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jueves, 18 de marzo de 2021

ESPERMA (8)

 8.

Rosa

Rosa se dio la vuelta y contempló al fantasma de Mariola.

Era ella… pero no era ella. Los mismos ojos verdes-azulados, pero enmarcados por las arrugas del paso del tiempo. El mismo rostro de pómulos altos y definidos. La sonrisa amplia, de labios delgados, con dos hoyuelos en las comisuras. El cabello largo, rubio, con mechas tostadas y ocres. 

Delgada y bajita, de la misma estatura que Rosa; las caderas quizás eran algo más anchas y rotundas de lo que ella recordaba; el pecho inexistente, apenas dos montículos remarcados por los incipientes pezones. Llevaba un vestido de algodón blanco, liviano, muy simple y sencillo, sin mangas y con los hermosos muslos al descubierto. Tampoco usaba sostén, como de costumbre.

Era muy guapa y no llevaba anillo alguno.

«Mariola».

De repente Rosa volvió a tener trece años, volvió a ser esa chiquilla delgada y revoltosa, enfadada con todo el mundo, rebelde y contestona. La que siempre se saltaba las clases que no le gustaban y la que se iba a hacer el gamberro por los cortijos, cazando sapos en las acequias y pescando ranas en las balsas. La que siempre iba a malas con los chicos porque estos siempre querían tocarle los pechos, demasiado desarrollados para su edad.

La que iba con su amiga, cogidas de la mano, hasta el cañaveral que había bajo el «puentecico» del arroyo, allá donde la Tomasa, bañándose a escondidas desnudas como Dios las trajo al mundo, descubriendo los secretos que ocultaban sus cuerpos.

Ya no era Rosa, la madre y esposa, si no la pequeña Rosi, la amiga, amante y confidente que durante casi dos años, desde aquella noche invernal en casa de Mariola hasta su huida del pueblo, vivió los días más felices de su juventud.

El abrazo fue largo. Las lágrimas, inevitables y reconfortantes.

—Lo siento, Rosa, lo siento tanto —repetía una y otra vez Mariola, sollozando contra el cuello de Rosa.

«Mariola».

Rosa no podía hablar. No quería hablar. No quería quebrar el tiempo.

Quería conservar ese instante para toda la eternidad, que el calor y el amor que le transmitía ese cuerpo durase hasta el fin de los tiempos. Así habría de ser el cielo: un abrazo eterno.

Pero al final la magia se rompió y Mariola se apartó para observar a su amiga y limpiarle las lágrimas de la cara con sus propios dedos, aun cuando ella misma tenía las mejillas húmedas.

—Mírate Rosi… —bromeó, sollozando y regañándola como si fuera una niña—. Siempre eras la más sucia, andabas todo el día con las rodillas llenas de costras y la cara con churretes. No has cambiado nada.

Rosa soltó un bufido.

—Sí he cambiado, Mariola. Sí que he cambiado.

Estaban muy cerca, los rostros apenas separados por unos centímetros, y a esa distancia Rosa pudo distinguir mejor los cambios en el rostro de Mariola: pequeñas arrugas, ligeras manchas, alguna peca por aquí o un lunar desvaído por allá… Aunque el paso del tiempo había sido benigno con ella, estaba claro que ya no era el mismo rostro terso y lozano que ella tantas veces besó y acarició.

Mariola carraspeó y retrocedió otro paso, se recompuso un poco la ropa y sacó de su bolso un pesado llavero cargado de llaves de todo tipo y tamaño.

—Ven —dijo mientras abría la enorme puerta de entrada—, hablemos dentro.

*

Rosa reconoció muchos de los viejos muebles y adornos que acumulaban polvo y recuerdos en la casa: la vidriera con la vajilla «buena»; el aparador donde la Tomasa guardaba la ropa de cama; las herramientas campestres de hierro encima de la chimenea; fotografías (muy pocas); pinturas sin valor y un par de jaulas diminutas, oxidadas ya, habitadas por el fantasma de algún canario o verderón.

Olía a viejo, a polvo, a madera antigua, leña quemada y romero. Y por debajo de todo eso el ligero tufo de los excrementos de ratones y de algún alimento podrido, probablemente en alguna alacena olvidada.

—No he podido limpiar aún —se excusó Mariola—. En realidad no tuve ánimos para entrar hasta ayer, y apenas estuve unos minutos…

Rosa supuso que los fantasmas y recuerdos que habitaban en esa casa aun pesaban sobre ella.

—¿Cuando regresaste al pueblo? —preguntó.

—Hace una semana, pero estoy alojada en un hostal. ¿Y tú?, ¿sueles venir?

—Sí, mis padres aún viven.

Rosa pensó que a lo mejor eso sonaba como algún tipo de reproche, así que aclaró:

—Quiero decir que vengo a visitarlos casi todos los domingos.

Rosa seguía en silencio a Mariola, que caminaba despacio por la vivienda, recorriendo las escasas habitaciones de techos altos: la vieja cocina con su horno de leña al lado de otro más «moderno» de gas butano; el salón comedor, con la gigantesca mesa dominando toda la sala; el baño, irreconocible para Rosa después de tantas reformas y reparaciones…

Mariola no entró en el dormitorio principal. Se detuvo frente a la puerta cerrada, con la mano sobre la manija, dudando sobre abrir la puerta o no.

Rosa contempló la espalda de su amiga; los hombros, sensuales, estaban al descubierto y sus redondeces invitaban a ser acariciadas; el largo cabello rubio, la cintura delgada y las caderas curvas. Los muslos eran dos columnas ligeramente tostadas por el sol, tersas y redondeadas. El corazón de Rosa palpitó con fuerza al recordar las veces que ella se subió sobre esas piernas a horcajadas para deslizar su sexo por ellas.

—Aún no quiero entrar aquí —dijo Mariola al cabo de un minuto.

Se volvió y tomó a Rosa de la mano, como cuando eran niñas.

—Ven, quiero enseñarte una cosa que descubrí ayer.

—Mariola…

Había tanto de qué hablar, tantas preguntas, tantos recuerdos, dudas, reproches… Rosa no sabía ni por dónde empezar. Notaba la cabeza ligeramente mareada aún por la caminata y los restos del vino.

—Mariola… —comenzó de nuevo, pero su amiga la interrumpió con suavidad.

—Espera y verás.

Rosa reconoció en seguida la pequeña habitación a la que entraron. Durante muchos años fue el dormitorio de la pequeña Mariola, pero en algún momento de los últimos treinta años la viuda Tomasa lo transformó en un almacén trastero.

Las cajas de cartón y madera se acumulaban entre latas, herramientas, revistas, muebles desvencijados y sacos de arpillera. Mariola, ágil y resuelta, caminó entre todas esas cosas hasta un rincón, se agachó y movió la losa suelta que ocultaba su escondite de los secretos.

Rosa tenía uno igual en el cortijo de sus padres, pero en un hueco tras una viga.

Mariola regresó junto a Rosa y le dio una caja de latón con manchas de óxido. En la tapa había dibujos de animales.

—Ábrela —pidió Mariola sonriendo.

Rosa así lo hizo. En la pequeña lata solo había una cosa y en seguida un rubor le encendió el rostro, sintiendo una vergüenza absurda, totalmente infantil, que al momento se convirtió en hilaridad.

«Madre mía, ¡no puede ser!».

Rosa extrajo el objeto entre carcajadas.

Eran dos hojas grapadas de una vieja revista pornográfica, arrugadas y manchadas, con las fotografías desvaídas y descoloridas por el tiempo.

—Ay, por Díos —dijo entre risas—, las había olvidado.

—Yo no —dijo Mariola con una amplia sonrisa mientras volvía a tomarle de la mano.

—Vamos, Rosi, a ver si mi vieja tenía algo más fuerte que ese vino apestoso que ella hacía.


Resultó que la vieja tenía guardada una botella de Chivas prácticamente intacta, probablemente reservada para las visitas. No había electricidad en la casa, así que tuvieron que tomarlo sin hielo, con el agua del grifo.

Rosa se sentó en uno de los amplios sillones, exageradamente grandes y cómodos, pero Mariola le hizo una seña para que se sentara al lado de ella en el sofá principal.

—Aquí, Rosi, cerca de mi. Bastante tiempo hemos estado ya separadas.

Rosa obedeció con una sonrisa y se sentó a su lado, sin tocarla. La sonrisa tembló y sintió vergüenza cuando su cuerpo se hundió sobre el viejo sofá, haciendo crujir las maderas y muelles, avisando al mundo entero que una gorda intentaba aplastarlo.

Mariola alzó su vaso y Rosa chocó el suyo levemente contra él. Ambas se miraron a los ojos, buscando un brindis adecuado para el momento, pero no encontraron ninguno y dieron un sorbo al mismo tiempo, en silencio.

El fuego cayó sobre su estómago y en seguida recorrió sus miembros, calentándolos. Un ligero y agradable mareo le animó el pulso.

—¿En serio te olvidaste del «teatro»? —preguntó Mariola.

Rosa volvió a ruborizarse y asintió con la cabeza, cerrando los ojos.

El «teatro» era un juego erótico que comenzaron a realizar tras encontrar aquellas dos páginas pornográfícas. En ellas se mostraban a dos modelos femeninas mostrándose amor mutuo. Pertenecían a una revista del padre de Mariola, un tipejo al que le daban tanto asco las lesbianas que arrancó esas dos hojas y las tiró, sin sospechar que Mariola las encontraría más tarde enganchadas en una alambrada, cerca del cortijo.

El «teatro» consistía en realizar en la vida real las acciones que mostraban las fotografías.

En la primera foto las dos modelos (una rubia y otra morena, como ellas) se desnudaban mutuamente. Las adolescentes Mariola y Rosa hacían lo mismo.

En la siguiente las dos actrices se besaban y tocaban. Mariola y Rosa también.

En otra foto una de ellas se abría el sexo para que el interior fuera lamido por la otra. Las dos chiquillas las imitaban.

Y así, las chicas iban interpretando todas y cada una de las fotografías, una tras otra.

—¿Estas casada? —preguntó Mariola.

Rosa abrió los ojos y vio que ella estaba señalando la alianza de su dedo.

—Sí. Desde hace veinticinco años.

—¿Hijos?

—Dos. Chico y chica. Guapísimos, como su madre —bromeó.

—Seguro que lo son.

—¿Y tú? —preguntó Rosa, aunque no había visto anillo alguno.

—No.

—¿Divorciada, hijos?

—No. Nada. Libre como un ruiseñor, libre como un árbol; libertad de lo alto, libertad verdadera.

Rosa alzó las cejas, divertida y confusa.

—Lorca —dijo Mariola—, más o menos.

«Siempre le gustó leer —recordó Rosa dando otro trago—, e inventar historias y cuentos. Era buena estudiante, excepto cuando hacía novillos conmigo».

—Lorca… —suspiró Rosa, ligeramente ebria—, a mi nunca se me dieron bien los libros, a ti se te daban mejor. ¿Pudiste acabar los estudios?

—Sí.

«¿Dónde? —quiso preguntar Rosa—, ¿dónde estudiaste, a dónde fuiste cuando me abandonaste?».

Pero no quería llegar a eso todavía.

—¿Y tú? —preguntó Mariola—, ¿entraste a la universidad?

Rosa dio otro trago antes de responder.

—Oh, sí, sí que entré: en la facultad de madres y esposas trabajadoras a tiempo completo. Así me he quedado —bromeó mientras se pellizcaba una de las mollas que sobresalían de su cintura.

—Ahora soy oficialmente una maruja.

Mariola no dijo nada, esperando a que Rosi dijera lo que tuviera que decir y que se desahogara.

—Una maruja, Mariola. ¿Recuerdas cuando yo decía que de mayor iba a ser alpinista profesional? Mírame, casi me muero asfixiada en la puerta subiendo hasta aquí —Rosa señaló a su amiga con el vaso de whisky—, ¡Y mírate tú! Madre mía, pareces la versión en miniatura de Cameron Díaz.

Mariola se encogió de hombros.

—No tiene ningún mérito, Rosa. Ojalá yo hubiera tenido la entereza y la fuerza que tú has debido tener para construir una familia a tu alrededor.

«¿Una familia? Mis hijos se están convirtiendo en unos extraños y mi marido en una caricatura anodina».

—Entereza, fuerza… —Rosa dio otro trago sabiendo que no tardaría en emborracharse si seguía ese ritmo—, bla, bla, bla… Palabrería. Simplemente me dejaron preñada, me casé y tuve que lidiar con ello. Nada más.

Rosa sintió que las lágrimas le quemaban los ojos, sintió que quería seguir hablando y soltando la amargura que durante treinta años se le había acumulado en el corazón, pero no quería estropear el reencuentro con Mariola.

«Aún no. Ya habrá tiempo para eso».

—¿Y tú, Mariola? —preguntó notando que la lengua se le trababa por culpa del alcohol—, ¿Esc… Escalaste alguna montaña?

Su amiga la miró atentamente y le respondió con sinceridad.

—No. Me dan miedo las alturas. No me hice alpinista, pero me dediqué a escribir.

«Por supuesto».

—Se te daba bien contar historias —dijo Rosa—. Eso sí lo recuerdo.

Se levantó del sofá (con cierta dificultad) y se dirigió a la enorme mesa que dominaba el salón para servirse otra copa. Mariola la observó con seriedad. Sobre la mesa, cubierta por un delicado mantel entretejido, recuerdo de los bisabuelos de Mariola, se encontraban algunos objetos: candelabros, floreros y algunas fotografías enmarcadas.

Rosa miró las fotografías, buscando a su amiga en alguna de ellas.

—No me vas a encontrar en ninguna de esas —oyó decir a Mariola tras ella, leyéndole el pensamiento—. Mi madre tiró o recortó todas aquellas en las que yo aparecía.

Mariola se levantó y se acercó a Rosa, colocándose a su lado, cerca. Muy cerca. En ese momento Rosa se percató de que su amiga también se movía con cierta inestabilidad, como si no estuviera acostumbrada a tomar alcohol.

Rosa observó una fotografía bastante grande, en color, enmarcada con bronce y plata. En ella se veían a La Tomasa y al Diego, los padres de Mariola, muy jóvenes, antes de que ella naciera.

—Recuerdo esa foto —dijo Rosa—. Tu madre se la mostraba siempre a todas las visitas. Fue tomada el día de su boda, ¿verdad?

—Sí —Mariola frunció el ceño—. ¿Sabes por qué mi madre estaba tan orgullosa de esa foto? Porque yo aún no existía. Aún no había sido concebida. Aún no era un estorbo.

De pronto Mariola colocó una mano en el hombro de Rosa para aguantar el equilibrio mientras se subía a una silla, luego, con cierta dificultad, se subió a la mesa.

—¿Qué haces? —preguntó Rosa mientras reía—. Te vas a matar.

Mariola la ignoró y se metió las manos debajo del vestido para bajarse las bragas hasta los tobillos. Luego sacó una pierna y le lanzó las bragas a Rosa de una patada. La amiga tuvo que atraparlas al vuelo para que no le dieran en la cara, no sin antes tener la fugaz visión de una vulva rosada y un pubis tapizado por un corto vello de color tostado.

Mariola se puso en cuclillas sobre la fotografía de sus padres, se recogió el vestido y se meó encima de la foto, arrojando chorros entrecortados. Cuando acabó se limpió el coño con el mantel de sus bisabuelos y volvió a bajar apoyándose en el hombro de su amiga.

Una vez en el suelo atrapó el rostro de Rosa con ambas manos y la besó en los labios con fuerza.


CONTINURÁ...

ESPERMA 9

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