Buscar este blog

sábado, 20 de junio de 2020

Tensión.

    Tengo los testículos hinchados. Hace varios días que no me masturbo y siento una presión en el interior de mis huevos tan fuerte que hace que mis bolas estén duras y apretadas. Tengo la libido por las nubes y apenas puedo mirar a una mujer sin sentir como me enerva la sangre y se me acelera el corazón.
    Para empeorar las cosas hoy hemos tenido un banquete en un restaurante con las compañeras del gimnasio para celebrar el aniversario de su inauguración. Había chicas de todas las edades, pero las que más me ponían eran las maduras, las milf, las cougars, las macizas, mamaítas y señoronas; en resumen, las hembras más hermosas que un hombre pueda desear; mujeres con edades de treinta y muchos y cincuenta y pocos; tías maduras de tetas grandes muy bien puestas y apretadas dentro de los sostenes; tetas levantadas y apuntando hacia delante. Tetas que seguro apenas se mueven cuando les sueltas el enganche del sujetador. Puedo imaginar esos pechos maduros, grandes, hermosos, colgando y vibrando temblorosos: un par de enormes montículos de carne coronados por sendos pezones gordos y oscuros, agrietados, hartos de amamantar niños.
    Me gusta hablar con esas mujeres. Les miro a los ojos y les suelto mis chorradas, esperando la oportunidad para que desvíen la mirada un par de segundos para fijarme en sus generosos y pronunciados escotes. Con suerte alguna de ellas tiene los pezones marcados: suelen ser gordos, redondeados. Estas mujeres han parido y amamantado niños desde hace años y puedo imaginarme esas tetas ligeramente varicosas, con la aureola oscura rodeando el pezón exageradamente grande y retorcido, terriblemente hermoso.
    Cuando estamos en el gimnasio no pierdo la oportunidad de bajar la vista fugazmente y deleitarme con el maravilloso espectáculo de verles el bulto que les hace el coño entre los muslos. A veces está húmedo: quizás de sudor, quizás de otra cosa. Me pongo muy cachondo pensar que la humedad es de otra cosa. Aunque también se me pone dura si es de sudor. Vaya que sí me gusta eso: un buen coño sudado, apestando a flujo vaginal y sudor almizclado. Me lo imagino con los pelos apelmazados rodeando la raja del coño, con los labios de la vulva inflamados por el roce del ejercicio físico. Seguro que cuando se quitan las bragas deportivas están empapadas de toda esa porquería entre pelos rizados y manchas de flujo cervical. Ya me gustaría a mi hundir la cara en esas bragas y aspirarlas hasta ahogarme con la peste a pescado y sudor caliente. No me cansaría nunca de lamer el forro interno, de estrujar la lengua contra las manchas amarillas-blancuzcas pegadas en la tela. Las dejaría toda chorreando de babas, mezclando mi saliva con toda la porquería que sale de los coños sudados, arrancando con la lengua los pelos que hubiera ahí pegados para luego tragarlos.
    En el gimnasio también hay algunas chicas de cintura estrecha pero con el culo enorme, de caderas muy anchas, con las «cartucheras» pronunciadas. Ves los intentos que hacen para camuflarlas durante los ejercicios, pero al cabo de pocos minutos de duro esfuerzo es imposible ocultar esas masas de carne fofa proyectadas hacia los laterales, con la textura de la celulitis marcada en los leggings. Hablo con ellas y al mismo tiempo me imagino a mi mismo metiendo mi cara entre sus piernas y mordiendo los muslos mientras les dejo un rastro de babas ardientes sobre sus carnes fofas.
    También me excito al imaginar mi polla tiesa y gorda metida entre los labios de sus bocas cuando me hablan. Por ejemplo, hay una chica madurita de treinta y pocos, separada o divorciada o algo de eso, que me busca siempre. Es medio hippy y tiene ligeros residuos de café y de nicotina en los dientes por culpa de los porros que se fuma. Se pone a hablar conmigo de sus cosas: que si tiene que perder más peso; que se cansa en el gimnasio porque fuma y quiere dejarlo; que si el dentista es muy caro; que está invitada a una boda y se quiere blanquear los dientes… Y yo le digo que está perfecta: «pero si tienes una sonrisa preciosa y un cuerpo muy bonito niña», pero en lo único que pienso cuando le miro la boca es en hacerle un tratamiento de blanqueado dental con semen.
    Ella me da palique y yo sonrío y pienso en estrujarle el glande contra la boca y follarme su garganta hasta que me salga toda la leche. Que ganas tengo de agarrarla por la nuca, acercar mi cara a la suya y decirle que si quieres, te puedo hacer un blanqueamiento dental gratis a base de esperma, que te puedes comer mi polla de cuarentón mientras me estrujas los huevos hasta que me ordeñes la última gota de lefa, que hace semanas que no me corro y tengo los cojones como dos globos a punto de reventar y que los chorros que me van a salir de la punta del nabo te van a dejar los dientes como una patena
    Y seguro que ella aceptaría.
    Me busca, se pone a mi lado siempre que coincidimos en el gimnasio, me da conversación banal y coquetea conmigo. Tiene tetas pequeñas y culo grande y muslos fuertes y es bajita y con el pelo pajizo. En las clases colectivas suda mucho y cuando se me acerca puedo oler la peste que desprende la ropa pegada a su cuerpo, un cuerpecito menudo y algo fofo, y se me pone el rabo morcillón. Se ríe de mis bromas y el pestazo a zorruno que echa su cuerpo me entra en la nariz y se me pone el corazón a mil; me entran unas ganas locas de meterle mano en el escote mojado de sudor y estrujarle las tetitas mientras le restriego el bulto de mi pantalón contra el bulto de su pantalón. Porque ella también tiene un buen bulto allá abajo. Y no sé si es porque tiene un coño de esos gordos, de labios hinchados o porque, como buena hippy que ella es, tiene una mata de pelos rizados más espesa que una peluca gitana. El caso es que el bulto que sobresale por entre sus piernas ha sido objeto de muchas de mis solitarias pajas. No me importaría agarrarlo con mis dedos por encima de los leggings y apretárselo allí mismo, exprimirlo suavemente y ver si le puedo sacar un buen chorro de zumo de coño.
    En las clases colectivas soy yo quien la busca a ella. Me pongo detrás y me deleito con la visión de su culo grande y sus extensas caderas cuando se agacha. Ella lo sabe. Ella sabe que le busco el culo con la mirada. Y lo que más me pone cachondísimo es que ella sabe que YO sé que ella lo sabe. Es un puto juego mental, una mierda de tensión sexual no resuelta que nos pone locos, un juego de atracción lleno de indecisiones y dudas, porque en el fondo ambos sabemos que los dos dudamos de nuestra peculiar relación: yo sé que ella duda y al mismo tiempo ella sabe que yo dudo también. Porque, aunque haya un noventa y nueve por cien de certeza de que nos queremos follar, siempre habrá un uno por ciento de que todo sea parte de nuestra imaginación, de que confundamos un simple coqueteo cordial con un deseo de atracción sexual. Dudamos, y en esa duda nos ahogamos, nos embriagamos mutuamente, nos pajeamos como posesos en nuestra solitaria intimidad, una intimidad que no es tal, porque ella está en mi mente y yo en la de ella.
    Porque ella se tiene que hacer unas pajas bestiales pensando en mi. Lo sé. Cuando llega a su casa y se quita la ropa piensa en mí, en el maduro cuarentón del gimnasio, el macho algo torpe pero fuerte, tontorrón pero simpático, el que la mira como si no tuviera una sola prenda puesta, el que le come con la mirada el culo, las tetas y (¡qué descaro!), el bulto del coño; ese maduro de cuerpo velludo y sudoroso que le ríe las gracias y se preocupa por sus pequeñas vicisitudes cada vez que se saludan en el estrecho pasillo de acceso al gimnasio, cuando están tan cerca uno del otro que pueden sentir el calor que desprenden cada uno; tan cerca que el aliento se les confunde a pocos centímetros de la cara.
    Llegará a casa y se meterá algún juguete por el coño sentada en la taza del váter, con los muslos sudorosos resbalando por el borde. O quizás solo utilice los dedos: se acariciará la raja con esas uñas acrílicas de colores que tanto le gusta hacerse; se meterá los dedos hasta los nudillos y con la otra mano se rascará la pepita del coño como una poseída. Pensará que mis manos se le meten entre las piernas y que juegan con su sexo, soñará con mis dedos y verá mi mano empaparse con sus flujos vaginales. Se retorcerá los pelos del coño y se meará de gusto mientras me imagina encima de ella, detrás de ella, debajo de ella. Querrá mi boca en su boca, mi lengua en sus tetas, mis dientes en sus nalgas y mi polla hinchada en su coño.
    El eco de sus gemidos rebotará en los azulejos del cuarto de baño y los espasmos del orgasmo harán que sus pezones, tiesos y durísimos, bailen trémulos en el aire, desnudos y cubiertos de sudor. Y su corrida bajará por los muslos y goteará desde el vello púbico en un flujo viscoso, escurriéndose entre sus dedos hasta perderse dentro del váter, desperdiciándose.


    Ella no estaba en el banquete del gimnasio. La busqué con la mirada, pregunté casualmente por ella. «No ha podido venir», me dicen, «el trabajo, ya sabes». Hubiera estado bien. Con un par de cervezas se nos hubiera soltado la lengua y lo mismo nos hubiéramos atrevido a dejar de dudar. Ella no estaba, así que me conformé con mirarle las tetorras a la rubia de la clase de spinning y a desnudar con la mirada a la mujer del dueño, una señora de cincuenta años con el cuerpo de una adolescente y con la cara de una actriz porno. Le miraba el culo a la hija universitaria de mi compañero de pesas con la certeza de que esa niña debía de tener el ojete más rasurado y más limpio que el cielo de mi boca. Dejé que mi mente volase y se perdiera en el bosque de la lascivia más abyecta y perfecta: transformé a las hembras de mi alrededor en simples objetos, en cosas, tótems alzados en loor de mi lujuria. Hijas de Adán creadas para satisfacer mi libido: en la boca de aquella me meaba; a esa otra le metía un dedo en el culo por debajo de la falda; a aquella le pondría unas pinzas en los pezones y le daría palmadas en las tetas. La hippy se llama Delia y a pesar de la vorágine de fantasías en la que estaba metido no me la podía quitar de la cabeza, así que dejé de fantasear con estas buenas mujeres y dejé de beber en ese banquete de mierda y me largué. Sólo había venido por ella.
    Por ella. 
    Por Delia.
    A Delia no la volví a ver hasta una semana más tarde. La eché muchísimo de menos. ¿Por qué? No lo sé, quizás porque ella tiene un cuerpecito normalito un poco fofo y en el gimnasio están algunas de las mujeres más hermosas que un hombre pueda desear, pero Delia me cuenta sus cosas. Cuando me ve siempre se acerca a mi, o me hace una seña para que me acerque y me dice:  «hola tío, como estas, ayer cambiaron la música en la clase de spinning y es una mierda porque no me gusta nada, pero seguro que a ti te encantaría, porque a ti te va todo ese rollo de música electrónica, tío, mira que eres un carca y no te pega nada», y mientras Delia me habla y me mira a los ojos yo no sé porqué no puedo dejar de escuchar su voz, y pasa una semana sin verla y ya siento que me falta algo.

    Ha pasado una semana, y cuando la veo en el lobby del gimnasio me fijo en que se ha cortado el pelo. La cara ovalada enmarcada por el cabello color paja la hace mucho más joven.
    —Estás muy guapa, te sienta muy bien el corte de pelo.
    Ella sonríe y se pasa una mano por el cabello apartando un mechón de la cara, y no puedo evitar mirar sus tetas, buscando con la mirada la punta de sus pezones. Me late el corazón como si acabara de correr una maratón y su boca se acerca a mi cara para darme dos besos en la mejilla. Su aliento cálido en mi piel, sus labios húmedos en mi rostro. Mis manos en sus hombros, sin apretar, pero firmes. Ojalá ella note el calor de mis manos a través de la ropa. Te eché de menos, Delia.
    —¿Qué te pasó que no te he visto esta semana?
    —He estado con gripe —me dice apartando la vista y sé que miente—.
    Sin soltarle los hombros le miro a los ojos del color del nogal, oscuros, brillantes, con el blanco enrojecido, no sé si del porro que se ha fumado antes de entrar al gimnasio o porque ha estado llorando o por las dos cosas. Le pregunto si ha sido una semana dura, si todo está bien. A través de mis manos me llega un breve estremecimiento de su cuerpo y me pregunto por primera vez qué somos ella y yo. ¿Somos conocidos, compañeros, amigos, amantes imaginarios? ¿Nada de todo eso? ¿Todo eso? ¿Qué derecho tengo yo a preguntarle nada? El corazón me va a reventar en el pecho, parezco un puto crío de quince años y el cuerpecito menudo y algo rechoncho de Delia a pocos centímetros del mío me provoca una erección instantánea tan salvaje que noto literalmente como me fluye la sangre alrededor de la polla. Ella, ajena a la tumultuosa reacción que me provoca su cercanía me responde:
    —Bueno… digamos que ya no tendré que preocuparme por los cambios de turno este mes —una carcajada sin humor—, ni el que viene. Ni el otro.
    De nuevo un estremecimiento sacude sus hombros y me doy cuenta de que Delia, mi Delia, mi pobrecita Delia, está a punto de llorar. Tiene un piercing en una aleta de la nariz, uno pequeñito, y ella se lo toca con la yema de los dedos mientras sorbe ligeramente. Me entran ganas de besarlo y casi lo hago, pero en vez de ello la invito a un café y ella acepta al momento, agradecida. Al salir por la puerta ella me agarra instintivamente de la cintura, sin pensar, y con ese gesto firmamos nuestro pacto, al fin. Yo me dejo guiar por ella hasta un pub cercano mientras aprieta su cuerpo lleno de curvas y promesas contra el mío.
   
    Una semana mala. Una semana de mierda.
    Ella es camarera en un hotel y su jefe la pilló fumando hierba entre turnos, escondida en el office. Había cámaras de seguridad, aunque en el interín siempre pensaron que ninguna funcionaba y que solo estaban como método disuasorio. Pero no era así. El director del hotel le dijo que con la reglamentación actual y con las pruebas filmadas ella había cometido poco menos que un delito. A la calle sin indemnización, con una amonestación y sin carta de recomendaciones; también perdería los bonos y extras que la empresa otorgaba a los buenos empleados y que ella había ido acumulando a lo largo de los casi dos años que llevaba allí. De hecho estaba a punto de firmar un contrato indefinido.
    El tío le puso las cartas sobre la mesa y luego, con un tono algo más paternal, le confió que habría alguna posibilidad de poder salir de ese aprieto siempre y cuando aceptara un arreglo especial. Y mientras le decía esto le acariciaba el pelo, la cara, el cuello…
    Ella me cuenta todo eso sentados en un cómodo sofá, dentro de un reservado en el interior de un pub poco concurrido. De los cafés hemos pasado a un Seagram’s con fanta de limón para ella y a un bourbon cualquiera para mi —creo que ha sido un Four Roses—. Nunca he sido quisquilloso con las marcas de bebidas fuertes. Las bebo para calentarme las tripas y ponerme a tono, y eso lo hacen todas por igual. Lo tomo sólo, sin hielo ni agua, como los machotes americanos de las películas, para impresionar a las tías y asombrar a los tíos. Fuck yeah.
    Delia me cuenta la historia poco a poco, despacio pero sin pausa, escogiendo cada palabra. Yo la escucho con atención, pero con la mente dividida en dos: por un lado me interesa realmente todo lo que me cuenta y apenas la interrumpo, quizás para hacerle algún comentario sobre la legalidad del asunto o del carácter aborrecible y oportunista de su jefe. Otra parte de mi está anegada por un mar de lujuria tan profundo y embravecido que por momentos siento que me ahogo físicamente. Delia desgrana su historia y de vez en cuando apoya sobre mi brazo una mano llena de uñas multicolores. Algunas están rotas.
    Me dice que en la oficina del director estaba en shock, que no sabía que hacer, que todas sus compañeras, incluidas sus jefas de sección, estaban encantadas con ella, que por eso le habían ido encadenando contratos temporales durante esos dos años. Ella no quería —no podía— perder ese trabajo, y no supo cómo reaccionar a lo que ese hombre le estaba proponiendo. Su indecisión fue tomada por aceptación y el tipo pasó de acariciarle el cuello a apretarle uno de los pechos. Delia reaccionó por instinto, sin pensar: descargó el puño contra el rostro de su jefe y la fuerza del puñetazo hizo que se le partieran algunas uñas, las mismas que le dejaron una marca carmesí en la cara del director.
    Con una mezcla de vergüenza, rabia, satisfacción y algo de miedo (por las consecuencias de lo que había hecho), Delia huyó del hotel donde había estado trabajando sin despedirse de nadie.
    Esa misma noche el jefe la llamó amenazándola con interponerle varias demandas, no sólo por el porro y por la agresión, si no también por hurto y pequeños robos al hotel. Esto último era mentira, pero el tipo le dijo que ya encontraría pruebas y testigos que apoyasen su denuncia.
    Aquí Delia se derrumba y por primera vez empieza a llorar de verdad. Hasta este momento sus ojos habían estado húmedos, cargados y brillantes, pero ahora Delia abre las compuertas y deja que salga todo lo que tenía acumulado. Me da mucha pena y rabia verla así: ella, que siempre es tan alegre y divertida en las clases, ahora se estremece y solloza de forma aún contenida, intentando detener las lágrimas, pero éstas tardan poco en salir a borbotones.
    Yo soy muy tonto para estas cosas y nunca sé cómo reaccionar en estas situaciones, pero esta vez me muevo por instinto. Simplemente no puedo soportar verla así y le agarro una de las manos y la sujeto del hombro atrayéndola hacia mi para darle un abrazo torpe y desmañado pero sincero, muy sincero. Joder, en mi puta vida he dado un abrazo más sincero que éste. No quiero que llore, no quiero que esté triste, no quiero que sufra. Quiero que esté aquí conmigo, con mis brazos rodeando su cuerpo para que sepa que no existe en todo el universo ninguna fuerza capaz de dañarla mientras me quede un soplo de vida en las venas. 
    Me doy cuenta de que eso es la cursilada más ñoña, estúpida e infantil que he pensado en mi vida, pero no por ello deja de ser sincera; así que vuelvo a sentir una vez más que estoy completamente perdido, que soy como un puto crío de quince años. Que me cago en mi puta vida, que me acabo de enamorar como un puto adolescente.
    El cuerpo de Delia es una maravilla. Es todo calor y humedad. Es una cosa trémula que se agita entre mis brazos, sollozando y jadeando, empapando mi cuello de lágrimas, saliva y mocos. Siento sus tetas apretadas justo sobre mi corazón y el aliento que despide entre sollozos me quema la piel. La erección que arde entre mis muslos es monstruosa.
    Le acaricio el cabello y le digo que todo va a salir bien, que no te merecen, que encontrarás miles de sitios donde estarán encantados de trabajar contigo. El piercing me araña el cuello y noto la humedad de los mocos que salen de su nariz. Una de mis manos le acaricia la espalda, reconfortándola, y noto el cierre del sujetador bajo la ropa. Sus pezones se han puesto erectos y uno de ellos no deja de rozar mi pecho al ritmo de su respiración, cada vez más relajada. Le digo que mañana iré al hotel y me desharé de su jefe. Lo meteré en el maletero y lo tiraré a un pozo. Delia se ríe y es el sonido más hermoso que he oído en mi vida y por enésima vez me cago en mi estampa al percatarme de que estoy tan enamorado como un niño de diez años de su maestra de primaria.
    —No hace falta que mates a nadie —me dice—, ayer hablé con mi supervisora, una mujer muy amable y encantadora y estuvimos hablando casi dos horas. La verdad que esta llorera es de alivio —y diciendo esto se separa un poco de mí, pero sólo lo justo para tomar un pañuelo y secarse la cara—. No me van a denunciar. Mi supervisora es enlace sindical y conoce a ese gilipollas desde hace muchos años. Sabe muchas cosas de él. No voy a seguir aburriéndote…
    —Tú no me aburres Delia.
    —…con mis penas, pero digamos que todo va a quedar en un despido procedente por baja producción. Lo del porro no quedará reflejado en mi carta de recomendación. Ni nada de hurtos, robos o puñetazos en la jeta del director.
    —Entonces no podrás hacer carrera en el mundo del boxeo.
    Lo que he dicho no tiene ni pies ni cabeza, pero a Delia le hace mucha gracia y vuelve a reír. No me cansaría nunca de escuchar ese sonido.
    Siguiendo el guión de cientos de telenovelas y libros románticos en estos momentos ya debería haber pasado la hora de consolarla: la chica indefensa se ha desahogado en los brazos del buen macho protector y ahora ella debe separarse pudorosamente del chico, agitando los párpados de forma cándida y amorosa. Pero Delia no se separa, sigue abrazada a mí, sentados los dos a oscuras en el sofá deslucido del pub, su cabeza apoyada en mi pecho, los ojos hinchados y húmedos mirando mi rostro y una de sus manos apoyada en mi bíceps y la otra en mi vientre.
    Nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos y ahora deberíamos besarnos. Vamos tío, cómele la boca, abre los labios y métele la lengua. Pero en vez de eso la sigo mirando como un gilipollas hasta que ella baja la mano y la pone encima de mi paquete. La erección es tan intensa que tardo varios segundos en sentir sus dedos bailando sobre mi bragueta. Ella vuelve a reír al ver la expresión de mi cara.
    —Eres muy tonto.
    Y yo sigo callado, sin ser capaz de decir ni mú. La cabeza me da vueltas. Estoy físicamente mal y creo que voy a vomitar.
    —Eres el tío que más me ha atraído en toda mi vida y a la vez el más tonto y más cortito que he conocido nunca.
    —Me gustas mucho Delia.
    (Bravo, Romeo, eres un artista del verso)
    La verdad es que no sé ni qué decir ni qué hacer. Sólo sé que no quiero perderla, que me da miedo decir o hacer algo que la pueda espantar. Que quiero que siga acariciándome la polla a través del pantalón y que no se despegue de mi cuerpo. Pero me da miedo decir algo que la asuste.
    Delia sonríe y dice:
    —Me haces mucha, mucha falta. Yo sí que te he echado de menos estos días, tontito. Tus bromas, tus chascarrillos, tus tonterías en clase, tus gritos de ánimo y la forma natural y sincera en la que te preocupas por mi, bobo. Y tus miradas. Ay —suspira—, sólo Dios sabe lo mucho que he echado de menos la forma en que me miras. ¿Por qué nunca me has pedido el teléfono?
    Yo no sé qué decir ni qué hacer.
    —Me daba vergüenza. No sé. No sabía si tú, ya sabes. Si era simple amistad, camaradería, no sé.
    Y ella sonríe y su mano acaricia arriba y abajo, arriba y abajo.
    —Eso es lo que me gusta de ti. Otros… En fin,si yo te contara lo que hacen otros en cuanto les dices hola dos días seguidos.
    —Quiero besarte.
    ¿Pero qué coño me pasa? ¿Puedo dar más pena? Se supone que soy un tío duro, grande, fuerte y torpe que levanta pesas como un demonio y bebe güisqui como un americano de película. «¿Quiero besarte?» ¿Puedo ser más patético?
    Esta vez Delia no se ríe. Se pega más a mi y me restriega las tetas en el pecho. Lo que sale de sus labios casi me provoca un orgasmo.
    —Tío, tienes la polla más dura que mis pezones, así que no creo que besarme sea exactamente lo que quieres de mi. Me gustaría mucho que me dijeras realmente lo que quieres.
    (Oh a la mierda esta es la fantasía de cualquier hombre y encima estoy enamorado de ella sí lo reconozco enamorado como un puto crío de quince años o de diez o de lo que sea pero eres idiota aquí la tienes pegada a ti diciendo guarradas y por el amor de dios que te tiene literalmente cogido por los huevos de qué tienes miedo por favor vamos díselo dile algo lo que sea pedazo de subnormal pero dile ALGO YA).
    (No).
    («Algo» no).
    Di la verdad. Dale lo que te pide. Di la verdad.
    —Me gustaría saber porque tienes el bulto del coño tan gordo. ¿Es por los pelos o porque lo tienes grande?
    (pero que haces subnormal de los cojones estas loco como le dices eso hala ya está ahora un puñetazo como el del jefe y a tomar por culo bye bye adios sayonara).
    —Las dos cosas. Gordo y peludo. También se me hincha un poco cuando hago ejercicio y un tiarrón guapo y simpático como tú no me quita ojo de encima, pero no me pongo cachonda si me mira otro que no me gusta. Me gustas tú. Y también lo tengo muy velludo, pero solo la parte de arriba, en el monte de venus. Lo de abajo lo tengo rasurado. Me gusta tener pelos arriba porque me parece bonito, abrigan y me da gustirrinín cuando tiro de ellos. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Qué quieres ahora mismo?
    Lo pienso un par de segundos. Sus dedos están bailando sobre mi glande y pienso que ya da igual lo que diga. Me acerco a su cara y dejo que mi aliento calentado por el güisqui le entre por la boca y por la nariz.
    —Follarte, Delia. Quiero follarte. Quiero descargar la leche que tengo acumulada desde hace varios días en los cojones porque no puedo correrme. Pienso en las tías macizas del gimnasio mientras me masturbo y entonces se me aparece tu imagen y se me corta el rollo. Porque no puedo pensar en tener sexo con otra que no seas tú. No sé si estoy enamorado de ti o que coño me pasa, porque a mi edad ya debería estar curado de toda esa mierda, pero lo único que hago cuando estoy a solas y cierro los ojos y pienso en las tetas y en los culos de esas tías, lo único que veo es tu culo, tu cara, tus tetas, tu cuerpo y no puedo seguir masturbándome. No puedo terminar la paja.
    —¿Por qué? —Dalia jadea echándome el aliento agrio de ginebra en mi boca—, ¿Por qué no puedes terminar?
    Su mano acaricia sin piedad. Mi sangre es como un fuego que me abrasa hasta el último centímetro cuadrado de la verga.
    —Porque es un desperdicio. Es… no sé explicarlo. Es un insulto. Una traición.
    —Es una paja. Nada más. ¿Por qué no puedes terminar una paja pensando en mi?
    Su mano sigue arriba y abajo. Sus tetas también siguen arriba y abajo, frotándose contra mi pecho, cada vez más fuerte. Intento meterle una de mis manos entre sus muslos, buscando la entrepierna, pero ella me da una palmada y me aparta de allí.
    —Contesta a mi pregunta, cielo. ¿Por qué no puedes correrte si piensas en mi?
    Una vez más no sé qué responder, así que hago una breve inspección mental sobre mis deseos y anhelos e intento ser lo más sincero posible.
    —Porque no te lo mereces. No mereces que yo disfrute de ti, que yo disfrute a tu costa, y que tú no disfrutes también. No es justo.
    Delia me besa y su boca estalla dentro de la mía. Me ha pillado por sorpresa y tardo unos segundos en reaccionar, pero en seguida nuestras lenguas se hartan en un festín de carne y saliva, alientos y gemidos, lágrimas y mucosidades, risas y sollozos. Sus dedos aferran el tronco abultado que palpita rabioso dentro de mi bragueta y me masturba con fuerza a través de la ropa, con un ansia solo comparable a la que muestra su boca sobre la mía. Sin poder evitarlo, eyaculo con fuerza dentro del pantalón y grito dentro de su garganta. Ella se traga mis gemidos mientras sigue frotándome el pantalón. El orgasmo es largo, abundante y espeso. El semen, baboso y cálido, se desborda, se filtra por la fina tela del pantalón deportivo y empapa los dedos y la mano de Delia. Ella alza la muñeca hasta la altura de nuestros rostros y me enseña el semen brillante y viscoso que se le ha pegado en la palma de la mano. Lo lame despacio, limpiándose la mano y los dedos con toda la lengua, dejando a su paso un rastro de saliva. Yo intento meterle la mano entre las piernas, pero una vez más ella me aparta de allí. Luego mira mi pantalón y se ríe al ver el estropicio que hay ahí abajo.
    —Madre mía, sí que estabas cargado.
    —Creo que aún tengo más.
    —Vamos a limpiarlo.
    —Delia.
    —¿Qué?
    —Te quiero. Tengo que decirlo. Es tonto y ridículo y bobo y ñoño y…
    —Y no es nada de eso y me gusta que me lo digas.
    —…pero es lo que siento ahora mismo. Te quiero Delia.
    Bravo, tío. Tirado en un pub con los gayumbos manchados de lefa. Eres la hostia de romántico, sí señor.
    —Vamos, yo vivo cerca. Colócate esto.
    Delia se quita la blusa y me la ata alrededor de la cintura. La camiseta deportiva que llevaba debajo es minúscula y muy apretada. No le favorece nada con ese cuerpo menudo y algo rechoncho que ella tiene, pero la vista de su figura expuesta de esa manera provoca una oleada cálida bajo mi vientre.


    Su apartamento es pequeño y está decorado con todo tipo de parafernalia pseudo hippy, con todas esas cosas new age que tanto estaban de moda hace unos años. Columna de lava, elefantes, budas, incienso, cachimba. Nos dirigimos directamente al cuarto de baño. Al entrar me pregunto cuantas pajas se habrá hecho aquí y dónde se las hará: ¿en el váter, en la ducha, sobre el pequeño bidé?
    —Ven aquí —me dice—, colócate debajo de la luz que quiero verlo bien.
    Me pongo donde ella me pide y me suelta los cordones del pantalón elástico. Con una mano tira de ellos y echa un vistazo allí dentro. Es un desastre: hay restos de semen esparcidos desde el ombligo hasta los muslos. Al tirar de la tela los mocos babosos de esperma se estiran creando unos hilos blancos pegajosos. Los pelos del pubis están apelmazados, con pegotes líquidos de lefa colgando lánguidamente hasta los huevos. Me descalzo y Delia me quita los pantalones y los gayumbos, ambos anegados de grumos viscosos.
    Durante todo el proceso, largo y lento, mi verga ha estado en constante estado de erección. Cada roce, cada golpe, toque, caricia, suspiro o gemido que recibía mi cuerpo, era respondido con un estremecimiento de mi polla, enhiesta y forrada por una espantosa capa de semen secándose con el aire cada vez más cálido del cuarto de baño.
    Delia está algo borracha. Está de pie frente a mi, con la camiseta ajustada a su cuerpo y sus leggings mostrando el bulto redondeado y ligeramente hendido en el centro que le hace su coño. Justo en el medio tiene una diminuta mancha de humedad. Ella sigue mi mirada.
    —Te gusta mirarlo ¿eh? Ahora no hace falta que disimules como haces en la sala. Ahora puedes hartarte. ¿Qué? ¿Te gusta, eh? Míralo. ¿Ves que gordito?
    En una de sus manos tiene mi ropa llena de viscosidades y no hace nada más que darle vueltas, jugando con ellas.
    —¿Y mi culo? ¿Te gusta mi culo? A mi no me gusta. Es gordo y demasiado ancho. Y está lleno de celulitis y de granos.
    El olor agrio de la ginebra acompaña sus palabras. De alguna manera eso también me excita. Por dios, a estas alturas cualquier cosa que venga de esta mujer me excita.
    —Sí. Me gusta mucho tu culo y me dan igual los granos.
    Me quito la camiseta y me quedo totalmente desnudo delante de ella. Siento como el esperma se me seca en las piernas, los huevos y el vientre. Ella continúa hablando y yo intento mirarle a los ojos, pero mi vista cae constantemente hasta la pequeña mancha que florece en la hendidura de su vulva.
    —También tengo pelos en el culo. Cerca del ojete. A los hombres os da asco eso. Os gustan los agujeros limpios y afeitados que se ven en las películas porno. Os gusta meter vuestro rabo dentro del agujerito afeitado y luego sacarlo todo limpito. ¿Te da asco mi ojete peludo y sucio?
    Doy un paso hacía ella y mi polla vibra en el aire: una columna sólida de fuego que se detiene a pocos centímetros de su vientre.
    —No, Delia. No tengo reparos con un ano de mujer lleno de pelos, limpio o sucio, y mucho menos si es el tuyo. No sé si me haces estas preguntas para saber si soy un fetichista depravado, o porque quieres jugar conmigo o porque te excita. Pero a estas alturas ya me da igual, así que te soy sincero.
    Su respiración se hace más agitada. Sus manos retuercen mis gayumbos manchados de semen.
    —Dame eso, Delia.
    Extiendo una mano y ella, tras unos segundos de indecisión, me da los pantalones y los calzones. Con ellos en la mano me acerco hasta que la punta de mi verga se aplasta contra su vientre. Subo la ropa impregnada de lefa hasta su rostro y ella acerca la cara hasta aplastar su nariz y sus mejillas contra la tela mojada, moviendo la cabeza para empaparse de grumos y mucosidades. Coloco mi otra mano detrás de su nuca y suavemente la obligo a que siga restregando su cara contra los calzoncillos. Entre los gemidos puedo oír varias palabras:
    —Eres un marrano. Eres sucio. Está rico.
    Doy otro paso y dejo que mi polla se estruje completamente contra su barriga mientras ella abre la boca y empieza a chupar y lamer los grumos de leche pegados en mis calzoncillos. Le paso el forro interno por los dientes, frotando con suavidad, limpiándole la boca.
    —Delia, te la voy a meter en el coño.
    —Sí.
    —Te deseo desde la primera vez que te vi.
    —Fóllamelo marrano. Métemela dentro. Fóllame el coño de una puta vez.
    Delia se baja el pantalón y las bragas hasta las rodillas y yo le echo un vistazo ahí abajo un par de segundos antes de penetrarla de pie. Es la cosa más gloriosa que he visto nunca. Una vulva hinchadísima, con los labios mayores sobresalientes y abiertos, mostrando los labios internos anegados por los flujos abundantes que ya le chorrean por los muslos, libres de la ropa. Por arriba, en el monte de venus, la mata de pelos es un enjambre negro que le llega casi hasta el ombligo, pero abajo, justo antes de la protuberancia del clítoris, la piel está quirúrgicamente rasurada.
    El cilindro de carne que sobresale de mi entrepierna entra en su interior con la facilidad de un hierro al rojo vivo atravesando un bloque de mantequilla. Delia está tan excitada que el coño es un túnel inundado de aceites y flujos cervicales. Mi bajo vientre golpea dos veces con fuerza contra el suyo y noto la carne dura del clítoris en mi piel. Le paso las manos por detrás y me aferro a las nalgas protuberantes, grandes y carnosas. Cada vez que la empujo también la atraigo hacia mí por el culo, hincándola con fuerza, intentando que le entre en la vagina la mayor cantidad posible de polla. Las embestidas son tan intensas que mis bolas se estrellan contra la parte inferior de su entrepierna, aplastándose y provocándome un dolor exquisito.
    Hace rato que no hablamos. Nuestras palabras se confunden entre gritos y gemidos guturales, sin sentido.
    —Me estas follando, marrano. Me estas follando. Me la estas metiendo. No me toques. Guarro. ¡Ay, ay, no, sí! ¡Ay!
    Sin dejar de bombear le paso una una mano por la raja del culo, bajando hasta la entrepierna, buscando y palpando. Al fin encuentro el agujero fruncido del ano. Tal como ella dijo, lo tiene rodeado de pelos, en abundancia. Me las apaño para sujetar algunos con mis dedos sin dejar de penetrarla y tirar de ellos, retorciéndolos. El grito de placer y dolor me estalla en el oído. Delia no deja de repetir el mismo salmo: 
    —Me follas marrano. Me estas follando. Cerdo. Me la has metido. Ay. Me follas. ¡Que me follas, guarro!
    No puedo evitar responder:
    —Sí, te estoy follando, te estoy metiendo mi polla de cerdo en el coño y bien que te gusta.
    Delia me mete dos dedos en la boca para que me calle o para que siga o no sé para qué, porque en ese momento le llega el primer orgasmo y los espasmos que recorren su cuerpo son tan fuertes que casi me rompen la verga. A cada golpe de cadera siento los flujos saliendo de su almeja ardiente. No sé si se está corriendo o si se está meando por las patas abajo, pero es una delicia. Estoy salidísimo y sigo embistiendo con más fuerza. Cada vez que nuestros vientres golpean los líquidos recién salidos de su coño saltan en gotitas dispersas, salpicando por todos lados. Es una locura. Siento que voy a eyacular de un momento a otro y no quiero correrme sin haberle visto aún las tetas a Delia, así que le tiro del escote hacía abajo y le dejo las tetas al aire: dos montículos tiesos, diminutos, del tamaño de melocotones, con una aureola oscura bastante grande y unos pezones pequeñitos pero largos y tiesos. Atrapo uno de ellos con la boca y ella, perdida en los estertores del orgasmo, responde con más frases entrecortadas, palabras sin sentido e insultos:
    —Me meo marrano. Deja mis tetas. Que me meo. Ay. Sí. Ay. Me estoy meando en ti. ¡Dame! ¡Dame más, cabrón!
    —Me voy a correr en tu coño. Te lo voy a rellenar.
    —¡DÁMELA!
    El grito de Delia me salpica en la cara mientras le llega el enésimo y definitivo orgasmo. El espasmo casi la dobla en dos y sus muslos golpean mis testículos, exprimiendo al fin el esperma allí metido. Durante mi eyaculación, larguísima y plenamente satisfactoria, siento el líquido fluir por los conductos internos como un chorro imparable, agolpándose justo antes de la salida de la uretra para salir con fortísima presión del interior de mi polla. Delia, que en esos momentos tenía el canal de la vagina dilatadísimo y anegado de jugos, me dijo más tarde que pudo sentir con toda claridad cómo el semen golpeaba la boca de su útero. Totalmente vencidos y agotados nos apoyamos contra el lavabo, las piernas temblando, empapadas de flujos, babas, mucosidades y esperma. Los espasmos de mi eyaculación siguen provocando una respuesta en el interior de Delia, haciendo que diminutos chorritos de flujo y semen salgan por la abertura que deja la hinchazón de mi polla, aún rígida y voluminosa, contra las paredes excitadas y palpitantes del generoso coño de mi amada.
    Nos miramos a los ojos y nos fundimos en un abrazo lleno de besos y lenguas. No sé cómo, pero a trancas y barrancas hemos llegado hasta la cama. Aún queda mucho por contarnos.