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domingo, 19 de julio de 2020

Sofía crece (3) Parte VI

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Sofía crece 3, parte VII

Sofía crece 3

Parte VI

24.

Carlos.

La situación era extraña. Acababa de intentar suicidarse y al despertar se había encontrado con el fantasma de su hija, que resultó ser una chica desconocida aficionada al vouyerismo y que además era amiga de su amante.
«Parece un guión de Almodóvar».
La chica estaba nerviosa. Se veía que era tímida y algo ingenua, pero aún así se las había apañado para verle el pene en dos ocasiones. Carlos no sentía atracción por ella. Era demasiado joven y le recordaba en cierta manera a su hija desaparecida, pero sabía muy bien qué fantasías poblaban las mentes de los jóvenes y los adolescentes.
«A su edad yo estaba enamorado de mi profesora de inglés y me hacía una media de cinco pajas al día».
A esa edad pasamos por muchos cambios, cimentando muchos de los miedos, inquietudes y traumas que nos acompañarán durante el resto de nuestra vida. Alguno debía de tener esa chica (¿y quien no?), se le notaba en el lenguaje corporal. Parecía confusa y para Carlos era bastante claro que la amistad con Noelia era algo más que intercambiar opiniones literarias y hablar de chicos. Carlos conocía muy bien las virtudes de Noelia.
«Es comprensiva y sabe escuchar a las personas. Es lógico que esta chica le tenga afecto».
Aún tenía la cabeza embotada y le dolía el estomago y la garganta. También tenía una resaca de caballo y un dolor de cabeza bestial que le obligaba a darse masajes en las sienes constantemente. La chica le daba un poco de lástima y no quería parecer un tipo ruin deshaciéndose de ella, pero necesitaba estar a solas para poner orden dentro de su cabeza.
Sofía le miraba con los brazos cruzados, sosteniendo los codos. Estaba excitada, nerviosa y llena de dudas. Quería preguntar a ese hombre qué le había pasado, por qué estaba inconsciente en el suelo cuando llegó y qué era lo que tenía escondido detrás de la espalda. Pero el atavismo que le proyectaba la imagen paternal de Carlos la abrumaba. Era un hombre maduro, alto, musculoso y de pecho amplio, con la piel morena cubierta con una ligera capa de vello. Era la personificación misma de la masculinidad y ella, que se había criado en una sociedad patriarcal heterosexual, reconocía en él cierta autoridad paternal (aunque su instinto, en el fondo y de forma abstracta, le decía que esa autoridad venía de una imagen basada en estereotipos sociales).
Sofía seguía callada, mirando nerviosa alternativamente los pies y la cara de Carlos. El silencio se hacía cada vez más incómodo hasta que lo rompió la propia Sofía.
—Creo… Creo que debería marcharme —se frotó los codos con los brazos cruzados, como si tuviera frío—. Siento haber entrado sin permiso. Pensé que… que Noelia vivía aquí. Perdona.
Carlos estuvo a punto de dejarla marchar pero algo, él no sabría decir qué, le hizo cambiar de idea. Quizás su mirada triste o la forma en la que encogía los hombros al caminar o el aspecto general de melancolía que emanaba su cuerpo menudo.
«Y una mierda. Te recuerda a tu hija. No quieres que se vaya por que tiene los mismos ojos que ella».
—Espera —dijo. Sofía se detuvo—. Tenía pensado llamar a Noelia para tomar algo esta tarde —mintió hablando deprisa—. Si quieres puedes venir conmigo y así la ves… si tan importante es lo que tienes que decirle.
Sofía miró a la puerta principal, dudando.
—No… En realidad no es nada —Sofía sorbió por la nariz—. No lo sé.
La chica miró a los ojos a Carlos y el recuerdo de su pene dentro de su boca le produjo escalofríos por todo el cuerpo, acelerándole el corazón.
—¿Cómo se llama tu gato? —preguntó de pronto.
—Copérnico. Pero yo le llamo Nico. Suele subir a la terraza cuando se escapa. No es muy cariñoso, pero el pequeño sinvergüenza me hace compañía cuando no está por ahí cazando bichos o meando en la alfombra del vecino. 
Sofía sonrió tímidamente por primera vez y Carlos se enamoró un poquito de ella. Era la primera vez que la veía sonreír y le favorecía muchísimo.
—Si quieres puedo intentar encontrarlo —dijo Sofía.
—Sí, claro —Carlos sintió el plástico que envolvía la pistola resbalar de entre sus dedos—, eso estaría genial. Así yo podría… vestirme mientras tanto. —Carlos apretó el arma con fuerza.
—Vale —Sofía se giró, pero Carlos le dijo que esperase.
—Llévate unas cuantas galletas. Le gustan mucho. 
Sofía asintió con la cabeza y Carlos le indicó donde podía encontrarlas.
Cuando salió guardó la pistola en el cajón de la bebida, se dio una ducha rápida y se tomó un par de tabletas de paracetamol con la vana esperanza de que le aliviasen la jaqueca. Se vistió con ropa cómoda y limpió la porquería que había en el salón y el baño. De repente se dio cuenta de que no había mirado el móvil desde que envió el mensaje a Noelia por la mañana. Estaba buscando el teléfono cuando llegó Sofía con Nico entre sus brazos.
—Estaba arriba, donde dijiste.
—Cazando lagartijas, seguro —Carlos le rascó la cabeza al minino.
—Tu gato no es muy bonito.
—Ya. Me lo encontré así —Carlos miró a Sofía y el corazón le dio un vuelco.
«Sí que se parece a María».
—¿Me podrías hacer otro favor? —dijo—. No encuentro el móvil.
Sofía supo inmediatamente qué era lo que quería, así que le pidió el número a Carlos y le llamó desde su teléfono. El tono de llamada se escuchó en el dormitorio. El celular, de alguna manera, había ido a parar debajo de la cama. Carlos comprobó que había una llamada perdida de Noelia. Dentro del edificio había poca cobertura y a veces se perdía la señal. Sofía se fijó entonces en una fotografía que había sobre una repisa. En ella estaban Carlos, una niña y una mujer.
Carlos siguió su mirada.
—Mi exmujer y mi hija.
Sofía se acercó para verlas con más detenimiento.
—Son muy guapas —se giró y vio a Carlos frotándose distraido la cicatriz del brazo, mirando más allá de la foto, con la mirada perdida—. ¿Ella vive con su mamá?, tu hija, quiero decir.
Carlos sonrió con amargura.
—No. Ya no vive.
Sofía no entendió lo que había dicho, pensando que él se refería a que su hija ya no vivía con su madre.
—¿Qué edad tiene? Debe ser muy joven todavía.
Carlos, con la mirada aún perdida, no reparó en el error de Sofía.
—De haber sobrevivido al accidente ahora tendría tu edad, más o menos.
Sofía se percató entonces de su error y se llevó una mano a la boca, espantada y ruborizada hasta las orejas.
—Lo siento… lo siento mucho.
Carlos agitó la cabeza y miró a la chica.
«De no haber tenido un padre borracho tú y ella podrías haber sido amigas».
«Deja eso, Carlos. No empieces otra vez».
Carlos observó el cuerpo joven, vibrante, lleno de vitalidad y energía; un cuerpo gobernado por una mente cargada de deseos, dudas, esperanzas y tragedias; sí, tragedias, ¿porqué no? Tragedias pequeñas, cotidianas, de poca importancia para un adulto, pero enormes y traumáticas para una joven.
«Vive, Sofía. No tengas miedo de vivir. Aprende de los errores y nunca dejes de dudar y temer, pues sólo a través de la duda encontrarás tu camino; te equivocarás muchas veces, oh, amiga, ya lo creo que te equivocarás, pero de eso se trata, pequeña: dudarás de tus decisiones y no sabrás si han sido correctas hasta que las tomes, e incluso así seguirás dudando, puesto que no sabrás cuáles podrán ser las consecuencias de esas decisiones, aún cuando las consideres correctas. Es un mundo complejo, Sofía, lleno de cosas oscuras y maravillosas. No tengas miedo de ninguna de ellas. Vive, pequeña Sofía. Vive tú que aún puedes».
—¿Estás bien? –preguntó Sofía.
Carlos se pasó las manos por la cara, desde los párpados hasta la sienes.
—Sí. Pensar en María… me pone nostálgico.
Sofía echó un fugaz vistazo a la foto.
—¿Tu hija se llamaba María?
—Sí, como su madre.
Sofía miró la imagen de la mujer.
—Te dejó después del accidente.
«Es lista».
—Sí.
Sofía no pudo mirarle a la cara y le habló a la cicatriz de su brazo.
—Habías tomado pastillas con vino —le soltó de improviso—. Cuando llegué estabas inconsciente y vi la botella.
«Mierda».
Sofía alzó la mirada y le miró a los ojos.
—Pensé que estabas… ya sabes… así que tuve que comprobar si aún respirabas. ¿Lo hiciste por ella? –Sofía señaló la foto.
Carlos se metió las manos en los bolsillos y miró hacia el techo, tomando aire y soltándolo de golpe, resoplando.
«¿Qué demonios…? Es más lista de lo que parece».
—Verás, Sofía, yo tengo problemas con… ciertas cosas. Algo no va bien aquí dentro —se apuntó a la sien con un dedo—, y a veces hago tonterías.
Sofía no dijo nada. Volvió a mirar la fotografía y contempló el rostro de la niña. Recordó lo que hizo la noche anterior a solas en su cuarto y lo mal que se sintió después al pensar que había hecho algo horrible.
—Yo también he hecho tonterías —le dijo a Carlos—, pero creo que tú me ganas.
Carlos y Sofía se miraron a los ojos y sonrieron, creando sin saberlo un vínculo entre ellos, puesto que con esa sonrisa se hicieron amigos.

25.

Noelia.

Primero llegó una pareja uniformada, le hicieron unas pocas preguntas para asegurarse de que se encontraba bien y de que no había ningún peligro inminente. Luego uno de ellos habló por radio y en pocos minutos apareció otra pareja, esta vez eran dos mujeres con uniforme; intercambiaron unas palabras con los primeros agentes y éstos se fueron tras despedirse de Noelia.
«Han llamado a estas dos mujeres porque piensan que es un caso de malos tratos».
Noelia volvió a explicarles lo sucedido. Una de ellas era rubia y la otra morena. Noelia las bautizó como Zipi y Zape. Zipi rubia, Zape morena.
Zipi se encargó de las preguntas y Zape se dedicó a dar vueltas por el salón, tomando notas y apostillando alguna cuestión. Noelia tuvo que explicar varias veces lo sucedido, ya que Zipi solía preguntar cosas que ya había contestado con anterioridad.
«Se asegura de que no me invento nada o de que mi memoria no me falla».
Cuando la rubia determinó que ya tenía suficientes datos avisó a la otra con un gesto. La morena tomó el bloc de notas de su compañera y miró a Noelia, que estaba sentada en el sofá, con los brazos y las piernas cruzadas.
—Veamos. Dice que su sobrina le avisó por teléfono muy nerviosa, le citó en la puerta de su domicilio y que al llegar sufrió un accidente, un atropello.
—Correcto.
—Usted le pidió que esperase a los servicios médicos y ella se negó, convenciéndola de que no estaba herida.
—Sí.
—Luego usted la llevó a casa, atendió sus heridas (leves) y le dio de comer al niño y luego lo acostaron.
Noelia suspiró, cansada de repetir lo mismo.
—Sí, tal y como he dicho antes. Varias veces.
—Después su sobrina entró al baño mientras usted hacía la comida.
—Ajá.
—Cuando terminó de cocinar fue a ver al niño a su dormitorio y entonces alguien le atacó por detrás, dejándola inconsciente.
Noelia, agotada, asintió con la cabeza.
—Cuando despertó pocos minutos después su sobrina y su hijo habían desaparecido sin dejar rastro.
—No. Sin rastro no. En el baño había restos de agua y una toalla húmeda.
Zipi y Zape intercambiaron una mirada que a Noelia no le gustó nada.
La rubia, la primera que le estuvo interrogando le hizo una pregunta que Noelia no entendió.
—Señora, ¿ha comprobado si le falta algún objeto de valor?
Noelia miró a ambas policías de hito en hito.
—¿Perdón? ¿Algo de valor? Sí, claro que he notado que falta algo de valor, ¡mi sobrina y su hijo pequeño de dos años! ¿Les parece poco?
«Calma Noelia».
Pero Noelia no quiso calmarse.
—¡No entiendo qué hacen aquí atosigándome a preguntas cuando ahí fuera hay una criatura a la que acaban de secuestrar! Probablemente haya sido ese sinvergüenza de Gorka que…
—La pareja de su sobrina —interrumpió la morena.
—…que la estaría buscando —Noelia miró a Zape—. ¡Sí, Gorka, su pareja, el camello, el delincuente, ya se lo dije, por amor de Dios!
—Noelia —dijo Zipi—, creo que deberías echar un vistazo y comprobar si falta algo de valor en la casa.
—Señora —dijo Zape—, ¿no ha contemplado la posibilidad de que su sobrina le haya mentido?
Noelia las miró alternativamente, girando la cabeza como si estuviera viendo un partido de tenis.
—¿Mentirme?
—Sí. Usted ha dicho que ella lleva tiempo metida en asuntos de drogas y robos —la policía rubia miró en torno suyo—. Esta vivienda es nueva y parece que a usted y a su marido no les va mal.
Noelia no podía creer lo que estaba oyendo y negaba con la cabeza… pero poco a poco la duda fue calando dentro de ella.
—No… Usted no sabe lo que dice, ustedes no la conocen. Ella no podría haberse inventado todo esto para robarme, además ella… —Noelia reflexionó unos segundos—, ella no tendría fuerza suficiente para dejarme inconsciente. Yo sentí unas manos muy fuertes y ella… —Noelia recordó el cuerpo huesudo y esmirriado de Chesca—, ella no hubiera podido hacerlo.
—Quizás tuvo un cómplice, ese tal Gorka. Ella solo tuvo que dejar la puerta principal abierta en un descuido suyo.
La duda tomaba más peso en la balanza de Noelia.
—No lo sé… es posible —dijo cabizbaja, pero en ese momento recordó algo y alzó la vista—. ¿Y el accidente? El atropello.
—Pudo estar amañado. Un cómplice, para asegurarse que usted la subiría a su domicilio para atender sus heridas leves en el caso de que usted no quisiera llevarla a casa. Usted misma nos dijo que apenas tenían relación y que estaba peleada con su hermana por… —consultó las notas—, por una vivienda familiar.
Se hizo un silencio incómodo mientras Noelia reflexionaba aturdida sobre todo lo que le acababan de decir.
—Debería mirar si falta algo —insistió la morena.
Noelia no respondió. Las miró a ambas y luego se quitó las lágrimas de la cara con el puño, se levantó del sofá y se dirigió al dormitorio principal, aquel con el que compartía cama esporádicamente con Bertín. Era el único lugar de la casa donde había algo de valor; unas pocas joyas suyas y de Bertín: relojes, gemelos, pendientes, una tabaquera y un Zippo de oro… No mucho, alrededor de dos mil euros.
No había nada.
Alguien había revuelto los cajones y los armarios y se había llevado todas las joyas.

26.

Rusky.

Usó la cinta americana con Quino, amordazando su boca e inmovilizando sus bracitos y sus pies, rodeándolos con la cinta para que no se moviera. Trabajar con guantes de látex era un incordio, ya que el pegamento de la cinta se adhería a ellos constantemente. No tuvo cuidado en poner la cinta y Quino se despertó, gimiendo asustado al comprobar que no podía moverse. Cuando Rusky acabó contempló los ojos aterrorizados y llenos de lágrimas del niño y sólo sintió un poco de asco. Pensó en ponerle un poco de cinta en la nariz. Hubiera sido divertido ver como se asfixiaba poco a poco.
«Control, Rusky».
Noelia, inconsciente, se agitó encima de la cama. Rusky sintió muchas ganas de hacerle cosas, pero la necesitaba con vida para evitar que la policía metiera las narices. Agarró a la pobre criatura, que no paraba de gemir y sollozar retorciendo su apestoso cuerpo como un gusano en un anzuelo, y salió al pasillo.
«Mierda de críos».
Fue al baño y encontró a Francesca vestida, metiendo algo en la bolsa de plástico.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Chesca se giró aterrada, pero cuando vio a Quino no pudo evitar soltar un grito de angustia al verlo amordazado, con la cinta cruelmente apretada alrededor de su cara.
Rusky agarró el cuello del niño.
—¿Qué acabas de meter ahí?
Chesca volvió a meter la mano en la bolsa y sacó su ropa interior con brazos temblorosos mientras tartamudeaba sin dejar de llorar.
—Mis bragas son mis bragas solo eso mis bragas por favor mi niño no no no solo son mis bragas y mis cosas mi niño no le hagas nada…
Rusky soltó el cuello del bebé y puso un dedo sobre sus labios pidiendo silencio. Chesca se calló al instante. Gorka solía hacer ese mismo gesto.
—De acuerdo. Tranquila. Coge tus cosas y ve al dormitorio principal.
Chesca hizo lo que le pedía y entró a una alcoba llena de muebles de diseño. Rusky la seguía de cerca.
—Abre los cajones y los armarios, busca cualquier cosa de valor y mételas en tu bolsa.
Francesca obedeció, temblando y mirando constantemente a su hijo, que se agitaba entre los brazos de Frankenstein con la cara congestionada.
Pasaron un par de minutos buscando y cogiendo joyas hasta Rusky chasqueó los dedos para llamar su atención.
—De acuerdo. Nos vamos. Tú primero. Al sótano.
«Control. Órdenes cortas y claras. Como en el ejército».
Tenía el Mercedes en el garaje comunitario del edificio. Introducirlo fue muy sencillo: sólo tuvo que esperar cerca de la puerta de la cochera a que saliese o entrase algún vehículo para colocar un trozo de cinta adhesiva en la célula fotoeléctrica, impidiendo así que se cerrase el portón. Luego introdujo el coche y lo estacionó en cualquier plaza libre.
Antes de salir del apartamento Rusky envolvió el cuerpo del niño con una camiseta para ocultar la cinta americana, por si se cruzaban con algún vecino. Luego bajaron por el ascensor.
Mientras bajaban Rusky observó a la drogadicta. Tenía el pelo rapado al cero, con el cuero cabelludo lleno de un feo sarpullido. Le miró a la boca y vio que el labio inferior estaba hinchado, con una costra sangrando y supurando alrededor de un piercing, con una línea de sangre cayendo por la comisura de la boca. Las orejas estaban al rojo vivo y una de ellas sangraba un poco: cuando le dio el guantazo uno de los pendientes le rasgó el lóbulo. Por las fosas nasales le caían mocos rosas. Además, estaba en los huesos. Prácticamente no tenía nada de carne debajo del pellejo.
Rusky estaba deseando tener el paquete de droga en sus manos para reventar a golpes esa cosa inútil, repugnante y temblorosa. Quería machacarla y quebrar hasta el último de sus huesos, librando al mundo de esa escoria inmunda.
«Control, Rusky. Dentro de poco podrás hacer con ella y con este gusanito apestoso lo que quieras».
Abrió el Mercedes y puso al niño en el suelo, en el hueco que había entre los asientos delanteros y los traseros. No tenía miedo a las miradas indiscretas. La gente no iba por ahí mirando dentro de los coches en marcha, eso sólo pasaba en las películas. Además el Mercedes tenía los cristales traseros tintados.
—Sube. —Ordenó a la muchacha.
Francesca obedeció sin dejar de mirar con ojos espantados a su pobre niño, sentándose dónde le indicó el monstruo, en el asiento del copiloto. Rusky se puso al volante y abrió la guantera. Cuando se inclinó para coger el objeto que había dentro tuvo que acercarse a Chesca. La chica, asustada, se aplastó contra el sillón.
—Tranquila. Mientras te portes bien no os pasará nada. —Pero mientras decía eso extrajo un cúter metálico del compartimento, sacando varias cuchillas al mismo tiempo.
Chesca gimió.
Rusky se puso el cúter apoyado en el muslo izquierdo, lejos de Francesca. Luego se giró hacia ella y le miró a los ojos enrojecidos y cargados de lágrimas.
—Puede que pienses que eres rápida. Puede que la mierda que te hayas fumado te dé valor y creas que tienes superpoderes. Incluso puede que el instinto maternal te haga ver las cosas de una manera que, definitivamente, no son como crees que son.
Francesca no entendía prácticamente nada de lo que le estaba diciendo.
—Así que te lo diré una sola vez: No. No eres más rápida, no tienes superpoderes y las cosas están tan jodidas para ti como parecen estarlo —Rusky se movió de improviso a una velocidad pasmosa y le colocó el cúter a Chesca en la cara. Una gota roja floreció debajo del párpado derecho—. Si tengo la más mínima sospecha de que intentas jugármela me comeré a tu hijo delante tuya.
Francesca miró los ojos del monstruo y no vio nada. Era como mirar los ojos de un pescado muerto. En ese momento supo que Frankenstein hablaba en serio. Se comería a su hijo delante de ella.
—Ahora que sabes cómo están las cosas, dime: ¿Dónde está la droga?
Chesca miraba con ojos desorbitados la espantosa cara llena de cicatrices de Frankenstein, dejando rodar la vista hacia abajo para mirar el cuerpo de Quino. El bebé no paraba de agitarse, dejando escapar unos terribles sollozos que sonaban apagados por la cinta que le comprimía la boca.
La voz de Francesca salió a duras penas de la magullada garganta.
—En el Baluarte… En la zona vieja… Donde las naves.
Rusky asintió con la cabeza.
«El Baluarte. Tiene sentido».
Eso estaba en la zona industrial, lejos del núcleo urbano. Era un polígono lleno de naves industriales donde podías conseguir putas y coca al anochecer.
Rusky le quitó la cuchilla de la cara y la volvió a colocar entre sus muslos, confiado en que la drogata sabría comportarse durante el trayecto.
Arrancó el coche y puso algo de música clásica, aunque Rusky no era capaz de sentir nada al escucharla. Para él, la música tenía el mismo valor y sentido que las ventosidades que se tiraba por las noches.
Durante el trayecto se cruzó con un imbécil con el que estuvieron a punto de chocar porque no puso los intermitentes. Rusky le dio un bocinazo y el otro le enseñó el dedo mientras le decía: «que te den por el culo, chupapollas». A Rusky le hubiera gustado cortárselo y abrirle el agujero de la uretra con una cuchilla para meterle el dedo dentro de la polla.
Es algo que hizo en un par de ocasiones, en Chechenia.

27.

Copérnico.

El minino alzó las orejas y giró la cabeza hacia el lugar de donde provenía la voz. El tono, más agudo, era nuevo, pero el sonido era el mismo de siempre, familiar y reconocible. Sí, allí estaba otra vez. Las ondas llegaron flotando hasta sus orejas y las reconoció como «Nico».
Sonaba distinto, más agudo y un poco estridente, pero no era desagradable. El gato le dio un último zarpazo a la cucaracha con la que había estado jugando y acudió dando saltos hasta el origen de la voz. Atravesó balcones llenos de macetas, recorrió patios cargados con ropa tendida al sol y subió escaleras hasta llegar a la azotea del edificio. Allí, bajo la sombra de las antenas de televisión había una figura humana. De ella provenían las voces.
Copérnico se acercó despacio, con esos andares felinos silenciosos y desconfiados de los gatos callejeros, maullando y moviendo el trocito de rabo que le quedaba, apenas un muñón.
La figura humana se giró hacia él y se inclinó con los brazos extendidos. Copérnico reconoció el gesto: «Ven aquí y sube a mi regazo». Pero el gato era desconfiado, así que se acercó hasta una distancia prudencial. Luego olió a la figura humana y reconoció algunos olores. Detectó el aroma inconfundible del amo grande y también el de las golosinas que él le daba de vez en cuando. Se acercó un poco más y detectó en una de las manos de la extraña la rica comida. Avanzó hasta que sus bigotes rozaron los dedos de Sofía. De pronto abrió la boca y le quitó de la mano un par de galletitas con sus afilados dientes.
La humana le acarició el lomo mientras le daba más golosinas. Nico las comió todas y luego dejó que le cogieran en brazos.
La chica le abrazó y frotó sus mejillas contra el peludo cuerpo de Nico, sedoso y blandito. Nico, que había reconocido a esa humana como una fuente de alimento y caricias, restregó su cuerpo contra ella, no como muestra de afecto, si no para dejar que las feromonas de su piel impregnasen a la humana y así marcarla, dejando que el resto de la comunidad gatuna supiera que esa humana era suya.
Sofía regresó al apartamento de Carlos con el gato entre sus brazos, contenta por haberlo encontrado y por haber hecho un nuevo amigo.

Continuará...