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domingo, 18 de abril de 2021

ESPERMA (19)

 19


VÍCTOR


Aquel lunes por la noche había pocas personas paseando por las calles y jardines de la urbanización. El verano ya acababa, pero por esas latitudes aún hacía muchísimo calor en las horas inmediatas a la puesta de sol y Víctor sentía el sudor recorriendo su espalda, grande y ancha como un armario ropero, hipermusculada y llena de bultos y protuberancias.

Tobías tiraba de la correa, como siempre. Era un chucho mal educado, pendenciero y poco amistoso con los extraños.

«Y también con los conocidos» —pensó Víctor recordando las veces que le había gruñido y mordisqueado.

Decidió abandonar las calles y se metió por uno de los parques que había alrededor, siguiendo un sendero de grava iluminado y rodeado de arbustos y plantas florales, con algunos árboles repartidos entre amplios espacios cubiertos de césped natural.

A Víctor le hubiera gustado ver las estrellas, pero la contaminación lumínica solo le permitía ver tres o cuatro de las más brillantes. Una vez intentó aficionar a Fabio, el hijo de su exmujer, a la astronomía, pero el chico pronto se aburrió de ir por ahí con unos prismáticos colgados y prefirió salir por las noches buscando otro tipo de estrellas.

Fabio, al igual que Tobías, fue una criatura mal educada, pendenciera y poco amistosa. Ya era así cuando conoció a Lucía, su ex, y aunque trató de guiarlo su madre tenía un extraño modo de ver las cosas con respecto a su hijo que le impidió acercarse a él.

Víctor dejó de pensar en el pasado al ver que el perro daba vueltas buscando un cagadero al lado de un parque infantil.

—No, feo, ahí no, hombre.

Tiró de la correa para apartarlo de allí, pues no quería que manchase esa zona, pero el pequeño bulldog francés se dejó caer en el suelo y Víctor no tuvo más remedio que arrastrarlo como si fuera un paquete hasta una zona más apartada.

Mientras el chucho hacía sus cosas Víctor pensó una vez más en la compresa manchada que encontró el perro el sábado anterior. Asociar esa gasa con la jovencita de aspecto angelical que conoció esa mañana le producía una excitación inmediata.

«Estas enfermo, Víctor. Estas cosas no las piensa la gente normal. La gente normal se busca una pareja y practica sexo, no va buscando bragas y soñando con compresas de chicas».

Pero no podía dejar de pensar en Carla. Solo la había visto una vez, pero cuanto más pensaba en ella, más quería pensar en ella, como un círculo vicioso.

«Te estas obsesionando y ya sabes lo que pasa con la gente que se obsesiona ¿no? Que se vuelve loca».

Víctor también recordó que había muchos poemas y canciones que hablaban de lo cerca que estaba la obsesión del amor.

No pudo evitar una carcajada en voz alta.

«Sí, claro. Amor, a mi edad».

—Vamos, Tobías… ¡Deja eso…! —Víctor se agachó y trató de quitarle un envoltorio de plástico que había mordido, pero el chucho le gruñó con fiereza y Víctor retiró la mano, decidido a conservar los dedos.

—Ojalá te atragantes, demonio.


CARLA


Tras salir de casa Carla echó a caminar sin rumbo fijo. El aire nocturno, limpio y cargado de olores florales provenientes de los jardines cercanos la animaron un poco, despejando su cabeza y trayéndole recuerdos de cuando subía al pueblo con sus padres. Allá en Luégana le gustaba salir a pasear de noche, caminando campo a través, con el firmamento como techo y el sonido de los grillos como banda sonora.

Echó un vistazo al teléfono y le envió un par de mensajes a Esteban, pero éste no le contestó. Buscó un banco solitario en un rincón del parque, en una zona a oscuras, con poca iluminación. Se sentó y recapacitó sobre su discusión con Magdalena.

Se sentía mal por haberle gritado y no haberla escuchado.

«¿En serio crees que están enamorados? —Se preguntó—. ¿Tu padre y ella?».

Papá no daba el tipo de viejo verde mirón que persigue faldas y espía chicas en las piscinas. Siempre fue muy recatado y se comportaba como un caballero. Cuando ella y Lena hacían topless su padre siempre buscaba una excusa y huía del lugar. Nunca le escuchó expresiones machistas o misóginas cuando ella estaba delante. Puede que se comportara de otra manera cuando se encontraba a solas con otros hombres, pero Carla lo dudaba.

«Siempre se ha comportado de forma muy correcta con las mujeres… Joder, si me parece increíble que haya aguantado el tipo tantos años con la pervertida de Lena detrás de él todo el santo día tirándole los tejos».

Lo que pasó en el estanque no fue un calentón; no fue el producto de un momentáneo ataque de lujuria. Fue la culminación de algo más grande y profundo gestado durante años, si no, su padre no se hubiera atrevido a… a… bueno, a hacer lo que hizo.

Carla buscó el contacto de su amiga en la agenda del smartphone.

«¿Qué habrá visto papá en ella para decidirse al fin a dar el salto?».

Lena era un poco fea, flacucha, sin tetas y muy pesada.

«Y divertida, buena, amable, inteligente, extrovertida, imaginativa, alocada…».

Carla frunció el ceño.

«¿Estás celosa, Carla?».

La chica acarició la pantalla del móvil, indecisa aún en llamar a su amiga. Quería disculparse con ella por haberle gritado, pero también quería (necesitaba), hablar sobre su relación con papá.

«Relación. Por Dios, escúchate. ¡Tu padre tiene una relación con Magdalena! Esto es de locos».

Una voz profunda y grave resonó cerca de ella, aproximándose.

—No creas que no sería capaz de pegar a un perro ciego, pequeño desagradecido. En serio. Sería capaz de aporrear esa fea cara que tienes si no fuera porque me da risa cada vez que la miro.

Carla miró hacia el sendero y vio que se acercaba una figura enorme y vagamente familiar arrastrada por un perrito. Cuando el hombre pasó cerca de uno de los focos que iluminaban el parque Carla reconoció las enormes y oscuras patillas de Víctor. El hombre iba vestido con una camiseta de tirantes que dejaban a la vista los grandes músculos dorsales y pectorales, con los terribles deltoides de los hombros sobresaliendo como montañas a ambos lados del poderoso cuello. El vientre era grande y abultado, pero no tenía aspecto de fofo o blando, si no tenso, duro. La chica se fijó en que Víctor en realidad no era tan gordo como ella creía, si no más bien robusto, con mucho exceso de grasa en la cintura, sí, pero muy, muy musculado.

Carla quedó mirando al hombre anonadada, sin poder reaccionar, viendo como caminaba hacia ella a grandes trancos, tratando de contener a esa pequeña fiera.

«No puede ser. ¿Qué hace este tío aquí?».

A pocos metros del banco Víctor la reconoció y se detuvo, tan sorprendido como la propia Carla.

Se miraron en un incómodo silencio durante unos segundos, ambos pensando en lo que hicieron y vieron en la ducha aquella mañana.

—Hola —dijo Víctor al cabo de un rato.

—Ah. —Intentó saludar Carla, con el corazón latiendo a mil por hora, asustada.

—Estoy sacando al perro —dijo Víctor como un idiota, nervioso.

—Ya. —La voz de Carla tembló—. Ya… ya veo.

Estaba muy asustada.

Víctor debió notar el azoramiento de la chica, pero creyó que se debía a la presencia de Tobías.

—Tranquila. Se llama Tobías. No muerde… mucho.

—¿Qué? —Carla seguía sentada en el banco, con el teléfono fuertemente aferrado contra las piernas cruzadas. 

Víctor señaló al perro.

—Éste. Se llama Tobías. No te hará nada… creo.

Carla miró al chucho y al dueño alternativamente.

«¿Dé donde ha salido? ¿De qué habla? ¿Qué hace aquí? ¿Me ha seguido, me ha espiado, me ha estado esperando? Como se acerque más me pongo a chillar».

Víctor pareció adivinarle el pensamiento.

—Somos vecinos. Vivo justo enfrente de vuestro bloque. ¿Tu madre no te dijo nada?

«¿Vecinos?».

Tobías tiró de la correa, olfateando el aire y oliendo a Carla. A Víctor le pilló desprevenido y se le escapó. El pequeño corrió hasta Carla y le olfateó las piernas. La chica dio un respingo y reculó hacia atrás un poco, pero luego extendió una mano con timidez para acariciarlo.

—¡No! —advirtió Víctor, corriendo hacia el chucho, hablando deprisa en voz alta, pero poco a poco la voz fue apagándose hasta morir en el aire—. ¡No lo toques, a Tobías no le gustan los extraños y no permite que nadie le toque y suele…

Tobías había saltado al regazo de Carla y le estaba lamiendo la cara, meneando el rabo.

—…suele morder a la gente que no conoce.

Carla intentó quitárselo de encima, pero enseguida comenzó a reír, pues la lengua del chucho le hacía cosquillas. Carla le acarició el cuello con ambas manos.

—¿Pero bueno, de dónde has salido tú, eh? —dijo Carla a Tobías, rascándole las orejas—. Qué perro más bueno y más bonito eres, madre mía.

—Por favor, no le digas esas cosas, que se las cree.

Carla miró de reojo a Víctor.

—¿Qué le pasa en los ojos?

—Tiene cataratas. Es viejo.

Víctor se acercó y agarró a Tobías, apartándolo con suavidad, rozando el cuerpo de Carla con las manos. A la chica le impresionó el aura de fuerza y energía contenida que desprendía esa mole de carne tan cerca de ella. La noche era calurosa y Víctor tenía una pátina de sudor cubriendo su cuerpo. El vello que cubría sus patillas y sus mejillas titilaba por la transpiración que había ahí atrapada y a Carla se le ocurrió una idea absurda:

«Si pasase la lengua por ahí, ¿sería como lamer los pelos mojados de un chocho?».

—Lo siento —dijo Víctor—, no suele ser así de cariñoso. Tobías, dí adiós a la señorita, que nos vamos a casa.

Tobías, maleducadamente, no dijo nada.

Carla miró el rostro del contratista y se percató de que era bastante atractivo, con una boca amplia, de labios gruesos y con un hoyuelo en la barbilla.

«Deja de fliparte, tía. ¡Que es un pervertido, por el amor de Dios! ¿Quién en su sano juicio se dedica a registrar la ropa sucia de otras personas para masturbarse, eh?».

Pero enseguida recordó que ella misma lo había hecho varias veces.

«¿Cuantas veces has registrado la ropa interior sucia de tu hermano, Carla? Por no hablar de la papelera».

Víctor dejó el perro en el suelo y miró a la chica. Se contemplaron durante un par de segundos y ambos pensaron lo mismo sin saberlo:

«He probado el sabor de su sexo» —pensó él. 

«Ha lamido mis flujos» —pensó ella.

De repente se dio cuenta de que ese hombre debía de saber que la ropa que usó para masturbarse era la suya. Se dio cuenta de que él estaba ahí delante, mirándola, sabiendo que lo que lamió y tocó había salido de su raja, que había salido del interior de su coño. El rubor subió como una llamarada por su cuerpo encendiendo su rostro, el estómago dio un vuelco y Carla se puso cachondísima en menos de dos segundos, sintiendo un pequeño mareo.

Víctor se removió nervioso, carraspeó y señaló a Tobías.

—Te… Tengo que acostar al niño —dijo tartamudeando mientras sonreía.

—Vale.

—Supongo que nos veremos mañana.

—Sí. Claro.

—Pues bien, nada. Nos vemos… —Dio un pequeño tirón a la correa y Tobías se puso en marcha—. Por favor, dile a tu madre que mañana me pasaré antes de las diez. Y que no tardaré mucho en acabar el trabajo.

—Bueno.

Víctor levantó la mano a modo de despedida y echó a andar unos pasos hasta que la voz de Carla le detuvo.

—¡Espera! —La chica se puso a su lado—. ¿Puedo ir contigo? Me da miedo regresar sola tan tarde por aquí.

Carla no mentía. Había remoloneado demasiado tiempo y se le había echado la hora encima. Además, los lunes apenas había nadie por el parque y era demasiado solitario.

Víctor sonrió.

—Claro. Pero no le llames bonito al perro, ¿vale? Lo confundes.

Carla rió y ambos echaron a caminar, siguiendo a Tobías, que tiraba de la correa constantemente.

Caminaron en silencio un par de minutos, excitados y nerviosos hasta que Carla, que no podía soportar ver a Tobías tirando de la correa, se la pidió a Víctor y con un par de gestos logró que el chucho se quedase detrás de ellos, obediente, con la correa floja. A Víctor le impresionó todo eso.

—¿Cómo lo has hecho? A mi nunca me hace caso.

Carla se encogió de hombros, pero en lugar de contestarle le hizo una pregunta.

—¿Hace mucho que vives por aquí? Es raro que no te haya visto antes. —La chica señaló su rostro—. Te hubiera reconocido enseguida con esa barba.

—No es una barba. —Víctor se hizo el ofendido y se acarició el vello facial de forma ostensible—. Me mudé hace unos meses. ¿Y vosotros, lleváis mucho viviendo aquí?

—Tres años. Mi padre es funcionario y le surgió la oportunidad de un ascenso en esta zona.

Víctor pensó en ello unos instantes.

—¿Fue duro? Ya sabes, ¿el cambio de ambiente, adaptarse a un nuevo entorno, dejar amigos…?

Carla dudó. No esperaba que ese fontanero gordo y pajillero acabase siendo su confidente nocturno.

«¿Pero por qué estoy hablando con este tío sobre mi vida?».

Carla corrigió a Tobías dando un leve tirón a la correa y miró al hombre.

—No, no fue duro realmente —dijo Carla contestando a la pregunta de Víctor—. No fuimos muy lejos. Además, no era la primera vez que nos mudábamos. —Carla movió la cabeza hacia Víctor de forma inquisitiva—. ¿Y tu familia? ¿A tus hijos les gusta este sitio?

EL hombre se rascó las peludas mejillas.

—No, no. No tengo familia —Víctor carraspeó—. Quiero decir que no tengo hijos. Hubo un hijastro, el hijo de mi exmujer. Pero ya no está. Ella tampoco. El perro es suyo, creo que me lo dejó para vengarse.

—Ah —dijo Carla sin saber qué decir, pues en su cabeza se agolpaban una serie de ideas y pensamientos cada vez más y más inquietantes.

«Vive solo, enfrente de mi casa, tiene los mismos fetiches que yo, ha olido mis bragas y se ha masturbado con ellas. ¡El muy cabrón sabe que eran mías y probablemente ahora mismo, AHORA MISMO, está pensando en eso!».

El silencio fue cubierto por el sonido de sus pisadas contra la grava y el constante sonido de los grillos a su alrededor.

—Me alegro de haberme mudado aquí —dijo Víctor por decir algo—. Me gusta este barrio, es tranquilo y hay muchas zonas verdes.

—Ya. A mi también me gusta, pero en cuanto pueda me iré. Quiero estudiar fuera.

—¿Algún sitio en especial?

—Centro Europa. Países bajos, Bélgica. Un sitio de esos con mucha historia.

—¿Eso estudiarás, historia?

—Sí. Del arte… o eso creo. No lo he decidido.

«¿Por qué hablo con él de estas cosas?».

—Yo estuve en Praga el año pasado —dijo Víctor—, allí hay mucha historia. Pero si buscas arte lo mejor sin duda es Italia: Florencia, Venecia, Bolonia… El Vaticano.

Carla lo miró con verdadera envidia, sorprendida.

—¿Has estado en esos sitios?

—Sí. Viajo un par de veces al año.

Víctor notó la perplejidad en la mirada de Carla y se encogió de hombros.

—Sé que no doy el tipo de hombre viajero y «culto» —Carla casi pudo escuchar las comillas—, pero desde siempre tuve curiosidad por salir allá afuera y ver mundo, pero con Lucía, a la que no le gustaba viajar, nunca podía hacerlo. Así que cuando me separé de ella me solté el pelo y le cogí el gusto a eso de hacer maletas. Se aprende un montón leyendo folletos turísticos en los aviones, ¿sabes?. Dentro de unos días iré a Bucarest, a visitar a un amigo. Es rumano y entrenábamos juntos en el gimnasio y no sé porqué te estoy aburriendo con todo esto —dijo tomando la correa de manos de Carla, pues ya habían llegado a su edificio.

—¿Lucía era tu mujer?

—Sí.

«¿Era guapa? ¿Cuándo os separasteis? ¿Por qué? ¿La echas de menos?». —Carla quería preguntarle todo eso, pero se quedó callada, mirando los brazos musculosos y cubiertos de pelos del fornido contratista.

—Siento que el perro te haya asustado antes —dijo el hombre con suavidad.

En realidad quien la había asustado había sido él, pero Carla no dijo nada. La chica se agachó para despedirse de Tobías con unas caricias y supo que Víctor le debía de estar mirando el escote y los muslos desde arriba.

—¡Vaya perro más obediente y más bonito! —Carla le hablaba a Tobías como si fuera un niño pequeño—. ¿A que sí? ¿A que sí?

El chucho meneó el rabo dos veces, indicando que sí, que era un perro la hostia de bueno y de obediente.

Cuando se incorporó ambos quedaron muy cerca el uno del otro, mirándose de frente, aunque ella tenía que levantar un poco la cabeza, pues Víctor era mucho más alto. La tensión sexual que vibraba entre ellos electrificaba los sentidos de ambos, provocando que los corazones de los dos latiesen muy deprisa, con el sudor recorriendo sus cuerpos, con las mejillas arreboladas y la respiración agitada.

«Es un viejo, Carla. Podría ser tu padre».

Era un hombre maduro, con las manos encallecidas por el duro trabajo, con arrugas de expresión en las comisuras de los labios y alrededor de unos ojos acaramelados que transmitían una mirada tranquila, serena; un hombre con la frente amplia, surcada por profundas arrugas transversales sobre unas cejas pobladas. La nariz era grande, enérgica. El cuello una columna llena de tendones y venas hinchadas. Los hombros dos colinas de granito y el pecho un barril de acero.

«No. No se parece en nada a mi padre».

—Hasta mañana Carla.

—Hasta mañana.

La chica quiso decir algo más, pero no supo qué y entró en su edificio en silencio. Cuando cerró el portal se quedó mirando afuera, a una calle tenuemente iluminada por las farolas de neón amarillo, viendo a Víctor alejarse, cruzando la calle y entrando en su bloque, con Tobías tirando de la correa de nuevo. Carla esperó unos minutos hasta que vio encenderse una luz en la quinta planta del edificio. Al poco rato avistó la silueta enorme e inconfundible de Víctor a contraluz en uno de los ventanales, averiguando así el piso donde él vivía.

Cuando entró a su casa su cabeza estaba llena de fantasías y de todo tipo de situaciones mórbidas, con el corazón desbocado, las fosas nasales dilatadas y los labios vaginales humedecidos e inflamados. Fue directamente a su habitación sin saludar a nadie y buscó la bolsa de plástico donde había escondido sus bragas meadas. Al abrir la bolsa el pestazo a coño y orines rancios la golpeó, excitándola aún más. Con manos temblorosas recortó un trozo de plástico y con un rotulador escribió en él: «PARA TI, VÍCTOR». Luego grapó el mensaje a las bragas y las colocó en el cesto de la ropa sucia que había en el baño, dentro de su bolsa personal.

«Estas loca, estas loca, estas loca…» —repetía una y otra vez una voz en su cabeza.

Regresó a su habitación y estaba a punto de masturbarse cuando su padre llamó a la puerta.

—Carla. Tenemos que hablar. Es importante.

«Venga ya…» —pensó irritada.

Se puso algo de ropa y fue al salón.

—¿Qué pasa? —A Carla le sorprendió que su madre no estuviese allí. Entonces recordó la discusión—. ¿Y mamá? —preguntó con un deje de inquietud.

—De eso quería hablarte.


ROSA


Los faros de xenón iluminaban la carretera mientras Rosa conducía en su pequeño Volkswagen hacia Luégana, pensando en Esteban y en Carla, sobre todo en ella, pues se sentía fatal por haber salido de casa sin decirle nada, como una delincuente que huía de noche, alejándose del lugar del crimen a escondidas.

«Mañana, Rosa. Mañana regresarás y hablarás con ella, y le darás tu versión de lo sucedido. Hablaréis y ella tendrá que comprender y aceptar vuestra decisión, o no, pero eso es lo de menos. Mañana, Rosa. Mañana».

Pero no hoy, no ahora. Ahora necesitaba salir de aquella casa, necesitaba consuelo, apoyo, comprensión, amor, ternura, cariño.

Necesitaba a Mariola.


CONTINURÁ...

Esperma 20

(c)2021 Kain Orange

ESPERMA (18)

18


CARLA


Carla pasó la tarde del lunes con un par de amigas en el centro, tomando café, cervezas, fumando marihuana y hablando sobre estudios, ropa, tatuajes, chicos. No quería pensar en todo lo que había pasado en los últimos tres días, especialmente lo sucedido aquella mañana con ese fontanero y la discusión con Magdalena, aunque su corazón se aceleraba cada vez que pensaba en sus sucias braguitas, escondidas en una bolsa de plástico bajo su cama. Llegó tarde a casa, siendo noche cerrada, encontrándose con que su madre acababa de llegar del trabajo.

Rosa estaba un poco taciturna, muy callada. Algo le debía de preocupar y a Carla le daba mucha lástima.

«Pobrecilla. Cuando sepa lo de papá y Magdalena…» —pensó mientras le ayudaba a preparar algo para la cena.

De repente se le ocurrió que a lo mejor era eso lo que le pasaba, que quizás había descubierto lo de su padre y Lena. Carla la miró atentamente mientras su madre trajinaba por la cocina, ajena a la mirada inquisitiva de su hija.

«No. No lo creo. Ella no es de las que se callan; si supiera algo habría montado una escena y a mi padre le hubieran faltado pies para salir corriendo. Es otra cosa».

Carla contempló el cuerpo obeso y bajito de su madre, con esa maravillosa melena de rizos negros cayendo sobre la espalda ancha, fuerte, cargada de problemas y preocupaciones y sintió una súbita oleada de amor y ternura hacía ella.

«No merece lo que le están haciendo —pensó con el ceño fruncido—. No es justo».

—Estás muy callada mamá. ¿A ido bien el día?

Rosa se encogió de hombros.

—Estoy bien, pero han sido muchas horas, cariño. Hoy he doblado el turno.

—Ya —dijo Carla colocando tres cubiertos sobre la mesa—. No has venido a comer al mediodía.

—Comí en el trabajo —mintió Rosa, que llevaba todo el día sin probar bocado con el estómago hecho un manojo de nervios pensando en Mariola.

La madre retiró el pescado hervido y comenzó colocarlo en una bandeja, mirando de reojo el reloj de la cocina.

—¿Sabes algo de tu padre? ¿Te ha dicho a que hora vendría esta noche?

Gabriel llevaba varias semanas llegando tarde con una excusa sobre algo relacionado con un cambio de normativas y leyes que afectaban a su departamento en el Registro Civil, pero Carla suponía que en realidad pasaba las tardes con su amiga Magdalena.

«A saber las cosas que hará con la pervertida esa» —pensó con una punzada de celos.

En ese momento oyeron que se abría la puerta principal. Gabriel asomó su calva rapada por la puerta de la cocina. A Carla se le hacía raro ver a su padre con ese nuevo estilo, acostumbrada a verlo siempre con aquél ridículo flequillo tan gracioso. Se había rapado la cabeza un par de semanas atrás y lo cierto era que le sentaba muy bien, haciéndole parecer más joven. También había perdido peso. No había que ser muy lista para adivinar a qué se debían tantos cambios.

—Hola —saludó Gabriel mientras olfateaba el aire—. Huele bien, ¿pescado?

Carla se fijó en que no le dio a su madre los dos besos de costumbre.

—Lubina. —Fue la escueta respuesta de Rosa.

—Hola Carla. —Gabriel le dio un beso en la mejilla.

—Hey —dijo ella a modo de saludo, colocando vasos y refrescos sobre la mesa.

Gabriel se quedó de pie, observándolas en silencio, sin saber muy bien qué decir. Los tres estaban perdidos en sus pensamientos y una extraña atmósfera de soledad compartida flotó en el ambiente.

—Voy a lavarme —dijo su padre al cabo de un rato, saliendo de la cocina.

Carla lo siguió con la mirada y pensó en Magdalena y en la discusión que habían tenido esa mañana, preguntándose por enésima vez si tenía algún derecho a enojarse con ella y con su padre.

«No puedes culparlos por gozar de sus cuerpos cuando tú misma disfrutaste viéndolos».

Algo le decía que ahí debajo había connotaciones filosóficas más profundas de lo que ella estaba dispuesta a reconocer: ¿quién es más culpable, el infractor o el beneficiario de la infracción, que la permite con su inacción?. De todas maneras decidió que si alguien debía de hablar con su madre debía de ser papá.

«¿Por qué no hablas tú con él? Quizás podrías convencerlo para que deje de ver a Magdalena o para que confiese su infidelidad».

Carla rechazó esa absurda idea con un temblor de hombros y se sentó a la mesa.

—Oye Carla —Rosa se dirigió a su hija mientras repartía el pescado—, ¿mañana por la mañana podrías quedarte en casa otra vez? Le he dicho al contratista que venga a colocar la puerta.

Carla pensó en las bragas sucias que había guardado en su habitación, reservadas para Víctor. Aún así, no estaba segura de querer volver a encontrarse a solas con ese tío.

«Una cosa son las fantasías en medio de un ataque de lujuria y otra muy distinta incitar a ese pervertido a que me viole».

—Pero, ¿de verdad vas dejar que arregle la ducha? —protestó Carla—. ¿¡Pero si no lo conocéis?!

La voz de su madre sonó cansada.

—Me lo recomendó una amiga y nos va a hacer un buen precio. Además, tú lo has conocido ya, ¿no?

—Sí. —Aceptó dubitativa.

—¿Qué te ha parecido?

«Me ha parecido que es un pervertido peligroso con pinta de haber salido de una película carcelaria».

—Pues… pues es… es… 

Carla sentía la obligación de advertir a su madre sobre ese tío, un hombre que se masturbaba oliendo bragas en casas ajenas, pero al mismo tiempo deseaba volver a verlo. Quería ver su reacción a esas bragas tan sucias que había preparado esa tarde.

—…Es un poco raro, mamá.

—¿Raro?

—Sí… tiene. Tiene unas patillas muy grandes.

—¿Qué?

«Pareces idiota, Carla. Déjalo. Decide de una vez si se lo cuentas a tu madre o no».

—Nada, má. No me hagas caso. —Negó con la cabeza mientras masticaba—. Está bien, mañana le esperaré.

Gabriel entró a la cocina y se sentó a la mesa.

—¿De qué habláis?

—Mamá a contratado a un tío para que arregle el baño pequeño.

Gabriel frunció el ceño.

—¿Ah, sí? No sabía nada.

—Para no variar —dijo Rosa sentándose también y sirviéndose una minúscula cantidad de ensalada.

—¿Cómo?

—Digo que últimamente no quieres saber nada de lo que pasa en esta casa.

Carla miró a su madre y en seguida vio que una tormenta se avecinaba. Gabriel también la vio venir y suspiró con fuerza, levantando las manos en señal de paz.

—Rosa, ha sido un día muy largo. ¿Podrías esperar a que terminemos de cenar? Después hablaremos todo lo que quieras.

—Para mí también ha sido un día muy largo, pero claro, eso tampoco lo sabes.

Gabriel se resignó.

—Rosa, yo no tengo la culpa de que los nuevos proyectos me exijan tanto tiempo. Es mi trabajo, ya lo…

—Oh, sí, por supuesto que es por tu trabajo —Rosa le interrumpió apuñalando una lechuga con el tenedor—. Siempre ha sido por tu trabajo. ¡Todo en esta casa ha girado en torno a TU trabajo! Los horarios de las comidas, el colegio de los niños, la casa donde vivimos… ¿Cuántas veces nos hemos mudado por tu trabajo, Gaby?

Gabriel miraba alternativamente a su mujer y a su hija, buscando apoyo en ésta última, tratando de entender qué narices le había picado a Rosa esa noche. Pero Carla estaba tan sorprendida como su padre y así se lo hizo saber, alzando las cejas y negando con la cabeza, como diciendo «Hey, a mí no me mires, no sé nada».

—Dos veces, Rosa —dijo Gabriel atacando el pescado—. Nos hemos mudado dos veces por mi trabajo. Y no sé a qué viene ahora todo esto.

—No, ya sé que no lo sabes. No sabes nada. Nunca sabes nada —Rosa dejó los cubiertos sobre la ensalada, prácticamente intacta—. Ese es el problema, que ya no quieres saber nada, ni de mí, ni de tus hijos ni de tu casa.

Gabriel miró fijamente a su mujer.

—¿En serio quieres tener esta discusión ahora, Rosa? ¿Aquí, delante de nuestra hija?

—Hey, si es por mí me voy ahora mismo, ¿vale? —Carla se levantó de la silla.

—No seas tonta, Carla. —Gabriel le tomó la muñeca, pero ella se zafó.

—No papá, creo que será mejor que me vaya al salón. Me parece que tenéis mucho de qué hablar —Carla se inclinó sobre su padre y le miró a los ojos—. Pero mucho.

Luego agarró su plato y salió de la cocina, cerrando la puerta tras ella.

Trató de comer en el salón, pero a los pocos minutos comenzaron los gritos, algo muy raro en sus padres, pues sus discusiones siempre habían sido muy civilizadas y rara vez llegaban a levantar la voz. Carla quería volver a la cocina y ponerse del lado de su madre. Quería echarle en cara a su viejo todo el asunto de su infidelidad, pero le daba mucho apuro su madre.

«Ella quiere muchísimo a Magdalena. ¿Cómo le sentaría saber que papá le pone los cuernos con ella? Joder, vaya mierda».

Carla tiró los cubiertos contra el plato, más enojada consigo misma que otra cosa, pues ella tenía parte de culpabilidad en todo ese asunto. ¿Qué diría su madre al enterarse que ella lo sabía todo desde hace semanas?

«¿Y Esteban? ¿Qué diría mamá si se enterase de que su hijo homosexual graba películas porno y que yo le chupé la polla?».

De repente se le quitó el apetito y sintió que hacía demasiado calor en aquella casa, así que salió a despejarse, huyendo del ruido.


GABRIEL Y ROSA


—¿Ves lo que has conseguido? —dijo Gabriel señalando la puerta de la cocina.

—No metas a la niña en esto. Ya es mayor y sabe muy bien lo que hace, pero claro, ¿qué sabrás tú de ella?

—¿Qué narices te pasa, Rosa? ¿A qué viene…? —Gabriel hizo un gesto con los brazos abarcando toda la estancia— ¿A qué viene todo esto?

—No Gabriel. —Rosa señaló con un dedo la cabeza rapada de su marido—. ¿A qué viene todo eso? ¿A qué viene el corte de pelo, la dieta, los perfumes, llegar tarde por las noches…?

Gabriel puso los ojos en blanco y sonrió mientras negaba con la cabeza como diciendo «Oh, venga ya». A Rosa le enojó ver ese gesto.

—¡No me tomes por idiota, Gabriel! Veinticinco años, Gaby, veinticinco años juntos. ¿Crees que no sé lo que pasa? ¡¿Tan estúpida me crees?!

—Rosa, por favor, no…

—¡NO! —Rosa se incorporó y se apoyó en la mesa, en un gesto calcado al que hizo su hija unas horas atrás discutiendo con Magdalena.

—¡No, Gabriel! No lo niegues, no te inventes más excusas y deja de tomarme por una idiota, por una… una imbécil… una… —Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas a pesar de sus esfuerzos por contenerlas—. No me tomes por una maruja gorda y estúpida a la que puedes engañar de la forma en que te de la gana porque…

—Rosa, por favor, no digas eso, no…

—¡A la que puedes engañar! —Rosa alzó la voz para impedir que la interrumpiese, golpeando de nuevo la mesa con los ojos llenos de lágrimas—. A la que puedes engañar porque crees que ya no me importa nada… Que ya todo me da igual porque… Porque ya no tengo vida, porque ya no tengo… sueños.

Rosa se dejó caer sobre la silla. Gabriel la miró consternado, confundido y avergonzado, pues sabía que había verdad en sus palabras. Rosa continuó hablando mientras se apartaba las lágrimas con un gesto furioso.

—Piensas que me puedes engañar porque crees que no diré nada, que me haré la ciega y la sorda porque soy una pobre gorda, vieja y aburrida que ya no tiene nada que ofrecer en esta vida…

—Tú no eres así, Rosa.

La mujer sonrió sin pizca de humor.

—¿Ah, no? Dime Gabriel —susurró entre sollozos— ¿Qué ves cuando me miras, eh?

Gabriel estuvo a punto de cometer el error de ser un cobarde condescendiente con ella y mentirle, pero entonces recordó a la chica rebelde y pizpireta que conoció hace veinticinco años. Un terremoto de energía vigorosa, una criatura de una vitalidad salvaje que contrastaba con la personalidad apacible y serena de Gabriel.

—Veo a la madre de mis hijos. Veo a la que una vez fue la mujer de la que me enamoré, y aunque a veces trato de encontrar a esa mujer, hace tiempo que no la veo.

Gabriel cerró los ojos y suspiró con fuerza.

—Veo a alguien… —El hombre se quitó las gafas y se pasó el dorso de la mano por los ojos—. Veo a alguien a quien no he sabido hacer feliz.

Rosa asintió levemente con la cabeza, llorando.

—¿Me respetas, Gabriel?

—Sí, Rosa —dijo inmediatamente, pero luego se arrepintió, pues supo que mentía y, lo peor de todo, que Rosa sabía que él mentía.

—¿En serio me respetas, Gaby? ¿Y por qué no te atreves a decirme que tienes una amante?

El marido abrió la boca para negarlo, pero luego la cerró sin decir nada.

—No me molesta que tengas una amante, Gaby. En serio. Me alegro por ti. Pero me jode… Me jode hasta un nivel que no puedes llegar a imaginar el hecho de que no tengas el valor de decírmelo, de llegar tarde, arreglarte como si fueras un chaval de veinte años que va a salir de fiesta y pretender que yo no me voy a dar cuenta de nada.

El rubor encendió el rostro de Gabriel y no supo que decir, pues ella siempre supo ver en su interior mejor que él mismo.

—Tan solo… Solo ha sido… 

—No, Gabriel —interrumpió ella haciendo un ademán con el brazo—. Te conozco, Gaby, y sé que lo que tienes con esa otra persona no es algo… esporádico. No es un rollete. No es una puta o alguien con la que encamarse de vez en cuando, ¿verdad?

Gabriel miró a su mujer, pero no dijo nada.

—Estas enamorado de ella, ¿no es así?

Gabriel encontró el valor para mirar a su mujer a los ojos y asentir con la cabeza.

—¿Es Magdalena?

El marido cerró los párpados, pues esta vez no se atrevía a mirarle a los ojos.

—Sí —susurró.

Rosa podría haber sido muy cruel en esos momentos. Podría restregarle la diferencia de edad y la amistad que tenían desde la infancia Carla y Lena. Podría avergonzarlo, ridiculizarlo y arrastrarlo por el fango. Pero seguía siendo su marido y el padre de sus hijos.

«Quizás por eso mismo deberías hacerlo» —pensó su otro «yo», la Rosi rebelde de su adolescencia.

Pero Rosa hizo caso omiso a esa voz, pues en cierta medida la confesión de Gabriel era una liberación para ella (y también para él). Además, Rosa, al igual que Carla, también se sentía culpable, pues ella tampoco era ciega y desde hacía años se había percatado de la atracción que sentía la pequeña Magdalena hacia Gabriel. ¿Por qué no hizo nada? ¿Por qué permitió que esa atracción creciera con el paso del tiempo?

«Al principio porque me alegraba por él. Porque veía que él se sentía halagado, que se sentía especial. Luego porque era como una prueba constante de su fidelidad hacia mi, pues veía cómo Gabriel resistía la tentación de caer en los brazos de esa chiquilla».

«Y porque te excitaba ese juego, Rosi. —La mujer frunció el ceño, sorprendida por ese pensamiento—. Dejaste que Magdalena jugase con Gabriel porque te gustaba ver ese juego de seducción tan infantil… y peligroso».

Sea como fuese, el sentimiento de culpabilidad estaba ahí, fuera o no pertinente, y eso ablandó un poco las cosas.

La voz de Gabriel la sacó de su ensimismamiento.

—¿A donde vamos a partir de ahora, Rosa? —preguntó sabiendo la respuesta.

Ella se encogió de hombros.

—Hace tiempo que deberíamos haber tomado este camino, Gaby. Tú lo sabes.

—Pensé que una vez que los chicos fueran mayores, cuando ya no estuvieran aquí y nosotros tuviéramos más tiempo… no sé. Que todo volvería a ser como antes.

Rosa negó con la cabeza.

—¿Como antes? ¿Antes de qué? ¿De parir a Esteban? No Gabriel, nada volverá a ser como antes. Nunca hubo un «antes». Esto es lo que tenemos.

Gabriel se pasó una mano por la cabeza rapada, mesándose el cuero cabelludo mientras se quitaba las gafas y se pasaba el dorso de la mano por los ojos.

—Lo siento Rosa. Lo siento tanto… Pero… —La voz se le quebró y no pudo seguir hasta que se calmó un poco.

—Soy feliz con ella, Rosa. Sé cómo suena, sé lo que parece: un viejo verde encoñado con una cría, lo sé, pero no es así, en serio.

Gabriel se pasó de nuevo la mano por la frente. Rosa vio que temblaba.

—Es… Es un asco, Rosa, y sé que te estoy haciendo daño con lo que te estoy diciendo, pero es la verdad, Rosa. Tienes razón: no es sexo. No es sexo, Rosa. Soy feliz con ella. La quiero.

Era cierto. Dolía.

—Lo entiendo, Gaby. Lo entiendo.

Rosa pensó en su marido, enamorado de una chiquilla de la edad de su hija. Luego pensó en ella misma, enamorada de una mujer a la que no veía desde hacía treinta años, cuando era adolescente.

—Lo entiendo, Gabriel —repitió, pensando en la tarjeta que le dio Mariola.

—¿Qué hacemos Rosa?

La mujer se pasó las manos por la cara, apartando lágrimas y sudor.

—Creo que deberías hablar con tus hijos, Gabriel, que les digas la verdad. Me gustaría que al menos tuvieras el valor de hacer eso para que no me culpen a mi de… Bueno, de lo que vamos a hacer.

«¿Por qué nos cuesta tanto trabajo decir las cosas por su nombre: ¡divorcio, separación, ruptura, joder, dilo!».

Gabriel asintió con la cabeza.

—Me parece justo.

Ambos guardaron silencio, pero no fue incómodo. Rosa se levantó y comenzó a recoger la mesa, con la comida fría e intacta.

—Cuando te dije que no sabías nada de lo que pasa en esta casa no era retórica, Gabriel. Esteban se licencia este curso y no creo que se quede por aquí, siempre fue muy independiente. Se irá, Gabriel. Nuestro pequeño saldrá del nido dentro de nada. Carla… A Carla se le caen las paredes encima, como a mí, Gaby. Últimamente siempre está enfadada, confusa. Algo le pasó hace meses, cuando dejó a Miguel, y desde entonces ella es… —Rosa se volvió para mirar a su marido—. Es como un animal enjaulado, siempre tenso, alerta, listo para saltar y huir a la primera oportunidad.

—¿Eso es lo que va a ser para ella todo esto? ¿Una oportunidad?

Rosa asintió.

—Sí, Gabriel. Para todos.

—¿Oportunidad para qué?

Rosa volvió a pensar en la tarjeta: «María Ola. Novelist & Writer». El corazón latió muy deprisa dentro de su pecho.

—Oportunidad para vivir.


CONTINUARÁ...

Esperma 19

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