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viernes, 10 de julio de 2020

Sofía crece 3 (parte II)

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Sofía crece 3, parte III

Sofía crece 3

Parte II


4.

Noelia.


Los árboles del parque apenas filtraban la luz del sol; a mediodía hacía un calor infernal y las pesadas ropas de trabajo no lograban evaporar el sudor de su cuerpo. Noelia caminaba cargando las herramientas de jardinería, dirigiéndose hasta los arriates de hibiscus, pensando que quizás le diese tiempo a terminar de limpiarlos antes del almuerzo. Por el camino se cruzó con un par de compañeros de trabajo con el mismo aspecto de cansancio que ella. 
Uno de ellos bajó la mirada y le echó un buen vistazo a su busto, cuya exuberancia no podía ocultar el peto reflectante y la chaqueta de trabajo. Noelia tenía bastante pecho y estaba acostumbrada a las miradas de hombres y mujeres; unos lo hacían con lascivia, otras con envidia. A ella no le gustaba ni lo uno ni lo otro e intentaba por todos los medios ocultar sus senos vistiendo ropas muy holgadas que le hacían mayor y más gordita.
Cuando llegó al jardín extrajo las herramientas y comenzó a limpiar la zona de malas hierbas.
Echaba de menos a Sofía. La pequeña le recordaba a ella cuando tenía su edad. Sofía era tímida y reservada, con algún tipo de problema que Noelia no logró encontrar, puesto que la chica se cerraba cuando intentaba indagar un poco. Sabía que la pequeña huía de algo, algún desamor o algún complejo que le atormentaba. Nunca llegó a conseguir que la chica confiase plenamente en ella.
«Ni siquiera quiso que intercambiásemos los teléfonos».
—¡Ay! —Una astilla se introdujo en el hueco entre el pulgar y el índice. El  guante siempre se rompía por ahí. Noelia se lo quitó y se arrancó la diminuta aguja de madera con las uñas. Una gota de sangre floreció y ella la chupó.
«No estoy hecha para este trabajo —pensó—, yo soy más de letras». Eso le hizo recordar su época de estudiante de psicología, estudios que tuvo que abandonar para ponerse a trabajar cuando llegó la crisis.
«¿Eso es lo que has estado haciendo con Sofía y con Carlos estas semanas atrás, aprovechar tus estudios y psicoanalizarlos? —Noelia frunció el ceño—. Me declaro culpable, señor juez».
Tras comprobar que no iba a morir desangrada por culpa de la insignificante herida se volvió a colocar el guante y continuó con la faena.
«Sofía tampoco era muy complicada de analizar: tan sólo es una chica acomplejada».
Noelia también estuvo acomplejada, en su caso, por el precoz desarrollo de los pechos. Comenzaron a crecer muy pronto, con once años, y cuando cumplió los trece estaban prácticamente desarrollados del todo, con un volumen mucho mayor que el de cualquiera de sus amigas.
En aquella época odiaba a los hombres y la babosa manía que tenían de mirarle el busto. Tuvo problemas para relacionarse con los tíos y su primera relación la tuvo con veintitrés años, con Bertín, su marido (aunque su primera experiencia sexual fue con una amiga a los catorce).
Sofía le gustaba. Tímida, insegura, guapa; tan poquita cosa que despertaba en ella su espíritu maternal y la necesidad de protegerla de cualquier daño.
«Lo que querías era comerle el coño».
Noelia agitó la cabeza, negando vigorosamente. ¿De dónde narices había venido eso? El sudor corría por su espalda y la sombra de los árboles apenas podían aliviar la bochornosa temperatura que hacía en el parque.
Estaba de rodillas, arreglando el arriate, con el peto fluorescente y los guantes manchados de tierra y barro.
—«¿Comerle el coño a Sofía?, ¿por quien me tomas, por una asaltacunas?
—«Oh, venga ya. Tu sobrina tiene la misma edad que ella y ya tiene un crío. No confundas inmadurez con niñez. Parecerá una niña, pero es una mujer… inmadura, pero mujer».
—«Pero es que es tan… poquita cosa. Tan tierna».
—«Claro, es tan tierna que pensaste en “endurecerla” regalándole libros de Henry Miller, para que entrase un poco en calor, ¿eh? Por cierto, ¿qué pensaría Carlos de todo esto? ¿Cuando le vas a hablar de tu bisexualidad?»
Noelia arrancó un trozo exageradamente grande de tierra, con rabia. Su monólogo interior se intensificó.
—«Deja a Carlos en paz. No necesita saberlo. Bastante sufre ya el pobre».
—«¿Y crees que ocultando la verdad sobre tus instintos le vas a evitar más sufrimientos? Cualquier otro pensaría lo contrario».
—«Tú no lo entiendes. Él confía en mi… necesita confiar en mi. Aun es pronto. No está preparado».
—«Lo que tienes es miedo de que te vea con otros ojos, de que deje de verte como una amiga confidente con derecho a follar y sólo vea en ti un polvo ambulante que se folla todo lo que se menea, ya sea un tío o una tía».
Noelia dejó de destrozar el arriate de flores y se pasó el brazo por el rostro para limpiarse el sudor. Algunos niños jugaban cerca y los gritos y risas volvieron a traerle aciagos pensamientos.
—«De acuerdo, lo reconozco, yo quería… —Se quitó las gafas de sol y se apartó el sudor de las cejas con gesto rabioso—, quería comerle el coño. Quería tocarla, abrazarla, besarla y darle cariño; hacerle ver que en esta vida hay bondad y amor más allá del dolor y la angustia, ¿vale?».
—«Ya. Como haces con Carlos, ¿no? ¿Es eso lo que haces con él, compadecerlo?».
Noelia arrancó un puñado de hibiscus de raíz, gruñendo.
—«¡Sí! ¡Lo compadezco! ¿Qué hay de malo en ello! Ha sufrido muchísimo, aún sufre; necesita calor humano, que le cuiden; que le escuchen».
—«Sí. Eso es lo que hacen los amigos, Noelia, escucharlos y consolarlos».
—«Entonces ya estamos de acuerdo en algo».
—«¿Sabes qué otra cosa hacen los amigos?».
Noelia se levantó y recogió las herramientas. No quería oír lo que tenía que decirle su otro «yo».
—«Sincerarse. Abrirse y contar la verdad, aunque duela».
Noelia contempló a los niños columpiándose en el parque infantil. Uno de ellos, uno moreno con el pelo ensortijado, había cogido una piedra del tamaño de una naranja y la estaba chupando, quitándole la tierra con la lengua. La que debía ser su madre se levantó y le quitó la piedra, dándole un golpe al niño en la cabeza con la mano.
Noelia jamás le hubiera puesto la mano encima a sus hijos. No creía en la violencia física como correctivo.
«Se lo diré», pensó, «le diré que también me gustan las mujeres; pero no ahora. Ahora no». Le echó un vistazo al teléfono. No había mensajes de Carlos. Eso era raro. Él siempre le daba los buenos días temprano, cuando salía a correr, y ya se acercaba la hora del almuerzo.
Noelia jamás habló con su marido sobre sus tendencias lésbicas y sabía que esa falta de sinceridad por parte de ella fue una grieta entre ellos que poco a poco fue ensanchándose, una grieta que la esterilidad de Noelia acabó por abrirla del todo.
«Si realmente amas a Carlos no vuelvas a caer en el mismo error».
Miró la hora y vio que hacía rato que había acabado su turno. Agarró la bolsa de herramientas y se encaminó al cobertizo portátil prefabricado para guardarlas y cambiarse de ropa. Mientras se desnudaba no pudo evitar que sus pezones se endurecieran al recordar el momento que pasaron juntos allí dentro. Un calor muy agradable navegó desde su vientre hasta la parte interna de sus muslos.
«Fue un buen polvo».
Se cambió de ropa y se puso algo más cómodo y ligero. No tener ducha allí era un fastidio y tendría que ir a casa sucia y sudada. Dejó las cosas en el maletero del coche, se sentó al volante y estaba escribiendo un mensaje a Carlos cuando le entró una llamada. Era de su sobrina Francesca, aunque todos la llamaban «Chesca».
Noelia frunció el ceño. Era muy raro recibir llamadas de ella: excepto en fechas señaladas Noelia y su sobrina apenas tenían contacto.
«Debe haberle pasado algo a mi hermana».
—¿Diga?
—¿Tita Noe, eres tú?
Lo de «tita Noe» le recordó que Chesca, aun siendo la madre de un precioso niño de dos años, prácticamente era una adolescente.
—Hola Chesca, ¿pasa algo, tu madre está bien?
—¿A qué hora terminas, tita?
El ceño de Noelia se frunció aún más y comenzó a transpirar. Dentro del coche hacía mucho calor. No le gustaba el tono de voz de la chica, hablaba muy deprisa y jadeaba, como si hubiera estado corriendo.
—Acabo de terminar, Chesca. ¿Qué ocurre?, ¿va todo bien?
—Estoy en la puerta de tu casa, tita. ¿Puedes venir ya?
Noelia se dio cuenta entonces que su sobrina no estaba jadeando, si no llorando.
—Ya voy de camino —Arrancó el coche—. Francesca, necesito saber qué te pasa, ¿Quino está bien?
Quino era el pequeño bebé de Chesca.
—Tita, ven ya, porfa.
«¿¡Pero dime de una maldita vez qué pasa, joder!?», quiso gritar al teléfono, pero en vez de ello lo puso en manos libres y condujo entre el atestado tráfico del mediodía.
—Chesca, —Noelia no encontró otras palabras—: ¿te has vuelto a drogar?
A través del teléfono le llegó el sonido de alguien que sorbía por la nariz seguido de un sollozo. Luego se cortó la comunicación. En ese momento llegó otro mensaje. Era de Carlos. Noelia esperó hasta encontrar un semáforo en rojo para leer el mensaje.

>Te necesito

—Mierda —dijo en voz alta.
Noelia estaba preocupada por no haberlo visto correr esta mañana; nunca faltaba a su sesión de running matutina. Noelia escribió con prisas.

>Conduzco. Surgido algo importante. Familia. Luego llamo. Te quiero.

La luz se puso verde y el tráfico de la ciudad se tragó el pequeño utilitario de Noelia.

5.

Carlos.

Los maullidos de «Copérnico» lo despertaron. El dolor de cabeza era atroz y parecía que algún animal se le había muerto dentro de la boca. Estaba completamente desnudo y apestaba a alcohol regurgitado y sudor rancio. Carlos intentó levantarse del sofá, pero resbaló y cayó sobre la alfombra. Sus manos se hundieron en una mancha pegajosa de algo que parecía vómito reseco.
«En este charco no hay nada sólido. Por el amor de Dios, ¿cuánto hace que no como?».
Pensar en la comida le recordó algo.
—Perdona, Nico —dijo con voz pastosa. El pequeño gato maulló desconsolado al oír su nombre.
Carlos se incorporó luchando contra el mareo y se dirigió a la cocina dando tumbos, con la polla amorcillada dando golpes contra sus muslos. Agarró una lata de comida para gatos y al tercer intento se rompió la anilla de la tapadera. Abrió un cajón y sacó un enorme cuchillo de cocina, apoyó la punta en el borde de la tapa y golpeó la empuñadura con la parte carnosa de la palma de la mano. La lata se volteó y saltó por los aires mientras que el cuchillo resbalaba por la mesa, dejando un profundo arañazo.
—¡Mierda!
Tomó la lata del suelo y empezó a golpearla contra el mostrador de la cocina.
—¡Ábrete, hostia! —exclamó con voz ebria—, ¡ábrete!
Nico huyó de la cocina, asustado por los gritos y los golpes. Carlos siguió abollando la lata contra el mostrador hasta que se pilló los dedos con ella. Soltó un alarido de rabia y de dolor y se llevó la mano a la boca. Cerró los ojos y expulsó el aire por la nariz con fuerza.
«Cálmate, Carlos».
Tiró la lata a la basura y cogió otra. Esta vez consiguió abrirla a la primera. Llenó el cuenco de Nico y le dio golpes con la cucharita para avisar que la comida estaba lista, señor, ¿va usted a desayunar en el salón o prefiere que le sea servida en el dormitorio? oh, veo que prefiere tomarse la libertad de acompañarnos a la cocina. 
Nico entró con paso ligero, trotando sin hacer ruido, como un pequeño ninja de cuatro patas. Mientras devoraba el contenido del cuenco Carlos le acarició el lomo.
«Perdona el retraso tío. Creo que anoche me pasé con la botella».
Fue al baño y expulsó un chorro oscuro de pis.
«Barceló añejo filtrado y macerado en mi vejiga».
Luego se tomó un par de pastillas de paracetamol con tramadol y un sobre de ibuprofeno, por si las moscas. Pensó en tomar también el Escitalopram, pero prefirió no tentar a la suerte.
«No necesitas pastillas. Necesitas a Noelia».
Ella sabría ahuyentar la congoja que le atenazaba el pecho. Sabría escucharlo. Siempre lo hacía. 
Entró al salón y estuvo a punto de llamarla por teléfono, pero a través de la nube etílica recordó que quizás aún no habría terminado el turno. Le escribió un escueto mensaje:
>Te necesito
En la cocina Carlos abrió el frigorífico, tomó cuatro huevos, los cascó sobre un cuenco y los batió. Luego encendió la pequeña cocina a gas y puso una sartén con un par de cucharadas de aceite a calentar. Durante varios segundos se quedó hipnotizado viendo las llamas azuladas danzar debajo de la sartén, sintiendo el calor del fuego en la piel de su torso desnudo.
«Deja eso, Carlos. No sigas por ahí».
Movió la cabeza y echó el contenido del cuenco a la sartén. Los huevos batidos en seguida se agitaron, bullendo y saltando en grandes pompas amarillas, cuajándose gracias al aceite hirviendo.
«Así se le puso la carne a María» —recordó con amargura.
«Deja eso, Carlos. No sigas».
La resaca y los restos de embriaguez flotaban en su cabeza y la depresión post borrachera le pesaba en los hombros como…
…«Como si llevases una niña a cuestas. Como cuando María se subía a horcajadas sobre tu espalda y te tiraba del pelo y de las orejas mientras se meaba de risa».
«Deja eso, Carlos. Para ya».
Inconscientemente se pasó la mano por la cicatriz del brazo derecho. Le llegaba desde el codo a la muñeca. Tuvieron que hacerle tres injertos de piel.
Apagó el fuego y comió directamente de la sartén con un tenedor. Pero sólo pudo tomar dos bocados que le supieron a mierda de caballo. Abrió el frigorífico con la intención de tomar leche y quitarse el mal sabor de boca, pero en su lugar agarró una lata de cerveza. La bebió en dos tragos.
«Deja eso, Carlos. Tu hija murió porque conducías borracho, pero seguir castigándote de esta manera ni la va a traer de vuelta ni va a hacer que olvides lo que pasó».
Carlos eructó y abrió otra lata de cerveza.
«Eso dice Noelia».
«Deja eso, deja de torturarte y haz caso a Noelia, al menos hazlo por ella, joder. Ella no merece esto».
—¡María tampoco lo merecía! —Carlos reventó la lata de cerveza contra la pared. La espuma llegó hasta el techo—. ¡No merecía acabar así!
Carlos volvió a eructar y sufrió un espasmo en el estómago. Corrió hacia el baño y vomitó en la bañera. Le dolía el diafragma, la cabeza y los ojos, que los sentía hinchados como pelotas de golf. Se incorporó y se lavó la cara. El rostro que vio reflejado en el espejo era algo espantoso.
«Cara culo» —pensó sin humor. Eso le hizo recordar algo.
«Deja eso, Carlos».
Se volvió y fue trastabillando hasta la despensa que había en el hueco de la escalera; allí rebuscó hasta encontrar la caja de seguridad que contenía el reportaje sobre la principal cárcel de la provincia (un encargo del gobierno regional para una serie documental que nunca llego a emitirse). Carlos fue guionista y redactor ejecutivo hace un millón de años, antes de que su vida se fuera a la mierda detrás de aquella curva.
«Caraculo».
Al fondo de la caja estaba el manuscrito de un libro que nunca llegó a terminar y debajo de él, envuelto en un trapo de cocina usado, el obsequio del gitano Caraculo, el carismático patriarca al que estuvo entrevistando en la cárcel durante semanas. Carlos desenrolló el trapo y sostuvo con una mano temblorosa el terrible objeto. Lo conservaba tal y como lo recibió, metido en una bolsita de plástico transparente. Carlos sabía que el arma estaba cargada por el peso. 
«Deja eso, Carlos».
Sostuvo la pistola con dos manos, sin sacarla de la bolsa, admirando las formas terribles y ominosas, los ángulos rectos y el brillo mortal del cañón a través del plástico.
Le quitó el seguro.
«Deja eso».
Era un arma semiautomática de corredera. No había necesidad de bajar el martillo percutor. Sólo apretar el gatillo.
«Déjalo».
El sabor del plástico era aceitoso y olía bien, como a cartón nuevo. Un dolor punzante le recorrió las encías cuando mordió la boca de acero del arma.
Le entró un poco de dentera cuando apretó el gatillo.

6.

Sofía.

Le despertaron los gritos de sus padres. Esa mañana aún no habían llegado a los golpes, pero por el tono de las voces sabía que no tardarían en llegar. Sofía vio el arrugado paquete de ropa y toallas tirado en un rincón de su cuarto y un rubor repentino le encendió las orejas. El corazón empezó a correr dentro de su pecho al recordar las cosas que hizo la noche anterior.
Se incorporó despacio, previendo posibles dolores o molestias entre sus muslos, pero tan sólo sintió una especie de entumecimiento en la zona rectal.
«¿Qué me pasó anoche? Era como estar borracha, pero borracha de sexo».
Su cuarto no tenía ducha, así que prefirió esperar a que amainara la tormenta entre sus padres antes de salir del cuarto para usar el baño del pasillo. Mientras tanto preparó una pequeña bolsa de deporte con lo que se suponía que eran los materiales escolares para el instituto. Hacía meses que engañaba a sus padres, haciéndoles creer que iba a las clases, cuando en realidad se iba por ahí, holgazaneando en la biblioteca, el parque o la playa. A veces iba al centro, a mirar escaparates y aprovechar el WiFi gratis.
«¿Sabes la que te van a montar tus padres el día que se enteren?, por cierto, no creo que vaya a tardar mucho en llegar ese día; tutoría ya debería haberse puesto en contacto con ellos».
Sofía metió las dos verduras dentro de la bolsa con la intención de tirarlas a la basura.
«A papá no le importará si estudio o no, es un papanatas ignorante que sólo espera que me eche novio, me case y me largue de casa para quedarse con mi cuarto. Pero mamá seguro que me saca del instituto y me pone con ella a limpiar casas o a trabajar en el semillero de los tíos».
Echó un vistazo a su extensa biblioteca de libros de bolsillo y escogió un par de ellos (Jack London y J.K. Rowling), y los metió en la bolsa.
Pensó en llevarse también el material de escritura: el Moleskine y la estilográfica que se auto regaló en su cumpleaños, pero recordó que la tinta se le había agotado y no tenía repuesto.
A Sofía le gustaba la caligrafía artística y le gustaba practicar en el parque, escribiendo pequeños haikus y pareados con complicados arabescos y serifas. Noelia solía colocarse al lado de ella en los descansos, mirando en silencio cómo trabajaba la pluma de Sofía sobre el cuaderno. En esos momentos Sofía podía oler el perfume floral de la mujer, perfume que no podía tapar del todo el olor de la transpiración que se filtraba a través de las ropas de trabajo.
Pensar en Noelia la deprimía.
A través de la pared le llegó el sonido de un golpe sordo, probablemente su madre dando un puñetazo en el armario. Sofía, hastiada, se puso unos leggings y una sencilla camiseta y salió de casa sin duchar y sin desayunar.
Salió sin rumbo fijo, pero sus piernas le llevaron instintivamente al sur, hacía el paseo marítimo que se encontraba a unos tres kilómetros de distancia, caminando entre calles residenciales que iban dando paso a los grandes edificios de oficinas y comercios del centro de la ciudad. Hacía mucho calor y decidió desviarse para entrar al parque y así refrescarse un poco bajo la sombra de los árboles.
«Lo que quieres es ver a Noelia; sabes que ella trabaja a esta hora allí».
Buscó la parte más agreste del parque, aquella donde los árboles y los grandes arbustos se alternaban en una extensa planicie cubierta de césped y senderos de grava. Era día laboral y a esa hora apenas había gente. El sonido del tráfico lejano era apagado por la vegetación que la rodeaba. Había salido de casa sin usar el baño y sentía la acuciante necesidad de orinar.
Miró alrededor y se introdujo entre unos arbustos. Se bajó los leggings y las bragas y se puso en cuclillas. El chorro salió con fuerza. Cuando acabó se secó los labios menores y la vulva con los dedos, limpiándose los restos de pipí de la mano con la lengua, con un gesto de asco en la cara.
«¿Por qué haces estas cosas?, ¿qué quieres demostrar?, ¿que eres la chica más guarra del mundo?».
Sofía abrió la bolsa y sacó las dos verduras.
«El día que vi a ese hombre mear me quedé con las ganas de que me follara».
Contempló el calabacín mientras una ligera brisa se filtraba entre las ramas y le acariciaba los labios del coño.
Tomó una decisión.
Tiró las dos verduras al suelo, se subió la ropa y salió al exterior. Dio varias vueltas durante varios minutos hasta encontrar a un par de trabajadores del parque.
Durante las últimas semanas había aprendido a mentir a sus padres y profesores, jugando a dos bandas para evitar ir al instituto, descubriendo de paso que tenía una habilidad innata para la mentira.
—Hola, buenos días —saludó sonriendo—, ¿trabajan ustedes aquí?
—Hola cariño —dijo el mayor de los dos—, sí, trabajamos en el parque.
—Estoy buscando a mi tía, que también trabaja aquí. Había quedado con ella y me he quedado sin batería —Y ampliando la sonrisa añadió—: como esto es tan grande no sé dónde está.
—¿Cómo se llama? —preguntó el más joven.
—Ella es Noelia.
—¿La Noe? —El viejo alzó las cejas—. Claro que la conocemos. Hace poco nos hemos cruzado con ella.
—Pero ya debe haberse ido —El joven señaló hacía la salida del parque—, su turno acabó hace apenas unos minutos.
—Oh, vaya —La voz de Sofía sonó lo suficientemente abatida.
—Podemos avisarla si quieres —El joven sacó su móvil.
Sofía sonrió y asintió con la cabeza. El muchacho buscó en la agenda hasta encontrar el contacto de Noelia.
—¿Puedo? —Sofía volvió a sonreír y extendió una mano al chico joven.
Éste dudó durante un par de segundos, pero al cabo le tendió su teléfono.
Sofía memorizó el número de Noelia y luego simuló que hablaba con su «tía», dándole la espalda a los dos trabajadores, como si estuviera buscando intimidad.
Cuando acabó le devolvió el teléfono al chico y se despidió dándoles las gracias a los dos. Luego se encaminó a la salida del parque mientras introducía el número de teléfono de Noelia en la agenda de su móvil.
Durante todo el proceso su corazón no había dejado de latir desbocado. No podía creer lo fácil que había sido.
«¿Ves cómo no eres tan inútil, boba?».
Sí, pero ahora tenía que reunir valor para hablar con Noelia.
En ese momento tuvo una inspiración.
Abrió Facebook, una red social que Sofía, tímida y poco sociable, apenas usaba. Sincronizó los contactos de su agenda con la aplicación y ésta relacionó el número de Noelia con su perfil en la red social. Sofía entró al muro de Noelia y desde allí tomó los datos personales que tenía publicados, entre ellos el nombre y los apellidos.

Con toda esa información no tardó en conseguir la dirección de Noelia.

7.

Rusky.

Matar es muy fácil, probablemente sea una de las cosas más fáciles de este universo; un universo que, al fin y al cabo, está diseñado para facilitar el aumento de la entropía, o sea, para la destrucción; y la muerte no deja de ser una forma de destrucción más.
Matar es fácil, lo difícil venía luego. A Rusky le molestaba esa faceta de su trabajo, la de limpiar el estropicio y no dejar rastros, aunque otras veces debía dejarlos, como aviso.
Eso era lo que le habían pedido que hiciera con la pequeña yonky ladrona.
  «Que sepan que nadie nos jode», le dijeron.
Rusky sorbió por la nariz, carraspeó y arrojó un moco verde casi sólido al asfalto. Abrió la guantera del mercedes y sacó la fotografía de la tal Francesca; memorizó una vez más los rasgos casi infantiles de la chica y consultó la hora en el Maurice LaCroix de su muñeca.
Rusky miró con indiferencia total la cara de la muchacha sin sentir nada más que un ligero desasosiego al dudar sobre la forma de estropear ese rostro de forma que quedase reconocible. A Rusky le gustaría deformarlo mientras ella estuviera viva, pero si lo hacía después de matarla habría menos sangre porque el corazón ya habría dejado de latir.
Rusky guardó la fotografía y continuó esperando sentado en el mercedes, a la puerta de la vivienda de Noelia.

Continuará...

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