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viernes, 21 de agosto de 2020

Sofía crece (3), parte XIX (final)

 68.

Andrei.

El limpia parabrisas del mercedes no daba abasto con el agua torrencial y Rusky no veía la carretera. Aún así, desde que salió de la casa de Carlos no levantó el pie del acelerador, patinando varias veces y haciendo «aquaplanning» en dos ocasiones.

«Afloja, Andrei, ya estás fuera. No hay peligro. Has vencido a la araña. Afloja. Contrólate».

Pero una furia ciega había ido creciendo dentro de él con cada kilómetro que ponía de por medio.

«Estoy huyendo como siempre. Como un puto cobarde».

«Es una retirada táctica. Los ladrones están muertos. Tienes la droga. Has cumplido la misión. Una vez que le des al búlgaro lo suyo podrás regresar y… divertirte».

Rusky gruñó como un animal.

«Sí. Sí que le voy a dar al búlgaro lo suyo. Lo de William y Simas me ha jodido bien y ellos trabajan para él directamente. Va a tener que darme muchas, muchas explicaciones».

Rusky llegó al apartado chalet de lujo que tenía alquilado con dinero negro y nombre falso en las afueras. Era de muros altos y con seguridad integral. Durante el largo trayecto recibió un par de llamadas del policía corrupto, pero no las contestó: ya le advirtió que no le llamase si él no lo hacia primero. Además, no quería saber nada de él.

«Los vecinos habrán oído los disparos y habrán dado aviso. El tonto habrá visto que es la misma dirección que me dio esta mañana por error y querrá preguntarme otra vez si yo tengo algo ver. Puto cagado de mierda».

La tormenta, en vez de remitir, arreció con más fuerza, soplando con virulencia y arrastrando el agua de tal forma que casi parecía que caía en horizontal. Rusky trató de abrir el portón con un mando a distancia, pero al parecer la tormenta había dejado sin suministro eléctrico esa zona y tuvo que abrir manualmente. Entró en el recinto y estacionó fuera de la vivienda, pero dentro del perímetro vallado. Al salir del coche el viento casi le arrancó la puerta de cuajo y la lluvia entró en el interior del habitáculo, empapando la tapicería y mojando el tablero de mandos.

Echó a correr con la droga metida en la bolsa de las joyas y se refugió en el porche de entrada mientras buscaba la llave de seguridad para abrir la puerta principal. No había luz y tuvo que aprovechar los relámpagos y los rayos para encontrar la llave. Además, la herida de la muñeca le impedía maniobrar los objetos con precisión.

«Necesitas un médico, Andrei. Estas hecho una mierda».

Se detuvo unos segundos frente a la puerta abierta e hizo balance de sus heridas de guerra.

«Los golpes en la sien y en la nuca, la rozadura del vientre, el destrozo de la mandíbula, la muñeca reventada y una quemadura en la espalda por una bala perdida».

Pero a pesar de todo se sentía fuerte, poderoso.

«Has tenido muchísima suerte, Andrei: ningún órgano vital afectado».

Rusky sonrió embargado por una euforia absurda.

«Me desinfectaré las heridas y dormiré varias horas. Mañana visitaré a aquel matasanos venezolano y después veré al búlgaro. Luego… luego ajustaré cuentas».

Sin dejar de sonreír entró al salón. Las dos pequeñas agujas del táser disparado por Matías se le clavaron en el pecho y la descarga eléctrica paralizó sus músculos. Los temblores recorrieron su voluminoso cuerpo y Andrei cayó cuan largo, golpeándose la cabeza contra el suelo. Matías, conociendo la peligrosidad del checheno, dejó pulsado el gatillo más tiempo de lo aconsejable para aturdir al psicópata el mayor tiempo posible. En cuanto la corriente dejó de pasar por el cuerpo de Rusky, Lucas le colocó unos grilletes de acero en las muñecas por detrás de la espalda. También le puso otros en los tobillos.

Luego cerraron la puerta para que no entrase el viento y cogieron la bolsa con las joyas y se quedaron con la droga. Después llamaron a Ramón y esperaron sentados en la oscuridad a que Caraculo les devolviera la llamada, ignorando los gritos y los insultos del checheno. Éste dejó de gritar cuando vio aparecer a un tercer individuo. Era el policía municipal, el corrupto confidente de los Troskys.

—¿Tú?

—Lo siento, Rusky. La jodiste bien en esa fábrica. La drogata sigue viva y hay dos chavales inocentes de por medio… Y eso sin contar con lo de esos dos capullos. Al negro se lo llevaron en una lechera y el otro no creo que salga vivo de esta noche —el policía se acercó a él y se puso en cuclillas a su lado—. ¿Y el niño? ¡¿Cómo cojones se te ocurrió llevarte a un puto crío de dos años!? ¿Dónde está, qué coño has hecho con él, eh? ¿Matarlo? ¿En qué país crees que estás? Esto no es Chechenia, ni Bosnia, ni ningún país de esos de los Balcanes. No estamos en guerra, tío.

—Vete a la mierda, puerco traidor.

—¿Traidor? —el policía se rió a carcajadas y miró a los dos primos, buscando su complicidad, pero estos lo ignoraron y siguieron contemplando la escena en silencio—. ¿Traidor? ¿A quien he traicionado?, ¿a ti, a la policía… al búlgaro? Sólo soy un simple funcionario municipal. Esta no es mi guerra. De vez en cuando paso información a unos o a otros, no importa si es búlgaro o gitano o ruso, da igual. No me debo a nadie…

—Hablas demasiado.

—…al único que me debo es a mí mismo —se tocó el pecho con el puño—, y paso de arriesgarme a que te pillen los de la judicial después de lo de esta noche y que les sueltes todo lo que sabes de mí.

—No es de la policía judicial de quien tienes que preocuparte. Cuando el búlgaro…

—El búlgaro me mandó aquí —le interrumpió. Rusky le miró incrédulo, con los ojos muy abiertos—. Ha cerrado un trato con Caraculo. Hace días que el gitano te está buscando, desde que se enteró de que andabas por la ciudad. El búlgaro aceptó entregarte a él después de que consiguieras la droga.

—Mientes. El búlgaro se la tiene jurada por lo de su hermano León.

—No tienes ni idea, checheno. El gitano le hizo un favor cuando quitó de en medio a ese tarado de León. Lo de la venganza fraternal es una paparrucha. León siempre fue un loco imprevisible de gatillo fácil, muy parecido a ti, pero un poco menos… —el policía se llevó el dedo índice a la sien y lo movió en círculos—, un poco menos chalado. Además, era demasiado ambicioso y más temprano que tarde empezaría a mirar con otros ojos el puesto de su hermano mayor. A León siempre le gustó mandar. El búlgaro y el gitano tienen sus roces y sus problemillas, pero son cosas de negocios, no tiene nada que ver con aquello.

Rusky dio un alarido y trató de golpear al policía con la cabeza, pero el otro fue más rápido y lo esquivó, poniéndose en pie mientras reía.

Un teléfono sonó en la oscuridad y Lucas habló en susurros por el móvil. Luego se acercó por detrás al policía y le descerrajó un tiro en la nuca. El cuerpo cayó al lado de Rusky. La tormenta seguía golpeando la fachada de la vivienda y los relámpagos iluminaban las caras impasibles de los dos primos. Lucas se guardó el arma y enfocó el móvil hacia el cuerpo tendido de Rusky con la luz encendida. En la pantalla estaba la imagen del gitano. Era una videollamada en directo.

—Hola, Andrei —saludó Ramón Galiano a través del teléfono—. Me recuerdas, ¿verdad?… En realidad fuiste tú quien hizo que mi cara fuera inolvidable.

«Se acabó. Voy a morir. Esto es el fin… Que se jodan».

—Sí —respondió Rusky con sorna—, la verdad es que me lo pasé de puta madre rajándote esa mierda de cara tuya. Creo que saliste ganando, gitano. También me acuerdo de tu novio, ¿quieres saber algo sobre aquél día que seguramente nadie te contó? Cuando le abrieron la cabeza a ese mariquita se corrió. En serio, los sesos se le salieron fuera de la cabeza al mismo tiempo que la leche de la polla.

—Aquello pasó hace mucho tiempo, ni siquiera recuerdo su nombre, Andrei.

—Ya, seguro.

Un trueno cargado de bajas frecuencias retumbó en toda la sala. El relámpago llegó casi al mismo tiempo, provocando interferencias en la llamada. Ramón esperó a que se apagase el eco del ruido antes de hablar.

—Estrangulé a mi padre con mis propias manos por aquello, Andrei. Le di la oportunidad de pedirme perdón, pero en lugar de ello me escupió en la cara. Con estas mismas manos le saqué las tripas a esos dos rumanos colegas tuyos. No recuerdo como se llamaba aquel pobre muchacho, pero te puedo asegurar que jamás olvidé tu cara.

Rusky se rió a carcajadas.

—Yo tampoco olvidé la tuya.

—Por cierto, Andrei, hablando de rostros… no tienes muy buen aspecto. ¿Que te ha pasado? Parece que te ha atropellado un camión. Creo que alguien debería atender esas heridas, ¿no es cierto, Matías? —el aludido no hizo ningún gesto, simplemente siguió mirando impasible a Rusky—. Matías estuvo en la cruz roja, ¿sabes? Eso casi lo convierte en médico, ¿no? ¿Tú que dices, Matías?, ¿Crees que podrías arreglarle esas heridas que tiene tan feas en la cara?

Matías no dijo nada, pero agarró una pesada figura de metal que había en una estantería y la arrojó contra una mesa de cristal, haciéndola añicos. Luego se colocó en las manos unos guantes de cuero recio, como los que usaba Noelia en los trabajos de jardinería, y rebuscó entre los cristales rotos uno muy largo y afilado. Matías se puso a horcajadas encima de Rusky, colocando ambas rodillas a los lados del cuerpo del checheno, inmovilizándolo y empuñando el cristal con una mano enguantada. Lucas seguía apuntando la cámara del móvil con el flash encendido para que el gitano viera toda la escena.

«Sí, ya veo. Muy bien, pedazo de cabrón, ya veo por dónde vas…».

—Oye, Ramón —Rusky escupió después de pronunciar su nombre—, Caraculo, ¿Sabes a quien me acabo de cargar esta noche? ¿Recuerdas a ese periodista comemierdas, el de las entrevistas? Sí… claro que lo recuerdas. 

—Espera Matías… —el mellizo aguardó a Caraculo—. Te escucho, Rusky.

—Se desangró como un cerdo. Lo dejé seco. Cuando terminó de echar sangre estaba más blanco que la leche que me sale de las pajas —Rusky se echó a reír—. Oye, ¿era cierto eso que decían?, ¿que tú y él estabais enrollados?, ¿que después de cada entrevista os dabais por el culo el uno al otro? ¿Fue por eso por lo que mataste a León, por que me pidió que matase a tu novio?

La risa demente de Rusky llenó el salón, fundiéndose con el ruido que hacia el golpeteo de la lluvia contra la fachada exterior.

Matías miró el rostro de Caraculo en la pantalla del móvil, esperando instrucciones. Caraculo no dijo nada, pero movió la cabeza ligeramente y Matías hundió el cristal en la cara de Rusky con tanta fuerza que el cristal se astilló cuando la punta tocó el hueso del cráneo. Mientras sujetaba la cabeza de Rusky con una mano, con la otra deslizó el cristal por todo el rostro del checheno, apretando con crueldad y arañando el hueso que había debajo de la piel.

Matías le rajaba la cara despacio, pero el corte no era ni limpio ni estable. Muchas veces el cristal se partía o se desviaba de su camino cuando Rusky movía la cabeza. El cristal se atascaba con las protuberancias de la anatomía facial de Rusky y cuando llegó a la nariz, el cristal se coló dentro de la cuenca ocular y le reventó un ojo.

Los alaridos del checheno se confundían con el rugido del viento y los truenos, pero el primo de Ramón no dejó en ningún momento de despellejar la cara de Andrei, ajeno a las súplicas del sicario.

Cinco largos minutos más tarde Caraculo detuvo a Matías y Lucas colocó el móvil en un pequeño trípode, enfocando el cuerpo convulso de Rusky para que Ramón Galiano pudiera contemplar la larga agonía del checheno mientras éste se desangraba en una lenta y dolorosa muerte.

69.

Copérnico.

El minino alzó las orejas y giró la cabeza hacia el lugar de donde provenían las voces. El sonido era el mismo de siempre, familiar y reconocible. Sí, allí estaba otra vez. Hacía mucho tiempo que no lo oía y se sintió feliz al escucharlo de nuevo.

Una de las voces le era remotamente familiar y le trajo recuerdos de alimento y caricias, así que dejó de calentar su delgado cuerpo al sol y se desperezó, echando a correr hacia las voces, cojeando y arrastrando una pata malherida. Subió con dificultad por los patios y los balcones, bajando y subiendo, rodeando macetas y jardines, arrastrando su huesudo culo bajo la reja del portón principal y escalando peligrosamente por la fachada hasta llegar a la antigua terraza. Allí había dos figuras y Nico identificó en seguida el olor de Sofía, pero no el del otro desconocido.

Copérnico se acercó despacio, cojeando con esos andares felinos silenciosos y desconfiados de los gatos callejeros, maullando y moviendo el trocito de rabo que le quedaba.

Sofía se inclinó hacia él y lloró un poquito al ver el estado en el que se encontraba el pobre gato. Tony sacó un puñado de golosinas y se las ofreció, pero Nico no las aceptó hasta que el chico las dejó en el suelo.

—¿Qué crees que le habrá pasado en la pata? —preguntó Sofía.

—No parece un atropello. Más bien un zarpazo o un mordisco. Alguna pelea.

—¿Le dolerá? —Sofía acariciaba el huesudo lomo del gato—. ¡Qué delgado está!

Unos minutos más tarde Copérnico tomó la suficiente confianza como para dejar que Sofía lo tomase en brazos. Tony se arriesgó a acariciarlo y Nico se dejó tocar, feliz por sentir una vez más un poco de cariño después de tantas semanas a la intemperie.

—Vamos —dijo Tony mientras la pequeña lengua de Nico le arrebataba un par de galletas de la mano—, hay un veterinario cerca. Se pondrá bien. Dentro de poco estará tan gordo que habrá que moverlo a rastras.

Sofía se puso de puntillas y besó a Tony en los labios con Nico en brazos. El chico pensó por enésima vez que esos besos espontáneos que ella le daba de vez en cuando eran el verdadero motor del mundo.

—Noelia se pondrá muy contenta —le dijo Sofía—. ¿Sabes? ayer hablé con ella y me dijo que Francesca dio sus primeros pasos sola.

—¿En serio?

—Sí. Desde que encontraron los restos de ese cabrón hace dos semanas dejó de tener pesadillas y comenzó a participar más en la rehabilitación. Estaba muy mal, ¿sabes?, no me refiero físicamente. En el hospital nuevo tenía todos los medios necesarios para empezar a recuperarse, pero ella no quería colaborar. Creo que aún estaba aterrorizada con la idea de que ese loco volviera.

—Bueno, pues eso ya no va a pasar. Venga, no pienses más en ello.

Antes de salir del edificio agradecieron a la vecina que había avisado a Noelia de la presencia del gato. Era una señora mayor que conocía a Noelia y a su familia desde hacia muchos años y que lamentó de veras la muerte de Carlos.

—Era un hombre muy apuesto y educado; siempre me saludaba y cuando me veía con la compra me ayudaba a subirla. Aunque tenía un gato muy feo. Por eso lo reconocí.

Una vez en el coche Tony retomó la conversación.

—El que creo que no volverá a caminar es el tipo aquel del bigote.

—Simas. Dicen que no es mal tío.

—Es un delincuente, Sofía.

—Francesca también lo era y no es una mala persona.

Tony se rió.

—Tienes razón —miró brevemente a Sofía y vio que estaba acariciando a Nico mientras lo sostenía en el regazo—. Puede que tenga parásitos, ya sabes, piojos, pulgas, chinches… garrapatas…

Sofía lo ignoró y le dio un beso al gato entre las orejas.

—Los otros sí que eran malos, Tony. —Sofía le miró pero Tony estaba atento a la carretera—. Me alegré de lo que les pasó. No sé si eso me hace a mí mala persona, pero cuando me enteré de lo que le hicieron a ese William en la cárcel di un grito. Y no fue de pena.

—Hay gente que no merece estar entre nosotros. Hay quien dice que a los psicópatas ni siquiera se les puede considerar humanos.

—Estoy de acuerdo con eso —Sofía levantó el brazo y contempló las cicatrices de su mano herida. Sus dedos tenían una postura extraña, en forma de garra. Tenía la movilidad reducida en la mayoría de los dedos y jamás podría volver a usar su pluma caligráfica con la misma soltura de antes. De hecho había decidido no volver a practicar esa afición.

«No la necesito. Ahora prefiero otro tipo de trabajos manuales…». Miró a Tony y sonrió con picardía. El muchacho detectó la mirada y se giró hacia ella.

—¿Qué? —Tony no pudo evitar contagiarse de su sonrisa.

Sofía no contestó.

Simplemente se dejó caer sobre el hombro de Tony y cerró los ojos, dejándose conducir hacia donde la vida quisiera llevarla.


FIN.


Almería, 21 de agosto de 2020.

©2020 Kain Orange


Sofía crece 3, parte XVIII

 66.

Tony.

Las heridas de Tony se infectaron y permaneció sedado durante varios días mientras los potentes antibióticos combatían la virulenta infección de su rostro. Aunque se usó una cirugía plástica lo menos invasiva posible, Tony llevaría de por vida las dos cicatrices cruzando su cara, en la mejilla y en la frente. Al menos las curas y los antibióticos limpiarían la epidermis de Marco Antonio de casi todo el acné, aunque le quedarían pequeñas marcas para siempre.

Cuando le quitaron las vendas y se vio en el espejo por primera vez sintió una depresión tan profunda que le entraron ganas de matarse.

«Parezco un monstruo… parezco ESE monstruo» —Tony recordó las cicatrices de Rusky—. «Andrei Kuyra, la policía dijo que se llamaba así».

Aún no lo habían encontrado.

Durante un par de días la policía no se separó de él. Temían que el loco desaparecido volviera para vengarse o que el grupo de narcotraficantes búlgaros llamados «los Troskys» tomaran represalias, pero los contactos que tenían dentro de los bajos fondos les aseguraron que no estaban interesados en el muchacho. Ni siquiera lo conocían.

Tenía la cara hinchadísima y amoratada y la medicina aún no había limpiado su cara de granos, así que, a su habitual cara de pizza había que añadirle ahora dos horribles cortes. Intentó limpiarse las lágrimas, pero al tocarse la cara gimió de dolor.

—Tranquilo —dijo la enfermera que le había quitado las vendas—. La hinchazón bajará y en pocos días tendrás mejor aspecto —le tendió un pañuelo aséptico.

La chica, muy joven y atractiva, se inclinó sobré el y observó con detenimiento las marcas de las suturas. Tony no pudo evitar mirarle los diminutos pechos, viendo el sujetador a través del hueco que le hacían los botones del uniforme; era blanco con encajes. El aliento de la muchacha olía a menta.

—Es una pena lo de la infección. Si no llega a ser por eso no te habrían quedado apenas cicatrices, aunque la verdad es que está todo muy bien. Muy limpio. —La chica le miró a los ojos y sonrió.

En otras circunstancias Marco Antonio se hubiera enamorado de ella sólo por esa sonrisa, pero ahora sólo sintió un sincero agradecimiento. También se hubiera muerto de vergüenza si una chica lo hubiese visto llorando, pero después de todo lo que había pasado lo que pensara la gente de él le daba un poco igual.

—Gracias —dijo mientras se secaba las lágrimas con cuidado.

La chica le dio una hoja con las citas para las próximas revisiones y curas, y antes de salir le tranquilizó diciéndole que la hinchazón bajaría muy pronto si seguía el tratamiento.

—Además —añadió—, no te preocupes por las cicatrices. Creo que te van a quedar muy bien… —le miró de arriba abajo—, serán muy sexys.

—Gracias —Tony, inexperto, no se percató del flirteo de la enfermera.

Justo cuando iba a salir del ambulatorio una voz conocida le llamó por su nombre.

—¡Tony!, ¡eh!

«Sofía».

El corazón se le aceleró y la sangre inundó su cara. Se volvió hacia el sonido de la voz y al ver que caminaba hacía ella, instintivamente, agachó la cabeza, tratando de que ella no le viese el rostro.

—Hola Sofía —Tony habló al suelo, pero Sofía le abrazó con una sola mano. La otra la tenía en cabestrillo.

Tony no se esperaba tanta efusividad y cuando sintió el pequeño cuerpo de la chica pegado al suyo no pudo evitar una erección.

«Que no la note, por favor, que no me la note».

Sofía intentó darle un beso en las mejillas a modo de saludo, pero cuando vio las cicatrices aún frescas retiró la cara. Tony malinterpretó el gesto.

«Le doy asco. Soy un monstruo repugnante».

Pero Sofía, en lugar de besarle en la cara, le dio dos besos a ambos lados del cuello. Tony aspiró el aroma de su pelo. El calor y la humedad de labios de la muchacha le excitó. Sofía sonrió y Tony vio que tenía un diente mellado y una cicatriz reciente en el labio superior.

—¡Cuanto tiempo! —dijo Sofía mientras le golpeaba en el hombro—. ¿Por qué no respondías a mis mensajes? Fui a visitarte un par de veces, pero estabas sedado ¿Te ha molestado mucho la policía? Son muy pesados… Cándido me dijo que tuvo que cerrar su «negocio» temporalmente por miedo a que le descubrieran. ¿Por qué no has hablado con él? Te echa de menos… ¡yo también te he echado de menos! —Sofía le tocó la barbilla, cerca de la herida—. Madre mía, debió de dolerte una barbaridad. La tienes muy hinchada. ¿Qué dijeron tus padres? Yo hice las paces con los míos, ¿te lo puedes creer?. Han aceptado que vuelva a estudiar ahora que no puedo trabajar… por la mano. Oye, estás más delgado, ¿eh? —Sofía le palmeó el vientre plano y duro.

Sofía, contenta de ver a Tony, no paraba de parlotear, feliz por encontrarse por fin con alguien con el que había compartido una situación tan dramática, pero el chico, avergonzado, le separó la mano del abdomen con suavidad y se apartó de ella ligeramente.

—He estado más o menos dormido, Sofía. Se me infectó la cara y dolía mucho, así que me dieron pastillas. No he tenido mucho tiempo para hablar con nadie.

Sofía lo miró extrañada y él apartó el rostro, mirando hacia abajo. Vio el brazo de la chica, sujeto en cabestrillo y con la mano derecha vendada. Le faltaba un dedo.

—¿Cómo te a ido a ti? —le preguntó a Sofía.

Ella sonrió y se encogió de hombros.

—Tendré que aprender a usar la otra mano, pero no creo que pueda volver a practicar la caligrafía. He perdido varios nervios y algunos huesos de los nudillos, aparte del dedo —Sofía se puso de puntillas y le habló al oído—: Era con el que me hacía las pajas.

Tony se ruborizó y el diámetro de su verga aumentó.

«¿A qué viene tanta sinceridad y euforia? En realidad apenas nos conocemos. ¿Por que se muestra así de contenta y de… de dispuesta?».

—Oye, Tony, ¿has visto ya a Francesca?, ¿Qué sabes de ella?

La gente pasaba alrededor. Estaban en la entrada del ambulatorio y de pronto Tony se sintió incómodo de hablar de cosas suyas allí, delante de toda esa gente.

—No, no he podido verla aún. Sigue en cuidados intensivos. Además, la policía no me dejaría tampoco. Está muy vigilada —Tony miró azorado alrededor suyo—. Oye, si quieres podríamos hablar más tarde. No quiero entretenerte. —Tony se pasaba la mano por el cabello constantemente, tratando de ocultar su rostro todo el rato.

Sofía se percató del gesto.

—Lo siento, Tony. Perdona, ¿te duele la cara?

—No… Sí, pero muy poco… Tengo que irme. Verás, no puedo conducir, por los calmantes, así que tengo que ir en bus y sale dentro de poco.

La cara de Sofía se ensombreció.

—¿Qué te pasa? ¿No quieres hablar conmigo?

—¡No!… o sea, sí… Quiero decir que no es eso, que me gusta hablar contigo… —Tony miró cabizbajo alrededor—, pero no aquí —miró a Sofía a los ojos—: me da vergüenza que la gente me vea la cara.

«Me da vergüenza que tú veas mi cara».

Sofía le tomó de la mano.

—He venido a entregar unos papeles al médico. Dame cinco minutos y me acompañas; yo también tengo que ir en bus, así hablamos.

«Noooo, Sofía, noooo, no quiero estar contigo, ahora no, así no».

Pero no se atrevió a negarle la invitación, así que asintió en silencio.

Después de hacer las gestiones salieron juntos a la soleada mañana, radiante y calurosa. Decidieron esperar el autobús en un parque cercano, bajo la sombra de un árbol, dejando que la brisa los refrescara sentados en el césped recién cortado y apoyados en el tronco de un viejo ficus.

Relajaron sus cuerpos y Tony observó de reojo a la chica.

«Está más delgada. Se ha cortado el pelo y tiene un aire diferente. Ya no parece una niña».

—¿Qué te ha pasado, Tony? Cándido es tu amigo y no sabe nada de ti desde que entraste en urgencias. Creo que al menos le debes eso, una llamada. Está muy preocupado… estamos muy preocupados.

Tony habló al frente, sin mirarla.

—Tu amiga, Noelia, vino a verme después de la operación, cuando me desperté. Me dio las gracias por todo lo que hice… por todo lo que hicimos por su sobrina y el bebé. También me contó lo de su novio… qué horror. Estaba muy afectada —Tony miró a Sofía—. También me dijo que tú y Cándido os veíais… y eso.

—¿Y eso?, ¿qué significa «y eso»? —Sofía sonreía y Tony sintió unas ganas tremendas de tocarle el diente mellado con la lengua. Azorado, apartó la vista.

—Ya sabes… eso —Tony arrancó un puñado de césped, distraído, y trató de sonreír, pero la cicatriz le molestaba y se quedó a medias—, Cándido siempre tuvo éxito con las chicas —giró el rostro y miró a Sofía—, él fue tu héroe, te salvó de… de aquello. Nos salvó a todos, en realidad.

Sofía le puso una mano en la pierna.

—Sí, tuvimos mucha suerte de tener a Candy con nosotros, pero si no hubiera sido por ti esa chica hubiera muerto allí abajo, y probablemente el pequeño también.

—Sí, Quino… ¿Como está?

—Muy bien, aún no lo he visto, pero Noelia se está haciendo cargo de él. La madre de Chesca sufrió un ataque después de lo que pasó y no se ve capaz de cuidar a su nieto. Se siente culpable. Eso me dijo Noelia.

Tony miró su reloj.

—Creo que deberíamos ir ya a la parada —hizo el amago de levantarse, pero la mano de Sofía presionó su pierna y le obligó a permanecer sentado.

—Tony, espera.

El chico cerró los ojos y suspiró mientras se tocaba el cabello nervioso, ocultando la cara con el brazo.

«Déjalo, Sofía, ¿vale? No quiero que veas esta cara de mierda. Sólo déjame. Ve con Cándido y deja que me vaya. ¿No ves que me duele tenerte a mi lado?».

—Quiero darte las gracias por ayudarme, Tony.

—Yo no hice nada… Sólo serví para que me apalearan y me rajaran. Fuisteis tú y Cándido los que le disteis una buena a ese malnacido —Tony se animó un poco y esta vez sonrió—. Le rompiste la nariz de un cabezazo, tía.

La mano de Sofía subió desde el muslo hasta la barbilla del chico y le obligó a que le mirase.

—No me refiero a eso. Tú me ayudaste antes. Me abriste los ojos, me hiciste pensar en cosas en las que nunca había pensado —Sofía le acarició la cicatriz de la mejilla con mucha suavidad—, confiaste en mí.

Sofía acercó su cara a la de Tony, pero éste se apartó, confuso.

—Tendré cuidado, Tony. No voy a hacerte daño.

—No… no es eso… Es… es por Cándido… No está bien.

Sofía lo miró extrañada y al cabo de unos segundos comprendió a qué se refería Tony. Sofía se rió con ganas.

—¿En serio crees que estamos juntos? Ay, madre —Sofía negó con la cabeza mientras sonreía.

—¿No?… Pero… Pero yo creía que tú y él… Bueno, no sé, él te salvó y tú dijiste que te gustaban los tíos así, como él, con músculos y Noelia dijo que tú y él… y eso…

—Sólo somos amigos. A mi me gustas tú.

«No, Sofía, no me hagas esto».

—No, venga. Por favor, no me digas eso. No bromees con eso.

—No estoy brome… —la chica vio alarmada que Tony tenía los ojos vidriosos, cargados de lágrimas.

—No puedo gustarte, Sofía. No puedo gustar a nadie. Jamás podré gustar a nadie. No con esta… —sollozó con fuerza—, con esta cara rajada. El carapizza será ahora también el caracortada, nadie querrá tener al lado a un monstr…

Los labios de Sofía sellaron la boca de Tony, impidiendo que el chico pudiera seguir hablando. Eran unos labios carnosos y húmedos, llenos de vitalidad, juventud e inexperiencia. El chico sintió un escozor inmenso cuando las lágrimas, saladas, bajaron por la herida, pero no le importó. De forma instintiva ambos abrieron las bocas y dejaron que sus lenguas danzasen libres, torpes, buscando el aliento de cada uno. La respiración entrecortada de Sofía le quemaba en la cicatriz y el chico jadeó con fuerza cuando ella le puso una mano en el pecho escuálido.

Un diminuto puente de saliva quedó colgando entre ambos cuando se separaron. Estuvieron mirándose a los ojos mucho rato, sin atreverse a hablar para no romper la magia del momento. Fue Tony el primero en hacerlo.

—¿Sabes por qué decidí buscar a Francesca en un principio?

—¿Porque te sentías culpable por el atropello?

—No. Porque me enamoré de ella. Sí, no me mires así… ¿Sabes una cosa?, esta es la primera vez que beso a una mujer.

Sofía abrió mucho los ojos, pero no dijo nada.

—Tenía tantas ganas de tener novia que me enamoré de la pobre chica así, por las buenas. Pero eso no era amor. No sé lo que era… enamoramiento, flechazo… No sé explicarlo… Pero no era amor… amor de verdad.

—Te entiendo Tony. Yo también creía hasta hace muy poco que estaba enamorada de… de otra persona. Pero solo era un espejismo.

Tony acercó su cara a la de Sofía, indeciso, pero ella le puso la mano en la nuca y le atrajo hasta ella. Esta vez el beso fue más largo e intenso, decidido. Tony trató de acariciarle uno los pechos, pero se encontró con el cabestrillo y no supo qué hacer. Sofía rió dentro de su boca.

—Espera —le tomó de la mano sin dejar de besarlo y la puso sobre su seno—, aquí.

Mientras se besaban y jugaban con sus cuerpos el autobús pasó de largo. El siguiente también lo perdieron.

Y el otro.

67.

Noelia.

José, el abogado de Bertín, recibió en persona a Noelia, acompañándola hasta su despacho e invitándola a sentarse en el mismo lujoso sillón donde estuvo sentado su marido unas semanas atrás. El imponente escritorio y la monumental librería que había detrás de él impactaron a Noelia. Las maderas nobles y el color dorado predominaban en el refinado despacho, anunciando la opulencia de su dueño.

  —Por favor, por favor, permita ante todo que le dé mi más sincero pésame por la pérdida de su amigo. Sé que su amistad con él ha sido una de las claves en esta contingencia que nos ocupa, y puede que piense que soy un hipócrita al darle mis condolencias, pero ante todo somos humanos y no puedo anteponer mis intereses a la decencia más básica. Sería inmoral por mi parte.

—Gracias —dijo Noelia sin dejarse convencer por su verborrea.

—Una tragedia, ¡una tragedia!, sin duda. Ha debido usted de sufrir muchísimo, y es por ello que mi cliente, su marido, decidió dejar un tiempo de gracia antes de comunicar de forma oficiosa su intención de llegar a un acuerdo con usted por el tema de su… de su próximo divorcio.

—Gracias —repitió sin mostrar ninguna emoción.

José miró a Noelia a través de sus diminutas gafas y no supo interpretar el estado de ánimo de su interlocutora. Carraspeó nervioso y rebuscó entre sus papeles.

—Sí, sí… veamos, su marido quiso estar presente, pero como usted muy bien sabe hay una orden de alejamiento por el desafortunado incidente en el centro comercial, en aquel restaurante mejicano. Permítame decirle que Bertín sigue muy arrepentido por aquello. Como ya demostramos ante el juzgado, su marido se encontraba bajo el estado de una enajenación transitoria al verla a usted junto con su tristemente desaparecido ama… «amigo» —Noelia casi pudo escuchar las comillas—, además de que estaba bajo los efectos de…

—José, por favor —le interrumpió—, a mi no tiene que convencerme de nada, no soy ningún juez. Puede ahorrarse todo eso. Ya sé que Bertín iba hasta el culo de cocaína.

La sonrisa de José cayó un par de milímetros.

—Lo lamento, lo lamento de veras —rió y su triple papada tembló como un flan—, es deformación profesional.

—¿Podríamos ir al grano? Tengo que recoger a Joaquín de la guardería dentro de poco.

—Joaquín… ¿Joaquín?

—Quino. El hijo de mi sobrina —Noelia no ocultó su enojo—. El que fue secuestrado durante horas por el mismo psicópata que tiró a su madre a un pozo y acabó matando a mi… «amigo». Sí, Quino, Joaquín.

Aunque José no dejó de sonreír en ningún momento Noelia pudo detectar perfectamente su malestar.

—Lo siento —Noelia se disculpó—, aún estoy afectada por todo lo ocurrido.

El semblante del gordo se animó.

—Por favor, por favor, no se disculpe. Me hago perfectamente cargo de su situación —carraspeó antes de continuar—, ehém… De hecho, los últimos acontecimientos nos hicieron cambiar algunos puntos un tanto delicados sobre el acuerdo al que esperábamos llegar contigo, si me permites el tuteo, Noelia.

Ella asintió con la cabeza.

—Continúa José.

El abogado, de forma teatral, se quitó las diminutas gafas y apoyó los codos en el imponente escritorio antes de hablar mirando fijamente a Noelia después de echarle un vistazo rápido a sus pechos.

—Verás. Verás… como muy bien sabes, hace años tú y Bertín hicisteis separación de bienes y el piso del centro, en el que ambos vivís actualmente, pertenece a tu marido, mientras que la antigua casa de tus padres, aún cuando esté arrendada en alquiler, te pertenece a ti… —José entornó los ojos—. Creo recordar que tuviste un litigio algo problemático con tu familia por él… ¿Verdad?

—Sí, pero eso no le concierne. Es agua pasada. ¿Sabes una cosa? Hicimos separación de bienes y estuvimos de acuerdo en que la casa común perteneciese a Bertín… aunque muchas de las letras de la hipoteca fueron pagadas gracias a la renta que produjo el alquiler de la casa de mis padres.

—Sí, sí; lo sé, lo sé; pero eso fue algo acordado por ti. Algo que hiciste tú de forma… altruista. Una pequeña ayuda para superar el bache de la crisis… Crisis que fue superada gracias a los beneficios producidos por la empresa inmobiliaria de tu marido. De hecho, creo que el Fiat que te regaló con su dinero hace unos años cubriría con creces varias de esas letras.

«Touché».

Noelia, cansada de todo eso, decidió ir al grano.

—José, ¿Por qué estoy aquí? Sé que Bertín no me quiere en la casa. La orden de alejamiento le obliga a vivir en un hotel, y a pesar de lo que me digas, sé que me odia y que se alegró por la espantosa muerte de Carlos. Por favor, no perdamos más tiempo.

José dejó de sonreír y se puso las gafas, sacó una carpeta de un archivador y consultó algunas notas que allí había.

—Esa casa, la casa de tus padres se incendió. Desde ese día has estado viviendo en casa de Bertín, pero mi cliente no puede soportar más la presión. Un psicólogo le ha diagnosticado una grave neurosis provocada por las drogas y agravada por la depresión al conocer tu infidelidad. Además, su deseo de ser padre fue coartado al saber lo de tu esterilidad —el abogado miró fijamente a Noelia—. Voy a serte sincero, Noelia. No me gusta lo que está haciendo Bertín. No me cae bien. Es un gilipollas, pero es mi cliente y tengo que hacer mi trabajo lo mejor que pueda.

—Ya veo —«Si buscas mi solidaridad no la vas a encontrar».

Noelia se cruzó de brazos y esperó a que José continuase.

—Bertín… Bertín quiere que abandones su casa en menos de 48 horas. Tengo esta orden judicial que autoriza el desalojo por la fuerza si fuera necesario. La idea original era que te mudases a la casa de tus padres… pero después del incendio… Traté de convencer a Bertín para que te diese al menos otro par de meses… pero está muy mal. Ese hombre tiene algún problema, Noelia. Tienes razón, te odia.

—¿Sabe que Joaquín está conmigo?

—Sí, sí que lo sabe, pero no es tu hijo. Según mis… «fuentes»… ni siquiera tienes la tutela legal. Si fuera necesario él podría… Bueno, podríamos llamar a los servicios sociales. Odio todo esto, de verdad.

«Y una mierda. Estás disfrutando como un cerdo en el barro».

Noelia cerró los ojos y respiró con profundidad, tratando de calmar la furia que sentía en esos momentos.

—José, ¿sabes por qué estoy cuidando yo del niño?

El abogado sonrió ligeramente, aunque lo hizo por inercia.

—Creo, creo que sí. He visto los noticiarios. La madre, Francesca, aún sigue muy grave, ¿verdad?

—Grave. Es un forma de decirlo. Aún no sabemos si podrá volver a caminar y es posible que viva el resto de su vida enchufada a una máquina. Tiene tubos metidos en todos los orificios de su cuerpo y tendrán que ponerle tantos hierros y tornillos en sus huesos que se pasará media vida en los quirófanos.

—Lo siento —por primera vez Noelia detectó sinceridad en las palabras del abogado.

—Puede que necesite un nuevo riñón. Yo ya he dado mi consentimiento para hacerme las pruebas de compatibilidad.

José, sinceramente azorado, desvió la vista y buscó algo entre sus papeles.

—Yo… yo siento mucho todo eso. Estoy seguro de que los médicos lograrán mitigar sus dolencias, ellos tienen muchos medios y hoy en día la medicin…

—La medicina es cara —Noelia le interrumpió con virulencia, muy enojada—. Tremendamente cara, José. Aquí no tienen medios y la lista de espera es larguísima, sobre todo para alguien como Francesca. Una delincuente drogadicta con un pasado de malos tratos sin dinero. Aún es una adolescente, José. Su juventud le salvó la vida y es lo que le permite seguir respirando y luchando en esa habitación.

—Yo… yo no sé…

—¡No, claro que no sabes! —Noelia se levantó del sillón y se apoyó en el escritorio, mirando furiosa al gordo abogado—. ¡Solo sabes mirar el saldo de tu cuenta corriente en ese banco de Luxemburgo! ¿Cuanto te ingresó el concejal de deportes el año pasado por lo de aquella puta?

José abrió la boca y miró de hito en hito a Noelia.

—¿Cómo cojones…?

—¿Cómo cojones sé yo todo eso? Yo también tengo… mis «fuentes».

El abogado miró alrededor, como si estuviera buscando alguna cámara oculta.

—¿Qué es todo esto?… No, no voy a seguir hablando contigo…

—¿No? Gracias a Dios que no vas a hablar más, porque eres un plasta, José. Pero vas a escuchar todo lo que tengo que decir.

El gordo hizo el amago de levantarse del sillón, pero cuando Noelia sacó el revólver de Rusky y lo puso encima de la mesa volvió a caer de culo encima del asiento.

—¿Qué… Qué es eso?

—Es el arma de ese loco. La policía no sabe que la tengo yo. Te la enseño para que le digas a Bertín que si vuelve a propasarse con la cocaína y le da otra crisis… Bueno, tú solo dile que no incumpla la orden de alejamiento. Ya la he usado antes contra un hombre y puedo volver a hacerlo. Y te puedo asegurar que esta vez no me va a temblar la mano cuando lo haga.

—Sabes que en cuanto salgas por esa puerta voy a llamar a la policía, ¿verdad?

—No. No vas a hacer eso. En realidad —Noelia extrajo un papel doblado de un bolsillo y se lo tiró a José—, vas a llamar a Bertín y le vas decir que saque de estas cuentas las cantidades exactas que hay ahí escritas. Luego hará una transferencia a la cuenta corriente que hay en rojo.

—Ber… Bertín no tiene tanto dinero.

Noelia agarró el revolver y el gordo soltó un gemido.

—Bautista Hidalgo Shawmann, ¿Te suena? Es el detective que contratasteis para espiarme. Hablé con él y le mostré los registros ilegales de la aplicación ilegal que puso de forma ilegal en mi móvil por orden vuestra.

—Yo… yo no tuve nada que ver con eso, fue idea de Bertín.

—Lo sé, pero Bautista está de acuerdo en mentirle al juez y acusarte a ti también si es necesario. Es un buen detective, pero un hacker pésimo y ha estado dejando rastros delictivos por toda la red desde hace años, ¿verdad, Cándido?

—No es un hacker, es un lammer. Y de los malos. —la voz de Cándido sonó a través del móvil de Noelia, que lo había tenido encendido todo el rato en el bolso con el manos libres grabando.

—Vas a llamar a Bertín y le vas a decir que haga esas transferencias en menos de 48 horas. Si no lo hace, todos los chanchullos que ha estado haciendo tooodos estos años con el Comisionado de Cultura, con el Delegado de Hacienda, con el Director de Obras de Caridad, con el Gerente de la Diputación y un largo, largo, largo etcétera, va a estallar como una bomba de mierda y va a salpicar a tanta gente que no habrá jabón suficiente en esta puta ciudad para limpiarlos a todos.

—Yo… yo no sé nada de todo eso… no sé…

—Para ser el mejor abogado de la ciudad no sabes una mierda. Tú solo haz lo que te he dicho —Noelia guardó el revolver y miró la hora—, y tranquilo. No volveré a pedirle dinero jamás. Tampoco quiero su puta casa. Antes del fin de semana que viene nos habremos largado. Si os sirve de consuelo sabed que el dinero será íntegramente para Francesca y su hijo. No nos falléis, por favor, el hospital universitario de la Charité en Berlín está muy interesado en su caso y ya la está esperando.

Antes de salir se detuvo en la puerta al recordar algo más.

—En cuanto me mude te daré mi dirección para que puedas enviarme los papeles del divorcio. Les echaré un vistazo antes de firmarlos, puede que haya que retocar algunos puntos financieros… Verás, Nuria, la antigua amante de Bertín, no está muy de acuerdo con eso de que uséis mi infidelidad como motivo de separación, ¿sabes?

José, irritado, se quitó las gafas y las tiró sobre la mesa de cualquier manera.

—Lo tendremos en cuenta, ¿algo más?

—No. Nada más.

Cerró la puerta con suavidad y una vez en la soledad del ascensor lloró de alivio con la cabeza apoyada en el espejo, liberando la tensión acumulada y dejando que el aliento empañase el cristal, transformando el reflejo de su cara en un fantasma pálido y borroso.

—Noelia… ¿Estás bien? —La voz de Cándido le llegó a través del bolso abierto. Recordó que aún tenía conectado el manos libres del móvil. Lo sacó y habló con él directamente.

—Sí… sí, tranquilo.

—Oye, eso del riñón y lo del hospital alemán… No será cierto, ¿no?

Noelia se rió con suavidad. Conocía a Cándido desde hacía muy poco tiempo y sabía que el joven estaba prendado de ella.

—No, tranquilo. No voy a irme al extranjero con Chesca ni voy a deshacerme de ningún órgano. Exageré un poco.

«Aunque bien sabe Dios que si hiciera falta yo misma le daría mi corazón a esa pobre niña».

Pero eso no se lo podía decir a Cándido. El hombre se sintió atraído por ella prácticamente desde el primer momento en el que la conoció, en aquella sala del hospital, rodeados de médicos y policías, tratando de esclarecer la línea temporal de los sucesos. Noelia lo detectó en seguida y se sintió halagada y agradecida por sus atenciones y su sinceridad, así como su discreción cuando le comunicó en privado todo el asunto sobre la aplicación espía de su móvil y los turbios asuntos que descubrió sobre Bertín.

Cándido era lo suficientemente inteligente y perspicaz como para saber qué información debía de ocultar a la policía y cual no. Además, el joven sabía el dolor por el que estaba pasando Noelia y se mostró muy respetuoso en todo momento, aunque Noelia se percató en seguida de sus gestos y miradas. La pérdida y el agujero negro creado por la horrorosa muerte de Carlos le impedía siquiera plantearse algo parecido al flirteo o el romance, y Cándido, de alguna manera, lo sabía y mantenía las distancias, pero…

«Pero no puedo dejar de sentirme halagada. Es una buena persona y me ha ayudado muchísimo. Mucho más de lo que él cree. Puede que dentro de un tiempo, cuando la presencia de Carlos deje de estar a mi alrededor… bueno… no sé…».

—Gracias por todo, Cándido. Estoy segura que dentro de poco sabremos si nuestra pequeña estratagema ha dado resultado. ¿Tienes acceso a la nueva cuenta de Francesca?

—Sí, tranquila. En cuanto vea algún movimiento te diré algo.

—Bien… oye, tengo que dejarte, he de recoger a Quino a la guardería. Gracias de nuevo por todo —Noelia tomó aire—, eres un buen amigo.

—Sí, claro. Por ti lo que sea… y por Chesca, claro —Cándido hizo una pausa—. Estamos haciendo lo correcto, ¿verdad?

Noelia sabía que el joven tenía un pequeño negocio fuera de la legalidad. Puede que lo que estaban haciendo él lo considerase como un pequeño acto de redención por haber estado «fuera de la ley» tanto tiempo.

—Sí. Creo que sí, Cándido. Esa niña ha pasado por un infierno. Nadie debería pasar por eso y ella se merece al fin un poco de bondad.

Noelia casi pudo imaginar a ese joven fuerte y musculado sonriendo agradecido al otro lado de la línea.

—Gracias Noelia.

Ambos colgaron a la vez y Noelia salió al sol del mediodía, radiante y luminoso. El corazón se le animó al pensar que dentro de poco estaría jugando con el pequeño Joaquín. El pediatra especialista le aseguró que el cerebro del niño era tan joven que no tendría secuelas especialmente graves por lo sucedido. Noelia recordó las palabras del pediatra:

«Es muy joven y aún no ha podido desarrollar ciertas cogniciones; es posible que aún no pueda discriminar el dolor y la angustia real de los sueños o las fantasías. Con el tiempo puede que aparezca alguna fobia o incluso terrores nocturnos, pero aún es muy pronto para decirlo. La verdad es que ha evolucionado muy bien y tras un par de días de descanso el niño está bastante activo, respondiendo a todos los estímulos. Tiene breves periodos de… melancolía, pero eso es porque echa de menos a su madre. Creo que todo va ir muy bien».

Cuando Noelia llegó a la guardería el pequeño estaba jugando con otra niña, una pequeña de color con una mata de pelo rizado tan grande como su cuerpo. Quino se había empeñado en usar el cabello de la pequeña como escondrijo para un peluche y trataba de meterle a la fuerza un elefante dentro de la melena.

Quino reconoció a su tía y comenzó a reír y a gesticular, dándole tirones al pelo de la pobre niña, que empezó a llorar. La monitora los separó y le puso el niño en sus brazos. Quino la abrazó y Noelia no pudo evitar comerle a besos los mofletes rosados sin dejar de reír.

Así, entre risas y carantoñas, salieron al exterior, dejando que el sol iluminase sus pasos mientras dejaban las sombras tras ellos.


Finalizará en la próxima entrega.

©2020 Kain Orange

lunes, 17 de agosto de 2020

Sofía crece (3), parte XVII

 63.

Rusky.

Quino, deshidratado, hambriento y cubierto por sus propias heces, yacía agotado en el asiento trasero. El sudor y las lágrimas habían ablandado el adhesivo de la cinta americana que cubría su boca, provocando que se le desprendiera una parte. Por desgracia la tela rodeaba toda su cabeza y la mordaza no llegaba a desprenderse del todo, pero al menos se aflojó lo suficiente para que entrase más aire y pudiera respirar mejor. El cansancio y la tristeza le sumieron en un letargo que ayudó a que Rusky no le prestase demasiada atención.

El checheno no pudo hacer el mismo truco de la vez anterior para entrar en el garaje subterráneo: las heridas de su rostro y las ropas ensangrentadas llamaban demasiado la atención. Así que esta vez se dedicó a esperar dentro del coche cerca del portón del aparcamiento hasta que salió un vehículo, momento que aprovechó para colarse dentro con el mercedes. Buscó una plaza sin ocupar y estacionó en ella.

«¿Ahora qué, Andrei?».

«Subir, forzar la cerradura, buscar el paquete…».

«¿Buscar el paquete? Podrías estar toda la noche y parte del día siguiente registrando esa casa, levantando baldosas y agujereando paredes sin encontrar nada, además, ¿y si no está ahí?, ¿y si lo han movido?, ¿y si lo lleva encima otra persona?, ¿y si…?».

«¡VALE! ¡De acuerdo!, nada de buscar a ciegas».

Rusky arrancó varios pañuelos de papel y usó el espejo interior para arreglar un poco la ruina en la que se había convertido la parte inferior de su cara. La hemorragia del vientre se había detenido. No fue un impacto directo, el proyectil pasó a la largo de su abdomen, llevándose una fina línea de pellejo a su paso y quemándole el ombligo, pero nada grave. Aunque dolía como mil demonios.

«Entonces subo arriba y espero que a venga ese tío, le agarro por los cojones y que empiece a cantar todo lo que sabe».

«Sí, claro, como hiciste con la putilla, con Francesca, y mira cómo has acabado. Esta vez usa al niño».

Rusky arrojó los papeles ensangrentados al suelo del coche y tomó otro puñado limpio. Le faltaba un trozo de mandíbula y podía ver las encías inferiores y algunos dientes a través del agujero en la piel. Le dolía, pero podía soportarlo. Lo que más le molestaba era la hemorragia, que lo manchaba todo. Buscó en una de las guanteras y sacó un viejo trapo para el polvo. No estaba muy sucio y se lo puso en la boca atado a la nuca. Cuando hizo el nudo sintió un relámpago de dolor al tocar la inflamación que le provocó la maza allí detrás.

Se miró al espejo: «Parezco uno de esos bandoleros del viejo oeste». La parte derecha de la cabeza estaba hinchada, con la herida de la sien supurando una sangre viscosa muy oscura. Recordó que en alguna parte del coche debería de haber un botiquín integrado de serie. Buscó entre los compartimentos y lo encontró. Se hizo una especie de cura espartana y no pudo evitar gritar cuando el chorro de alcohol impactó contra las heridas.

Desde fuera del edificio le llegaba el sonido esporádico, pero cada vez más frecuente, de unos truenos largos y profundos.

«El búlgaro va a tener que compensar todo esto».

«Así será, Andrei, en cuanto cumplas tu misión».

Rusky cerró los ojos y respiró profundamente.

«¿Por qué coño hicieron eso, eh?, ¿por qué disparar así, por la espalda, a traición?».

«Puede que quisieran la droga para ellos… Puede que fuera idea del búlgaro».

«Eso no tiene sentido».

«¿No? Imagina esto: tú encuentras la droga y quitas de en medio a Gorka y a Chesca; después William y Simas te liquidan. El búlgaro tiene su droga, su venganza y se ahorra pagar tus honorarios».

«No… no tiene sentido… perdería credibilidad… nadie querría trabajar con una rata traicionera».

«¿Una rata como tú, Andrei? ¿Acaso no fue eso mismo lo que hiciste allá, cuando dejaste tirada a la unidad? Ellos confiaban en ti, Andrei».

«No. Aquello fue diferente. Fue una retirada táctica».

«Fue un acto de cobardía y una traición. Abandonaste tu puesto revelando la posición de tu grupo y los masacraron».

Rusky, irritado, revisó el cargador del revólver y se guardó la navaja en el bolsillo. También se llevó el bote de alcohol medicinal y un zippo de oro que había en el alijo de joyas robadas a Bertín. Antes de salir comprobó que el pesado encendedor funcionase. Luego salió del vehículo y agarró al niño.

«Usaré a este gusano para recuperar la droga y se la llevaré al búlgaro. Entonces, cuando esté frente a él, sabré si me la ha jugado o todo ese desastre de la fábrica fue solo cosa de esos dos».

Mientras subía por el ascensor la peste a mierda y a meados que despedía el pobre Quino casi le hicieron perder el control. Faltó muy poco para que estrangulase al niño, pero una voz interior le recordó que el hedor no desaparecería porque el niño estuviera muerto.

Cuando llegó a la puerta del domicilio de Carlos se quitó el pañuelo de la cara, puso al niño en el suelo y usó una ganzúa multiherramientas para abrirla. Luego tomó a Quino y pasó dentro de la vivienda, cerrando la puerta con suavidad.


64.

Carlos.


Hicieron el amor antes de llegar al dormitorio, de pie, contra la pared del pasillo de la entrada principal. Copérnico se acercó nada más oír el sonido de la puerta al abrirse, pero en cuanto comenzaron los primeros movimientos y gemidos del acto sexual el gato se retiró. Fue un polvo rápido, pasional, liberador y muy necesario… pero insuficiente.

Llegaron a la cama en una confusión de brazos y piernas mezcladas entre prendas a medio desvestir, besándose y acariciando sus cuerpos como si fuera la primera vez que se tocaban. Gritaron al techo palabras de placer y susurraron en los oídos promesas de amor. Intercambiaron flujos y fluidos, bebieron de sus cuerpos y mordieron la carne tibia y trémula de su desnudez. La vagina de Noelia se llenó un par de veces con el esperma de Carlos, espeso y caliente, mientras que la boca del hombre recibió en varias ocasiones los líquidos que expulsaba el sexo de su amante.

El sudor, pegajoso y cargado de feromonas, empapó las sábanas y los cubrió a ambos, lubrificándoles la piel y dándole un brillo aceitoso a sus cuerpos. A través de las ventanas le llegaban los destellos de los relámpagos y los truenos de una tumultuosa tormenta de verano. El agua golpeaba las persianas y los cristales con fuerza.

«Nunca me cansaría de ella» —pensó Carlos mientras su miembro comenzaba a encogerse levemente dentro del coño de Noelia después de correrse por segunda vez.

—Estaría así toda la vida —le dijo con la boca pegada a la suya.

—Pillaríamos una infección —rió ella.

—Me da igual. Sería la infección más bonita del mundo.

—A ti se te caería la picha y a mi se me pondría negro.

Carlos miró hacia abajo y contemplo la breve mata de pelos oscuros que Noelia tenía allí.

—Bueno, yo diría que ya lo tienes bastante negro. No se notaría la diferencia.

Noelia le dio un golpe en el hombro riendo y movió la cadera para que Carlos saliera de dentro de ella.

—Déjame que salga, Carlos. Tengo pipí.

Carlos dejó que ella abandonase el calor de la cama.

—¿Quieres que te eche una mano?

Noelia, con una mano tapándose la raja del coño para que no gotease nada al suelo, se giró a medias mirándole de forma sugerente.

—No… pero más tarde quizás sí. —Y le guiño un ojo.

Mientras Noelia hacía sus cosas en el baño Carlos se levantó y fue a la cocina a preparar café. Encendió el hornillo a gas y puso la cafetera en el fuego más pequeño. Esta vez, al contemplar las llamas azules bailando delante de él, no le embargó ninguna sensación relacionada con el accidente de su hija. Copérnico volvió a asustarlo al arrimarse a sus piernas desnudas y restregar su cuerpo contra ellas.

—La madre que te… —masculló entre dientes con el corazón a mil por hora. Se agachó para tomarlo en brazos. Desde el baño le llegó el sonido de la ducha.

«A ella le gusta mear de pie» —recordó.

—Te conozco —dijo una voz extraña a su espalda, profunda y llena de guturales sonidos líquidos.

Carlos se giró y un monstruo de dos cabezas le hizo algo en el muslo. Copérnico saltó de sus brazos y huyó. El cerebro de Carlos tardó un par de segundos en asimilar la imagen que tenía delante. Bajo la luz del fluorescente de la cocina Carlos vio que no era un monstruo bicéfalo, si no un hombre que sostenía en brazos a un niño pequeño. Pero ambos tenían algo en la cara, algo muy raro. El niño tenía enrollada una cinta de color gris alrededor de la cabeza y el hombre tenía un tumor en la sien, hinchado, amoratado y supurando pus y sangre. También le habían comido la parte inferior de la cara, llena de cicatrices. Carlos podía verle las encías y los dientes a través de un agujero que tenía en la mandíbula.

«¿Qué…?».

El monstruo rió y el sonido asustó a Carlos. Algo le pasó de repente a sus piernas, que dejaron de sostenerlo y cayó al suelo, golpeando la mesa de la cocina y tumbando una silla.

«¿Qué me ha hecho?». 

La humedad, cálida y pegajosa, comenzó a lamer sus piernas y su bajo vientre.

«No. No puedo mear sentado en el suelo. A mi también me gusta mear de pie» —pensó absurdamente.

El monstruo dejó al niño sobre la mesa y se acercó a Carlos. En una mano tenía una navaja y le señaló con ella mientras sonreía. Del agujero de la cara le chorreaba saliva y sangre.

—Te conozco. Tú eres aquel periodista. El del gitano. —Pero Carlos escuchó «Te conofco. Tú edes aquel fediodista. Elel hitano».

«¿Qué me ha hecho?».

Carlos miró abajo y vio su cuerpo desnudo, con el pene arrugado completamente cubierto de sangre. De la parte interna del muslo brotaba una fuente de color carmesí de forma pulsátil. Sufrió un mareo y tuvo ganas de vomitar, pero instintivamente se taponó la profunda herida con ambas manos. De repente se sintió muy débil.

Un relámpago iluminó la pequeña cocina y dibujó sombras espectrales en esa cara de pesadilla. El trueno sonó muy cerca y los cristales de las ventanas temblaron de forma audible.

—Te recuerdo, periodista. León te utilizó para mandar un mensaje a ese gitano marica.

Carlos intentó presionar con fuerza, pero le fallaban los músculos. Las manos resbalaban y los brazos no le respondían. La lividez de su rostro contrastaba con el fuerte color rojo que cubría toda la parte inferior de su cuerpo. Intentó arrastrarse por el suelo, pero sus piernas le fallaban.

—Joder —rió el checheno—, menuda ciudad de mierda tenéis aquí. Esto parece un pueblo —agitó la cabeza, negando—. ¿En serio eres tú?

Rusky se agachó y apretó la herida con su propia mano, frenando ligeramente la hemorragia.

—Sí —susurró el monstruo—, te recuerdo. Eres el de la televisión. León no tenía nada contra ti, pero no se fiaba del maricón —Rusky observó el cuerpo desnudo de Carlos y se fijó en la cicatriz del brazo. La señaló con la navaja—. Tuviste suerte de salir de aquel coche sólo con esa cicatriz.

—¿Quien eres?

Rusky se relamió por dentro de la boca y la punta de la lengua asomó por el agujero.

—Sólo soy un viejo soldado. —Rusky, en cuclillas frente a Carlos, le miró a los ojos—. Verás, el pequeño búlgaro sabía que entre el gitano y yo había una historia, algo que le hice cuando llegué a este puto país, así que me preguntó si quería entrar en su guerra personal contra él.

El agujero de la cara se ensanchó cuando Rusky sonrió de nuevo y esta vez fue la luz intermitente de un rayo el que iluminó la espantosa herida que tenía en el rostro.

«¿León? ¿Gitano? ¿Guerra?».

Carlos no comprendía nada de lo que estaba hablando el monstruo.

Rusky siguió apretando el muslo. Al reconocer a Carlos había relegado el asunto de la droga a un segundo plano. Aquello era un divertimento mucho más placentero y quería que Carlos escuchase toda la historia antes del fin, así que apretó la arteria femoral para frenar la inevitable muerte del ex-periodista.

—El aparato estaba conectado a la dirección asistida. Debería de haberse activado según cierta velocidad y ángulo de giro, pero no funcionó muy bien. Al menos el cortocircuito fue efectivo y provocó el fuego.

—¿Quien eres? —preguntó de nuevo, esta vez con más firmeza, con el ceño ligeramente fruncido.

«¿Dirección asistida? ¿Velocidad? ¿Fuego?… No… No puede ser…».

El agua seguía corriendo en la ducha y el sonido se mezclaba con el de las gotas que golpeaban con fuerza las ventanas de la fachada exterior. El viento arreció y el ruido de las persianas golpeando los cristales parecían el tableteo de una vieja ametralladora.

—No contaba con la niña, pero al final fue incluso mejor. ¡Hasta León pensó que yo lo había planeado así y me felicitó pagándome un plus!

La risa parecía salida de la garganta de un cerdo degollado.

—No… no… no… —Carlos, cada vez más débil y pálido, negaba con la cabeza.

Rusky, sin dejar de reír, dejó de taponar la herida y se incorporó.

—¿Por casualidad tú no sabrás nada sobre un paquete de droga robado, verdad?

Carlos, tratando de contener la hemorragia con dos manos temblorosas, sólo podía negar con la cabeza.

«No… María… noooooo…».

El sonido de la ducha se detuvo y se oyó el ruido de una puerta. Rusky agarró el bote de alcohol medicinal y el zippo de oro y se colocó al lado de la mesa donde estaba tumbado Quino.

La tormenta se recrudeció y el fuerte viento trajo una nueva tanda de nubes oscuras y preñadas de truenos y relámpagos.

Carlos trató de avisar a Noelia, pero no era capaz de articular ningún sonido. Su cabeza iba y venía, sintiendo una especie de calma y sosiego poco natural.

«Me voy… me estoy yendo… María… mi pobre pequeña…».

—Oye Carlos —preguntó Noelia, cubierta con una toalla y secándose la cabeza—, ¿Como va ese café? ¿Has visto la tormenta que se ha formado en un momento? ¡Qué miedo me dan los…!

Noelia se detuvo horrorizada en la entrada de la cocina al ver al monstruo. 


65.

Noelia.


Lo primero que detectó su cerebro fue el intenso color rojo que había en el suelo y allí puso la mirada.

—¡¡CARLOS!! —chilló al ver a su amante.

Hizo el amago de salir corriendo hacia él, pero en seguida vio algo conocido encima de la mesa de la cocina. Su cerebro se bloqueó durante unos segundos y abrió los ojos como platos. Las luces se apagaron momentáneamente y el fulgor de un relámpago iluminó la estancia, permitiendo que Noelia viera la cara del monstruo bajo los fantasmagóricos destellos. Se llevó las manos a la boca y ahogó un grito.

La electricidad volvió de nuevo y el monstruo hizo algo muy raro: bendijo al niño echándole agua bendita por encima, empapando a la criatura. El fuerte olor le llegó a la nariz y lo reconoció: alcohol. Un objeto metálico brilló bajo la luz del fluorescente.

«¿Qué es todo esto? Dios mío, es Quino… ¡Quino!… Dios mío, ¿qué es esto?…».

—La droga —dijo el monstruo—. ¿Dónde está la droga?

Noelia cerró los ojos y respiró profundamente.

«Droga. Quino. Carlos. Sangre. Alcohol… No puedo pensar… ¡Carlos! ¿Esa sangre es suya?».

«Respira, Noelia, respira…».

Los temblores comenzaron a sacudir su cuerpo y las lágrimas brotaron. Abrió los ojos y se enfrentó a esa pesadilla con voz trémula.

—No sé nada de droga. Si es algo que hizo mi sobrina, ella no nos lo dijo… —sollozó y miró a Carlos—. Por favor, déjeme que le ayude.

Rusky accionó el zippo y éste se encendió al momento. La cafetera comenzó a silbar, soltando vapor por la rendija de la tapadera.

—La droga o le pego fuego a este gusano.

«Tiempo, Noelia, necesitas tiempo. Miéntele, dale lo que quiere».

—¡No! No, por favor, no haga eso. Le daré dinero, pero no tenemos…

—¡NO QUIERO TU PUTO DINERO! —la herida de la mandíbula se abrió y la piel se rajó, escupiendo sangre y babas —. ¡SÓLO DIME DÓNDE COÑO ESTÁ LA DROGA!

—¡Está bien, está bien! ¡En el dormitorio —improvisó—, está en el dormitorio!… Por favor, no le haga daño a Joaquín, es muy pequeño… es sólo un bebé… —Noelia miró a Carlos—. Déjeme que ayude a Carlos, está perdiendo mucha sangre.

«Eso es, llámalos por su nombre, que sepa que son seres humanos».

—¿Dormitorio? Mientes —Rusky acercó la llama al niño.

—¡NO! ¡Por favor, no! ¡Lo juro, no miento! Por favor… —las lágrimas brotaban sin cesar, la imagen de Quino se volvía borrosa—. No haga eso… se lo suplico…

—Ella… miente… —la voz de Carlos, era apenas un susurro—, no… está… ahí… 

Ambos se volvieron a mirarlo.

—Habla. —Ordenó el checheno.

—El… el cajón… del ordenador… —Carlos cerró los ojos.

«Dios mío, está blanco como el papel… Toda esa sangre… No, no, no, no…».

—¿Dónde está eso? —le preguntó Rusky a Noelia—. ¡HABLA, COÑO!

—¡En el salón!… Por Dios te lo suplico, déjame hacerle un torniquete.

—¿Torniquete? En cuanto vea la droga podrás comerle la polla si quieres. Vamos… ¡VAMOS!

La luz volvió a irse y Noelia se sobresaltó con el tremendo ruido del trueno. Esta vez la electricidad no volvió, así que tuvieron que caminar guiados por la luz de la llama del zippo. Ésta bailaba peligrosamente cerca del cuerpo del bebé, que había sido tomado en brazos por el asesino. Llegaron al salón y varios relámpagos iluminaron la sala. Noelia vio el ordenador y lo señaló.

—Ese es.

—Sigue, abre el cajón, saca la droga y colócala encima de la mesa.

        «¿Droga? ¡¿Qué droga!? Dios mío, no por favor. Carlos… perdía mucha sangre, era demasiada sangre, estaba blanco… no, no, que no muera, no…».

La electricidad volvió y Noelia rodeó la mesa para acceder a lo cajones inferiores. Antes de abrirlos miró momentáneamente al monstruo.

«Alcohol. Ha rociado a Quino con alcohol. Pero es muy volátil. Se evaporará en seguida».

«¿Qué estás pensando, Noelia?».

«No lo sé. Pero si tardo un poco más el líquido se evaporará y el fuego no prenderá».

«Si tardas un poco más, Carlos morirá desangrado».

Noelia abrió el primer cajón y buscó con manos temblorosas, pero solo había material de oficina. Volvió a mirar al monstruo.

—En este no hay nada.

—Sigue buscando.

«Tiene una mano ocupada con el encendedor y la otra sostiene al niño. Debe tener algún arma escondida, la misma con la que hirió a Carlos, pero si soy lo suficientemente rápida…».

«¿Qué? ¿Qué ibas a hacer? ¿Tú has visto el tamaño de esos músculos? La fuerza bruta no os ayudará. Usa la cabeza, Noelia».

Noelia abrió el segundo cajón, vio lo que había dentro y entonces recordó.

«Esta mañana Carlos tuvo otra crisis y volvió a intentar suicidarse. Debió de usar esto».

Rusky se acercó a ella.

—¿Está ahí?

Noelia lo miró y él volvió a dar otro paso.

«No dejes que se acerque más».

—Sí. Está aquí —Noelia introdujo la mano en el cajón y agarró la Beretta.

El monstruo acercó la llama del encendedor a la cara del niño. Quino sintió el calor del fuego y comenzó a agitarse, gimiendo y pataleando débilmente.

—Despacio, Noelia —ella se sobresaltó al oír su nombre en boca de ese maniaco—, saca la mano muy despacio y deja el paquete a la vista.

«¿Qué hago, Dios mío? Va a quemar al pobre niño».

«El alcohol se habrá evaporado. Usa el arma. Amenázalo. Aunque le queme la llama no prenderá».

«¿Y entonces qué?» —Noelia sabía que el arma no funcionaba. Es algo que Carlos le explicó hace algún tiempo, cuando le habló de sus ataques.

«No lo sé, Noelia, pero tienes que hacerlo ya».

Noelia sacó el arma del cajón y apuntó con ella a Rusky. El asesino abrió los ojos y la furia inundó su cerebro. La llama del zippo hizo contacto con la mejilla de Quino, quemándole la piel, pero el alcohol se había evaporado totalmente y la llama no prendió.

—¡Suelta al niño! —gritó Noelia—. ¡SUÉLTALO!

Rusky se fijó en la forma en la que le temblaba la mano a la mujer y puso al crío delante a modo de escudo mientras caminaba hacía atrás, buscando la salida. Un nuevo relámpago iluminó la sala y Noelia vio con horror que el asesino estaba sonriendo.

—¡Quieto! ¡Quieto, joder!

Rusky dejó caer el encendedor al suelo y éste quedó allí tendido, con la tapa levantada y la llama aún encendida. El checheno se llevó una mano atrás, agarró la culata del revólver y encañonó a Quino con él. Noelia comenzó a llorar de rabia, fustración y miedo.

—Deja al niño —suplicó—. Déjalo, por favor. 

Rusky amartilló el revólver y apoyó el cañón en la mejilla de Quino sin dejar de sonreír. Noelia dejó el arma encima de la mesa, llorando.

—Por favor… no sabemos nada de ninguna droga… deja al niño —un trueno retumbó en el edificio y una ola de furia golpeó a Noelia—. ¡No tenemos ninguna droga de mierda! ¡No sabemos nada de ninguna droga! ¡No sé quien coño eres ni qué es lo que crees que sabes, pero aquí no hay nada!, ¡NADA! —sus piernas le fallaron y se dejó caer, apoyándose en la mesa—. Nada, no sabemos nada… por favor.

Rusky dejó de apuntar al niño y señaló a Noelia con el arma.

—Tu sobrina. Francesca robó un paquete de droga a su marido. Lo escondió. Antes de morir llamó a una persona y le dijo que lo tenía Nico.

Noelia miró con horror al sicario.

«¿Morir? ¿Chesca a muerto?» —Negó con la cabeza, sollozando.

        —No sé nada de eso… No sé quien es Nico… —una carcajada amarga y sin humor salió de su garganta—, el único Nico que conozco es el gato.

Noelia señaló la caja de arena que estaba en un rincón del salón, a pocos pasos de Rusky. El asesino se giró y miró el cajón artesanal, observó la arena unos segundos y luego frunció el ceño.

—¿No hay cacas?

Rusky apoyó un pie en el borde de la caja y la volcó, tirando la arena. El paquete de droga, envuelto en celofán marrón, rodó por el suelo. Rusky soltó una carcajada monstruosa y dejó caer a Quino. El niño chilló de dolor dentro de la mordaza, pero Rusky lo ignoró, se acercó al paquete de heroína y lo sostuvo con ambas manos como si fuera un trofeo deportivo, sin dejar de reír.

Un relámpago y un trueno provocaron que la electricidad se fuera definitivamente. Un gemido llegó desde la cocina, seguido por unos pasos desnudos, arrastrados, renqueantes. Noelia y Rusky se giraron y vieron a Carlos de pie. En el muslo herido, empapado totalmente de sangre, llevaba atada con mucha fuerza una servilleta larga de tela. Carlos, mortalmente pálido, se apoyó en el quicio de la puerta, mirando con ojos enloquecidos a su asesino. 

Rusky elevó la mano que empuñaba el arma y mientras apuntaba a Carlos éste le arrojó algo a la cara. El revólver se disparó y el proyectil alcanzó a Carlos en el pecho, que cayó al suelo y de su mano, cruelmente quemada, rodó la cafetera. Rusky soltó un alarido y se llevó ambas manos al rostro, quemado con el café hirviendo. Noelia saltó y corrió para alcanzar el revólver que había soltado el sicario, tropezó con una papelera y rodó por el suelo, pero cayó cerca del arma y se arrastró gritando, buscando con unos dedos convertidos en garras el revólver.

Rusky se percató de la situación y trató de patear el arma ciego de dolor, pero falló y Noelia logró alcanzarla primero. Desde el suelo apuntó a oscuras sin mirar y apretó el gatillo. La bala impactó la pared a un metro de la cabeza de Rusky. Éste se agachó por instinto y vio el paquete de heroína en el suelo. Noelia disparó otra vez, fallando por mucho. El sicario agarró la droga y un nuevo disparo se confundió con un trueno. Esta vez Rusky sintió como el metal le mordía el brazo a la altura de la muñeca izquierda. Soltó un alarido y se encogió como un animal cegado por los faros de un coche.

—¡MUERE CABRÓN! —Noelia volvió a disparar a ciegas y la bala se perdió por una ventana, haciéndola añicos y dejando que el viento y la lluvia entrasen a raudales en el salón, con la cortina danzando con violencia alrededor del marco.

Rusky dudó. Tenía la droga, y los ladrones, Gorka, Francesca y probablemente también ese Carlos, estaban muertos. La mujer tenía ventaja táctica y él podía dar por concluida la misión. La parte cobarde, traicionera (y superviviente) de su personalidad, le dijo que la mejor opción era la huida. No era la primera vez que lo hacía.

Un nuevo relámpago iluminó la estancia, dándole a Noelia la oportunidad de poder apuntar con claridad al asesino. Rusky vio como el revólver le señalaba directamente y echó a correr hacía la salida. La bala le rozó la espalda justo cuando salía de la vivienda con la droga en la mano.

Noelia se levantó y fue tras él, pero sólo para cerrar la puerta y echar el cerrojo de seguridad. Luego soltó el revolver y corrió hacía Quino, lo levantó del suelo y acudió con él en brazos hasta Carlos. Se arrodilló a su lado y no se percató de que la papelera con la que tropezó antes había rodado hasta el viejo zippo. Los papeles que allí había prendieron rápidamente y algunos de ellos, movidos por el viento fueron a parar hasta la cortina.

—¡CARLOS! ¡CARLOS! —Noelia zarandeó el cuerpo inerte y levantó la cabeza del hombre, acercando su cara a la suya, besándolo, acariciándole el cabello, llorando en su rostro y gritando su nombre una y otra vez.

Carlos abrió los ojos y Noelia rió y lloró al mismo tiempo. Su amante trató de decir algo, pero la voz era demasiado débil y ella se acercó aún más, colocando una mano en el agujero que tenía en el pecho, taponando la herida.

—No fue culpa mía… Noelia. Mi niña… Mi niña no me odiará.

—No, claro que no. Nadie podría odiarte —Noelia le besó una mano fría como el hielo—. No te vayas, Carlos. Por favor, no me dejes, Carlos. Así no. No me dejes…

Pero él ya se había ido.

Noelia estuvo varios minutos aferrada a su cuerpo, llorando, tratando de encontrar sentido a todo lo que había pasado. Pero el olor del humo la puso en alerta. El fuego ya había alcanzado la extensa librería de Carlos y las llamas, avivadas por el viento que entraba por la ventana rota, se extendían con rapidez. Noelia, vestida solo con la toalla, asustada, pensó en tirar del cuerpo de Carlos y salvarlo de las llamas, pero pesaba demasiado y no podía dejar a Quino. Le dio un último beso de despedida en los labios y corrió con el niño en brazos hacia la salida. Trató de abrir el cerrojo de la puerta principal a oscuras, pero no lograba calmar el temblor de sus manos.

«Vamos a morir quemados por no poder abrir una puta cerradura… ¡Cálmate!».

El humo envolvía su cuerpo, cegándola y haciéndole toser, pero al final consiguió descorrer el cerrojo y salir al pasillo exterior. Copérnico saltó detrás de ella y Noelia estuvo a punto de ir tras él, pero se le ocurrió que el maniaco podría estar esperándola abajo. Miró al interior de la casa y vio el revólver que había soltado cerca de la puerta. Tomó el arma y corrió escaleras abajo con Quino en brazos, pidiendo auxilio para alertar a los vecinos del fuego.

Una vez en la calle, empapada por la lluvia, liberó al pobre niño de las mordazas y lloró abrazada a él mientras contemplaba el fuego y el humo. Entre los papeles que salieron volando en llamas por la ventana estaban las hojas pertenecientes al manuscrito inacabado de Carlos, aquél en el que se contaba la historia de Caraculo y el pasado truculento de la pistola averiada. Una historia que ahora sólo conocía una persona, el propio Ramón Galiano.