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domingo, 16 de mayo de 2021

ESPERMA (27)

27.


ROSA


Recuperó la consciencia poco antes del amanecer, con la pastosa boca oliendo a cloaca y la vejiga a punto de reventar. Milagrosamente la cabeza no le dolía demasiado y pudo levantarse de la cama de invitados del cortijo con un ligero mareo. Se movió a oscuras, tanteando el aire con los dedos flotando frente a ella como fantasmales gusanos. Tropezó con la puerta del baño y soltó una palabrota. Accionó el interruptor de la luz, pero la bombilla no se encendió.

Resignada caminó a oscuras hasta la taza y cuando se quitó la bata tardó un rato en percatarse de que debajo no llevaba bragas. Ni sujetador. Estaba como Dios la trajo al mundo y eso la inquietó un poco, porque no recordaba absolutamente nada de lo sucedido en las últimas horas. Se reclinó en la taza y soltó un chorro larguísimo. Se miró y vio que el pis era oscuro y maloliente. Se limpió el conejo y un breve destello fugaz pasó por su cabeza en forma de recuerdo, pero no consiguió atraparlo.

Era algo sexual relacionado con su sexo. Algo íntimo y erótico, pero sin imágenes. Era el recuerdo de una sensación reciente. Rosa agitó la cabeza y regresó a la cama, somnolienta.

En el colchón había otra persona durmiendo.

Era una mujer y estaba totalmente desnuda excepto por una sencillas braguitas de encaje blanco. Poco a poco el estupor y la sorpresa dio paso al reconocimiento y la incredulidad.

«¿¡Mariola?!».

El recuerdo llegó a trompicones, como retazos sueltos de un tráiler cinematográfico incompleto: la piscina y la ayuda de Carla mientras vomitaba y la acompañaba a la vivienda; el recuerdo de una oscuridad y de un sueño extraño, excitante, prohibido y muy turbador relacionado con su hija.

Después el despertar y la llegada de Mariola a la puerta del cortijo: el abrazo, los besos, las caricias. De nuevo la oscuridad y la imagen de sí misma conducida a través de la casa cogida de la mano de Mariola hasta el baño de la habitación de invitados.

Un rubor floreció en su cara al recordar los vómitos en el pequeño aseo, bilis y saliva sobre las baldosas, con su amiga Mariola sujetándole la cabeza. Después de eso no recordó nada más.

El corazón latió deprisa en el pecho de la mujer al acercarse lentamente a la cama, mirando la estilizada figura que allí reposaba. Mariola dormitaba con el dorso de una mano pegada a su mejilla, como una niña. El cabello rubio, largo y sedoso, se abría alrededor de su cabeza como un halo de rayos solares, atrapando en la oscuridad del dormitorio los escasos reflejos que llegaban del exterior.

La ventana abierta traía el sonido del campo momentos antes del amanecer, así como las fragancias de la sierra de Luégana, fresca, límpida y orgánica.

Rosa se sentó en la cama, dejando que su obesa desnudez se hundiera en el colchón. El somier chirrió como un cerdo en el día de su matanza. Extendió una mano y acarició el rostro de su amiga, pues necesitaba saber que estaba allí de verdad, que era real, que no era una alucinación.

Sus dedos confirmaron la solidez de esa carne, la suavidad de esa piel y la calidez de ese cuerpo. Rosa no quería llorar, pero sintió el picor en los ojos y la vista se nubló debido a la humedad. Se tumbó junto a ella y la cama volvió a hundirse bajo su peso. Su cabeza estaba llena de preguntas e interrogantes, pero apartó su curiosidad a un lado y prefirió aprovechar la dormida presencia de Mariola, disfrutando de la visión y el contacto de ese maravilloso cuerpo.

Rosa apretó su obesidad contra la durmiente, percibiendo el calor corporal que emitía, colocando con suavidad uno de sus enormes muslos llenos de carne y celulitis sobre la delgada pierna de Mariola. Su mano recorrió la cintura y el vientre de su amiga, buscando el nacimiento de las piernas, bajando lentamente por los muslos tersos y sedosos, un poco tostados. 

Las braguitas eran blancas y el triángulo del pubis se adivinaba entre los encajes de la prenda; Rosa lo acarició con cuidado.

Estaba caliente.

Mariola despertó y la mano que había estado apoyada en la mejilla se movió despacio hasta tocar el rostro de Rosa. Los párpados se abrieron y ambas mujeres se miraron a los ojos largo rato en silencio.

—Estás aquí —dijo al fin Rosa sin dejar de acariciar la entrepierna de su amiga.

—Sí.

Rosa hizo la pregunta que le atormentaba desde hacía horas.

—¿Por qué?

Mariola supo que en esas dos palabras había mucho más: no le estaba preguntando solamente por qué estaba allí en esos momentos. Antes de hablar pensó detenidamente las palabras que iba a decir, disfrutando de las caricias que los dedos de Rosa le proporcionaba allí abajo. Su voz llenó la quietud del dormitorio con su tono pausado y grave:

—La otra noche no solo volví a hacer el amor contigo. No fue sólo sexo. La otra noche encontré algo que había perdido mucho tiempo atrás, Rosa, y no me refiero a tu amistad o a tu compañía. Tampoco a nuestros recuerdos compartidos, que nunca he perdido.

«Lo sé, amor mío. Lo sé» —pensó Rosa, aunque no dijo nada, dejando que la voz grave y sensual de su amiga continuase acariciando su rostro.

—Encontré que en la complicidad de tu mirada y de tus gestos se encontraba la comprensión mutua de nuestros deseos sin tapujos, de la libertad de no sentir vergüenza por ser lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos llegar a ser. O por lo que hacemos —Mariola sonrió pensando en la mano que la estaba tocando en esos momentos—. Encontré la seguridad de que podría compartir contigo cualquier detalle de mi vida, por muy nimio y trivial que pudiera ser, y que tú lo aceptarías con júbilo, agradecida por ser partícipe de ello. Encontré la reciprocidad en un espíritu afín, sin miedo, sin condescendencia. Volví a encontrar la pureza de un amor real, Rosa, verdadero…

Hizo una pausa, puesto que las caricias de su amiga le habían enervado y un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando los dedos apretaron alrededor de la vulva.

—Ayer conocí a tu hija, a Carla, y nos vio juntas.

Rosa se detuvo, abrió mucho los ojos y dejó de respirar unos segundos, azorada. Mariola vio su preocupación en el rostro y la acarició para tranquilizarla.

—Está bien, no pasa nada: ella también vio lo que había entre nosotras y lo entendió, cielo —Mariola la besó con dulzura—. Entendió que entre nosotras había un vínculo que iba más allá de la pasión de la carne. Estaba confusa, pero al final lo vio.

—Desde hace un tiempo está confusa, pero es inteligente, como su padre.

—Como su madre —rectificó Mariola bajando la mano por la mandíbula de Rosa, acariciando la papada que se le había formado bajo la barbilla, recorriendo el robusto cuello y buscando el nacimiento de sus senos.

La luz del amanecer estalló en la ventana y el cabello rubio de Mariola se incendió, deslumbrando a Rosa con destellos ambarinos y ocres. La claridad entró en el cuarto y Mariola se excitó al ver la piel lustrosa de los pechos de su amiga, con unas ligeras estrías en el nacimiento de las mamas, con las venas azules surcando la epidermis en un mapa de carreteras lleno de diminutas imperfecciones: granitos enrojecidos, lunares, manchas, algún pelito negro cerca de las areolas…

Era una piel madura, suave, caliente, viva. Diminutas gotas de transpiración despuntaban por los poros de esa piel y Mariola las lamió, saboreando el pecho de su amante, deslizando sus labios por la curvatura del seno para buscar la oscura areola. La voz de Rosa rompió la magia del momento con sus palabras:

—Tengo hambre.

Mariola se rió con uno de los pezones metido en la boca, manchando la teta de saliva. Rosa también rió y sus melones temblaron y se agitaron como un flan.

—Ayer no comí nada, Mariola. Lo siento pero me muero, te lo juro.

Mariola se desperezó estirando los brazos sin dejar de sonreír.

—Vale, yo también tengo que hacer un pipí —dijo usando una expresión que no utilizaba desde que era una niña.

Ambas se levantaron y Rosa se sintió un poco cohibida por mostrar toda su desnudez a la luz del día ante Mariola, así que atrapó una de las sabanas de la cama para taparse las lorzas y los michelines que le colgaban por las caderas. Su amiga se percató del gesto y le quitó la prenda con suavidad.

—No te tapes. Quiero verte.

Rosa dejó que le quitase la sábana y se sonrojó. Mariola se enamoró de esas mejillas coloradas, enmarcadas por los abundantes rizos negros que caían en una maraña sedosa sobre los hombros hasta el nacimiento de los pechos. El corazón de ambas mujeres latieron con fuerza al unísono, acelerados, puesto que Rosa vio el deseo en la mirada de su amiga, ya que ésta sentía muchas ganas de poseer ese enorme cuerpo lleno de carnes sebosas y gruesos michelines, y la vergüenza que Rosa sentía por su opulento físico excitaba a Mariola, puesto que era un signo de su falta de auto confianza, una muestra de debilidad que despertaba el lado más dominante y posesivo de la rubia.

—Odio mi cuerpo —confesó Rosa, algo que jamás hubiera soñado decir en voz alta a nadie—. Soy una cobarde, Mariola. Hace años dejé de amar a Gabriel y creo que dejé de cuidarme con la esperanza de que Gabriel también odiase mi cuerpo, para que fuese él quien diera el primer paso para separarnos, para que él cargase con la culpa de romper nuestra familia.

Se tocó la gorda barriga y sonrió sin humor.

—¿No crees que es de locos? 

Mariola le atrapó el vientre con ambas manos, hundiendo los dedos en las adiposas capas de grasa, amasando toda esa carne con dulzura. El contacto despertó la libido de Rosa y su coño se mojó.

—Puedes cambiar, si lo deseas —le dijo Mariola en voz baja—. Puedo ayudarte. Pero si no, no tienes nada que temer: jamás te odiaré. Ya no. Nunca más.

Rosa no supo qué contestar, pero asintió con la cabeza en silencio. Mariola le dio un piquito en los labios y le agarró la mano, tirando de ella hacia el cuarto de baño.

—Ven, Rosi. Hagamos pipí juntas, ya sabes: «la almeja española nunca mea sola».

La morena se rió a carcajadas, recordando la vieja rima que usaban cuando salían a jugar al monte y les entraban ganas de orinar al aire libre. Siguió a la delgada rubia, admirando como vibraban las carnosas nalgas de su amiga dentro de las bragas.

En el breve trayecto hasta el baño principal de la vivienda —más grande que el de invitados— recordó las veces que se dijeron aquella rima, una excusa en clave para hacerse cunnilingus mutuamente. Solían orinar una frente a la otra y a veces tenían que esperar varios minutos a que a una de ellas le llegase el pis, acuclilladas, mirándose el pubis, con las piernas abiertas y los peluditos chochitos húmedos y expectantes al aire, sintiendo la brisa de la sierra enfriando la humedad de sus labios internos, con las braguitas enrolladas en los tobillos.

Al terminar de hacer pipí usaban la misma excusa morbosa de siempre: no tenían nada para limpiarse, así que tenían que recurrir a la ayuda mutua para hacerlo, limpiándose los pelos del coño con la lengua, turnándose. 

Antes de entrar al baño la humedad ya corría por la parte interna de sus celulíticos muslos. No pudo evitar fijarse en que las braguitas de Mariola también brillaban por los bordes de las ingles.

Cuando entraron al baño Mariola miró a los ojos de su obesa amiga mientras se quitaba las bragas, sonriendo con satisfacción al ver como Rosa desviaba los ojos hacia abajo para mirarle el coño. La rubia se sentó en la taza con los muslos abiertos, carnosos y torneados, perfectos. Tenía los pelos del coño del color del trigo, ligeramente tostados. Tenía la vulva limpia de vellos, pero el monte de Venus era un felpudo recortado de aspecto sedoso y mullido.

Sus exigüos pechos parecían los pectorales de un chaval de trece años: planos hasta casi parecer inexistentes, pero sus erectos pezones despuntaban rabiosos desde las pequeñas areolas, rojas como el vino, pidiendo ser acariciados.

Al abrirse tanto las piernas se la había abierto la raja, mostrando el arrugado interior lleno de carnes rojizas y labios hinchados, tan inflamados que se le habían oscurecido hasta amoratarse, llenos de sangre caliente. Mariola puso una mano sobre su pubis, tirando hacia arriba para que la funda de la pipa se levantase: el precioso granito asomó tieso y rojo. Con la otra mano agarró la muñeca de Rosa y la atrajo hacía ella.

—Ven, cielo. ¿Recuerdas lo que hacíamos en la vieja hacienda de los Bueno?

Rosa asintió cachonda sin poder apartar la vista de esa hendidura carnosa, recordando las calurosas sobremesas escondidas en la abandonada hacienda, meando juntas y comiéndose los peludos coñitos encharcados de pis.

—Verás, Rosi. Hubo algo que siempre quise hacer y no me atreví a pedirte.

—Eso es raro —dijo riendo nerviosa, recordando lo atrevida que era Mariola en aquella época.

—Me daba miedo que pensaras mal de mí, tesoro.

Rosa sostuvo la intensa mirada de su amante durante varios segundos en silencio, percibiendo en esa mirada el deseo inconfesable de Mariola. Sin decirse una sola palabra la madura mujer supo qué era aquello que siempre deseó hacer su compañera, así que se arrodilló ante ella, acercando la cara a ese preciosísimo sexo con los ojos cerrados, esperando a que Mariola relajase el esfínter y vaciase su vejiga en su rostro.

Mariola jadeó con fuerza al ver que su amiga había adivinado la fantasía que siempre tuvo desde que era una adolescente recién salida de la pubertad. El rubor subió por su cara y el diminuto agujero de la uretra escupió el líquido ambarino, bañando las mejillas, la nariz y los labios de Rosa.

No era la primera vez que recibía orina en la cara, puesto que Gabriel, aficionado a usar sus pechos para masturbarse, a veces se dejaba llevar por el morbo de la postura y miccionaba sobre su cabeza después de eyacular en sus tetas. A ella no le gustaba mucho, pero en esta ocasión decidió explotar todos los recursos disponibles a su alcance para que Mariola disfrutase al máximo de ella, aceptando cualquier fantasía, por muy humillante que ésta fuese.

Así que abrió la boca y dejó que su novia —pues así la consideraba ya— le mease dentro.

Mariola dejó escapar un sonoro jadeo que era casi una interjección, pues no esperaba aquello. Mientras meaba en la boca de su gorda amante sintió como le ardía el pecho de excitación, respirando con fuerza mientras se ponía tan cachonda que no pudo evitar acercar aún más el coño a esa boca abierta, agarrando los pelos de su amiga y tirando de ellos, forzando a que pegase los labios a su vulva.

Rosa obedeció y aceptó el humillante ofrecimiento, dejando que Mariola usase su boca como un vulgar urinario, sintiendo como ese coño expulsaba los chorros de ardientes meados directamente en su garganta, con los labios vaginales pegados a sus dientes.

No pudo aguantar mucho tiempo y tuvo que sacar la cabeza de ahí, regurgitando meados y saliva sobre el coño y las ingles de Mariola, pero en un par de segundos se recuperó y volvió a hundir las narices dentro de esa fuente de orina, recibiendo de buena gana el ardiente chorro sobre su lengua. De hecho logró moverla dentro de la raja, buscando el origen del caño con la punta hasta encontrarlo.

A Mariola le gustó mucho sentir la lengua de Rosa lamiéndole el agujero del meato mientras éste seguía expulsando líquidos amarillos, provocándole un estremecimiento que nació en las lumbares y le recorrió toda la espalda. La lujuria despertó en ella con renovada energía y movió las caderas para restregar las ultimas gotas en la oronda cara de su novia.

Rosa despegó el rostro de ese mejillón y el tufo a orines se dispersó por el aseo. Un puente de babas vaginales quedó colgando desde la raja hasta las narices de la gorda, puesto que Mariola, excitada y cachonda como nunca, no había dejado de expulsar flujos por el conducto vaginal. La morena se relamió los labios y se alzó, buscando la boca de la meona. Se besaron con fuerza, intercambiando salivas y restos de excrecencias líquidas, con el fuerte olor a amoníaco del sexo de Mariola flotando alrededor de ellas.

—Eres una cerda —dijo Rosa a Mariola.

Ésta se rió en la boca de su amiga, pero le limpió la cara con la lengua.

—Te amo —dijo, y Rosa sintió que se derretía por dentro, pues sabía que era cierto.

Se levantaron y se ducharon juntas, explorando sus cuerpos hasta el último rincón. La vergüenza de Rosa era superada por el amor y la excitación que sentía en esos momentos, puesto que su amiga y amante no dejaba de toquetear y rebuscar por toda la orografía de su enorme cuerpo, señalando y pellizcando aquellas partes y defectos que más odiaba Rosa de su anatomía, nombrándolas en voz alta, acariciándolas o besándolas:

Los granitos y las rozaduras de las ingles; la marca de nacimiento bajo la axila derecha; la verruga coronada por un insidioso pelito que tenía sobre los lumbares; la piel flácida que le colgaba bajo el brazo, detrás de los bíceps; los pezones desiguales, torcidos y asimétricos; las cicatrices, los cortes y las quemaduras de varias décadas de arduo trabajo.

Y las lorzas, la tripa gorda y tensa, los michelines y los pliegues de grasa sebosa. Y el enorme culo con su piel de naranja cubierto de celulitis. De ahí nacían las dos gigantescas columnas de sebo que eran sus muslos, fuertes y llenos de grasa. Era un cuerpo maduro, curtido y lleno de defectos: era perfecto y Mariola lo amaba con locura.

Bajo el agua volvieron a hacerse el amor, gritando sin miedo en la soledad del cortijo, chillando a voces su locura sexual y entregándose a los juegos prohibidos de su experimentada madurez sin tapujos.

Bajo el agua Mariola recibió su bautismo de orina, devolviendo a Rosa la misma caricia que ella le había hecho en la taza del váter, hundiendo la boca en el peludo mejillón de su robusta amiga y lamiendo la uretra mientras le meaba la garganta, atragantándose con el fuerte néctar que le salía a Rosa del coño.

El ano de Rosa fue dilatado por los dedos de Mariola y luego perforado por uno de los cepillos para el pelo que había por allí, sintiendo la gorda mucha vergüenza al ver que el mango salía ligeramente manchado de restos fecales. La vergüenza se convirtió en un torrente de morbo y lujuria al ver como su amiga se introducía ella también el sucio objeto por el culo aprovechando que estaba lubricado con la mucosa rectal de Rosi, cambiando de agujero alternativamente, penetrando ambos ojetes con el infame instrumento. El agua de la ducha y el jabón que usaron como lubricante sirvieron para limpiar el cepillo, así que no dudaron en proporcionarse placer vaginal con él.

Rosa permitió que Mariola le metiese el ancho cepillo por la parte de las cerdas, flexibles y redondeadas, dilatándole su gordo coño mientras la excitada rubia le comía los enormes pezones, tan tiesos que parecían dátiles maduros, mientras le reventaba la chorreante vagina con el cepillo.

Rosa perdió la cuenta de las veces que se vino por las patas abajo, sufriendo orgasmo tras orgasmo, flotando constantemente en una nube de viciosa lujuria llena de morbosas fantasías y deseos prohibidos, cuánto más excitantes al saber que la otra persona no solo era un cuerpo vivo, sensual y sumamente atractivo, si no que era una persona amada que correspondía con el mismo fervor apasionado que ella mostraba.

Era su amante, su novia, su pareja, su alma gemela. Su vida.

Hubieran estado allí todo el día. Toda la eternidad. Pero Rosa tenía hambre y estaba famélica, así que tras unos interminables orgasmos mutuos dieron por concluida esa bacanal de sexo y pasión.

Rosa salió del baño con una toalla pegada a sus gloriosas tetas, pero Mariola se quedó dentro del aseo, pues quería intimidad para cagar a solas (aunque Rosa sabía que si ella hubiera querido quedarse a mirar como cagaba, Mariola no hubiera puesto ninguna pega).

En el breve trayecto hasta la cocina decidió que no volvería a separarse de Mariola, de que la acompañaría allá a donde ella le pidiese sin importarle las consecuencias. Pensó en sus hijos y una esquirla de hielo se le clavó en el pecho.

«¿Qué clase de madre abandona a sus hijos por lujuria?».

Pero Rosa sabía que no era solo lujuria y que Esteban y Carla ya no eran niños. El chico ya vivía fuera de casa y su pequeña quería estudiar fuera para alejarse de un hogar que se había desmoronado lentamente en los últimos años.

«¿Estás segura de todo eso o simplemente estás buscando una excusa para justificarte, para no sentirte culpable por abandonar a tu familia?».

Rosa contempló cómo la margarina se derretía lentamente sobre la tostada.

«¿Sabes qué? —pensó mientras la mordía con fuerza—. Me importa una mierda si es una excusa o no. No voy a separarme de Mariola. Nunca».

Continuará...