaba el capullo de su gorda polla contra el grueso cipote amorcillado del campesino. El mozo recibía con júbilo la lengua juguetona de la chica, pensando que el roce que sentía allí abajo era provocado por los dedos de la mujer.
    
    —Vaya pedazo de jamelga buena estás hecha, leona. Me estás poniendo el pijo como un gayao.
    —Y tú a mi el mío.

    El bueno de Marcos, concentrado en tragarse los fuertes gemidos y las abundantes babas que le regalaba Tránsito, no se enteraba de la misa la mitad. En un par de minutos de intercambio de fluidos bucales y de restregones cipotiles las pollas de estos espontáneos amantes alcanzaron todo su esplendor. Tránsito agarró ambos miembros con sendas manos, sin dejar de besar al excitado garrulo, y empezó a menearlas y restregarlas una contra otra, frotando los dos capullos con mucha destreza.
    Marcos estaba totalmente extasiado con ese maravilloso roce, pues nunca había sentido la textura de un glande restregado contra el suyo, creyendo el pobre infeliz que aquella gloriosa caricia le estaba siendo proporcionada únicamente con la mano de la rubia.
    Muy pronto ambos orificios genitales comenzaron a segregar líquidos preseminales y otras sustancias lubricativas, embadurnando las excitadas pichas con resbaladizos jugos.
    Marcos hizo ademán de meterle mano allí abajo, pero Tránsito se adelantó a él y realizó una maniobra de distracción quitándose el sujetador.

    —¡Ostia puta!

    Exclamó espantado al ver las dos monstruosas tetazas que salieron a su encuentro. Más de ocho mil euros le costaron a la chica las dos sandías, las más grandes que le dejaron ponerse, dos misiles nucleares con unos pezones tiesos como los pitones de un mihura.
    El joven aldeano se lanzó a por ellas como un náufrago a una tabla de madera, como si le fuera la vida en ello.

    —Te gustan, ¿eh?, ¿has visto qué tetas? Chupa con ganas, vamos.

    Y Marcos no sabía ni donde meter la cabeza ni por donde empezar a chupar las colosales ubres, así que se dedicó a amasarlas con esas enormes manazas que tenía, estrujando los melones con unos dedos que parecían salchichas alemanas.
    El roce de las pollas, el masaje en las tetas, los besos en la boca y, en general, toda esa situación morbosa, hizo que la chica comenzara a sentir los primeros estertores de una merecida eyaculación, provocando que bajara la guardia y permitiendo que una de las manos de Marcos bajase hasta su entrepierna, con la evidente intención de acariciarle el inexistente conejo.
    Marcos buscaba y buscaba, agarraba, soltaba, acariciaba, sobaba y restregaba, confuso y mareado con tanta teta y tanto besuqueo. Al final se confundió y le agarró la pija a su amante, usando para ello esos dedazos que el garrulo tenía y que tanto le gustaban a la rubia, provocando a la buena de Tránsito una explosión orgásmica de proporciones divinas. Los chorretones de esperma le salían como una fuente, bañando ambas pichas con una cálida y viscosa película que pronto empezó a correrles por los muslos.
    Tránsito le metía la lengua en la boca todo el rato a su apuesto garrulo, gimiendo como una gata en celo mientras sentía esos dedos aferrando su polla femenina.
    Marcos, confuso, no sabía muy bien qué pasaba ahí abajo, pues sentía algo gordo, caliente y duro, con unas formas familiares pero al mismo tiempo distintas. Sentía como unas protuberancias, curvas y redondeces inesperadas, todo ello regado con una agradabilísima sensación de cálida y viscosa humedad.

—¡¿Pero esto que pijo es, tía!?

    Exclamó tan confuso como sorprendido.
    Tránsito dejó de besarlo y se apartó para que su pobre garrulo viera todo lo que pasaba allí abajo. Marcos bajó la cabeza y vio que estaba agarrando una polla que le salía a esa diosa de entre las piernas. Los dedos que la aferraban estaban encharcados de lefa caliente, así como su propia polla, que por cierto tenía una erección pantagruélica. Grandes grumos viscosos abundaban allá abajo por doquier, debido a la potencia eyaculadora de la rubia.

    —¿Eres un tío? —Le preguntó boquiabierto sin soltarle la polla.
    —¿Te parezco un tío?
    —No.
    —Entonces, ¿por qué preguntas?
    —Pues porque tienes una picha —Marcos agitaba el miembro de Tránsito para darle énfasis a su respuesta—.
    —Tener picha no es lo que hace a un hombre ser un hombre, querido.
    
    Advirtiendo la confusión de Marcos le dijo a continuación:

    —Veras, cariño, es muy sencillo: soy una mujer que tiene pene. Sucede lo mismo que con tus pezones. Ambos tenemos pezones, tú tienes pezones de hombre y yo pezones de mujer. Pues ésto es igual. Lo que tienes en la mano es mi pene. Un pene de mujer.
    Marcos aún estaba confuso, pero algo debió de entender, porque esos ojazos azules, el pelazo rubio, los misiles balísticos y las piernas kilométricas no podían ser de un hombre.
    Además, la sensación que le transmitía esa culebra gorda y caliente cubierta de mocos seminales que palpitaba entre sus dedos, era ciertamente muy agradable, máxime sabiendo que era parte de esa cosa tan hermosa y perfecta que suspiraba y gemía delante de él.
    Tránsito, viendo que su pobrecito campesino aún dudaba, le echó una mano a decidirse agarrándole el monumental cipote mientras se daba la vuelta para ofrecerle su redondo trasero. Al hacerlo, Marcos no tuvo más remedio que soltar la pija femenina, sintiendo inmediatamente una sensación de nostalgia y vacío, pues se estaba acostumbrando a tener entre sus manos una picha ajena a la suya.
    El mango del campesino, manchado y lubricado con el esperma de la espontánea corrida de Tránsito, fue dirigido sabiamente hasta la zona trasera, insertando el abultado glande en la estrecha entrada rectal de esa fantástica rubia.
    Marcos dejó que su nueva compañera hiciera todo el trabajo, pues todo eso era nuevo para él y no quería meter la pata y asustar a esa estupenda jamelga de extraña fisonomía.
    Tránsito se echaba buenos escupitajos en la mano para luego embadurnar el gordo mástil que tenía apuntalado en la entrada de su experimentada cueva. Así, entre babas, esperma y algunos agradecidos chorritos de líquido preseminal que expulsaba Marcos, la chica pudo dilatar el ojete lo suficiente para permitir la entrada del cipote. Una vez que la corona del glande consiguió cruzar la estrecha frontera, el pollón tuvo vía libre para explorar las entrañas de la muchacha.
    Marcos cerró los ojos y le agarró las redondas nalgas y permitió que la chavala se empalase ella sola con su verga. Tránsito soltaba unos gemidos abrumadores, pues sentía un goce salvaje al notar como le era estimulada toda la zona del perineo desde dentro, sobre todo cuando el cipotón le rozaba la zona de la próstata.
    Por su parte, Marcos sentía cómo ese ojete le atenazaba la polla con fuerza, pues Tránsito usaba los músculos del esfínter con mucha habilidad.

—¡Qué pollón! —Gemía la chica—.¡Ostia, qué bueno! ¡JODER! ¡JODER!

    Marcos, que se estaba enviciando en eso de tocar pollas, deslizó una mano por debajo del vientre de la chavala y le agarró el badajo a la niña, que ya se le había puesto bien tieso con tanta enculada.

    —Vaya como se te ha puesto, eh, Rubia. Como se nota que te gusta que te de por el culo.

    Ella se metía ese gordo tronco hasta sentir el vientre peludo de Marcos en sus nalgas y el choque de sus huevazos contra los suyos. Giró la cabeza y le miró de forma romántica con sus bonitos ojos azules.

    —Menéamela, cariño. Vamos, hazme una paja mientras me la metes por el culo.

    Era imposible resistir esa mirada infantil y esa voz cautivadora, así que Marcos comenzó a pajear esa polla extraña. La verdad que en pocos minutos Marcos se convirtió en un experto y le acabó cogiendo el gusto a masturbar la polla de la tetona. Le encantaba sentir ese gordo trozo de carne caliente en sus dedos, la suavidad del pellejo y la textura ligeramente granulada del glande.
    El placer que estaba sintiendo Tránsito iba más allá de lo descriptible, porque además de la profunda y dilatada sodomización que estaba recibiendo, el cabronazo ese le estaba haciendo una paja magistral.

    —¡¡¡DIIOOOOOSSSSS!!!

    La muchacha estaba al borde del paroxismo, especialmente cada vez que ese macho se entretenía en pasarle el gordo pulgar por su inflamadísimo glande, restregando la yema por la corona y el balano, encharcados ambos de esmegma y zumo preseminal.
    Marcos, por su parte, comenzó a aumentar el ritmo de sus pollazos, así como el de los meneos de la zambomba, empujando como un toro su grueso calabacino en las entrañas dilatadas de la excitada chica hasta que, con un poderoso rugido, le soltó unos lechazos más propios de un caballo semental que de un hombre.
    La afortunada Tránsito, al sentir esos jugos ardientes inyectados con profusión en su intimidad, no pudo evitar descargar su propia simiente en un alegre orgasmo, proyectando fuertes chorros de esperma fuera de su pija.

(Finaliza en el ACTO III, felación.)

K.O.

sábado, 27 de junio de 2020

Trance Sexual (Acto I)

TRANCE SEXUAL

Una breve escena pastoril dividida en tres actos en la que se narra el encuentro entre un humilde campesino y una hermosa muchacha de sorprendente anatomía.

ACTO I

(Encuentro y felación)

    Al joven Marcos la única polla que le gustaba era la suya propia, las otras le daban asco.
    Le daba tanto asco ver pollas que no fueran la suya que el único cine porno que veía era el de lesbianas. Marcos se ponía a ver una escena con tías de melones gigantes, coños mojados y culos abiertos y en treinta segundos ya se estaba pelando el rabo como un macaco africano; pero en cuanto aparecía en escena un maromo con el badajo tieso y el capullo fuera, a él se le iba todo el calentón a tomar por culo.
    No podía soportar la visión de las vergas, pero las tías le volvían loco. Estaba todo el puto día salido perdido pensando nada más que en chochos y tetas, haciéndose pajas a la salud de la cajera del Mercadona, de la vecina de enfrente, de su cuñada, de su sobrina, de la presidenta de la comunidad, de la tetrapléjica que vendía cupones y hasta de la Santísima Virgen del Socorro Bendito.
    Le gustaban más dos tetas que un lápiz a un tonto y cuando veía a alguna guarrilla por la calle se ponía a soltarle piropos tan cerdos que rozaban la ilegalidad.

    Una mañana primaveral, cuando iba andando por el campo hacía la vega a sulfatar patatas, vio que se le acercaba un pedazo de monumento de pelo rubio, ojos azules y pechos gigantescos haciendo senderismo; Marcos, insuflado por las musas divinas, no pudo evitar mostrarle su admiración y le salió al encuentro con estas inspiradoras palabras:
   
 —¡Vaya culo bonito que tienes!, seguro que si te tiras un peo en un saco de harina salen croquetas. —Marcos le miraba los pechos y decía—: Ay, quien fuera camiseta para estar todo el día pegao a tu teta. Ven para acá, jamelga, que vámo a hacer un cepillo: tú pones los pelos y yo el palillo, que no tengo pelos en la lengua porque tú no quieres. Pero qué bien hecha estás, hija mía. ¿Dónde está tu madre pa' darle un premio?
    A la chica todo eso le hizo mucha gracia y se dio la vuelta riendo para saludar al poeta renacentista que le había dicho esas cosas tan románticas.

    —Eres un artista, ¿eh? Vaya lengua que te gastas, guapetón. —Le dijo la moza con una sonrisa blanquísima y un pelazo rubio que se meneaba al viento como si le soplaran dos ventiladores.
    —No sabes tú lo bien que uso yo la lengua, guapa —decía el Marcos moviendo la lengua arriba y abajo, como las culebrillas del campo—. ¡Mira! ¡Asín la gasto yo! ¡A fuerza lametones!

    La rubia se reía con las ocurrencias de ese cazurro y el Marcos, que veía que ahí había tema, se acercó a ella devorando el cuerpo escultural de esa diosa greco-romana con la mirada.

    —Vas a coger un resfriao con tan poca tela encima, hijica mía.
    —Tranquilo que ya sabré yo cómo calentarme. —Le decía ella estirándose la minifalda vaquera para abajo y admirando el físico de ese pueblerino alto y grande como un caballo, de espalda ancha, cuello de toro y brazos grandísimos, musculados y llenos de pelos. Pero lo que más le gustaba eran sus manos, que parecía que tenía dos racimos de plátanos en vez de dedos.
    —Pues me parece que ya andas bien caliente tú, ¿eh, rubia?

    A Marcos se le fueron los ojos a las dos sandías del tamaño triple equis ele que tenía la chiquilla en el pecho y en seguida se le puso el soldado en posición de firmes.

    —¿Cómo te llamas, rubia?
    —Tránsito.
    —Es el nombre más bonito, hermoso y precioso que he oído en mi vida —mintió él descaradamente—. Yo me llamo Marcos —le dijo plantándole dos sonoros besos en cada mejilla—, para servirle a Dios y a usted.

    Tránsito se rió de buena manera ante el desparpajo de ese mocetón y le devolvió los besos, rozando ligeramente las mejillas pobladas de Marcos con sus labios de actriz americana: rojos, sensuales y gordos como ciruelas.

    —Te voy a llamar Transe, que es más cortito y te pega más. Vente conmigo, anda, que ahí te está dando el sol y ya sabes lo que le pasa a los bombones.
    —Pero bueno, ¿tú qué te has creído que soy yo? —le dijo Tránsito con simulada indignación—, ¿y si no quiero irme contigo?

    Marcos la tenía agarrada de la cintura y Tránsito se dejaba llevar por ese atractivo campesino sin oponer resistencia.

    —Tú fíate de mi, guapa, que te voy buscar una sombra fresquita para darte un helado y te baje la temperatura.

    Y Tránsito le miraba guiñando el ojo con los párpados entrecerrados, aparentando sensualidad, pero en realidad parecía un bizca intentando enhebrar una aguja.

    —¡Uf! Qué bien, —decía ella con voz de femme-fatale—, con lo que me gusta a mí lamer cucuruchos.
    —Pues tranquila que te voy a dar helado hasta que te hartes.

    Marcos se llevó a Tránsito hasta una caseta de riego abandonada que había por ahí cerca, en mitad del campo, contándole por el camino chistes verdes y tocándole el culo prieto y redondo a la rubia. El tío iba con un empalme tan bestia que sólo con el roce del pantalón le entraban ganas de correrse. Tránsito se reía de todo lo que decía Marcos, apartándole las manos y haciendo el papel de niña modosita, pero la verdad era que estaba más salida que el culo de una mona en celo y solo quería sentir la hombría y la potencia de ese cuerpo viril entre sus brazos.

    El suelo de la caseta estaba cubierto de maleza, paja, ropa de campo abandonada, sacos de fertilizante caducados y cajas de cartón despanzurradas, aplastadas e hinchadas por la humedad. Había bichos, algún pájaro muerto y un par de excrementos secos desmenuzados en un rincón. A Tránsito le recordó los cortijos y las casas abandonadas donde se hacía las pajas a escondidas con sus amigos cuando era pequeña.

    —¿Dónde tienes el helado? —preguntó la inocente niña con voz infantil—. Aquí no veo ningún refrigerador.
    —Lo tengo justo aquí, Transe —decía el fornido veguero apretándose el paquete—. Uno bien gordo, de ciruela.
    —Pues vaya sitio más raro para guardar un helado. ¿Seguro que no se te habrá derretido del calor?
    —No creo, guapa. Es posible. Vamos a comprobarlo, ¿no?

    Tránsito le bajó la bragueta, le metió la mano dentro, le agarró el miembro y lo extrajo no sin cierta dificultad debido al fantástico diámetro que calzaba esa verga campestre; no podía abarcar la totalidad de la circunferencia con los dedos cerrados alrededor.

    —Vaya pedazo de polo tienes, cabrito.
    —Pues deberías de empezar a comértelo antes de que se derrita, que aquí hace muncha calor.

    Tránsito se agachó y empezó a darle lametones a ese salami de equinas proporciones, tirando hacía abajo del pellejo arrugado para descubrir el gordo capullo.
    Marcos le puso sus manazas gigantes en la cabeza y le acarició la melena rubia, haciéndole un masaje en el cuero cabelludo con gran maestría.
    La chica le metía la lengua por debajo de la corona del glande y le limpiaba los restos blanquecinos de esmegma que allí había acumulados. El olor a requesón que salía de esa polla la ponía como una moto, pues siempre lo asociaba a sexo, masturbaciones secretas, pornografía prohibida y sitios cálidos y oscuros.

    —Qué bien lo haces, jodida.

    Tránsito tiraba del pellejo hacia arriba, tapando el glande, y luego metía la punta de la lengua por el hueco del prepucio, tocando el orificio de la uretra con ella.

—¡Ostia! —gemía Marcos, que en su puta vida le habían chupado la polla como lo estaba haciendo ese pedazo de hembra celestial.

    La chica abría la boca y se metía el ciruelo hasta la campanilla, con los mofletes hinchados, apretando con sus labios regordetes el entramado de venas que cubrían el miembro varonil.
    Mientras la chica se la chupaba, Marcos se bajó los pantalones hasta los tobillos y se los quitó del todo, dando saltitos y apoyándose en la cabeza inclinada de Tránsito. Una vez liberado de la ropa inferior, Marcos separó las piernas, agarró a la rubia por las sienes y empezó a follarle la boca despacio, pero con profundidad, metiéndole el pollón hasta los huevos.

    —Vaya tragaderas que tienes, guapa. ¡BUF!

    Tránsito sentía aquellos dedos encallecidos y gordos como salchichas a los lados de su cabeza y se moría del morbazo que le entraba en el cuerpo, acelerando el ritmo y absorbiendo la carne hinchada que el campesino se obstinaba en meterle hasta los cojones. En pocos minutos, el roce de ese cipote metido dentro de su esófago le hizo segregar copiosas babas y mucosidades que pronto lubricaron el tieso mástil, dejando abundantes colgajos viscosos que le chorreaban por las comisuras de los labios y por la barbilla.

    —¡Vaya salchichón que tienes, cabrón! —se quejaba ella entre toses y escupitajos—, ¡me vas reventar! —Pero en seguida volvía a chuparle el cipote grasiento para tragárselo entero.

    Tránsito alucinaba con las piernas de ese hombretón. Eran dos columnas pétreas de carne, tan peludas y tan fuertes como las de un oso. Se notaban las horas de duro trabajo en el campo, porque tenía unos cuádriceps hinchados y sobresalientes que ella no se cansaba de apretar, tocar y acariciar, metiendo los dedos entre los pelos ensortijados y sedosos que los cubrían.
    La chica sintió de repente cómo esas columnas comenzaban a flaquear y a temblar, percatándose demasiado tarde de que eran síntomas del inevitable orgasmo del macho. Con un gruñido gutural Marcos eyaculó en la boca de Tránsito, llenándole la lengua y el paladar de una leche que a la chica le supo ácida y un poco agria. Ella se lo tragó todo, repasando el cipote con los labios y lamiendo el tronco baboso desde la base hasta el frenillo, procurando no tocar el irritado glande.

    —Pues al final se ha derretido todo el merengue del helado —le dijo ella con picardía—.

§


K.O.

viernes, 26 de junio de 2020

Historia Vulgar 10

  Esta es la décima parte de la serie "Historias vulgares"

9-Gente vulgar (2)
10-Historia Vulgar 10

    Mi amiga Luisa llevaba un par de años separándose de su marido, un empresario que había cambiado a Luisa por una jovencita universitaria veinticinco años más joven que él. Cuando acabó el proceso de divorcio, que había sido largo y nada amistoso, Luisa me llamó para decirme que había organizado una fiesta para celebrar la firma de los papeles. La fiesta sería en una casa que había alquilado en las afueras, cerca de la costa.
    El taxi me dejó en un bonito chalet rodeado de altos muros, con una pequeña piscina y un jardín de césped artificial. La fachada era de madera rústica con motivos marineros y todo el conjunto tenía un marcado estilo mediterráneo. Mientras esperaba en el portón exterior me llamó la atención el fuerte olor a salitre que traía la brisa nocturna y la escasez de vehículos aparcados en el exterior.
    Ciertamente iba a ser una fiesta muy pequeña. 
    La voz de Luisa me llegó a través del interfono, me dijo que estaba terminando de arreglarse y abrió la verja exterior. Atravesé el pequeño jardín y me fijé en la iluminación subacuática de la piscina. Era muy chula. La puerta de la vivienda estaba abierta y pasé al salón, descubriendo que no había nadie. A través de una cadena de sonido salía algo de rythm & blues.
    —¿Hola? ¿Luisa?
    —¡Has llegado demasiado pronto! ¡Espera un poco y sírvete algo! ¡Hay hielo en la cocina!
    Su voz llegaba algo amortiguada a través de las habitaciones.
    —¿Y los demás? ¿Dónde esta el resto de la gente? —pregunté, aún sabiendo la respuesta.
    —¡No hay nadie más, tonto! ¡Es una fiesta para dos! —Por debajo de su voz oí el sonido del agua corriendo. Debía de estar en la ducha.
    —Vaya hombre. Y yo que pensaba ligar con alguna de tus amigas.
    —¡Te fastidias! ¡Esta noche sólo podrás ligar conmigo!
    —Ya veo. ¿Qué quieres beber?
    —¡Lo mismo que tú!
    Preparé un par de copas, fui hasta el dormitorio principal y allí encontré la puerta del baño abierta; el cuerpo moreno y curvilíneo de Luisa se traslucía a través de la mampara de la ducha.
    —Te he traído la bebida.
    Luisa cerró la llave del agua, abrió la mampara y me mostró su exuberante cuerpo desnudo. Seguía estando rellenita y lucía una hermosa mata de pelo negro entre los muslos. Los pezones, muy tiesos y gordos, me apuntaron directamente cuando le acerqué la copa a los labios. Dio un pequeño sorbo y señaló uno de los muebles con un movimiento de cabeza. Sus tetas temblaron ligeramente.
    —Deja eso ahí y haz algo útil, ayúdame con una cosa.
    Mi polla hacía un buen rato que estaba empujando la tela de mi pantalón y me moría de ganas por follármela a lo bestia, pero me aguanté para ver qué era lo que me tenía preparado. Dejé las copas sobre una mesita y me acerqué a ella para besarla. Luisa gimió dentro de mi boca.
    —Hmmmm… Cabrón. Qué rico estas. Toma, agarra esto ¿sabes cómo se usa?
    Miré el objeto que me tendía y no pude evitar una carcajada. Era una perilla para lavativas. Es como un globo de caucho con un aplicador tubular alargado. El globo se llena de agua caliente y luego se introduce el tubo rígido dentro del ano; después se aprieta el globo y el agua tibia entra en el interior del recto. Más tarde se expulsa el agua y ésta arrastra cualquier suciedad que hubiera allí dentro. Después de unas pocas aplicaciones el interior del culo queda perfecto para una buena sesión de sexo anal.
    —Anda, se buen chico y ayúdame. Ya casi había terminado así que no te preocupes, que saldrá todo limpito.
    Y diciendo esto se da la vuelta y se inclina un poco, ofreciéndome una espectacular vista de su trasero. Juro que al verla así estuve a punto de tirar la perilla esa a la mierda, sacarme la polla y reventarle el coño a pollazos hasta que la leche le saliese por las orejas, pero me contuve en el último momento. Así que agarré el globo lleno de agua y le introduje el aplicador en el ano. Ya lo tenía muy lubricado y se lo metí sin dificultad hasta el fondo. Me fijé que Luisa también tenía algunos pelitos alrededor del agujero del culo.
    —Ahora aprieta despacio, cielo.
    Sostuve el globo de caucho con las dos manos y apreté poco a poco.
    —Mmmmmmm… Vale, ahora sácalo lentamente...
    Le extraje el aplicador mientras ella apretaba el esfínter para que no saliese nada de agua. Mi polla iba a explotar. Tenía el cuerpo macizo de esa hembra a mi alcance y quería estrujarlo, poseerlo y follarlo de todas las formas posibles. Se dio la vuelta y sus tetas volvieron a desafiar mi auto control, apuntándome con esos pezones oscuros y regordetes que tanto me gustaban.
    —Dame eso, cielo —me pidió con voz melosa—, voy a llenarlo otra vez.
    Le di la perilla y ella se dedicó a rellenarla de agua caliente agachada en la bañera mientras yo me desnudaba, tirando la ropa por allí. La hija de puta tardó un siglo en llenar el globo, meneando y contorneando su cuerpo sin cesar, inclinándose ligeramente para mostrarme el agujero fruncido de su ano y los pelos del coño asomando por debajo. Cuando terminó entré a la ducha, colocándome detrás de ella y me dediqué a restregarle la polla contra la raja del culo.
    —Niña, me tienes a punto de explotar.
    —No, nene, la que está a punto de explotar soy yo.
    Y diciendo eso la muy cabrona expulsó un chorro de agua fuera de su ano, bañándome la polla, los cojones y el vientre. Yo le agarré las tetas por detrás y se las estrujé con rabia, apretándole los gordos pezones mientras ella seguía meando chorros de agua por el culo. Mi polla empapada buscaba instintivamente la raja peluda de su coño, pero Luisa se apartaba una y otra vez.
    —Espera, espera; aún no, espera… —Por el tono de su voz intuí que debía de estar aún más cachonda que yo—. Quiero que antes hagas una cosa.
    —¿Qué quieres, guarra?
    Mi boca le chupaba la nuca mientras mi lengua se moría de ganas por recorrer el arco de su espalda. Una de mis manos abandonó sus tetas para bajar hasta el coño: estaba ardiendo, muy resbaladizo y tenía todos los pelos empapados.
    —Vuelve a metérmelo —dijo dándome de nuevo el globo cargado de agua caliente.
    Ella se inclinó una vez más, poniéndose en pompa y separando las nalgas con las manos. Yo le enchufé el aplicador en el recto hasta el tope, muy despacio. Conforme se lo iba metiendo le iban saliendo pompitas, líquidos y pequeñas pedorretas.
    —Aprieta el globo —me ordenó.
    Así lo hice, llenando una vez más los intestinos de Luisa con una buena dosis de agua tibia.
    —Ahora agáchate y no te muevas, ¿vale?
    Yo le hice caso y me quedé detrás de ella, adivinando lo que esa cerda quería hacerme.
    Luisa se sacó la perilla y me puso el culo en la cara, abriéndose las gordas nalgas con las manos y aflojando el esfínter al mismo tiempo.
    Los chorros le salieron del ojete a presión, golpeándome la cara y regando mi boca. Ella, en lugar de soltarlo todo de golpe, abría y cerraba el esfínter, soltando chorros intermitentes que yo recibía con mucho placer. Yo abría la boca y dejaba que todo eso me entrara dentro.
    —Pero que puto cerdo eres, cochino. Seguro que no tienes bastante, ¿eh? ¿Quieres más?
    Yo no podía contenerme, quería romperle el culo de una puta vez a esa cerda, así que agarré el tubo de lubricante que había usado Luisa y me eché un pegote enorme de grasa en el cipote. Me embadurné el miembro desde la punta del carajo hasta los cojones y le puse el capullo a Luisa en el agujero del culo.
    —Te voy a hacer una lavativa como dios manda, so puerca.
    Le enchufé el cipotón en el agujero, empujando hasta enterrar el glande en el interior del recto.
    —¡Ostia puta qué rico, tío! —chillaba ella.
    Luego me dediqué a menear mi rabo dentro y fuera, insertando centímetros de dura carne poco a poco, hasta que el ardiente culo de Luisa se tragó toda mi tranca. Continuamente le salían pedorretas y chapoteos,  ya que Luisa usaba con maestría los músculos del ojete, aflojando y apretando al ritmo de mis embites.
    A través del carajo me llegaban todo tipo de sensaciones. Lo que más me gustaba era el tacto rugoso y un poco granulado que tenia el interior del recto, algo que yo percibía sobre todo a través del glande.
    Luisa chillaba de gusto: a la cabrona se le había empalmado el clitoris y se lo estaba rascando como una loca mientras yo la enculaba.
    —Cómo te gusta una buena polla en el ojete, eh, so cerda.
    —¡Dame, cabrón!
    Y yo le daba, vaya que sí. Le cogía por las caderas y le estrujaba las nalgas con las manos, atrayendo ese culo enorme lleno de curvas y de carnes prietas contra mis huevos. 
    —¡Métemela más! —Y mientras me gritaba eso la hija de puta se metió tres dedos en ese enorme coñazo peludo que tenía y se corrió como una loca en cuatro meneos.
    Mientras se calmaba yo me detuve y me relajé un poco, dejando que mi verga se macerara dentro de sus entrañas con las mucosidades que allí había. 

    Entonces, como tenía ganas, me puse a mearle el culo por dentro.

    —¡¡Ostia puta!! —Exclamó al darse cuenta de lo que pasaba—.
    Al tener la polla erecta y aprisionada dentro de su culo, los meados me salían de la uretra con muchísima dificultad. Pero chorrito a chorro, poco a poco, espasmo tras espasmo, conseguí vaciar la vejiga dentro de Luisa, aunque para ello tuve que ir sacando centímetros de rabo para dejar espacio al abrasador líquido. Luisa pegaba unos gritos fenomenales del morbazo que le daba sentir todos esos chorros recién salidos de mi pija, encadenando orgasmo tras orgasmo mientras se reventaba el coño con los dedos.
    —Eres un cerdo hijo de la gran puta. Cabrón, más que cabrón.
    Le saqué la verga del tirón, sonó un ¡plop! y los meados se escaparon del ojete a borbotones por culpa de la dilatación que le había provocado mi grueso cipote a ese agujero.
No pude resistir la tentación de meter mi cara entre las nalgas y recoger mis propios meados con la boca conforme éstos iban saliendo.
    —Puto cerdo. Vicioso de mierda. So puto.
    Luisa me insultaba mientras ella misma se chupaba los dedos impregnados por los jugos cremosos que le habían estado saliendo de la vagina.
    La peste de mis meados se confundía con el olor a bacalao que le salía de la raja.
    Yo le agarré de los pelos y la obligué a que se pusiera de rodillas en el suelo de la ducha. Desde esa posición le pude escupir en su cara de puta los meados que había estado guardando en la boca. Ella los recibió abriendo mucho los labios y yo aproveché la ocasión para meterle el carajo dentro.

    —Traga, zorra.

    Y Luisa se tragaba la barra de carne hasta los huevos. El dilatado esófago se adaptaba como un guante a mi polla, friccionando el pellejo que cubría mi rabo con delicadeza. Luisa se atragantaba y tosía al percibir el gusto a meados, lubricante y mucosidades rectales en la lengua, pero aguantaba como una fiera y en ningún momento se la sacó de la boca.  Yo le escupía buenos salivazos en toda la jeta para quitarme el sabor de los meados; le embadurnaba las mejillas, la nariz y la frente con mis babas, y ella venga tragar y tragar, con las venas del cuello hinchadas y los ojos lagrimeando.
    Al rato me sujetó los huevos y me los estrujó. En pocos segundos me sobrevino un calambre desde los riñones hasta la próstata y con un espasmo fortísimo le inundé la garganta con una serie de eyaculaciones que Luisa se tragó sin esfuerzo.
    Le saqué mi inflamada pija para besarle y comerle la boca con muchas ganas. Le ayudé a levantarse y nos dimos una prolongada y merecida ducha entre besos, arrumacos y carantoñas, preparándonos para una noche muy, pero que muy larga.



  Esta es la décima parte de la serie "Historias vulgares"

9-Gente vulgar (2)
10-Historia Vulgar 10


jueves, 25 de junio de 2020

Intercambio

    —¡¿Intercambio?! ¿Cómo puedes tener la caradura de llamar a esto «intercambio»?
    —Esteban, no me grites.
     Esteban miró fijamente a Gloria, conteniendo a duras penas la rabia que bullía en sus venas mordiéndose el labio inferior.
    —Dime Gloria. ¿Qué es eso de «intercambio»? ¿Alguna especie de eufemismo, una metáfora, un símil, una hipérbole? Claro —dijo con sorna—, ahora que eres escritora te has convertido en una especialista en figuras literarias, ¿eh?
    —No estás siendo razonable, Esteban.
    —Estoy siendo muy razonable, Gloria. Estoy siendo puñeteramente razonable. En toda mi puta vida no he sido tan racional como ahora mismo, créeme.
    —¡Pues no lo parece! —Estalló ella.
    —¡Me has puesto los cuernos, coño! ¡¿Cómo cojones quieres que sea razonable!?
    Gloria abrió unos ojos como platos y miró de hito en hito a su marido.
    —¿Cómo puedes decir eso? ¿«Los cuernos», en serio? ¡Es un intercambio de papeles! ¡Un ejercicio de literatura!
    —¡Basta Gloria, basta! —Esteban agitó las manos delante de él—. No insultes más mi inteligencia y la tuya. Lo que tú llamas «intercambio de papeles» tiene un nombre y ya lo hacían en la Antigua Grecia.
    Gloria se cruzó de brazos frente a su marido. Le temblaban las piernas y tenía los ojos vidriosos.
    —Esto es diferente Esteban. En quince años de matrimonio te he sido absolutamente fiel, y lo sabes.
    —¿Diferente a qué? ¿Diferente a encontrarse a escondidas con otro hombre en un motel? ¿Diferente a hacerte pajas a través de un chat, a intercambiar fotografías y vídeos y mensajes subidos de tono? Yo no veo ninguna diferencia, Gloria. Esos «intercambios de papeles» como tú los llamas son exactamente lo mismo —Esteban se acercó a Gloria y remarcó cada palabra con énfasis—: ¡Exactamente lo mismo!
    —Tú no lo entiendes, nunca lo has entendido. —Por las mejillas comenzaron a rodar un par de lágrimas—. Nunca has creído en lo que hago. Para ti, mi afición a la escritura es algo nimio, un pasatiempo, un hobby.
    —Ah, usted perdone, Virginia Woolf.
    Gloria tragó con dificultad y se apartó las lágrimas con un solo gesto. No quería proporcionar a Esteban la satisfacción de verla llorar.
    —Eres un hijo de puta.
    —¡Claro! —Esteban puso los ojos en blanco—. Ahora el malo soy yo.
    Esteban se dio la vuelta y se dirigió a la esquina del salón, allí donde Gloria había instalado su zona de trabajo personal. Se acercó al escritorio y cogió un folio de papel que él había impreso momentos antes. Lo levantó de forma teatral y fue pasando el dedo por las líneas mientras recitaba en voz alta:

    «Mi personaje se adapta como un guante a las perversiones del tuyo. Es increíble cómo nos compenetramos. La escena de la sodomización fue una de las más excitantes que he leído nunca, casi parecía que éramos nosotros los que estábamos allí metidos, ja, ja, ja. (no te hagas ilusiones, por favor, soy una mujer casada). En la escena del incesto deberíamos cambiar de roles otra vez. Siempre quise ser un emperador medieval, aunque me da un poco de miedo los gustos que tienen tus personajes por la cera caliente y los látigos (hmmmmm, pero qué morbo, ¿no? je,je). Estoy preparando un pequeño giro argumental, pero a lo mejor es demasiado sucio. No estoy acostumbrada a ese estilo tan directo como el que tú usas. Me gustaría que me dieras tu opinión personal, te lo explico:


    »Habíamos dejado a mi personaje Lola siendo sodomizada (y muy bien sodomizada, por cierto ¡¿por qué a mi nunca me salen tan bien los anales como a ti!?), sodomizada por el emperador sádico y su guardia personal. Había pensado que quizás podríamos hacer que uno de los guardias fuese en realidad alguien conocido de Lola. A lo mejor un admirador secreto o un pariente cercano que decide aprovechar la situación para hacer alguna perversidad a mi pequeña heroína. ¿Le podríamos introducir objetos de gran tamaño? ¿Un poco de fisting, alguna lluvia dorada o colocar pinzas en los pechos? Uf, tío, solo pensarlo me da mucho morbo. Es que me siento tan identificada con mi personaje que es casi como si me lo estuvieran haciendo a mi, y vaya como me sube la temperatura. jijijiji.


    »¡Espero con impaciencia tu respuesta! Besos.»


    Gloria contenía a duras penas las lágrimas. Sentía una amalgama de emociones que iban desde la vergüenza hasta el ultraje, pasando por la ira.

    —No tenías ningún derecho a leer eso. Ninguno, cabrón.
    —No deberías haber dejado el ordenador encendido con la cuenta abierta.
    —¡No tenías derecho a fisgonear!
    —Sé que es ilegal —admitió Esteban— y te invito a que me pongas una demanda. Pero eso no quita el hecho de que tenga razón. Eso que tú llamas «intercambio» es simple y llanamente una relación sexual epistolar. Estás follando con otro hombre a distancia. Así de claro, Gloria. Pon las etiquetas que quieras, usa eufemismos o cualquier otra cosa que a ti te sirva para engañarte y convencerte de que lo que estáis haciendo tú y ese otro hombre es totalmente distinto a lo que hacen millones de personas a todas horas en todo el mundo, pero es exactamente lo mismo.
    »¿Quieres sentirte especial?, ¿quieres diferenciarte de los viejos verdes y de las guarrillas que pululan esas webs de mierda para hacerse dos pajas rápidas leyendo basura? Adelante, colócate un disfraz de cultureta, escóndete detrás de tus personajes ficticios y miéntete a ti misma diciendo que eres escritora y que estás haciendo un ejercicio de literatura. —Esteban la señaló con el dedo—: Pero a la única que estás engañando es a ti misma.
    Los esfuerzos de contención de Gloria hacía rato que la habían abandonado y ahora lloraba de forma abrupta, con los brazos cruzados bajo su pecho. La ira le desató la lengua.
    —¡Si hubieras sido lo suficientemente hombre como para dejarme satisfecha en la cama no hubiera necesitado relacionarme con ningún escritor!
    —¿Escritor? Esa palabra os viene demasiado grande. Por favor, no mancilles el buen nombre del arte literato llamándoos escritores. Vosotros sois panfletistas, unos trasnochados petimetres con ínfulas. La mierda que escribís tiene el mismo valor artístico que el sarro de un mono con caries. Solo sirve para levantarle la polla a cuatro degenerados pajilleros y calentar el coño a un puñado de viejas frígidas y a niñatas que aún no tienen ni pelos en el coño.
    Gloria le dio con toda la fuerza y el odio que podía generar su cuerpo delgado y pequeño. Las gafas de Esteban fueron a estrellarse contra una reproducción de Bouguereau de «El rapto de Psique», que colgaba de una de las paredes del salón. 
    Esteban miró a Gloria a los ojos sin pronunciar ni una sola palabra. Una pequeña cinta de sangre comenzó a bajar por debajo del lóbulo de la oreja izquierda, allí donde ella le había dado con la mano abierta. En pocos segundos todo el lateral izquierdo de su cara se encendió como el farol de la puerta de un burdel.
    —¿Sabes por qué no funcionaba contigo en la cama, Gloria?
    La mujer, con la respiración agitada, apretaba la mandíbula y echaba fuego por los ojos. Realmente quería matar a ese hombre.
    —Porque me dabas asco. Siempre me has dado asco. Me repugnas. Me da asco el olor a pescado rancio que te sale del coño y me dan asco tus fantasías de puta barata con tacones altos. Asco, Gloria. ¡Asco!
    Gloria casi cae en la trampa de su provocación, pero en lugar de darle una respuesta violenta le espetó:
    —Quiero el divorcio.
    Esteban guardó silencio unos segundos y luego soltó una carcajada sin humor.
    —¿Seguro? ¿De verdad es eso lo que quieres? —La sangre bajó por la mandíbula hasta el cuello y se detuvo a la altura de la nuez de Adán—. Vamos, te mueres por darme otra, ¿no? Eso es lo que le gusta al otro, ¿verdad? La mano dura, el cuero, un poco de disciplina inglesa.
    —Eres un mierda.
    Gloria se giró, recogió su bolso y se encaminó a la salida.
    Esteban le gritó desde el salón, viendo como se alejaba.
    —¡Sí, eso es lo que te gusta! ¡Lo he leído, zorra! ¡Que te den caña, que te metan cosas por el culo y que te revienten ese coño apestoso podrido que tienes!
    Gloria se detuvo con una mano temblorosa en el pomo de la puerta. La sangre hervía en sus venas. ¿Qué derecho tenía él a hablarle de esa manera? ¿Quien era él al fin y al cabo? Él, que nunca fue capaz de darle lo que ella necesitaba realmente en la cama. ¡Él, tan correcto y formal! Tan ortodoxo en el sexo que parecía un monje.
    Dejó el bolso en el suelo y regresó al salón, mirando a Esteban a los ojos hasta que se puso a medio palmo de distancia. Él se pasó el dorso de la mano por el cuello, limpiándose la sangre, que ya había dejado de salir de su oído.
    —No eres un hombre. Si te he aguantado estos años ha sido por lástima y por la niña…
    —No metas a la cría en esto.
    —…que te tiene cariño. Eres un impotente precoz que no es capaz de aguantar ni medio minuto, y eso cuando tienes la suerte de que se te empalme esa salchicha enana que te cuelga debajo de la tripa.
    —¡Oh! —dijo con sorna—. La literata se ha puesto prosaica. ¿Todo eso lo has aprendido del otro?
    —El otro es más hombre de lo que tú jamás llegarás a ser, pedazo de mierda.
    Gloria estaba dispuesta a echarle por encima todos los cubos de porquería que había ido recogiendo a lo largo de todos esos largos, aburridos, monótonos y estériles años que había compartido con ese mequetrefe.
    —Ese hombre me ha provocado más orgasmos en un mes que tú en todo nuestro matrimonio. Ese hombre me ha llevado a sitios y lugares que tú no serías capaz de imaginar ni aunque vivieras cien vidas.
    —Ahórrate el romanticismo, ¿vale? ¿Sabes lo ridículamente infantil que suenas?
    —Tu polla sí que es infantil.
    Ambos se sostuvieron la mirada durante casi un minuto. Gloria deseaba destrozar la cara de Esteban, de borrarle con las uñas su eterna sonrisa cínica de ejecutivo prepotente; quería que gritase de dolor, que escupiera sangre y que se derrumbara en el suelo como la piltrafa humana que era. Estaba harta de él. Harta de sus manías, de sus amigos, de la peste de sus cigarros, de sus ideas fascistas y de sus machismos; de sus padres, sus tíos, sus primos y el resto de familiares políticos que Gloria había tenido la desgracia de tener que soportar todos esos años.
    Gloria estaba hasta el mismísimo coño.
    —Adiós Esteban. Tendrás noticias de mis abogados esta misma tarde.
    En el último momento, justo antes de que Gloria se girase, Esteban abrió la boca para decir algo. Un brillo extraño asomó a los ojos de Esteban y Gloria se detuvo, desafiante, dispuesta a combatir un poco más. Pero fue algo fugaz y enseguida la mirada del hombre volvió a adquirir esa prepotencia socarrona tan detestable y habitual en él.
    —Sí, lárgate de aquí.

    Varias horas más tarde un mensajero le trajo un sobre certificado con unos papeles redactados con un estilo que Estaban, acostumbrado al ambiente jurídico, conocía muy bien. Los dejó por ahí tirados, con la idea de leerlos más tarde.

    Luego se sirvió una generosa cantidad de coca-cola en un vaso ancho y le añadió una monstruosa dosis de Ron con azúcar, sin hielo y con un chorro de limón natural. 
    Se desnudó y encendió el portátil.
    Introdujo la contraseña y accedió a su correo personal y de trabajo. Hizo unas breves gestiones y redactó unos cuantos correos. Media hora después cerró la sesión.
    Cuando terminó, el vaso estaba prácticamente vacío, así que volvió a servirse otra bomba de calorías y alcohol —él las llamaba «Cubatones»—; después abrió otra sesión en el portátil, esta vez con la cuenta «especial».
    Esteban se dijo a sí mismo que Gloria no había acertado a la hora de dar con su verdadero rasgo de personalidad. Le había llamado muchas cosas, algunas ciertas, otras exageradas, pero lamentablemente no había acertado en detectar el principal problema de Esteban: la cobardía.
    Esteban accedió a los correos privados de la cuenta «especial» y allí encontró varios mensajes recibidos ese mismo día. Eran de una tal «PrincessaLolaAutora».
    Esteban, cuyo seudónimo de escritor desde hacía varios meses era «EmperadorSado», abrió los correos con nerviosismo.
    Su plan había fallado, aunque había estado a punto de conseguirlo.
    Tenía tantas, tantas ganas de confesar a Gloria la verdadera identidad de «el otro»… y al final no había sido capaz.
    Un cobarde. Siempre fue un cobarde. 
    Esteban pulsó el icono de «nuevo correo». Tomó un trago y después buscó su voz interior, secreta y liberadora y la proyectó en sus personajes de ficción.
    Quizás esta vez sí fuese capaz de encontrar el coraje necesario para despojarse al fin de toda una vida llena de complejos por culpa de una educación formal religiosa, de una familia reaccionaria y de una infancia bombardeada con una constante propaganda de rectitud y de rancia urbanidad.

    Quizás esta vez fuese capaz de ser él..

martes, 23 de junio de 2020

Oficina.

    Faltan dos días para que acabe mi contrato de trabajo temporal. Yo soy el chico de los recados en un edificio de co-working y han contratado a un nuevo jefe de sección (el anterior, un viejo septuagenario adicto a la viagra la palmó en un burdel de Mallorca). La nueva jefa es una cincuentona de culo gordo, tetas grandes y gafapastas a la que le gusta llevar siempre la razón en todo. Se llama Carmen.
    A mi me pone bastante. Siempre va vestida con unos trajes muy formales, pero enseñando sus piernas regordetas y dejando siempre desabrochado algún botón para enseñar el sujetador por el escote. Yo, como sé que me queda poco en la empresa, le miro descarado las tetas y el culo siempre que la veo. Me importa una mierda, incluso cuando me habla yo le miro los melones y las piernas para tener algo con lo que masturbarme cuando llego a casa. Muchas veces me la meneo en el baño de la oficina pensando cochinadas con Carmen.

    Queda poco para que termine mi contrato y se ha roto el aire condicionado de la oficina. Andamos como cerdos sudando a mares; abrimos todas las ventanas, pero apenas hay corrientes de aire para refrescarnos. Carmen me llama para que le lleve unos papeles. Entro a su oficina caldeada y me pide que espere un momento, se levanta y sale a buscar algo.
    Me acerco a su sillón y compruebo que está húmedo a causa del sudor de ese culo gordo. Me agacho para pegarle una buena esnifada. Un olor fuerte me inunda la nariz y la cabeza me da vueltas. No puedo evitarlo y comienzo a lamer toda esa humedad. Carmen entra y me pilla lamiendo el sillón.
    Yo me quedo muy cortado y con la cara toda roja. Ella también tiene la cara toda roja, pero de furia. Se me acerca, me da dos hostias en toda la cara y me dice que dentro de quince minutos pase por recepción para coger la carta de despido.  Me lo merezco por cerdo.

    Cuando llego a casa me hago una paja pensando en el olor y el sabor del sillón de Carmen. Luego me hago otra paja pensando en los dos guantazos que me dio. Esa noche suena mi móvil. Es Carmen. Me pide perdón por las dos hostias y me pregunta si quiero disculparme.
    Me lo pienso un poco y llego a la conclusión de que me importa una mierda, así que le digo que no quiero disculparme, que me gustó oler y lamer el sudor de su culo y que me acabo de hacer dos pajas pensando en eso. También le digo que no es la primera vez que me la machaco pensando en ella y me cuelga. Dos horas más tarde, en plena madrugada, el sonido del teléfono me despierta.
    Es ella otra vez.
    Quiere saber qué cosas son las que imagino cuando me masturbo pensando en ella. Yo se lo digo y nos tiramos el resto de la noche hablando y masturbándonos por teléfono.