Un colgajo de esperma cuelga del pene de su marido desde el
glande hasta el flequillo pelirrojo de su secretaria. La pelirroja sonríe con
la boca llena de semen, mirando a la
cámara con una expresión bobalicona en su mirada: Florencia nunca destacó por
su inteligencia. Pedro había tomado la foto desde arriba, con la vista clavada en el objetivo,
sonriendo con esa expresión de prepotencia que tan bien conocía Marta mientras
se sujetaba el pene sobre el rostro de su secretaria, la mamadora de penes
casados. Marta reconoció los muebles que ella misma escogió para decorar la
oficina de su esposo Pedro.
Contempla la imagen del móvil y no siente ninguna de esas
cosas que se suponen que debería sentir: odio, celos, rabia… nada. No siente
nada.
Marta ya suponía que su marido le ponía los cuernos con
Florencia. También intuía que había otras, pero esto… Era un tópico tan manido
que era como un mal chiste: “secretaria pelirroja tetuda se folla en la oficina
al jefe para aliviar su stress”; pero siempre mantuvo la débil esperanza de que
sólo fuese un prejuicio infundado, aunque en el fondo de su corazón sabía que
se estaba engañando a sí misma. Ahora que tenía la certeza y la prueba de la
infidelidad sólo sentía… alivio; alivio al no tener que dudar ni aparentar más:
años de sospechas y de dudas, de permisibilidad y de guardar apariencias
mientras otros y otras cuchicheaban y se reían a su espalda…
Pero nada de eso le importaba ahora.
Lo que comenzó a enervarle la sangre poco a poco fue
recordar los años de insatisfacción; las noches en las que ella tenía que
terminar a solas en el baño o las negativas de su marido a la hora de
experimentar o de aceptar nuevos retos en la cama. También recordó a todos
aquellos que se le ofrecieron a lo largo de su vida de casada: galanes y
pícaros que la miraban con ojos llenos de lascivia y con los que ella
fantaseaba en la soledad de su hogar. Hombres jóvenes y bellos, hombres maduros
y apuestos, todos ellos la habían deseado y admirado y ella los rechazó por
respeto a su esposo. Por un respeto hacia a un hombre que jamás la había
respetado a ella.
Marta sintió un dolor agudo en la mano: había estado apretando
el puño con tanta fuerza que se había clavado las uñas.
Con un suspiro tecleó en la pantalla del móvil para reenviarse
la fotografía a su propio correo. Apagó el teléfono y lo dejó otra vez en el
bolsillo de la chaqueta, donde lo había encontrado encendido. Tomó su propio
móvil y llamó a la oficina de Pedro. Florencia se puso al otro lado. Marta
estuvo a punto de decirle un par de frases afiladas, pero enseguida decidió que
no valdría la pena: Florencia no tenía la suficiente destreza mental ni la sofisticación necesaria para poder leer
entre líneas sus mensajes envenenados. Así que simplemente le pidió que le
dijese a Pedro que su móvil estaba en casa, que no lo buscase más.
—No, Florencia, no puedo ir a llevárselo. Tengo cita con el
dentista —mintió ella.
Colgó el teléfono, se duchó, lloró un poco y tomó una
decisión; se vistió, hizo el equipaje y se largó de casa.
*
—¡Marta! ¿Estás en casa?
Pedro tenía el pulso acelerado. Se había pasado todo el día
con la cabeza pensando en el puto móvil desde que Florencia le dijo que su
mujer lo había encontrado en casa. Esa zorra estúpida de Florencia le mandó la
foto a su teléfono personal en lugar de enviarlo al “otro”, el que usaba para
contactar tanto con ella como con otras “amiguitas” que Pedro tenía. La muy
idiota estaba cachonda y no se le ocurrió otra cosa mejor para decírselo que reenviándole
la foto de aquella mamada que le hizo la semana pasada.
—¿Marta?
A esa hora ella ya debería estar en casa. ¿Dónde mierda
estaba la vaca de su mujer? Encontró la chaqueta y comprobó aliviado que el
móvil estaba apagado. Marta no conocía la clave para encenderlo. Lo activó y
buscó la foto. Al ver la cara de Florencia manchada con su propio semen sintió
un espasmo en la polla. Le entraron muchas ganas de repetir esa escena. Mientras
borraba la foto pensó en cómo castigar a Florencia por su desliz: buscaría a
una de las putas con las que solía follar y se haría la misma foto para
enviársela a su secretaria como castigo. Puede que incluso le obligase a que le
hiciera una paja mientras miraban la foto… La mente calenturienta de Pedro se
perdía en fantasías cuando de repente, en la pantalla, comenzaron a aparecer los
avisos de mensajes nuevos. Abrió el
primero y vio que era una foto de una pareja desnuda. Sonrió pensando en
Florencia y poco a poco la sonrisa se le fue desdibujando al ver la cara de la mujer.
Era su esposa Marta.
En la fotografía ella estaba apoyada en un sofá rojo,
vestida con varios encajes de lencería. En los últimos años a Marta le habían
crecido las curvas, haciendo su cuerpo más voluptuoso, especialmente las
caderas y los muslos. En la foto estaba más voluptuosa que nunca gracias a que
los encajes y las transparencias realzaban aquellas zonas especialmente
erógenas. Apoyada en el sofá, exponía sus grandes y redondas nalgas abiertas a
la cámara. Sus muslos bronceados, amplios y llenos de carne prieta, estaban
encerrados en unas medias de malla de red que acababan en unos tacones de doce
centímetros. Tenía las piernas separadas y del coño le asomaba lo que parecían ser
unas bolas chinas de color rosa. Pedro observó que del ano de su mujer también
sobresalía parte de un consolador.
Poco a poco la sangre abandonaba las venas de Pedro. La
erección que había tenido al ver la foto de Florencia murió al instante cuando
se fijó en el otro protagonista de la imagen.
Sentado al sofá en el que Marta se apoyaba había un hombre
joven. La piel morena lanzaba destellos a causa del sudor de su cuerpo rasurado
y fibroso. Pedro nunca había visto tanto músculo junto. El joven acariciaba la
cabellera de su mujer mientras ésta miraba hacía atrás, hacia el objetivo de la
cámara. El enorme falo del chico, un miembro de grandes proporciones, estaba
siendo absorbido por la boca de su esposa. Ésta apretaba en una mano los
testículos del joven, dos enormes pelotas de carnes morenas rasuradas y muy
hermosas. Un chorrito de babas corría por la comisura de los labios de su
mujer. El morenazo le estaba agarrando uno de los pechos con una sonrisa
blanquísima dibujada en su cara angulosa de facciones cuadradas.
Pedro reconoció esa cara: era Alex, el encargado del
gimnasio al que Marta acudía de vez en cuando desde que él le dijo que se
estaba poniendo muy gorda. La sangre volvió a las venas de Pedro, esta vez de
furia, al abrir el siguiente mensaje.
En esta imagen aparecía un nuevo protagonista. Un chico de
piel negra le había sacado el consolador a su mujer del culo y lo había sustituido por
su miembro de ébano, un vástago de carne dura y aceitada del que le colgaban
dos testículos de toro. En esta fotografía Marta se había sacado la verga de la
boca para dedicarle a su marido doblemente cornudo una sonrisa de oreja a
oreja. La sonrisa estaba llena de esperma: Alex acababa de eyacular
copiosamente en la boca y en la cara de su esposa. Pedro intuía saber quién era
el chico negro: Boniface, el negrito simpático que vendía arte étnico cerca de
casa. En su oficina había un par de objetos comprados por su mujer.
Pedro no vio el resto de fotografías que iban llegando
porque arrojó el móvil con rabia contra el suelo destrozándolo. Lo pateó y
comenzó a saltar sobre los restos hecho una furia, maldiciendo a su esposa, a
Florencia y a todas las mujeres que alguna vez han pisado este mundo a lo largo
de la historia. En uno de los saltos perdió el equilibrio y cayó hacía atrás,
rompiéndose un brazo y tres dedos. No
pudo llamar a urgencias porque su móvil personal estaba roto y el “otro” en la
oficina. Mientras se retorcía de dolor se preguntaba quién sería el tercer
hombre, el que hizo las fotografías. La parte morbosa de su mente también se
preguntó si en algún momento los tres
estuvieron dentro de Marta al mismo tiempo.
(Continuará)