Trópico
El mosquito, atraído por el calor de la sangre, se posó en el cuello del hombre, exploró la superficie de la piel con sus patitas, movió las alas y metió su trompa en uno de los poros, cerca de un capilar. El cuerpo del insecto fue destruido de una sola palmada y los restos quedaron adheridos a la piel del hombre durante unos segundos, hasta que la misma mano asesina deslizó unos dedos sudorosos sobre ellos.
—Dios, cómo odio a estos bichos. ¿Siempre hace tanto calor aquí?
—¿What?
Darío olvidó que el pequeño guía no comprendía su idioma. Le repitió la pregunta en inglés y el hombre, envuelto en un viejo traje dos tallas mayores de lo que realmente le correspondía le contestó en un inglés de parvulario:
—Oh no, mister. Today is no hot. Today is very fresh. Other seasons is more hot, very much hot. You need water?
—No, thanks. I have my own water —le contestó Darío pensando en el horror que sufrirían sus intestinos si bebiese del agua local.
El calor y la humedad del trópico lo ahogaba y le costaba pensar con claridad. El sudor le entraba en los ojos y constantemente se pasaba un pañuelo empapado en sudor por la frente, la cara y el cuello. El ventilador que colgaba del techo de la pequeña habitación apenas servía para algo más que remover el aire caldeado de la estancia. Había estado caminando toda la calurosa mañana al lado del pequeño hombre a través de calles estrechas y polvorientas, entre callejones repletos de basura, ratas y desperdicios de todo tipo. Hacía dos horas que habían subido la colina atestada de chabolas y favelas hasta llegar a esta especie de motel destartalado de cuatro habitaciones y estaba cansado de esperar.
—¿Cuánto tardará en…? Quiero decir: ¿How long does it take to come?
—Soon, soon. Do not worry you, man. Do you want to smoke? —El pequeño guía le miró con una sonrisa llena de huecos.
—No, thanks. —Darío se preguntó durante cuanto tiempo iba a tener que soportar el hedor rancio que desprendían las paredes de madera cochambrosa. Otro mosquito se posó en uno de sus bíceps musculados y llenos de tatuajes y Darío lo fulminó de un manotazo.
El viaje lo había organizado su productora de cine y él había aceptado encantado el encargo. Mientras duró el casting y las pruebas de rodaje Darío disfrutó de las bondades que un país tropical puede ofrecer si tienes dinero: buena música, chicas guapas, ambiente nocturno, sexo… A Darío le gustó tanto que decidió quedarse una semana más. Sus colegas de profesión le advirtieron que no saliese de la zona comercial y turista, que se olvidase de ir a las zonas más “pintorescas” de la vida local. Darío, amante de las sensaciones fuertes, no les hizo caso.
Le habían hablado de un lugar donde se realizaban cierto tipo de reuniones religiosas. Se trataba de grupos derivados de otras religiones como el candomblé, la santería, el vudú, el palo… El no creía en nada de eso, pero sí creía en la fuerte convicción y la fe de sus creyentes. Le excitaba mucho contemplar las danzas y los éxtasis espirituales a los que se entregaban sus integrantes. También sabía que muchas de esas reuniones se transformaban en verdaderos aquelarres orgiásticos llenos de sexo salvaje y primitivo y él quería convertirse en un espectador… y puede que también en un participante más. Su contacto le dio un número de teléfono; ese número le llevó a un hombre y éste le dio la dirección de uno de los arrabales más pobres a las afueras de la ciudad. Aquí debería esperar a una persona que, supuestamente, le pondría en contacto definitivo con uno de los “sacerdotes”.
El pequeño guía se levantó de la silla y miró por el agujero de la pared que hacía de ventana improvisada. Dijo algo en su idioma y Darío le pidió que lo repitiese.
—She is here. I must left now —dijo en voz baja mientras se encaminaba a la puerta.
—¿What…? ¡Wait! ¿Who is she?
—She is… She. —el hombre sonreía mostrando sus dientes cariados, pero sus pequeños y oscuros ojos no sonreían en absoluto. El pequeño guía se dirigió a la puerta de la habitación arrastrando sus gastados mocasines y salió al sol del exterior sin decir nada más.
Darío se asomó a la ventana: el hombre avanzaba a paso ligero, buscando la sombra que arrojaban las chozas de chapa y madera conglomerada, arrastrando los pies y levantando una pequeña nube de polvo en el sucio camino abrasado por el sol. Era la única persona fuera.
—Darío —la voz femenina que sonó a su espalda era tan profunda y cálida que podría haber derretido un iceberg.
Darío se giró sobresaltado y contempló la figura que había en el centro de la estancia. Una mujer esbelta de piel canela, caderas generosas y cintura estrecha. Su vestido… ¿Una túnica? ¿Una especie de sari indio entallado? No lo podía apreciar, pero sí veía claramente su cuerpo a través de la tela vaporosa. No llevaba nada debajo y podía ver el triángulo oscuro, breve y definido entre sus piernas. Sus pezones, así como las aureolas, se marcaban en la cima de dos senos altivos y firmes. Su rostro era terriblemente bello, con unos rasgos en el que se mezclaban razas y etnias de todo tipo. Ella avanzó hacía él.
Pareció que el mundo se desplazaba bajo sus delicados pies descalzos, parecía que era ella la que obligaba a la habitación a retroceder hasta su figura mientras ella estaba en la misma posición, danzando sobre el suelo. Sin saber cómo, ella estaba a un palmo del cuerpo tenso de Darío. Sus senos casi rozaban el pecho amplio y musculado de él. Los pechos de la mujer temblaron levemente dentro de la túnica cuando ella habló de nuevo:
—¿Buscas el rito? —el aliento era canela, caña de azúcar, agua salada y especias prohibidas. Sus ojos eran infinitos.
—No… sí… no… no lo sé. Su… supongo que sí… —Darío estaba absolutamente perdido dentro de la mirada de la extraña. Cerró los ojos con fuerza, respiró profundamente y lo intentó de nuevo: —Sí. Busco el rito.
Ella sonrió y los dientes perlados iluminaron los ojos de Darío.
—¿Lo encontrarás? —sus labios vibraban con insultante lujuria.
Darío pensó durante unos segundos: ¿era una pregunta con trampa? ¿Qué se suponía que debía decir? Miró directamente a los ojos de la desconocida y se dejó llevar por ellos:
—Sí. Lo encontraré si tú me guías.
Ella le puso una mano en el pecho. Fuego con fuego.
—Darío —ella no pronunció su nombre, se lo arrebató— Darío, eres hombre —no era una pregunta pero él respondió igualmente:
—Sí.
—Sí. —Ella colocó unos dedos largos y delgados entre las piernas de Darío, acariciando la erección que allí palpitaba —esto dice que eres hombre pero… ¿eres hombre?
Darío no podía pensar. Su cabeza daba vueltas; el calor y la humedad de la habitación parecían haber aumentado desde que la mujer apareció; la fragancia que desprendían sus cabellos era como una droga especiada que lo adormecía; sus dedos eran fuego y hielo al mismo tiempo y sus ojos… Darío cerró los suyos, aspiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire cargado con el aroma de la hembra, expandiendo tanto su pecho que rozó los pezones de la mujer. ¿Qué era lo que le había preguntado ella? ¿De qué estaban hablando? ¿Qué hacía él en este sitio?
Su corazón habló guiado por los sentidos:
—No. Aún no soy hombre —abrió los ojos y vio una sonrisa blanca y húmeda.
—Ahora lo serás.
La mujer colocó las dos manos sobre la cintura delgada de Darío y lo empujó con suavidad; sus piernas tropezaron con la cama y él se dejó caer de espaldas sobre las sábanas. La mujer subió a la cama, de pie, caminando despacio sobre el colchón. Darío advirtió algo imposible: el colchón no se hundió ni un solo milímetro bajo el peso de la mujer. Ella habló mirándolo desde arriba, con las piernas a cada lado del cuerpo de Darío:
—El rito necesita hombres. Tú puedes ser uno de ellos. Deseas ser uno de ellos —de nuevo, no era una pregunta.
Darío habló sin pensar: “Te deseo a ti”.
La sonrisa se borró del rostro de la mujer y ésta le puso un pie en el pecho. Su voz era grave y severa, pero tan cargada de lujuria y lascivia que Darío casi pierde la cabeza en ese momento.
—¡Todos me desean! Pocos me consiguen y aquellos que fracasan… jamás vuelven a su mundo. ¿Aún me deseas? ¿Deseas el rito? —los ojos de ella se tragaron el universo y el espíritu de Darío vagó a otras tierras, a un lugar árido y lleno de bestias; su espíritu viajó entre los arbustos resecos de la sabana y los árboles imposibles de la selva tropical. Su alma despertó entre cuerpos sudorosos y carne trémula; labios húmedos y lenguas resbaladizas; sonidos confundidos entre voces, gemidos, gritos y los ruidos de la carne contra la carne y de los líquidos de la lujuria desbocada.
—Darío —la voz cayó como una cascada de miel hirviendo sobre su rostro. Él abrió los ojos y vio esos labios de belleza imposible rozando su cara. Los pechos de la mujer oscilaron voluptuosos cuando habló:
—El rito te necesita; necesita hombres de verdad y no simples herramientas de placer. Necesita hombres ¿Crees que puedes poseerme? ¿Crees que puedes tomarme? —Ella cerró los dedos alrededor de las muñecas de Darío y las colocó en la cabecera de la cama. Darío no supo cómo, pero ella le había atado las manos y no podía mover los brazos. —Para tomarme, primero debes ser hombre.
Darío formuló la pregunta que le atormentaba desde que la vio:
—¿Quién eres?
Ella se alzó en pie sobre la cama y el Sol desapareció. La luz fue absorbida por el cuerpo de la mujer y la oscuridad inundó la habitación. La mujer habló y el mundo se detuvo:
—Soy Lilith.
La tela vaporosa cayó. En la oscuridad, el sudor de la mujer lanzaba breves destellos, enmarcando la figura llena de curvas entre reflejos de oro y bronce. Sus pechos oscilaron cuando flexionó las piernas y sus nalgas se posaron sobre los muslos de Darío. Unos dedos finos y llenos de sexualidad acariciaron el pecho amplio y duro del hombre. Las uñas atravesaron la tela y rasgaron la ropa, arrancándola.
El cabello de la mujer se desbordó como una cascada en el cuello de Darío; la boca sensual besó la barbilla cuadrada del macho, absorbiendo el sudor que allí había. La lengua se deslizó por la mejilla del hombre, recorriendo los ángulos fuertes y recios, lamiendo la piel perlada de sudor y cubierta de una breve alfombra de vello. Lilith movía sus caderas sobre los muslos duros y fornidos del macho, dejando que el miembro erecto se acoplase a través de la ropa entre sus muslos. La tela se empapó con los fluidos cremosos que brotaban de la vulva y el aroma de la hembra excitada flotó por la oscuridad de la estancia.
Darío gimió. Sentía el calor insoportable de esa vulva hambrienta abrazando su mástil a través de la ropa y creía desfallecer de placer. La boca de Lilith alcanzó los labios del hombre y la lengua femenina bebió de su lujuria, abrazándose las dos lenguas en una danza de pasión descontrolada. Los dedos de Lilith arañaban el rostro pétreo y sus pequeños dientes mordían la lengua gruesa y viscosa del hombre. Ella apretaba su sexo de fuego más y más fuerte, masturbando el miembro erecto, resbalando sus carnes íntimas sobre la tela abultada y empapada. Pero Darío no quería entregar su simiente a unos ropajes y resistió, retrasando su orgasmo. Cerró los ojos y permitió que la lengua de Lilith le lamiese el rostro lleno de sudor mientras él apretaba la mandíbula con fuerza. Ella sonrió satisfecha al ver que el macho resistía sus envites: el hombre que desee superar el rito sólo puede arrojar su simiente dentro de la hembra. Aun así, ella siguió torturándolo, deslizándose una y otra vez sobre ese miembro duro y lleno de lujuria.
—Lilith… —él le suplicó.
Ella se tragó la suplica con su boca libidinosa, besando los labios sensuales del hombre.
—Eres fuerte —le susurró en la boca— ¿Tu lengua es igual de fuerte? ¿Satisfará a Lilith?
Ella subió por el cuerpo sudoroso de Darío, deslizando su vulva abierta por el vientre, el pecho y el cuello varonil. El rastro de la lujuria femenina brillaba en la oscuridad. Ella se abrió la raja excitada frente al rostro de Darío y el perfume secreto de la hembra en celo subyugó la mente del macho.
—Éste es el néctar de la vida. El fluido que lubrica la pasión y la lujuria. Mis entrañas te lo ofrecen libremente, no seas ingrato y acéptalo. Satisface a Lilith.
Los dedos de la hembra se enredaron en el cabello de Darío, levantando su cabeza para facilitar el acceso a su hendidura de pliegues ocultos. Darío se embriagó con el aroma que brotaba del interior de esa gruta. Su menté voló y su lengua asomó de entre los labios, azotando el aire desesperada. El líquido cayó sobre la punta de la lengua y la ambrosía inundó los sentidos del hombre. Hundió la lengua entre los pliegues carnosos, abriendo la raja sonrosada, separando el orificio del que brotaba la pasión de Lilith. La carne gruesa y temblorosa de la lengua desplazaba pliegues y removía carnes, la boca masculina chupaba y tiraba del sexo encendido, aspirando los efluvios, inundando su boca de aceite femenino. Lilith colocó una de sus manos sobre la piel delicada del montículo secreto, la capucha que ocultaba el clítoris de la Diosa:
—¡Sáciate! Calma tu sed y despierta mi hambre. —Lilith movió sus dedos y la diminuta esfera rosada, dura y brillante, apareció, sobresaliendo altiva de entre los dedos de Lilith. El pequeño fruto redondeado tembló bajo los azotes de la lengua de Darío.
Lilith gimió por primera vez. Se levantó y Darío sollozó al verse privado de la fruta divina. Alzó la mirada y sintió miedo al ver el fuego que brotaba de los ojos de Lilith. Está habló:
—Lilith tiene hambre.
El cuerpo fantástico se deslizó entre las piernas robustas de Darío. Los dedos afilados rasgaron la tela, arrancaron las prendas y rompieron las barreras. La verga del macho se alzó liberada. El pene era largo y grueso, coronado con una fenomenal cabeza lustrosa; era una barra de fuego recubierta de ríos y pliegues, hinchada y pétrea. La cabeza orgullosa, fuerte y atiborrada de lujuria, brillaba y goteaba imbuida por el fuego que la ambrosía de Lilith había filtrado a través de las prendas. Por debajo del pene colgaban dos enormes bolas envueltas en una piel suave y temblorosa.
Lilith asintió satisfecha y con una mano abrazó el miembro tieso mientras que con la otra apretaba y ordeñaba las bolas con dedos como serpientes.
—Estás dotado. Dejarás una buena semilla—dijo mientras su garganta engullía la virilidad de Darío en toda su longitud.
Lilith tragó y se atiborró de carne. Su cabeza bajaba y subía, venerando al falo y rindiéndole pleitesía, agradeciendo su dureza y aguante. Ella absorbió con fuerza y el macho sintió cómo sus testículos protestaban, pues les estaban siendo arrebatados los líquidos a la fuerza. La boca de la Diosa liberó el miembro dejando sobre él una pátina brillante de saliva viscosa y un chorro de líquido transparente saltó del orificio del pene con fuerza. El líquido resbaló por el vientre del hombre. Lilith lo lamió como una gata. Su lengua de fuego resbalaba por el abdomen de acero del macho, recorría las curvas sudorosas de los músculos, se alimentó del sudor del hombre y se amamantó con los pectorales orgullosos y varoniles.
—Eres fuerte, Darío: mi raja te abrazó por fuera y lo soportaste; mi boca te extrajo los líquidos y tú sólo me diste los primeros jugos, la simiente falsa que precede a la verdadera. ¿Me preñarás ahora? ¿Concluirás el rito? —Darío abrió la boca para responder pero la Diosa le puso unos dedos impregnados de sexo en los labios —Has de saber una cosa: si concluyes el rito tu simiente perecerá. Jamás podrás preñar a otra hembra. Serás estéril.
Darío miró a Lilith. Su belleza provocaba dolor.
Una Diosa pidiendo un sacrificio ¿Qué mortal podía negarse? ¿Qué hombre, digno de llamarse así, sería capaz de despreciar semejante honor? Si Lilith le hubiese pedido la vida, Darío se hubiera abierto las carnes con sus propias manos para arrancarse las vísceras y entregárselas allí mismo.
—Recoge mi semilla —dijo a los ojos eternos.
Lilith deslizó la carne en su interior y Darío aulló de doloroso placer. Las paredes de fuego abrazaron el miembro, exprimiendo sus venas, apretando la cabeza hinchada, derritiendo en el horno de la Diosa el acero del Hombre. La sangre se agolpaba en las venas, las paredes palpitaban y estrujaban la carne. La semilla brotó con un placer tan intenso que Darío perdió el conocimiento. La vasija de Lilith se llenó una y otra vez entre espasmos de lujuria cada vez que el falo expulsaba los chorros de esperma, inflamando las entrañas de Lilith, la Diosa Mujer, despertando sus sentidos y provocándole el orgasmo vital del que brotaría la descendencia futura.
La Diosa gritó.
El mosquito acudió atraído por el calor de la sangre, posó sus patitas sobre el cuello del hombre, extendió su trompa y succionó la sangre caliente y viva. Darío despertó y el mosquito se convirtió en una mancha roja cuando los dedos destruyeron su cuerpo de un manotazo. Era de día y su mente embotada por el calor y la humedad intentaba darle sentido a lo que le rodeaba. La habitación, caldeada por el fuerte sol del mediodía, parecía temblar, latiendo al compás de su corazón. Estaba desnudo, cubierto por una sábana impregnada con el olor a sexo y especias.
Lilith.
Recordó el nombre y su corazón latió más deprisa. Su mente viajó hacía atrás para atrapar los recuerdos de las horas pasadas, pero una voz rompió la cadena de pensamientos:
—Are you right? You dream very much hours.
Darío vio al pequeño guía sentado en una silla cerca de la ventana mostrando su sonrisa llena de caries.
—You are very lucky, man. She… is very happy with you.
Darío se preguntó cuanto tiempo había estado durmiendo desde que yació con Lilith. También se preguntó qué secretos guardaría ese hombre.
—Do you know her? Where is she?... Who is she?
El pequeño hombre seguía sonriendo mientras hablaba arrastrando las palabras con un fuerte acento:
—Tú plantas semilla. Ella feliz con semilla. Tú feliz… Tú estar vivo. —su voz cascada hizo una pausa mientras miraba por la ventana —Otros no tener tanta suerte.
Darío se sentó en la cama y lo miró con el ceño fruncido:
—Tú… ¿buscaste el rito?
—Yo, no. —apartó la vista de la ventana y caminó hacía Darío. Ya no sonreía—Mi hijo sí.
El hombrecillo le puso algo de ropa sobre el regazo y le dijo que era hora de marcharse.
Darío se vistió en silencio intentando recordar los extraños sueños que tuvo tras el orgasmo. Escuchó la voz de Lilith y la suya propia, hablando entre susurros, abrazados a sus cuerpos resbaladizos y cubiertos por la oscuridad de la Diosa. Recordó su respuesta cuando Darío le preguntó si algún día conocería a su hijo:
—Tú no tendrás ningún hijo. La vasija de Lilith sólo engendra otras vasijas. Tu retoño será una hembra. Nunca la conocerás.
—¿Y a ti, te volveré a ver? —ya sabía la respuesta, pero necesitaba oírla de sus labios.
—Jamás.
—Eres cruel, Lilith.
Ella rió:
—No Darío, no soy cruel: soy mujer.
Darío terminó de vestirse, siguió al guía a través de las sucias chabolas y favelas, regresó a su mundo y, poco a poco, los recuerdos de esa noche se fueron diluyendo en el tiempo.
© Kain Orange
Nota:
En el blog de mis hijos bastardos podrá encontrar una breve reseña comentando el origen de este relato, así como otras curiosidades sobre él.
Nota:
En el blog de mis hijos bastardos podrá encontrar una breve reseña comentando el origen de este relato, así como otras curiosidades sobre él.