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lunes, 27 de julio de 2020

Sofía crece (3), parte IX



36.

Rusky.

Faltaba poco para llegar al Baluarte y Rusky cambió la música clásica por una emisora de rock, dándole más volumen. El rock le decía tanto como el resto de la música: nada. Pero al menos así no tendría que escuchar las toses de Francesca, cada vez más frecuentes, ni los gemidos del gusano que tenía detrás. Los lloriqueos y los llantos le estaban haciendo perder el control.
De repente la música dejó de sonar y el Bluetooth del Mercedes le avisó de que tenía una llamada entrante. Rusky frunció el ceño y miró el número. Muy pocas personas conocían su teléfono, menos de una docena. Cuando reconoció al interlocutor miró a su derecha para observar a la pordiosera.
«No le queda mucho de vida. No importa lo que oiga».
Aún así, le pareció oportuno advertirla. Sin mediar palabra le descargó el puño en la cara sin dejar de conducir. Francesca gritó y se llevó las manos al rostro. De la nariz comenzó a brotar sangre.
—Voy a atender esa llamada. Si hablas te reviento la cara.
La drogata se quedó encogida, con los brazos tapándose la cabeza, llorando y gimiendo. La sangre le corría por la boca y bajaba por el cuello en dos chorretones desde las fosas nasales.
«Control, Rusky. Contrólate. Aún la necesitas viva».
El manos libres seguía sonando pero Rusky lo ignoró y le tiró a Francesca un paquete de pañuelos de papel que tenía en el salpicadero.
—No manches la tapicería.
Mientras ella trataba de sacar un pañuelo con manos temblorosas Rusky atendió la llamada.
—Habla.
—Hola. Soy yo —el interlocutor era un hombre.
—Sí, ya lo he visto. ¿Qué quieres? —La voz de Rusky denotaba impaciencia.
—Verás, resulta que los del Cuerpo han recibido un aviso y un par de compañeras han estado atendiendo a una mujer… la misma por la que tú pediste información.
—Ajá. Sigue.
—Bueno —carraspeó ligeramente—, parece ser que la dirección que te di no era correcta.
Rusky miró a Francesca.
—No importa. Ya lo solucioné.
—Sí, sobre eso quería preguntarte —la voz del hombre sonó dubitativa—. Verás, esta mujer llamó por la desaparición de una chica y su bebé, pero luego resultó que había sido un simple caso de robo.
—Sigue.
—Bueno… No sé de qué va todo este asunto, supongo que tú… Quiero decir que no sé si tienes algo que ver, pero estamos cerca de la casa de la chica desaparecida y nos han pedido que echemos un vistazo… Oye, no sé como decirte esto…
—Puedes hablar, no temas.
—Verás… tan solo quería avisarte, por si tú tenías algo que ver —carraspeó otra vez—, para que sepas que vamos allá, a la casa de esa chica —hizo una pausa—. Oye, ¿sabes qué nos vamos a encontrar allí?, ¿será muy feo? Lo digo por si quieres que lo retrase y darte algo tiempo.
Rusky volvió a mirar a Francesca. Ella lo miraba aterrorizada, con las manos sosteniendo varios pañuelos de papel empapados de sangre sobre su cara.
—Nada, no habrá nada, tranquilo. Además, allí no habrá nadie para abriros la puerta y vosotros no podéis entrar, eso es cosa de la judicial, no tenéis jurisdicción.
—Ya lo sé, es un favor que hacemos, nada oficial. Haremos algunas preguntas a los vecinos… pero también quería… ya sabes… asegurarme de que tú y yo estamos bien.
«Por eso me ha llamado. Tiene miedo de mi, pero también tiene miedo de que lo delate si me cogen o que sus compañeros de la policía local descubran que es un soplón de los rusos».
—Tranquilo —a Rusky le hubiera gustado imprimir a su voz seguridad y confianza, pero no sabía como hacerlo. Su voz sonaba átona, sin emoción alguna—.Tú y yo estamos bien y en esa casa no hay nada por la que preocuparse. Está todo bajo control.
«Siempre y cuando no abran la trampilla que hay debajo de la lavadora».
—Vale… —el policía respiró con fuerza—. Me quitas un peso de encima.
—Muy bien. Una cosa: no vuelvas a llamarme si yo no te llamo primero.
Colgó sin esperar respuesta.
Por el rabillo del ojo miró a la drogadicta.
«Si es lista habrá adivinado que Gorka está muerto».
Eso le recordó que aún tenía que tirar la bolsa del MacDonald`s con el despojo de Gorka que había dentro.
Pero luego pensó que sería buena idea enseñárselo a la drogata antes de cortarle las tetas.

36.

Noelia.


Noelia estaba en la ducha, enjabonándose las tetas, cuidando especialmente la zona de debajo, justo donde se unen con el abdomen. Allí se le acumulaba siempre el sudor y se le irritaba con la banda del sujetador.
«Me las voy a operar. Son demasiado grandes y dentro de unos años el dolor de espalda me va a matar».
Había decidido darse una ducha rápida en el baño pequeño, para no eliminar las «pistas» que pudiera haber en el otro, por si acaso.
«Eso es paranoia, y lo sabes».
Noelia se encogió de hombros y siguió restregándose los pechos.
Pensó en hacerse una paja rápida, para aliviar tensiones, pero no quería que se le hiciera muy tarde. Había quedado con Carlos y Sofía en el «Taco mío», un restaurante de comida mejicana no franquiciada. Los menús eran ricos, aunque a ella no le iba el picante.
Se puso unos vaqueros y una camiseta blanca que le resaltaba el busto de una manera escandalosa, pero era lo más cómodo que tenía a mano. Dos disparos de perfume, un poco de carmín y dos pasadas con la escoba por la cara. No tenía tiempo para los ojos.
Iba a arrancar al pequeño Fiat cuando le llegó una llamada entrante.
«¿Tony?».

37.

Tony.

—Hola, soy yo… Marco Antonio.
—¿Perdón?
—Tony, quiero decir —«¿Por qué me pongo tan nervioso?»—. Soy Tony.
—Dime, Tony. ¿Has hablado ya con la policía?
—¿La policía? No, aún no. No me ha llamado.
Se hizo el silencio mientras Noelia reflexionaba.
—No le dieron importancia —dijo ella—, cuando les hablé de ti y del accidente ellos pensaron que fue una casualidad; una casualidad que mi sobrina aprovechó para reforzar su plan de robarnos…
—¿Entonces… ahora qué?
Noelia tardó mucho tiempo en responder. Tony no lo sabía, pero ella estaba pensando si realmente debería sincerarse con ese pobre chaval. Al final decidió que el chico parecía lo suficientemente preocupado como para merecer un poco de información.
—Entonces puede que a ti no te llamen y a ella la buscarán por robo en lugar de por ser víctima de… bueno —Noelia se resistía a decir la palabra—, de secuestro o algo por el estilo.
—¿Secuestro? ¡Secuestro! ¡Pero eso es muy serio! ¡Es algo muy grave!
—Sí, lo es, pero también… es complicado, Tony. Mira, veo que te estás implicando en esto, que te has preocupado por mi sobrina y su hijo, y eso te honra… pero esto… ahora mismo no tengo tiempo.
—No me cuelgue, señora, por favor —las manos de Tony sudaban y sentía un tembleque en las rodillas tan fuerte que le hacía daño—. Me gustaría saber… Me gustaría saber qué ha pasado y a lo mejor yo podría ayudar, de alguna manera.
Se hizo un silencio de varios segundos, roto sólo por la respiración agitada del chico.
—Tony, lo siento. No puedo ayudarte. Además ahora tengo una cita.
—Usted cree que Francesca es buena. Aunque fuera verdad que le ha robado usted la perdonaría, porque sabe que es buena, ¿me equivoco?
Silencio.
—Tony, tengo que dejarte.
—Cuando estuvo embarazada fue a los servicios sociales para desintoxicarse. Eso no lo haría una mala persona, además…
—¿Cómo sabes tú eso? —le interrumpió.
—Bueno, he estado buscando por internet. Estaba preocupado. Usted me dijo que ella había desaparecido y… —Tony habló muy rápido—, y usted parecía muy asustada por teléfono y me dijo que necesitaba ayuda, así que miré un poco por la red pensando en obtener algo de información, pero en realidad… —tomó aire—. En realidad no sé porqué lo hice.
Otro silencio, esta vez tan largo que Tony apartó el móvil de la cara para comprobar si aún estaba en línea.
—¿Qué más averiguaste de ella? —preguntó Noelia.
—Que se libró de ir a la cárcel en un par de ocasiones y que denunció dos veces a su pareja por malos tratos, pero retiró ambas denuncias. Dejó la secundaria cuando se quedó embarazada, aunque era buena estudiante y…
—Está bien —Noelia le interrumpió y Tony creyó oír un sollozo—. ¿Sabes donde está el «Taco Mío»?
—Sí, en el centro.
—He quedado con unos amigos allí para dentro de… veinte minutos. Si quieres puedes venir. Yo te contaré lo que pasó y tú me dices lo que sabes sobre ella.
Tony abrió la boca para decirle que él pensaba que su tía debería de conocer mejor que él la vida de su sobrina, pero algo le dijo que era mejor tener la boca cerrada.
—El «Taco Mío». Yo tardaré un poco, pero iré.
—Vale… Nos vemos.
—Gracias Noelia. —Pero ella ya había colgado.

38.

Simas.

Simas entró al pequeño apartamento en silencio y tiró sobre la vieja mesa de la cocina las bolsas del supermercado. Era un lituano de mediana edad con la piel tan blanca que casi parecía albino, con el pelo rubio claro, los ojos azules y un bigote pasado de moda que le daba un aire de mosquetero. Comenzó a colocar la compra en las desvencijadas estanterías de madera, aunque casi todo eran latas de conserva y bolsas de «snacks». William, el compañero de Simas, asomó la cabeza por la puerta y puso los ojos en blanco al ver las latas de comida envasada.
—Joder —dijo—, ¿otra vez latas?
William era un dominicano veinteañero de piel negra tostada; tenía unas facciones indias muy marcadas, con una dentadura natural blanquísima y la cabeza rapada al cero. Simas, sin dejar de colocar las cosas, le miró y se encogió de hombros.
        —Sabes que aquí no podemos tener comida de verdad. Las cucarachas y los ratones se la comen.
William se acercó y buscó entre las bolsas algo de cerveza. Tomó una lata y la abrió para beberla en tragos largos. Estaba caliente y espumosa, pero no le importó.
—Manito —soltó un eructo—, esto sabe a meada de vieja.
Simas le miró de reojo.
—Tú sigue bebiendo esa mierda y tu barriga sí que será de vieja. —Simas apenas tenía acento. Llevaba muchísimos años trabajando en España para los Troskys y además se le daban bien los idiomas.
William se levantó la camiseta y se dio unas palmadas en los abdominales, marcados y fibrosos.
—Habló la envidia, papi. —Tomó otra lata de cerveza caliente y se la llevó a la salita donde tenían el televisor y la Nintendo.
Se acercó a una de las ventanas y apartó la cortina para mirar a la calle. La cortina en realidad era una toalla gigante robada de la piscina de un hotel y sujeta con clavos. Estaban en una cuarta planta y allá abajo, en la calle, había un grupo de moros haciendo cosas de moros, con sus chilabas de mierda, sus barbas piojosas y esas bocas cariadas hablando en ese idioma del demonio.
¡¡HAMALAJÍ HAMALAJÓ JAMALAJÁ!! —les gritó William mientras les tiraba la lata de cerveza. Estaban muy lejos y la lata acabó dándole al techo oxidado de un Seat con las cuatro ruedas pinchadas.
—Barrio de mierda —susurró mientras encendía la consola por enésima vez ese día.
Simas entró al poco rato y le dio una patada con suavidad, para llamar la atención a William.
—Oye, Willy, ¿sabes algo de Rusky?
El otro siguió atento a la pantalla y le habló sin mirarle.
—Nada.
El lituano cogió una silla de plástico que tenía el logotipo de un refresco en el respaldo y la puso al lado de William. Miró alrededor y torció el gesto, asqueado. Los muebles, apolillados y manchados de humedad; las paredes desconchadas y llenas de garabatos y arañazos; el aparato de aire acondicionado estaba destripado, con todas las partes electrónicas quemadas a la vista.
«Menuda pocilga».
Simas observó la pantalla, aunque no entendió lo que estaba viendo. Para él, todo eso no eran nada más que dibujitos tontos. Luego carraspeó para llamar la atención del negro antes de hablar, muy serio.
—Willy, al salir de la tienda me llamó el búlgaro.
William giró la cabeza como si tuviera un muelle y olvidó la consola. Miró a Simas con los ojos muy abiertos.
—Me llamó y me dijo que Rusky encontró al vasco.
Una expresión de alivio se dibujó en la cara de William.
—Pero eso está bacanísimo, mano —sonrió mostrando todos sus dientes—. Se terminó la vaina esta de mierda. —William las pronunció como «telminó» y «mielda».
Simas levantó una mano.
—No. El búlgaro dice que el vasco no tenía el tema —Simas vio como la expresión de alegría de su compañero desaparecía—. Rusky hizo un buen trabajo con Gorka, ¿sabes? Le mandó un vídeo al jefe.
Simas se retrepó en la silla y se puso una mano encima de la bragueta, haciendo el signo de una tijera con dos dedos, como si estuviera cortándose la picha. William se encogió de hombros, asqueado.
—Si el vasco no tenía el caballo, ¿dónde mielda está?
—Rusky está buscando a su mujer.
—¿Chesca? —Willy alzó las cejas, incrédulo—. Imposible, manito, esa cutafara inútil no sabría bregar toda esa manteca.
Simas abrió los brazos.
—El búlgaro confía en el checheno. Ya sabes que Rusky no es de los nuestros, está a sueldo y es un pro, como tú dirías. Es una mala bestia, dicen que hizo muchas locuras en Chechenia, pero tiene una reputación. Si dice que la mujer de Gorka está pringada, es porque lo está. 
William negaba con la cabeza.
—Yo sabía que ese güevón nos la iba a dar.
Simas no estaba de acuerdo.
—Gorka siempre fue legal. Puede que nos hiciera la mota con el corte, pero eso es algo que hacen todos. Yo creo que el problema es la chica. El vasco le daba muy duro. Igual se hartó.
Pero el negro, desconfiado por naturaleza, seguía sin dar su brazo a torcer.
—¿Y si el que nos está mintiendo es el checheno?
Simas se levantó de la silla y se frotó el bigote, mirando pensativo una mancha de humedad en la pared.
«Estoy harto de esta pocilga. Harto de William y de los rusos. Para mi se acabó. En cuanto se solucione este embrollo me largo».
Respondió al negro sin dejar de mirad a la pared.
—Willy, si nos está mintiendo entonces Rusky se ha quedado con la droga de Gorka, haciéndole creer al búlgaro que en realidad los ladrones éramos nosotros, los proveedores, confirmando así una de sus sospechas: la de que Gorka y nosotros estamos juntos en el robo. ¿Por qué crees que nos ha metido en esta pocilga? No se fía de nosotros.
Simas y William se miraron en silencio. El lituano se resistía a creer esa teoría, confiando en la profesionalidad de Rusky y en su prestigio. Pero recordó que el checheno no era infalible y que ya tuvo problemas con los Troskys una vez. William insistió.
—¿Tú qué dices, manito, podemos confiar en ese bruto?
—No lo sé, compañero. Ya sabes cuales son las órdenes del búlgaro. Esperar aquí hasta que el ruso encuentre el paquete y ayudarle si lo pide. No podemos hacer mucho más.
—¿Tienes hierros?
Simas asintió levemente.
—Pues no los tengas muy lejos y será mejor que nos cubramos las espaldas, ¿vale manito?
Simas estuvo de acuerdo.
—Esta noche haremos turnos. Esa cerradura es una mierda.
William asintió. Tomó el mando de la consola y se centró de nuevo en el juego.
—¿Dónde coño estará metido ese mamón?
Simas no tenía ni idea, pero pensó que igual iba siendo hora de ponerse a buscar ellos también por su cuenta, dijera lo que dijese el búlgaro.

39.

Caraculo.

La polla del moro era larga y morena, casi negra. Tenía un capullo hermoso de un fuerte color morado y el semen contrastaba con él de una forma casi lírica.
«Hay algo de poesía en esta corrida. Leche blanca sobre piel negra».
Pero la poesía no era el fuerte de Caraculo. A él le iban más los números. De todas formas siguió admirando la belleza de ese pene mientras lo masturbaba, dejando el tieso vástago cubierto de esperma. El morito eyaculador era un chaval de 21 años recién llegado al bloque C. Caraculo, cuyo verdadero nombre era Ramón, tenía la potestad de probar a los nuevos y le había hecho una paja en su celda privada, con una sábana tapando el ventanuco de la puerta. Ramón tenía un prestigio dentro de la cárcel que le proporcionaba ciertos privilegios.
El moro era precioso, con una cara de niño bueno y un cuerpo morenito sin un solo gramo de grasa. El chico, después de chuparle la polla al gitano, se dejó tocar por Ramón.
—Qué bien lo hace, maestro —dijo el morito.
El gitano recorrió la piel suave del chico con sus experimentados dedos mientras que el moro hacía lo propio con el de Ramón, admirando el cuerpo fibrado del maduro. Caraculo tenía cincuenta y seis años y estaba en plena forma física. Seguía una dieta estricta y no faltaba jamás a sus rutinas en el gimnasio de la cárcel.
—Tú sí que estás bueno, ricura —Ramón tenía algo de pluma, no mucha, pero se le notaba.
El gitano acercó su cara a la del moro con la intención de besarlo, pero éste retiró la cabeza antes de aceptar el beso. No fue nada más que una décima de segundo, pero Ramón se dio cuenta. No se lo reprochó.
Caraculo tenía una cicatriz que iba desde el «pico de viuda» de su frente hasta la barbilla. Era un trazo recto que cruzaba el centro de su rostro con precisión milimétrica. El entrecejo, la nariz, los labios y el hoyuelo de la barbilla, todos ellos unidos por una línea roja que dividía su rostro en dos.
Como la raja de un culo dividiendo las nalgas.
Ramón le comió la boca al joven moro con ganas y éste aceptó la lengua del maduro con mucha diligencia. El chaval tenía mucha experiencia con los cincuentones, especialmente con los payos que le entraban en los lavabos públicos.
Después del intercambio de saliva Ramón se separó del chico, poniéndole las manos en el flaco pectoral.
—Por ahora es suficiente, cariño.
El morito se mordió el labio inferior, aparentando sensualidad.
—¿Ahora seremos novios?
—Claro, conmigo estarás bien. Nadie que no sea yo te tocará y tendrás algún regalo especial de vez en cuando.
Ramón tenía al personal de la cantina bajo cuerda y podía conseguir muchas cosas. El moro se puso los pantalones mientras observaba cómo el gitano le daba la espalda y se lavaba las manos en un diminuto fregadero de acero inoxidable. El muchacho se acercó por detrás, le besó en la oreja y le susurró con dulzura.
—Me sabe mal pedirte esto, pero ¿no tendrías un poco de polen? Acabo de llegar y no tengo nada para colocarme.
Ramón escupió en el pequeño lavabo y sonrió.
—¿Sabes lo que cuesta meter aquí ese material?
El moro se encogió de hombros, pero no respondió.
—Nada, cariño, no cuesta nada. —Ramón se sentó en el catre y le hizo una señal al chico para que se sentase a su lado—. Tu nombre es Jamal, ¿verdad? —Jamal asintió—. Verás Jamal, introducir cosas aquí dentro es sencillísimo, lo difícil viene después. Una vez que metes el material tienes que tener cuidado de que los funcionarios no lo sepan y de que los… «huéspedes» no te lo roben. Después de eso tienes que crear una red de distribución interna con los problemas típicos de ese tipo de operaciones, al que además hay que añadir otros inherentes al ambiente carcelario.
Jamal asentía en silencio, dejándose aleccionar por ese esbelto maduro de piel morena y pelo canoso que, sorprendentemente, hablaba como un ministro.
—Lo más jodido de todo este asunto es preservar el respeto. Respeto. Esa es la palabra, recuérdala. Para tener el tinglado en marcha hay que tener el respeto de los presos y el de los funcionarios. ¿Cómo se consigue el respeto? En el medioevo se usaba el miedo: la tiranía feudal aseguraba por medio del terror que la plebe respetase a la nobleza. —Ramón le apartó un rizo de la cara al chaval—. Hoy en día los dictadores y otras potencias siguen haciendo lo mismo, usando el miedo para mantenerse en el poder. No tiene porqué ser un miedo derivado de una amenaza militar o policial, puede ser el miedo a una crisis económica, a los inmigrantes, a la delincuencia… Hay muchas formas de usar el miedo.
El moro no se enteraba de nada, pero asentía de todos modos. Ramón, que sus largos años en prisión le permitieron completar sus estudios secundarios y universitarios a distancia, continuó con su pequeña lección mientras acariciaba el muslo de Jamal.
—Pero el miedo, a la larga, resulta contraproducente y al final se vuelve contra uno si no sabes gestionarlo, como bien saben aquellos que cayeron bajo las mareas revolucionarias, así que hay que usar otro medio: el dinero —el gitano jugó con la oreja del morito—. La gente te respeta si le pagas bien. Un trabajador bien remunerado es un trabajador contento pero, ay, cuidado, un exceso en la generosidad puede hacer que se vuelvan vanidosos e impertinentes, vagos e irrespetuosos, con la sensación de que están ganando un dinero demasiado fácil sin hacer nada. Así pues, ¿qué otra cosa podemos usar para ser respetados?
Jamal no lo sabía y negó con la cabeza.
—El capitalismo encontró la solución basándose en el espíritu revolucionario de Robespierre: «El Sentimiento de Pertenencia» —el gitano palmeó el muslo de Jamal—. ¡El sentimiento de pertenencia es algo maravilloso! Es una herramienta que llevan usando desde principios de siglo todo tipo de individuos, instituciones, gobiernos y grandes empresas aprovechando la mentalidad colmena de los grupos humanos. En realidad el sentimiento de pertenencia es un recurso evolutivo que nos ha hecho llegar hasta donde estamos, pues, gracias a él, los humanos… —Ramón miró la expresión confundida de Jamal—, bueno, digamos que el sentimiento de pertenencia es algo muy bueno y muy antiguo.
—Maestro, todo eso está muy bien, pero yo solo quiero un poco de costo.
Ramón lo ignoró.
—El ejemplo más claro de sentimiento de pertenencia lo tienes en el patriotismo. Los nacionalismos nacieron precisamente tras la revolución francesa, con el liberalismo burgués. Robespierre y los suyos se aprovecharon del orgullo de pertenecer a una nación unida bajo una bandera fraternal y provocaron la caída de la monarquía; ya sabes, cariño, la guillotina y todo eso. Seguro que allá, en tu país, a más de uno le encantaría colocar una de esas en Rabat —Jamal se encogió de hombros, negando con la cabeza—. No importa, cielo, de todas formas Robespierre también sucumbió a la búsqueda del respeto a través del terror y le cortaron la cabeza por ello. Solo has de saber que desde entonces y hasta el día de hoy, sentirse orgulloso de pertenecer a un país es algo aprovechado por todas las naciones del mundo. La gente necesita sentir que está dentro de un grupo. La gente, aún siendo gregaria por naturaleza, se divide y subdivide en pequeñas comunidades, creando la satisfacción de sentirse parte de un grupo, de ser especiales, únicos, seguros, unidos…: «¡Somos moteros, somos béticos, somos gitanos, somos de izquierdas, somos del bloque C…!». ¿Entiendes? 
—No.
—Pues bien, yo decidí que para mantener un proyecto de este calibre aquí dentro habría que darle a mis socios un poco de sentimiento de pertenencia, en este caso a mi grupo, a mi familia. ¿Entiendes Jamal?… ¡A MI FAMILIA!
Y gritando eso Ramón le introdujo en el oído un punzón de quince centímetros, atravesando el tímpano y el conducto auricular, arañando y quebrando huesos, músculos y tendones hasta llegar al cerebro.
—¡MI FAMILIA, JAMAL! —Caraculo se inclinó sobre el cuerpo del joven y le gritó muy cerca de la cara, salpicándole de saliva—. ¡Por eso me respetan!, porque trato a todos los integrantes de mi grupo como si fueran de mi familia. Y ellos, ¡todos ellos!, están orgullosos de pertenecer a ella.
Los pies del moro comenzaron a moverse espasmódicamente, golpeando el suelo mientras la vida se le escurría por un reguero de sangre y líquido cefalorraquídeo a través del oído, que aún tenía clavado el punzón hasta el mango.
—¡¿Pensabas que me iban a traicionar tan fácilmente?! —Ramón siguió gritando al moro, aunque éste ya era un cadáver—. ¿Creías que no me iban a contar lo tuyo y lo de ese come mierdas del búlgaro? —Ramón le dio una patada al muerto—. ¿Acaso ese ruso pensaba que los sobornos iban a ser más fuertes que el sentimiento de pertenencia a mi familia? —Caraculo escupió en la cara de Jamal.
Ramón le volvió a dar una patada, esta vez atinó a darle al punzón. La cabeza del chico emitió un crujido espantoso y su rostro se deformó.
El gitano dio un grito de dolor. Se había hecho daño en los dedos del pie. La puerta se abrió de pronto y entró un funcionario. Miró el cuerpo del chico y luego al gitano.
—¿Estás bien? Te he oído gritar.
—Sí, no te preocupes.
El uniformado se agachó y le tomó el pulso al cadáver. Miró a Ramón y negó con la cabeza. Luego se levantó y buscó alrededor con la mirada, buscando las pertenencias del moro.
—Está limpio —dijo Caraculo—. No traía nada. A este lo mandaron para pillar información, con la intención de que a la larga hiciese algo más… definitivo, pero eso sería más tarde —Ramón se lavó la sangre de las manos en el lavabo—. ¿A quién se lo vais a cargar?
—A Sanchís. Tiene la permanente revisable.
—Bien. —Ramón estaba sentado en el catre, haciéndose un masaje en el tobillo.
—Sanchís también tiene cáncer —continuó el funcionario—. El dinero será para su hija.
—Eso está bien —el gitano reflexionó—. ¿Tiene niños? La hija, quiero decir. ¿Sanchís tiene nietos?
El funcionario se encogió de hombros.
—Averígualo. Le daremos algo a ellos también. En forma de becas o algo así.
—Eso está hecho —miró el cuerpo una vez más—. Tendrás que quedarte aquí con el cadáver hasta el cambio de turno.
Caraculo hizo un ademán con la mano, quitando importancia.
—Estaré bien.
Cuando el funcionario ya estaba en la puerta para salir se giró y levantó un dedo.
—Perdona, lo había olvidado. Ha llamado el Lucas. Han visto al checheno en la ciudad.
El gitano dejó de tocarse el tobillo. Habló mirando al suelo.
—¿Cuando?
—El Lucas dice que lleva circulando por aquí unos días. Parece ser que los rusos han perdido algo y Rusky lo está buscando.
El gitano miró al funcionario.
—¿Los Troskys?
El otro asintió. Ramón miró el cadáver del moro durante varios segundos, pensativo.
—Dile a los primos que vengan. Al Matías y a Lucas. El vis lo haré con Lucas. —El funcionario hizo ademán de irse, pero se detuvo al escuchar al gitano—. ¡Eh! —se giró—, gracias Xavi, eres un buen hombre.
Xavi sonrió y salió de la celda.
«Rusky. El búlgaro no llamaría a un hijo de puta como él si no fuera algo importante. Sea lo que sea lo que hayan perdido, esos rusos deben de estar como locos por pillarlo».
Miró la ruina en la que se había convertido la cara del moro y se arrepintió de haberlo matado tan pronto. Quizás el chico sabía algo.
«¿Qué coño habrán perdido?».

Continuará...

©2020 Kain Orange