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martes, 13 de abril de 2021

ESPERMA (16)

 16.


ROSA


El lunes había sido un día largo, agotador y afortunadamente monótono, pues Rosa necesitaba tiempo para pensar y reflexionar, y el trabajo rutinario le permitía hacerlo. Durante la pausa para el almuerzo no comió nada y estuvo hablando con sus padres por teléfono. Los abuelos de Carla se iban de viaje con un pequeño grupo del «Imserso», dejando el cortijo cerrado unos días. Rosa les prometió que iría entre semana para echar un ojo y cuidar de las gallinas, los perros y otros bichos que tenían por allí.

El resto del día trabajó mecánicamente, dejándose llevar por la inercia mientras su cabeza iba una y otra vez a la mágica tarde anterior, rememorando la carne, la tibieza, la humedad, la pasión y el amor. Más de una vez le sorprendió un sofoco repentino, ruborizando su rostro y acelerando su corazón, como si fuera una niña que acabase de recordar una caricia fortuita o un beso inesperado de su amor platónico.

«Y eso es lo que soy ahora, una niña enamorada».

Con suerte llegaría a casa a tiempo para la cena. Se había presentado voluntaria en el trabajo para realizar un doble turno, diez horas seguidas cubriendo a una compañera, pues no quería volver a casa. Amaba a sus hijos, daría la vida por ellos, pero que Dios la perdonase, no quería volver a casa.

Estaba en los vestuarios del personal del supermercado, sola, desnuda tras una ducha larguísima, dejando correr el agua. Dejando correr el tiempo. Indecisa aún sobre regresar a casa directamente o dar una vuelta sin rumbo fijo, pasear, ir a comprar, cenar fuera… cualquier excusa sería buena para no regresar.

Para no volver a casa.

Estaba frente a uno de los espejos del vestuario, contemplando ese cuerpo rechoncho, gordo, obeso, tantas veces repudiado por ella misma, hastiada de tener que soportar el peso de lorzas de grasa y acumulaciones de celulitis. Nunca llegó a acostumbrarse del todo a ese cuerpo extraño, tan ajeno a la vigorosa y atlética figura de la que ella presumía en su adolescencia, siempre dispuesta a correr por el campo y a saltar por las barrancas y bancales de Luégana.

¿Cómo llegó a eso?: Dos partos, la rutina, el cansancio, la falta de estímulo… y la ligera melancolía de un amor perdido años atrás, una tristeza oculta en lo más profundo, causándole un absurdo rencor hacía su amante desaparecida.

«Mariola».

La pasada noche a Mariola no le importaron sus carnes orondas. Rosa recordó por enésima vez aquella tarde, la maravillosa e inolvidable noche en la que Mariola la transportó a un mundo y a un tiempo que creyó perdidos para siempre.

«María Ola» —pensó sonriendo, recordando la tarjeta que ella le dio.

A Mariola no le importaron sus grasas y sus abundancias, de hecho a Mariola le gustó navegar entre esas ondulaciones sebosas, acariciando, palpando, abrazando y mordiendo sus curvas opulentas, cubiertas de sudor y ardiendo de pasión.

—María Ola, Costa Rica —dijo Rosa en voz alta y las palabras reverberaron en los azulejos del vestuario.

Costa Rica. Dos palabras musicales, llenas de vocales y consonantes, de sueños y esperanzas.

«Ni lo pienses, Rosi. Ni se te ocurra. ¿A dónde vas a ir tú, a tu edad, con dos hijos, esposo, trabajo y demás?».

Rosa miró a la madura mujer del espejo, con esos pechos absurdamente grandes, demasiado voluminosos para una mujer de su corta estatura. Un insulto a la armonía anatómica, una desviación de la naturaleza. Las enormes tetorras le colgaban por encima del obeso vientre, con las amplias areolas, grandísimas y oscuras, rodeando los regordetes pezones, que apuntaban hacía abajo tirando de sus tetas.

Recordó como Mariola se las chupó con una habilidad y una delicadeza como nunca antes había sentido en veinticinco años de matrimonio con Gabriel. A él le gustaban mucho sus dos mamas, pero era torpe y demasiado impaciente, y muchas veces le hacía daño al chupar. A su marido también le gustaba subirse encima de ella y enterrar su pene entre esas dos montañas, usando sus tetas para masturbarse con ellas, follándose sus melones con demasiada brusquedad.

Anoche Mariola también fue brusca con ella a veces, pero de una manera diferente. Era la impaciencia de la pasión, la brusquedad en el deseo desenfrenado, la descortesía de una amante que no necesita permiso para gozar y toma lo que desea sin preguntar…

«Ay —suspiró—, Mariola, Mariola, Mariola…». 

Cerró los ojos preguntándose por enésima vez qué estaría haciendo ella en esos momentos y en qué estaría pensando.

«Yo no he podido dejar de pensar en ti, ¿y tú?, ¿también has estado todo el día pensando en mi cada vez que cerrabas los ojos?».

Recordó como la noche anterior Mariola le introdujo la mano dentro de la vagina hasta la muñeca, tocándole el útero con los dedos. Fue la primera vez que alguien le hacía algo así y Rosa ardía en deseos de volver a repetirlo.

Mientras pensaba en eso su mano fue hasta su vientre, grande y abultado, suave y cálido, desplazándose por la gorda tripa hacía abajo, buscando debajo del pliegue de su abdomen la caricia de los vellos púbicos. Los tenía largos y rizados, adornando su vulva como un tapiz oscuro y sedoso. Hacía casi tres meses que Gabriel no se acostaba con ella (Rosa estaba segura de que tenía una amante, incluso sospechaba de quién podría tratarse) pero no echaba de menos la verga de su marido. Era un buen rabo, muy largo, pero también delgado y a ella no le llenaba lo suficiente. Rosa disfrutaba siendo penetrada por él, le gustaba mucho, sí, pero a veces deseaba sentir más volumen dentro.

Es por ello que se aficionó a introducirse gruesas hortalizas en el coño, especialmente cuando estaba a solas en la cocina. En los momentos de mayor excitación escogía una buena pieza y la envolvía con un preservativo (tenía una caja escondida al fondo de una repisa, camuflada entre las legumbres). Después se bajaba los leggings un poco y se acariciaba el conejo con el vegetal, empujando poco a poco, dejando que la superficie lubricada del látex resbalase dentro de ella, metiéndose la gruesa hortaliza lo más hondo posible, apoyando el extremo sobre una silla para empalarse con ella y dejar que le entrase toda entera.

Su conducto vaginal, dilatado y generoso, se tragaba los pepinos, los calabacines y los nabos con asombrosa facilidad, proporcionándole solitarios orgasmos entre el humo y el vapor de la cocina, rodeada por el olor de las especias y el calor de los hornillos.

A veces, cuando estaba muy cachonda y se sentía como una perra en celo, solía buscar enormes berenjenas, tan gruesas y gordas como su brazo. Mientras esperaba a que la comida terminara de hervir ella se levantaba el vestido y el delantal, apartando las bragas y apoyando un pie encima de una silla, con la berenjena pegada a su raja. El proceso de dilatación era muy excitante para ella y le gustaba empujar despacio, relajando los músculos, sintiendo cómo se le dilataba el agujero, abriéndose el coño lentamente.

Se las metía enteras, hasta dejar tan solo el rabo fuera, que después ella golpeaba ligeramente con los dedos, transmitiendo a toda su vagina las vibraciones producidas por los golpes. Le gustaba mucho sentir todo eso dentro de ella comprimiéndole las paredes de su gruta, inflamando su vulva mientras los flujos se escurrían fuera, blancos y viscosos, como yogur caducado. 

Aún así, ni la polla de Gabriel ni la más gorda de las hortalizas podía competir con el extraordinario placer y el intenso morbo que sintió cuando Mariola le metió la mano dentro de su cuerpo.

Rosa estaba en el vestuario frotándose la vulva, tocándose la gorda pepita y pellizcándose los labios vaginales, sintiendo cómo las humedades fluían desde su interior. Imaginó y pensó en todas las perversas y sucias fantasías que nunca se atrevió a confesarle a Gabriel, convencida a su vez de que Mariola sería capaz de aceptarlas y ejecutarlas de buen grado. Su vagina se tragó dos dedos y ella los retorció en su interior, buscando la zona detrás de la uretra, apretando y masturbándose hasta que sintió una cremosa sustancia salir de su raja, mojándole la muñeca. Fue un orgasmo rápido y liberador.

Abrió los párpados y miró su bolso, que estaba colgado dentro de una taquilla. Sabía que ahí estaba la tarjeta con el teléfono y el correo de Mariola.

«Llámala, ahora, así desnuda. Habla con ella otra vez… o mejor, agarra el coche y ve a Luégana».

¿Y después? ¿Después qué? ¿Qué le esperaba a ella después de subir al paraíso en los brazos de Mariola? ¿Debía separarse otra vez y renunciar a ella y regresar a casa, a la rutina, a una vida gris sin propósito ni horizonte?

«¿Sin horizonte? ¿Qué hay de Carla y de Esteban?, ellos son tu vida, tu propósito».

No, esa excusa ya no le servía. Ya no. Los niños ya no eran niños, dentro de poco saldrían del nido (Esteban prácticamente ya estaba fuera de él), y Carla… bueno, Carla aún necesitaba orientarse un poco y templar ese obstinado genio que heredó de su madre, pero no tardaría mucho en labrarse su propio camino.

No, no quería regresar a casa, pero tampoco podía llamar a Mariola. Sabía que esa tarjeta era de un solo uso, que solo tenía un propósito. Era un billete hacía el paraíso, pero solo de ida.

«¿En serio te lo estas planteando, Rosi?».

Comenzó a vestirse con parsimonia.

«No me lo estoy planteando —dijo a su imaginaria «yo»—, simplemente estoy fantaseando con esa posibilidad».

«¿Posibilidad?, ¿posibilidad de qué, Rosi?».

«Ya sabes, la posibilidad de… de hacer un viaje. Un viaje exótico a un país tropical acompañada por el amor de mi vida y vivir en una playa de arena blanca llena de cocoteros. ¿Acaso no tengo derecho a soñar? ¿También me vas a quitar eso?».

«Soñar es peligroso, Rosi».

Cerró la puerta de la taquilla con fuerza, dando un portazo que sonó como un disparo en el silencioso vestuario.

«¿¡Soñar es peligroso!?, ¿¡Peligroso para quien!? ¿Para Gabriel, que ya ni siquiera me mira? ¿Acaso ni siquiera puedo soñar con abandonarlo? ¿Para quién es peligroso que yo sueñe con… con empezar una nueva vida?».

La respuesta era obvia.

«Para ti, Rosi».

Apoyó la frente contra la taquilla, con los oscuros rizos de su cabellera ocultando su rostro.

El sonido del teléfono la sobresaltó. Mientras rebuscaba en el bolso con el pulso acelerado fantaseó con la posibilidad de que fuese Mariola quien la llamaba, pero era el contratista, Víctor.

Le dijo que había conocido a su pequeña, Carla, y que había tomado medidas del baño. Le dio un presupuesto mucho menor de lo que ella esperaba y aceptó que el hombre ejecutase la pequeña reparación. Éste le aseguró que no tardaría mucho y que en un día estaría listo.

—Mi marido y yo estaremos trabajando —le dijo Rosa con voz cansada—, pero hablaré de nuevo con mi hija para que pueda recibirle. 

Víctor le dijo la hora aproximada a la que acudiría y se despidió.



MIGUEL



La prostituta era una señora de la calle adicta al PCP; una mujer de unos cincuenta años, poco agraciada y con sobrepeso. Aquella noche la puta había aceptado sin reservas la proposición de ese apuesto chico, sobretodo después de que el joven le pagase por adelantado y le llevara en coche hasta su proveedor. La mujer, tras pillar un poco de cabello de ángel, se inyectó la droga en el Mazda deportivo de Miguel, en un lejano descampado a las afueras de la ciudad usado como vertedero.

El chico, un joven atractivo de veintipocos años, bien vestido y de cabellos negros perfectamente peinados y recortados, contempló con interés a la regordeta prostituta preparar el inyectable en el asiento trasero, bajo la luz de cortesía del Mazda.

—Suelo tomarla en comprimidos —explicó la mujer—, porque dura más, pero así me sube más rápido.

Tenía la voz cascada y ronca, pero los dientes eran blancos y relucían bajo la tenue luz del habitáculo.

El cabello, teñido de rojo, le llegaba hasta los hombros y constantemente se lo apartaba del rostro con nerviosismo. Las manos estaban llenas de tendones y arrugas, con algunas manchas y lunares.

«Manos de anciana» —pensó Miguel con asco, pero sin dejar de sonreír.

La puta iba vestida como se supone que debe ir vestida una puta callejera: tacones, medias de red, microfalda de cuero rojo y un top diecisiete tallas más pequeñas de lo que le correspondía. Desde que Miguel la conoció los pezones habían estado más tiempo fuera de la tela que dentro.

Cuando acabó de pincharse, la señora (que dijo llamarse Desiré), guardó los avíos en su pequeño bolso y pidió permiso para fumarse un cigarro mientras la droga le hacía efecto.

—No te importa si lo hacemos estando colocada ¿verdad? Follo mejor y a veces me pongo cachonda —mintió mientras le acariciaba el muslo a Miguel, que estaba sentado a su lado en el asiento de atrás.

El apuesto chico la miró con unos ojazos negros preciosos, con unas pestañas que ya quisieran algunas de sus compañeras tener. El muchacho sacó un par de cigarros, los puso en su propia boca, los encendió al mismo tiempo y le colocó uno a Desiré en los labios mientras que él conservaba el otro, para fumar con ella.

—Gracias, cielo —croó la mujer.

La mano de Miguel fue hasta el top y lo subió para ocultar uno de los pezones, que se le había vuelto a salir.

—Tápate —dijo sonriendo—, que te vas a enfriar.

La mujer le sacó la lengua con pretendida lascivia y siguió acariciando el muslo de Miguel hasta la bragueta.

—Hum… si me enfrío ya estás tú para calentarme, tesoro.

La mujer siguió fumando y acariciando el bulto del chico, un poco nerviosa porque al joven aún no se le había empalmado el pito.

Miguel se dejó sobar el paquete por esa vieja puta, tratando de imaginarse como sería esa cara de sapo con el rimel corrido por las lágrimas y los labios hinchados. A él le daba mucho asco ver como esa patética criatura trataba de parecer sensual y provocativa, mordiéndose los labios y guiñándole el ojo. Era ridícula y repugnante.

Miguel tenía muchas ganas de borrar esa sonrisa de su cara y comprobar qué aspecto tendría con tres o cuatro dientes menos. Tenía tantas ganas que de solo pensarlo ya se le estaba poniendo morcillona.

Desiré (que en realidad se llamaba Mariajosé), pronto comenzó a sentir los efectos de la droga, sintiéndose una persona diferente, más atrevida, más fuerte, más guapa incluso. Así que sin esperar permiso le bajó la cremallera a ese guaperas, metiendo la mano dentro de la bragueta y buscando la salchicha con dedos temblorosos.

Cuando la encontró vio que estaba bastante blanda, como un gusano regordete, con mucho pellejo. Pero eso a ella no le desanimó.

—Uy, cariño, esto hay que ponerlo más duro, ¿eh? ¿Me dejas que te lo ponga tieso, cielo?

Miguel, sin dejar de sonreír, no dijo nada, pero movió la cabeza afirmativamente.

Desiré tiró el cigarrillo por la ventana y metió la cabeza entre los muslos del joven, tirando del chicloso pene para sacarlo fuera de la bragueta. La mustia picha quedó colgando y la boca de la puta lo atrapó, metiéndose el pellejudo pito entre sus labios, chupando con suavidad, aspirando y tirando del elástico miembro, usando solamente los carnosos labios para mamar ese gusano arrugado.

La cosa no iba bien. Por mucho que lo intentase la verga de Miguel no se endurecía y la puta, cegada por la droga, comenzó a impacientarse chupando con más intensidad, mordisqueando y aspirando con mucha fuerza, escupiendo sobre esa culebra pellejuda sin resultado alguno.

De pronto Miguel la agarró del pelo por detrás, recogiéndolo en una coleta, pero muy apretada. Demasiado apretada. Lo cierto era que ese chico le estaba haciendo daño al estirar su cuero cabelludo.

—¡Ay! ¡No tires tan fuerte!, que duele…

—¿No? ¿Y por cien más? —dijo el chico tirando aun más fuerte del pelo para que ella le mirase a la cara.

Desiré tardó un poco en entenderlo, pero al fin lo comprendió. No era la primera vez que se encontraba con uno de esos masoquistas. Sintió una punzada de inquietud, pero la droga la borró en seguida, dando paso a un absurdo sentimiento de invulnerabilidad.

—Quinientos y te dejo que me pegues —arriesgó ella—, pero no en la cara. Y sin tirones de pelo.

Miguel la siguió mirando unos segundos, con una sonrisa que no tenía nada de amistosa. Luego le soltó el pelo, rebuscó en su cartera y le metió tres billetes de doscientos en el bolso. Desiré no podía creer su suerte. Ella era una tía dura y acostumbrada a que le dieran caña, así que podría soportar perfectamente unas cuantas hostias y algunos moratones en el culo, los muslos y las tetas, que era lo que le gustaba a los pervertidos estos.

De repente, sin avisar, Miguel la agarró del cuello con una mano para tumbarla sobre el asiento trasero.

Desiré jadeó con fuerza, tanto por la sorpresa de lo inesperado del gesto como por el súbito temor que sintió. Las tetas, muy grandes y operadas, se salieron fuera del top. Miguel, sin soltarle el cuello, le agarró uno de los pezones y lo estrujó.

Desiré chilló de dolor y Miguel pudo sentir el grito como una convulsión en el cuello que él sostenía. Eso le excitó y su pija engrosó varios milímetros. Antes de que la puta reaccionase el apuesto muchacho le dio un puñetazo en el pecho, justo en el pezón que acababa de retorcer con saña.

La puta volvió a gritar y Miguel repitió el golpe, esta vez en el otro pecho. Cada vez que Desiré gritaba su garganta se contraía y Miguel percibía esas contracciones y tensiones en la mano que aferraba el cuello de la mujer.

Las primeras lágrimas comenzaron a brotar y la erección subió un poco más.

La azotó varias veces, pegándole fuerte en las tetas, sin dejar de apretar la garganta, pero sin ahogarla, solo para sentir la tensión de los músculos y el palpitar de la sangre bajo la delicada piel del cuello. Las lágrimas corrían por las sienes de la puta, que aceptaba los crueles golpes con los ojos cerrados y los dientes apretados.

Miguel agarró uno de los pezones y volvió a retorcerlo hasta que la puta chilló. Cuando lo soltó estaba al rojo vivo, lo mismo que la carne que rodeaba la areola, inflamada por el castigo recibido.

Desiré sintió cómo la mano de ese cabrón se metía entre sus muslos y le agarraba el bulto del coño, pellizcando su vulva y exprimiéndola con fuerza, como si fuera un limón. Volvió a gritar y tres dedos invadieron su raja sin permiso, de golpe. Estaba seca y la intromisión le hizo daño.

Miguel penetró a la puta con los dedos con saña, follándola con rabia, sacándolos de vez en cuando para darle hostias en las tetas y en el coño con mucha fuerza. En poco tiempo la vulva, rasurada y sin un solo pelo, quedó completamente inflamada, roja como un semáforo.

La otra mano estuvo todo el tiempo aferrada al cuello, percibiendo los estertores, contracciones y convulsiones de la pobre prostituta, que trataba de soportar el doloroso castigo lo mejor posible, ayudada por la droga. Pero la polla no terminaba de endurecerse. Estaba a medio camino, gorda y amorcillada, pero sin elevarse, colgando de la bragueta como una salchicha.

Miguel ya no sonreía.

Sin avisar, le dio la vuelta a la puta y la puso boca abajo, metiendo el flojo pene entre las nalgas y agarrando el cuello de la mujer con ambas manos, apretando esta vez más fuerte.

Demasiado fuerte.

El pánico alcanzó la nublada mente de la mujer y comenzó a revolcarse en el asiento, tratando de quitarse de encima a ese cabrón, intentando golpearlo moviendo los brazos hacía atrás, gritando y llorando a la vez. Miguel se excitó aún más al ver como se resistía y apretó un poco más, sintiendo como la sangre, al fin, hinchaba su pene, endureciéndose entre las gordas nalgas de la puta.

El terror y la desesperación dieron un último impulso a la desdichada mujer que, justo cuando comenzó a nublarse su vista por la escasez de aire, consiguió alzarse lo suficiente como para que la cabeza de Miguel golpease el techo del deportivo.

Las manos aflojaron la presa un instante y Desiré se zafó de él, empujando con los brazos y las piernas para darse la vuelta en el estrecho habitáculo. Él trató de volver a agarrarle el cuello, pero ella consiguió cruzar el rostro de Miguel con las uñas. El chico dio un alarido y se llevó ambas manos a la cara.

Desiré aprovechó para abrir la puerta y saltar fuera del coche, tropezando y rodando por el suelo, tratando de gritar, pero de su garganta sólo salían toses y escupitajos. Miguel fue tras ella, pero olvidó que tenía los pantalones bajados y tropezó antes de salir del coche, quedando medio cuerpo dentro y medio fuera. Cuando consiguió ponerse en pie la puta ya estaba fuera de su vista, oculta en la oscuridad de la noche entre la basura y las montañas de escombros que los rodeaban.

Decidió que no merecía la pena perder el tiempo en ir tras ella y regresó al vehículo, abrió el bolso olvidado por la zorra y se quedó con todo el dinero que había dentro. Luego lo tiró por la ventana y se puso en marcha, satisfecho y excitado, sabiendo que la zorra no hablaría con la policía y despreocupado por las posibles represalias de su proxeneta: estaba de paso en esa localidad y nadie le conocía. 

Había faltado poco. Muy poco. Miguel estaba convencido de que la próxima vez llegaría hasta el final.


CONTINUARÁ...

Esperma 17

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