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sábado, 27 de junio de 2020

Trance Sexual (Acto I)

TRANCE SEXUAL

Una breve escena pastoril dividida en tres actos en la que se narra el encuentro entre un humilde campesino y una hermosa muchacha de sorprendente anatomía.

ACTO I

(Encuentro y felación)

    Al joven Marcos la única polla que le gustaba era la suya propia, las otras le daban asco.
    Le daba tanto asco ver pollas que no fueran la suya que el único cine porno que veía era el de lesbianas. Marcos se ponía a ver una escena con tías de melones gigantes, coños mojados y culos abiertos y en treinta segundos ya se estaba pelando el rabo como un macaco africano; pero en cuanto aparecía en escena un maromo con el badajo tieso y el capullo fuera, a él se le iba todo el calentón a tomar por culo.
    No podía soportar la visión de las vergas, pero las tías le volvían loco. Estaba todo el puto día salido perdido pensando nada más que en chochos y tetas, haciéndose pajas a la salud de la cajera del Mercadona, de la vecina de enfrente, de su cuñada, de su sobrina, de la presidenta de la comunidad, de la tetrapléjica que vendía cupones y hasta de la Santísima Virgen del Socorro Bendito.
    Le gustaban más dos tetas que un lápiz a un tonto y cuando veía a alguna guarrilla por la calle se ponía a soltarle piropos tan cerdos que rozaban la ilegalidad.

    Una mañana primaveral, cuando iba andando por el campo hacía la vega a sulfatar patatas, vio que se le acercaba un pedazo de monumento de pelo rubio, ojos azules y pechos gigantescos haciendo senderismo; Marcos, insuflado por las musas divinas, no pudo evitar mostrarle su admiración y le salió al encuentro con estas inspiradoras palabras:
   
 —¡Vaya culo bonito que tienes!, seguro que si te tiras un peo en un saco de harina salen croquetas. —Marcos le miraba los pechos y decía—: Ay, quien fuera camiseta para estar todo el día pegao a tu teta. Ven para acá, jamelga, que vámo a hacer un cepillo: tú pones los pelos y yo el palillo, que no tengo pelos en la lengua porque tú no quieres. Pero qué bien hecha estás, hija mía. ¿Dónde está tu madre pa' darle un premio?
    A la chica todo eso le hizo mucha gracia y se dio la vuelta riendo para saludar al poeta renacentista que le había dicho esas cosas tan románticas.

    —Eres un artista, ¿eh? Vaya lengua que te gastas, guapetón. —Le dijo la moza con una sonrisa blanquísima y un pelazo rubio que se meneaba al viento como si le soplaran dos ventiladores.
    —No sabes tú lo bien que uso yo la lengua, guapa —decía el Marcos moviendo la lengua arriba y abajo, como las culebrillas del campo—. ¡Mira! ¡Asín la gasto yo! ¡A fuerza lametones!

    La rubia se reía con las ocurrencias de ese cazurro y el Marcos, que veía que ahí había tema, se acercó a ella devorando el cuerpo escultural de esa diosa greco-romana con la mirada.

    —Vas a coger un resfriao con tan poca tela encima, hijica mía.
    —Tranquilo que ya sabré yo cómo calentarme. —Le decía ella estirándose la minifalda vaquera para abajo y admirando el físico de ese pueblerino alto y grande como un caballo, de espalda ancha, cuello de toro y brazos grandísimos, musculados y llenos de pelos. Pero lo que más le gustaba eran sus manos, que parecía que tenía dos racimos de plátanos en vez de dedos.
    —Pues me parece que ya andas bien caliente tú, ¿eh, rubia?

    A Marcos se le fueron los ojos a las dos sandías del tamaño triple equis ele que tenía la chiquilla en el pecho y en seguida se le puso el soldado en posición de firmes.

    —¿Cómo te llamas, rubia?
    —Tránsito.
    —Es el nombre más bonito, hermoso y precioso que he oído en mi vida —mintió él descaradamente—. Yo me llamo Marcos —le dijo plantándole dos sonoros besos en cada mejilla—, para servirle a Dios y a usted.

    Tránsito se rió de buena manera ante el desparpajo de ese mocetón y le devolvió los besos, rozando ligeramente las mejillas pobladas de Marcos con sus labios de actriz americana: rojos, sensuales y gordos como ciruelas.

    —Te voy a llamar Transe, que es más cortito y te pega más. Vente conmigo, anda, que ahí te está dando el sol y ya sabes lo que le pasa a los bombones.
    —Pero bueno, ¿tú qué te has creído que soy yo? —le dijo Tránsito con simulada indignación—, ¿y si no quiero irme contigo?

    Marcos la tenía agarrada de la cintura y Tránsito se dejaba llevar por ese atractivo campesino sin oponer resistencia.

    —Tú fíate de mi, guapa, que te voy buscar una sombra fresquita para darte un helado y te baje la temperatura.

    Y Tránsito le miraba guiñando el ojo con los párpados entrecerrados, aparentando sensualidad, pero en realidad parecía un bizca intentando enhebrar una aguja.

    —¡Uf! Qué bien, —decía ella con voz de femme-fatale—, con lo que me gusta a mí lamer cucuruchos.
    —Pues tranquila que te voy a dar helado hasta que te hartes.

    Marcos se llevó a Tránsito hasta una caseta de riego abandonada que había por ahí cerca, en mitad del campo, contándole por el camino chistes verdes y tocándole el culo prieto y redondo a la rubia. El tío iba con un empalme tan bestia que sólo con el roce del pantalón le entraban ganas de correrse. Tránsito se reía de todo lo que decía Marcos, apartándole las manos y haciendo el papel de niña modosita, pero la verdad era que estaba más salida que el culo de una mona en celo y solo quería sentir la hombría y la potencia de ese cuerpo viril entre sus brazos.

    El suelo de la caseta estaba cubierto de maleza, paja, ropa de campo abandonada, sacos de fertilizante caducados y cajas de cartón despanzurradas, aplastadas e hinchadas por la humedad. Había bichos, algún pájaro muerto y un par de excrementos secos desmenuzados en un rincón. A Tránsito le recordó los cortijos y las casas abandonadas donde se hacía las pajas a escondidas con sus amigos cuando era pequeña.

    —¿Dónde tienes el helado? —preguntó la inocente niña con voz infantil—. Aquí no veo ningún refrigerador.
    —Lo tengo justo aquí, Transe —decía el fornido veguero apretándose el paquete—. Uno bien gordo, de ciruela.
    —Pues vaya sitio más raro para guardar un helado. ¿Seguro que no se te habrá derretido del calor?
    —No creo, guapa. Es posible. Vamos a comprobarlo, ¿no?

    Tránsito le bajó la bragueta, le metió la mano dentro, le agarró el miembro y lo extrajo no sin cierta dificultad debido al fantástico diámetro que calzaba esa verga campestre; no podía abarcar la totalidad de la circunferencia con los dedos cerrados alrededor.

    —Vaya pedazo de polo tienes, cabrito.
    —Pues deberías de empezar a comértelo antes de que se derrita, que aquí hace muncha calor.

    Tránsito se agachó y empezó a darle lametones a ese salami de equinas proporciones, tirando hacía abajo del pellejo arrugado para descubrir el gordo capullo.
    Marcos le puso sus manazas gigantes en la cabeza y le acarició la melena rubia, haciéndole un masaje en el cuero cabelludo con gran maestría.
    La chica le metía la lengua por debajo de la corona del glande y le limpiaba los restos blanquecinos de esmegma que allí había acumulados. El olor a requesón que salía de esa polla la ponía como una moto, pues siempre lo asociaba a sexo, masturbaciones secretas, pornografía prohibida y sitios cálidos y oscuros.

    —Qué bien lo haces, jodida.

    Tránsito tiraba del pellejo hacia arriba, tapando el glande, y luego metía la punta de la lengua por el hueco del prepucio, tocando el orificio de la uretra con ella.

—¡Ostia! —gemía Marcos, que en su puta vida le habían chupado la polla como lo estaba haciendo ese pedazo de hembra celestial.

    La chica abría la boca y se metía el ciruelo hasta la campanilla, con los mofletes hinchados, apretando con sus labios regordetes el entramado de venas que cubrían el miembro varonil.
    Mientras la chica se la chupaba, Marcos se bajó los pantalones hasta los tobillos y se los quitó del todo, dando saltitos y apoyándose en la cabeza inclinada de Tránsito. Una vez liberado de la ropa inferior, Marcos separó las piernas, agarró a la rubia por las sienes y empezó a follarle la boca despacio, pero con profundidad, metiéndole el pollón hasta los huevos.

    —Vaya tragaderas que tienes, guapa. ¡BUF!

    Tránsito sentía aquellos dedos encallecidos y gordos como salchichas a los lados de su cabeza y se moría del morbazo que le entraba en el cuerpo, acelerando el ritmo y absorbiendo la carne hinchada que el campesino se obstinaba en meterle hasta los cojones. En pocos minutos, el roce de ese cipote metido dentro de su esófago le hizo segregar copiosas babas y mucosidades que pronto lubricaron el tieso mástil, dejando abundantes colgajos viscosos que le chorreaban por las comisuras de los labios y por la barbilla.

    —¡Vaya salchichón que tienes, cabrón! —se quejaba ella entre toses y escupitajos—, ¡me vas reventar! —Pero en seguida volvía a chuparle el cipote grasiento para tragárselo entero.

    Tránsito alucinaba con las piernas de ese hombretón. Eran dos columnas pétreas de carne, tan peludas y tan fuertes como las de un oso. Se notaban las horas de duro trabajo en el campo, porque tenía unos cuádriceps hinchados y sobresalientes que ella no se cansaba de apretar, tocar y acariciar, metiendo los dedos entre los pelos ensortijados y sedosos que los cubrían.
    La chica sintió de repente cómo esas columnas comenzaban a flaquear y a temblar, percatándose demasiado tarde de que eran síntomas del inevitable orgasmo del macho. Con un gruñido gutural Marcos eyaculó en la boca de Tránsito, llenándole la lengua y el paladar de una leche que a la chica le supo ácida y un poco agria. Ella se lo tragó todo, repasando el cipote con los labios y lamiendo el tronco baboso desde la base hasta el frenillo, procurando no tocar el irritado glande.

    —Pues al final se ha derretido todo el merengue del helado —le dijo ella con picardía—.

§


K.O.