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domingo, 28 de febrero de 2021

ESPERMA (2)

 2.

CARLA

Carla se quedó congelada, incapaz de mover un solo músculo. ¿Qué hacer? ¿Esconderse bajo la cama (qué tontería) o arriesgarse a salir corriendo y que su hermano la pillase saliendo desnuda de su cuarto con los pañuelos manchados de semen en su poder? La puerta del baño se abrió unos centímetros más y luego se detuvo. El corazón de Carla también.

«¡Devuelve los pañuelos a la cesta y sal corriendo!».

De repente Carla oyó de nuevo el sonido del agua caer. A través del resquicio de la puerta del baño detectó cierto movimiento, pero nadie salió de allí. El sonido del agua cayendo se intensificó. Esteban debió de dejarse la puerta sin cerrar del todo cuando entró al baño y se ha debido de abrir sola.

«¡PUES APROVECHA Y SAL AHORA MISMO, CORRE!».

Carla salió de la habitación de su hermano y al pasar junto a la puerta del baño miró hacía dentro de reojo: por el resquicio pudo ver que Esteban aun estaba dentro de la ducha. No vio gran cosa, porque el espacio que separaba la puerta era muy estrecho, pero vio un movimiento y una agitación que en seguida le llamó la atención. Carla se detuvo al lado de la puerta, sin atreverse aún a espiarlo del todo.

«¿¡QUÉ COÑO HACES!? ¡¡Regresa a tu cuarto YA, tía loca!!».

Pero la joven no podía evitarlo.

«Se está haciendo otra paja. El cabrón se está haciendo una paja en la ducha».

Una de las mamparas de cristal esmerilado de la ducha se rompió hacía un par de años y ya se habían acostumbrado a ducharse con media ducha abierta. Era un coñazo tener que pasar la fregona o una toalla para secar las gotas que caían afuera, sobre las baldosas, pero la economía no estaba para hacer gastos extras.

Carla, con los pañuelos embadurnados de semen apretados contra su vientre, se asomó despacio por la rendija de la puerta.

«Como se de la vuelta te va a pillar espiándole…»

Pero Carla confiaba en que el resquicio era muy estrecho, de apenas unos centímetros, y que la oscuridad del pasillo la protegería.

«Además, si me pilla, siempre puedo inventarme la excusa de que iba a hacer pipí o algo por el estilo… no sé…»

Esteban estaba de espaldas. Carla podía verle a medias; el resto de su cuerpo estaba oculto tras el cristal esmerilado que aún conservaba la ducha. La joven vio que Esteban tenía ambas manos en la entrepierna. El agua caía sobre su cuerpo desnudo, aplastando su cabellera rubia contra la hermosa cabeza, recorriendo los hombros redondeados y estrechos. Estos, los hombros, se movían arrítmicamente, como si cada brazo llevara una cadencia diferente. En determinado momento Esteban se giró un poco y Carla vio que con una mano se estaba frotando la polla y con la otra se acariciaba los testículos, tal y como había visto en el vídeo gay. Carla disfrutó de la vista durante varios segundos, hasta que Esteban volvió a darle la espalda y se desplazó hacia un lado, ocultándose del todo tras el cristal.

La muchacha quería ver cómo se corría su hermano, y estaba dispuesta a quedarse hasta el final, esperando que en el último momento Esteban apareciese en su campo de visión, arrojando esperma por esa picha tan bonita que él tenía. No era la primera vez que Carla le veía la pija a su hermano a escondidas, pero jamás lo había visto masturbándose. La chica quería verlo hasta el final, pero sintió cierta humedad impregnada en su pecho que se escurría hasta el ombligo: el semen de los pañuelos goteaba por su piel.

Con reticencia, Carla regresó a su cuarto, apretando con fuerza los pañuelos debajo de sus tetas, que se mancharon con la leche de Esteban. Cerró la puerta con suavidad, despegó muy despacio los pañuelos de su cuerpo y los colocó sobre una mesa casi con reverencia. El agua de la ducha se detuvo. Carla aguantó la respiración y abrió uno de los pañuelos, extendiéndolo sobre el mueble. Grumos y pegotes líquidos de color blanco aparecieron ante ella. Los latidos de su pecho acompañaban a las palpitaciones que sentía en el dilatado coño. Una puerta se abrió en el pasillo y Carla oyó los pasos de Esteban dirigiéndose a la habitación de éste. El ligero chirrido de una puerta, el chasquido de un cerrojo; otra vez pasos, el roce de ropa cayendo (¿la toalla?) y un cuerpo descansando sobre la cama.

La chica esperó un minuto en silencio en la oscuridad, expectante, con las piernas temblorosas. Luego se inclinó hasta que su nariz rozó el esperma. Aspiró lentamente el olor de la leche con los ojos cerrados. El morbo y la excitación del momento le provocaron un ligero vahído.

«Me va a reventar el corazón en el pecho».

Las pulsiones que sentía en la vagina eran muy intensas, casi dolorosas. Recordó que tenía el támpax ahí metido. Siguió aspirando el olor del semen durante un par de minutos, regodeándose con el aroma, disfrutando de la peste a lefa recién exprimida. Luego colocó un dedo sobre el pañuelo, recogiendo la flema con la yema para acercarla a sus labios. Sacó la lengua y lamió todo eso, probando el sabor ligeramente agrio de la leche de su hermano. Luego se metió el dedo en la boca y dejó que la saliva se mezclase con el esperma. Con la otra mano se arrancó el tampón del coño y lo puso sobre la mesa para introducirse dos dedos en la vagina.

Sin poder resistirlo más Carla bajó la cabeza y lamió directamente el semen de los pañuelos, jadeando como un cachorrito, gimiendo en silencio, usando solo la punta de la lengua al principio y luego aplastándola completamente contra papel, recogiendo la mayor cantidad posible de esperma. Sus dedos entraban y salían del agujero ardiente de su coño, chapoteando y salpicando. La lengua se llenó con la viscosidad del semen y pronto dejó los papeles completamente vacíos de grumos, pero empapados de saliva.

La chica retenía el esperma dentro de la boca durante varios segundos, saboreando el líquido viscoso y tratando de grabarse en la memoria los aromas y sabores. Su mano aceleró el ritmo y sintió cómo sus dedos se llenaban de una viscosidad muy parecida a la que había estado lamiendo.

Carla chupaba y lamía con ansía cuando la puerta de su cuarto se abrió y Esteban entró sin avisar, cerrando la puerta tras de sí. El chico vio a su hermana pequeña totalmente desnuda con los dedos metidos en el coño, inclinada sobre la mesa, chupando uno de sus kleenex empapados de esperma al lado de un tampón usado.

Carla vio a su hermano por el rabillo del ojo y sofocó un grito mientras se incorporaba de un salto, asustada, tapándose los pechos y la entrepierna con las manos, mirando aterrada a su hermano, muerta de vergüenza. Esteban, debatiéndose entre el asco, la furia, la vergüenza y el ultraje, señaló a su hermana pequeña con un dedo tembloroso y masculló entre dientes:

—Eres una puerca… una cochina cerda… Eres… —Estaba tan enojado que apenas podía hablar.

Esteban apuntó a los pañuelos de papel:

—Eso… ¿eso de ahí es mío? —Las palabras le salían en susurros cargados de furia—. ¿Pero en qué cojones estabas pensando?

Carla se asustó mucho, más que nada por el vocabulario y la actitud amenazante de su hermano, tan diferente a cómo ella estaba acostumbrada a verlo. La sangre encendió la cara de la pequeña con un rubor súbito y apenas pudo balbucear unas palabras sin sentido. Notó cómo empezaban a arderle los ojos mientras se le llenaban de lágrimas.

—Esteban, yo… Tú… —Los primeros sollozos apenas le dejaron hablar—. Tú no puedes estar aquí… Yo… yo…

Esteban se acercó a su hermana. El chico era mucho más alto que ella y Carla se encogió instintivamente, buscando con la mirada algo con lo que tapar su desnudez expuesta. El hermano volvió a señalar el kleenex abierto. Los restos de semen y saliva rutilaban en la oscuridad del cuarto.

—¿Y si yo tuviera una venérea? —Aunque Esteban hablaba en susurros la furia se podía distinguir perfectamente en el tono de su voz—. ¿Has pensado en eso, eh?, ¿hepatitis, papiloma… SIDA?

—¡Fuera! —gritó Carla, pero en seguida bajó el volumen de su voz—. Fuera, vete de aquí… sal de mi cuarto; no tienes… no tienes derecho a…

—¿No tengo derecho a entrar en tu cuarto sin permiso? —Esteban la interrumpió mientras daba otro paso hacía ella—, ¡Tú tampoco tenías derecho a entrar en el mío! Y mucho menos a rebuscar entre… entre mi basura… —Furioso, incapaz de encontrar palabras, Esteban miró al techo con los ojos cerrados, apretando los dientes. Respiró con fuerza, expulsando el aire por la nariz, y miró a su hermana—. Estas enferma. Tú no estás bien de la cabeza. ¿Esto te parece normal?

Esteban agarro uno de los kleenex y lo sostuvo delante del rostro de Carla.

—¿Esto es lo qué querías, eh?

El chico restregó el pañuelo contra la cara de su hermana. Se le fue la mano y lo hizo con demasiada fuerza, haciéndole daño. Carla gimió y le dio un manotazo a su hermano en el brazo y luego otro en la cara, arañándole.

—¡Fuera! —Esta vez gritó lo suficientemente fuerte como para que su voz se oyera en toda la casa.

Las lágrimas se confundían con el semen restregado en sus mejillas.

Esteban dio un paso atrás y levantó ambas manos con las palmas hacía delante. Tenía sangre en los labios, allí donde las uñas de Carla le habían cortado. La chica, sin dejar de mirar a su hermano a través de las lágrimas, reculó hasta la cama, agarró una sábana y se envolvió con ella con torpeza. Esteban vio que su hermana temblaba.

—¡Vete! —chilló Carla.

Esteban volvió a señalarla con un dedo. Él también temblaba.

—Mañana hablaremos con mamá de todo esto.

Carla se tapó la cara con ambas manos y volvió a pedir entre sollozos a su hermano que se fuera. Esteban la miró durante varios segundos. Poco a poco disminuía la rabia y la vergüenza que había sentido al saber que su hermana pequeña había entrado a coger sus pañuelos manchados de semen. Mientras la furia se iba diluyendo la sensación de lástima por su hermana iba aumentando. Esteban salió del cuarto en silencio, cerrando la puerta sin hacer ruido.

—¿Pasa algo?

Esteban se asustó al oír la voz de su madre. Estaba en el otro extremo del pasillo, con la cabeza asomando por la puerta de su alcoba.

—No, tranquila —dijo en voz baja—. Estábamos jugando a la Play. Ya hemos terminado.

—Joder Esteban, pues vaya horas para estar con la consola.

—Ya, ya lo sé. Ya hemos terminado, tranquila. —Esteban entró en su cuarto—. Buenas noches, Má.


Esteban


Esteban sabía que su hermana le había espiado en la ducha mientras se masturbaba, pero eso no le molestó (de hecho le gustó), pero cuando entró a su cuarto y vio que la papelera estaba vacía se puso furioso. En realidad, lo que más le jodió fue el hecho de que entrara en su cuarto de noche, a escondidas. Era algo así como un sacrilegio… era… bueno, era una falta de respeto, una violación de su espacio íntimo, era una…

«Una mierda. Lo que te ha cabreado es la posibilidad de que Carla te haya reconocido en el vídeo».

Tumbado en la cama, con un brazo cruzado sobre la cara, pensó en esa posibilidad.

«Si ha visto el vídeo es probable que me haya reconocido. Si me ha reconocido puede que deduzca que esa es mi cuenta, y si sabe que es mía… bueno… pues seguramente, después de lo que he visto esta noche, la pequeña no tendrá ningún reparo en ver todos los vídeos pornográficos amateurs que he estado grabando y subiendo estos dos últimos años allí».

Esteban golpeó la cama con el brazo que tenía libre.

«Mierda, mierda, mierda…».

La primera idea que se le ocurrió fue la de eliminar la cuenta de PornHub. Imposible. Dos años de vídeos durante los cuales se ha creado una diminuta comunidad de seguidores, pocos, muy pocos, pero muy fieles y queridos. Muchos de sus amantes y compañeros de reparto en los vídeos los conoció allí. Dos años alquilando habitaciones en hoteles, grabando con cámaras de segunda mano o directamente con el móvil; encuentros en pisos de alquiler, en el coche, en la playa… Y muchas veces en su propio cuarto, con una sábana colocada detrás.

Esteban tenía la esperanza de convertirse alguna vez en profesional, o al menos semi-profesional. Algo con lo que sacarse un dinero extra, pero a su ritmo, con sus condiciones. Monetizar sus vídeos con alguna web personal o algo por el estilo. Pero claro, él quería hacerlo manteniéndose en el anonimato, aunque ya le habían advertido que eso era difícil.

Ahora Carla probablemente sabría su pequeño secreto.

«¿Por qué me he enfadado con ella? No tenía que haber entrado así en su cuarto. Tendría que haber esperado a mañana y preguntarle sobre el vídeo antes de nada. Ahora la tengo en mi contra, enfadada y avergonzada. ¿Y mi amenaza de contarlo todo a mamá? Joder, ¿por qué la he amenazado con eso? si Carla sabe lo de los vídeos y se lo cuenta a mamá…».

Esteban se revolvió en la cama, colocándose en posición fetal. Ya era mayor de edad y podía hacer lo que quisiera, pero bastante mal trago pasaron sus padres cuando salió del armario tras la pubertad.

«¿Nuestros padres? Joder, ¿qué te hace pensar que solamente se lo contaría a papá y mamá? Podría decírselo a cualquiera, vecinos, familia, amigos…».

Esteban volvió a golpear la cama.

«Mierda. ¿Por qué le he gritado? Es una puta cría, tiene las hormonas alteradas y está en la edad de las pajas. Es normal que sienta curiosidad por el sexo y haga esas cosas tan cerdas… Joder, yo mismo he hecho cosas peores a su edad».

Esteban pensó que a lo mejor no todo estaba aún perdido. Por la mañana le pediría disculpas a la pequeña y trataría de sondearla, a ver qué sabía del vídeo.

Continuará...


Esperma 3

viernes, 26 de febrero de 2021

ESPERMA (1)

ESPERMA 

1.

CARLA.

La joven Carla se quitó la compresa manchada de sangre y mucosidad vaginal y se la acercó a la cara para olerla.

El olor a pescado la puso cachonda, como siempre que olía la porquería que se le quedaba pegada en la compresa o en las braguitas. A veces se excitaba tanto que el morbo superaba su natural aprensión y sacaba una temblorosa lengua para lamer la sangre marrón, ya seca, y los mocos cervicales. En esas ocasiones sentía que el gusto metálico le mareaba ligeramente mientras el corazón golpeaba con rapidez en su pecho, sintiéndose la tía más cerda del mundo.

En esta ocasión no lamió la compresa porque había restos de sangre más reciente. No era roja, si no más bien rosada, como si estuviera diluida. A ella le daba un poquito de asco ese tipo de manchas. Prefería aquellas ya secas, que sabía que se habían endurecido y resecado tras varias horas entre sus muslos. Carla se masturbó mientras esnifaba la compresa durante varios minutos en la oscuridad de su habitación, hasta que le llegó un orgasmo rápido que apenas la dejó satisfecha. Luego se levantó de la cama y se asomó a la ventana abierta que daba a la calle. Era muy tarde y la noche estival le erizó la piel alrededor de los pezones cuando el sudor se evaporó.

Aún excitada, estrujó la compresa y la tiró por la ventana sin pudor, viendo como la gasa caía a través del aire nocturno cuatro plantas hasta la acera. Rodó un par de metros hasta detenerse al pie de una farola cuya luz mortecina teñía los vehículos aparcados de un enfermizo color amarillo.

Puede que algún vecino la viese desnuda, aunque Carla sabía que su ventana estaba por encima de los focos de las farolas y que con las luces del cuarto apagadas, desde la calle, ella apenas sería una silueta envuelta en penumbras. Aún así, la joven fantaseó con la posibilidad de que alguien la estuviese espiando en ese momento.

«Algún viejo verde con insomnio —pensó la chiquilla—, o algún friki jugando con el ordenador hasta las tantas, o algún carroza que se ha levantado a mear… Sí, un madurito de esos casado con una tía gorda que se levanta de la cama a mear. Aún tiene la pija en la mano, sacudiéndose las gotas del pipí, cuando se asoma por la ventana del baño y me ve en pelotas, con las tetas al aire».

Carla notó cómo la humedad comenzó a brotar de nuevo bajo su vientre, aunque bien podría ser el sudor que no paraba de humedecer su joven piel con el calor de la noche. Decidió exhibirse aún más ante su voyeur imaginario y se apoyó en el alféizar de la ventana, dejando que sus pequeños pero bien formados pechos se balanceasen fuera.

«Mira mis tetas, guarro».

Carla imaginó al maduro meneándose su polla de viejo, arrugada y venosa, poniéndose cada vez más tiesa al verle las tetas colgando al aire. Desde esa posición Carla vio que la compresa se había abierto y casi se arrepintió de haberla tirado, pero en seguida una nueva fantasía le produjo un escalofrío entre las piernas.

«A lo mejor el viejo verde también me ha visto tirar la compresa y baja a por ella».

Carla, cada vez más cachonda, deslizó una mano por debajo y se restregó la humedad que le salía del coño.

«Va a bajar y va a recoger la compresa usada. El puto carroza se la llevará a casa y se meterá en el baño para que la gorda de su mujer no le oiga. El cabrón seguro que chupará mi compresa y la lamerá y se la meterá en la boca. El muy cerdo se meterá mi porquería en la boca. Mi regla reseca y mis mocos, todo eso que me sale del coño, hasta los pelos que se quedan pegados. Hijo de puta, cerdo, cabrón».

La chica, excitadísima, restregó su cuerpo desnudo contra la pared, deslizándose a un lado hasta que se encontró con un mueble y sus muslos rozaron el abultado tirador de un cajón; flexionó las rodillas y dejó que su coño se tragase el pomo de madera, suave y redondeado, procurando que el clítoris se frotase contra el mueble. Le dolía un poco, pero le daba igual. En su fantasía imaginó que el maduro se sacaba la compresa de la boca y envolvía su polla con ella, haciéndose una paja usando la gasa.

A Carla le puso muy cachonda esa imagen y su cuerpo golpeó con fuerza el mueble, follándose el pomo con ganas. El ruido que hacía su almeja cada vez era más fuerte y la chica aflojó un poco el ritmo, jadeando con los ojos cerrados, pues no quería despertar a sus padres o a su hermano, que dormía en la habitación de al lado.

Carla imaginó al maduro como un tío grande, de espaldas anchas, con algo de tripa y con pelos en el pecho. Se imagina a un camionero típico, uno de grandes brazos y manos enormes; piensa en un cincuentón grandote, fuerte, con canas en las sienes y los brazos peludos. A la joven siempre le dieron un poco de miedo y rechazo ese tipo de hombre, pero quizás, por eso mismo, en sus fantasías más morbosas, eran esos las que la ponían más cachonda.

Hombretones machirulos, casados, de vuelta de todo; machistas babosos a los que la pija se les ponía tiesa pensando en poseer a un «yogurín» como ella.

Carla imaginó al bruto pajeándose la polla con fuerza, sudando como un cerdo, bufando como un toro mientras se corre, echando el esperma dentro de su compresa, mezclando el semen con la sangre reseca. A Carla le gustaría lamer todo eso delante del hombre, que viese lo cerdita que es la chica que tenía delante.

«Mira como me trago tu leche, viejo marrano».

Carla intentó imaginar el sabor y el olor que tendría el esperma de ese hombre. La chica nunca había practicado sexo con nadie, pero en varias ocasiones, movida por una morbosa curiosidad, había rebuscado en el cesto de la ropa sucia de su familia y había rescatado la ropa interior de su hermano mayor.

El olor de las manchas blancuzcas y amarillentas que a veces encontraba en la parte frontal de los calzoncillos le repugnaron al principio, pero pronto aprendió a disfrutar del olor a requesón y orín. A veces, cuando estaba sola en casa, entraba a hurtadillas en el cuarto de su hermano para inspeccionar la papelera, buscando kleenex y pañuelos de papel, con la esperanza de que hubieran sido usados por su hermano Esteban después de masturbarse. Con el tiempo aprendió cuales eran los días en los que había más probabilidades de encontrar los pañuelos manchados de semen.

A Carla le gustaba chuparlos y lamerlos tanto como a sus compresas usadas. La ponían tan cachonda que solía recuperar los kleenex más «cargados» y los escondía en su habitación, donde disfrutaba del olor del semen día tras día hasta que los pañuelos perdían el aroma con el paso del tiempo. Desgraciadamente, ahora mismo no tenía ninguno guardado. El recuerdo de los kleenex manchados con el esperma de su hermano le produjo una oleada de morbo tan fuerte que se corrió con una serie de pequeños espasmos incontrolables. Sus muslos se cerraron y abrieron, golpeando el cajón de madera mientras su vientre, plano y encharcado de sudor, resbalaba contra el filo del mueble.

Carla tuvo que morderse la mano para evitar que los gemidos se oyeran por toda la casa. Transcurrió un minuto en el que estuvo apoyada contra la madera, dejando que los jugos de su coño se escurrieran lentamente hasta que sintió que había «demasiado» flujo.

«La puta regla».

Carla echó un vistazo y en la penumbra de su cuarto vio que el cajón del mueble, el pomo y los muslos estaban manchados de sangre.

«Mierda».

Usó unos cuantos algodones desmaquilladores para limpiar todo eso. Cada vez que terminaba de usar uno lo tiraba por la ventana: a Carla le excitaba pensar que los jugos de su coño estaban allá fuera, a la vista de cualquiera; que la sangre y los flujos estarían a merced de todo el que pasease por la calle. Cuando acabó se puso un tampón en el coño y se tumbó desnuda en la cama, sin importarle si manchaba las sábanas o no. Hacía demasiado calor para ponerse bragas.

En cierta ocasión tuvo una fantasía: usar su propia papelera para dejar dentro las compresas, tampones y protege slips usados, con la esperanza de que su hermano hiciera lo mismo que ella (entrar a hurtadillas en su cuarto y masturbarse con esas cosas), pero la fantasía murió apenas se le ocurrió: su hermano Esteban era gay, sin amaneramientos, pero de aspecto delicado y frágil; un chico de 24 años al que le gustaban los jóvenes depilados y delgados, como él. Las vaginas le daban mucho asco y tenía un pánico terrible a las agujas y a la sangre. Probablemente vomitaría y se desmayaría si viera una de las gasas usadas de Carla.

En otra ocasión intentó fantasear con que era su padre el que encontraba esas cosas en la papelera pero, por alguna razón, la cosa no funcionaba y Carla no conseguía excitarse con esa imagen. En realidad le daba risa. Simplemente su padre no le ponía. Conocía a chicas a las que le iba el rollo paterno-filial, pero a Carla le aburría su padre y no encontraba morbosidad ninguna en él.

Con su hermano era distinto. Esteban era un chico muy guapo, de piel blanca y suave, delgado y alto. Tenía un aspecto aniñado, frágil y tierno. No era una mariquita loca, pero tenía una cara de niño bueno que invitaba a abrazarlo y besuquearlo. Esteban era la antítesis de los hombres toscos y rudos que poblaban las fantasías de Carla y a ella le daba mucho morbo imaginar a su hermano haciendo cosas tan cochinas como las que le gustaban a ella, pero sabía que él jamás haría nada semejante.

«Si supiera lo que hago con sus kleenex usados se moriría de puro asco y luego me mataría».

Mientras pensaba en todo eso su mano había estado jugando de forma distraída con el hilo del tampón, tirando de él hacía arriba para rozar el clítoris y la vulva. A veces se detenía y se daba pequeños tirones en los pelos del coño, retorciéndolos y jugando con ellos.

El calor de la noche y la excitación no la dejaban dormir y el sudor de su entrepierna se confundía con el resbaladizo flujo vaginal.

Unos ruidos sordos provenientes de la habitación de su hermano la obligaron a detenerse y a prestar más atención. Carla se incorporó despacio sobre la cama y apoyó el oído contra la pared, aguantando la respiración. En seguida reconoció los sonidos y una sonrisa asomó a sus labios.

«Es la noche de las pajas en casa de los García».

El corazón comenzó a latir más deprisa y su respiración se hizo más agitada. Carla conocía las costumbres y manías de su hermano y sabía que después de masturbarse se daba una ducha rápida, siempre, sin importar la hora que fuese.

«En cuanto entre a la ducha me meto en su cuarto a mirar la papelera».

No era la primera vez que se le ocurría esa idea, pero nunca la llevó a cabo por los riesgos que conllevaba. La chica prefería esperar al día siguiente, aunque a veces su hermano vaciaba la papelera en el cubo de la cocina antes de que ella pudiera entrar en su habitación, fastidiando sus planes.

Pero esta noche estaba especialmente salida, con las hormonas a mil por hora; ni siquiera las dos pajas que se acababa de hacer la habían calmado lo más mínimo, más bien al contrario. Carla tenía la libido por las nubes. Sus dedos no dejaban de tirar del hilo del tampón, sacando el Tampax despacio hasta la mitad para luego volver a empujarlo dentro. Cuando paraba se entretenía en redondear la punta del hilo con la yema de los dedos hasta hacer una pequeña pelotita en el extremo. 

«En cuanto oiga abrir el grifo de la ducha me meto para adentro, agarro todos los pañuelos que vea y salgo corriendo».

El corazón corría desbocado dentro de su pecho pensando que sería la primera vez que probaría esperma reciente. Siempre había trajinado con pañuelos y papeles con manchas secas y ligeramente pegajosas, nunca con semen fresco recién ordeñado.

«Si me echara un novio tendría todo el semen que quisiera».

No era la primera vez que se le ocurría esa idea, pero en seguida la apartó de su cabeza.

«Paso de novios».

Un ligero alboroto en la habitación de su hermano la puso en alerta. Sonidos de pisadas amortiguadas y respiración agitada; roces y el rechinar metálico de una cerradura. Esteban estaba saliendo de su cuarto y se dirigía al pequeño baño que había en el pasillo de al lado. Carla dudó durante unos segundos: estaba totalmente desnuda y tenía que decidir entre ponerse algo por encima o arriesgarse y salir así sin perder tiempo. Sus padres dormían en el otro extremo de la casa, pero el pasillo daba a su cuarto. ¿Y si alguno de ellos decidía en ese momento salir a mear o comer algo? El calor insomne de la madrugada también podía estar afectándolos a ellos y puede que…

Carla dejó de divagar y saltó de la cama decidida a no perder más tiempo, caminando descalza sobre el suelo de madera, notando la pequeña pelotita que había hecho en el extremo del hilo del tampón rebotando contra su piel. Abrió muy despacio la puerta y espió por el resquicio: luces apagadas y silencio. Abrió la puerta del todo y en seguida vio que había luz por debajo de la puerta del baño. El sonido del agua de la ducha comenzó a oírse en la oscuridad de la casa y Carla salió desnuda de su habitación, caminando a paso ligero y entrando en el cuarto de Esteban con el corazón a mil por hora, tratando de respirar por la boca para no hacer ruido.

Los diminutos pezones de Carla, de un rosa tan pálido que se confundían con sus pequeñas areolas hasta hacerlos casi invisibles, estaban tan duros y tiesos que sentía dolor físico. Sin atreverse apenas a respirar cruzó la habitación de su hermano mayor hasta alcanzar el escritorio del ordenador. Debajo, al lado del sillón, estaba la papelera. Carla apenas dedicó un par de segundos para echar un vistazo alrededor: la cama desecha con las sabanas húmedas; la ropa pulcramente doblada sobre una silla; el olor nada desagradable del cuerpo caliente y sudoroso de su hermano mezclado con el perfume que él solía usar. Sin perder más tiempo se agachó bajo la mesa y su mano se detuvo a medio camino hacía la papelera.

«MIERDA».

 En el fondo de la papelera descansaban tres solitarios pañuelos de papel. Tres Kleenex usados. Pero nada más. Solo estaban los pañuelos que había usado Esteban, si los sacaba de allí, su hermano se daría cuenta.

El grifo de la ducha se detuvo.

La cabeza de Carla comenzó a bullir y los pensamientos cruzaban su mente a toda pastilla.

«Mierdamierdamierda… Vale, coge solo uno y deja el resto, pero ¿y si el que he cogido no está manchado?, no puedo perder tiempo en mirarlos todos, ya va a salir del baño. No cojas ninguno, déjalos. No puedo dejarlos ¿y si mañana los tira antes de que yo pueda entrar?, es mi oportunidad. Pues cógelos todos y sal corriendo que te va a pillar. ¡Pero si los cojo todos se dará cuenta!»

En ese momento un vehículo pasó por la calle y la luz de los faros, por una serie de reflejos y contra reflejos, iluminó brevemente el interior de la papelera. Fue apenas una décima de segundo, pero suficiente para que la excitada chica viera que los tres papeles estaban cargados con una abundante flema de color blanco. Con un brusco movimiento que le produjo un ligero mareo (probablemente provocado por la excitación y el morbo del momento más que por otra cosa), Carla metió la mano dentro de la papelera y agarró todos los papeles sin pensar en lo que hacía. En seguida sintió la pegajosa humedad del esperma en su mano.

Se incorporó y en ese momento vio que el portátil de su hermano estaba encendido sobre la cama. Tenía conectado unos auriculares («no ha podido escuchar los ruidos de mi cuarto con eso»), había un vídeo gay de PornHub en el que dos chicos se masajeaban los testículos mutuamente. 

«Con ese vídeo es con el que se ha masturbado».

Carla, a pesar del riesgo de ser pillada, se moría de curiosidad y se entretuvo en leer el nombre del canal.

«Ese vídeo tengo que verlo más tarde». 

«¡Sal ya, joder¡».

Se dio la vuelta y se dirigió a la salida al mismo tiempo que la puerta del baño, que estaba justo enfrente de la habitación de Esteban, se abría.

CONTINUARÁ...

Esperma 2