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jueves, 29 de abril de 2021

ESPERMA (24)

 24


CARLA


Tuvo que parar a mitad del camino para repostar el depósito del ciclomotor. Era una estación abierta las 24h, automatizada, perdida en medio de la carretera comarcal que subía hacía el pueblo. No había nadie y sintió miedo el rato que estuvo allí sola, esperando que en cualquier momento algún desaprensivo apareciera de la nada para atacarla.

«Esto es una locura. ¿Qué esperas lograr, eh?, ¿qué esperas conseguir, Carla?».

No estaba segura. Necesitaba hablar con su madre, quería saber porqué se había ido ella en lugar de echar a su padre. Quería consolarla y abrazarla, pero sobre todo necesitaba descargar su culpa y confesarle que ella, su hija, tenía parte de responsabilidad.

Cerró el depósito, se arrebujó en el abrigo de cuero y arrancó el ruidoso vehículo, rompiendo la quietud de la noche con el estridente y agudo sonido del ciclomotor.


*


Cuando llegó al cortijo vio el pequeño Lupo de su madre estacionado dentro, sintiendo enseguida una oleada de alivio. Dejó la moto al lado del coche, colocando encima el casco y el abrigo, pues hacía mucho calor. Se extrañó de que los perros no acudieran a recibirla, aunque pudo escucharlos ladrar en la zona de atrás. Fue allí directamente, los acarició y les hizo un par de gestos para calmarlos, tal y como le enseñó su madre. Luego fue a la entrada principal de la vivienda y entró llamando a su madre con voz queda.

Nadie le respondió.

La alarma estaba desconectada y dentro olía a alcohol. Vio el vaso derramado y el charco derretido encima de la mesa.

—¿Mamá? —No podía ocultar la ansiedad en su voz.

Sobre el sofá vio el vestido negro de su madre y el sujetador de talla especial. Lo levantó y vio la mancha de ron en una de las copas, maravillada ante el tamaño de semejante prenda.

—¡Mamá! —llamó en voz alta, asustada y temerosa, pues en su imaginación se había formado una fantasiosa película poco halagüeña.

«El vaso derramado en la mesa; ha habido una pelea, la han atacado y desnudado, la han violado y le han pegado, puede que hasta la hayan…».

—¡¿MAMÁ?! —chilló asustada, corriendo por toda la casa, buscando el cuerpo violado y mutilado de su madre.

—¡¿MAMÁ?! ¡MAMÁ!

Pero no había sangre ni muebles destrozados ni cuerpos desmembrados. Solo la pulcritud y la limpieza de su abuela y el olor a romero que ocultaba el aroma de los «Celtas» que fumaba su abuelo a escondidas. Se detuvo unos segundos con el corazón acelerado, la cara cubierta de sudor y el pecho subiendo y bajando, con la respiración agitada.

«Cálmate Carla, por favor. Cálmate y piensa».

El ruido de un chapoteo llegó desde el exterior y la chica salió de la casa a toda prisa por la puerta de atrás. Los focos externos estaban apagados, pero las luces subacuáticas iluminaban la piscina desde abajo, mostrando la imprecisa y voluminosa figura de su madre flotando boca abajo.

—¿Mamá? —susurró con labios temblorosos.

Dio un par de pasos inseguros hacia la piscina.

—¡MAMÁ! —chilló aterrada, corriendo hacia el borde.

Justo cuando tomaba impulso para saltar el cuerpo de su madre se revolvió, asomando la cabeza y escupiendo agua. Carla se detuvo en el filo de la piscina, con el corazón a punto de saltar fuera de la boca.

—¿Carla? —su madre la miró con una sonrisa ebria, envuelta en una nube etílica, feliz de ver a su hija pequeña.

La chica sufrió un colapso y se le aflojaron las piernas, cayendo sobre el césped llorando y tapándose la cara con las manos.

—¿Carla?, ¡cariño! —Rosa nadó con torpeza, flotando de forma errática, chapoteando con los brazos hasta una escalera cercana a su hija.

La chica siguió llorando con la cara tapada, incapaz de mirar a su madre. Durante unos segundos había estado convencida de que había visto el cadáver ahogado de su progenitora y no podía quitarse esa imagen de la cabeza.

—Ay, mi niña ¿Qué te pasa? —Rosa se acercó a ella con rapidez, caminando desnuda por el césped, borracha—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo… cómo has venido? ¿Qué… Q…?

Antes de llegar hasta su hija se hizo a un lado, eructando y tosiendo de rodillas con las manos apoyadas en el suelo hasta que un vómito líquido salió de su garganta. Las enormes tetas eran tan grandes que los pezones rozaban el césped. Carla la miró y se arrastró hacia ella, sosteniéndole la cabeza mientras la abrazaba por detrás con brazos temblorosos.

Le perturbó el contacto del cuerpo desnudo de su madre, mojado pero caliente, resbaladizo, lleno de grasa y sebo, tan querido y entrañable. Rosa vomitó varias veces, pero solo expulsó agua, ron y bilis. Carla le daba palmaditas en la espalda, sosteniéndole la frente con su pequeña mano.

—Perdóname cielo… —consiguió decir su madre al cabo de un rato—. Lo siento cariño.

Carla quiso decirle que no tenía nada que perdonarle, pero no podía hablar, conmocionada aún por el hecho de haber creído que su madre se había ahogado.

«Podría haber pasado, Carla. Si tú no llegas a aparecer puede que ella no hubiera salido de la piscina y podría haberse ahogado».

—¿Qué hacías ahí metida boca abajo? —consiguió preguntar al fin entre lágrimas, sacudiendo el cuerpo de su madre, enojada— ¡Pensé que te habías ahogado!

Rosa se incorporó un poco y miró a su hija con los ojos irritados y húmedos.

—Se me cayó. La botella. No la encontraba.

Carla miró boquiabierta a su madre. Los rizos oscuros se le pegaban en la frente y en las rubicundas mejillas y la chiquilla pensó que de joven debió de ser muy guapa. Aún lo era.

—¿De qué estas hablando? —inquirió Carla.

—La botella —Rosa se giró y señaló a la piscina antes de seguir hablando— ¿Podrías buscarla tú, por favor?

Fue entonces cuando Carla se percató del tufo a alcohol que echaba el aliento de su madre.

—¿Estás borracha?

—No —dijo Rosa, convencida de ello.

Ambas estaban de rodillas, una frente a la otra. Carla miró de arriba abajo a su madre, siendo consciente de la desnudez de ésta.

—Estas borracha mamá. —Esta vez no era una pregunta.

—No —insistió su madre, guiñando los ojos y meciéndose de un lado a otro.

Carla suspiró mentalmente, aliviada y enfadada.

—Venga, vamos dentro, mamá. Aquí vas a pillar una pulmonía.

—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Rosa con voz etílica— ¿Has venido a… a ayudarme a buscar la bot… bot… botella?

—Sí mamá.

Carla la ayudó a ponerse en pie, una tarea nada fácil debido al peso de su madre y a lo resbaladiza que era su desnudez.

—Sí —repitió—, he venido a ayudarte a buscar una botella. Dentro de la casa hay muchas, venga vamos.

Cuando Rosa se levantó abrazó a su hija con mucha fuerza, estrujándola. Luego le dio un beso en la frente.

—Te quiero —dijo antes de dirigirse con paso incierto hacia la casa.

Carla le agarró un brazo y la acompañó, turbada y excitada tras sentir el cuerpo desnudo de su madre pegado al suyo, con los enormes pechos balanceándose sobre su vientre. La hija se fijó en que su madre tenía una espesa pelambrera entre las gordas piernas.

La chica intentó llevarla a uno de los dormitorios, pero Rosa se negó, quedándose en el salón con la excusa de que allí era donde estaba la bebida. Se dejó caer en el sofá, haciendo que las maderas y los muelles crujieran peligrosamente bajo su peso. En cuanto apoyó la cabeza en uno de los reposabrazos se durmió en un profundo sueño etílico cercano al desvanecimiento, pues llevaba todo el día sin comer nada.

Carla se quedó a su lado unos instantes, tratando de recuperarse de la impresión y del susto, llorando un poquito de alivio. Luego fue al baño a buscar un par de toallas y se dedicó a secar a su madre.

Mientras le pasaba la toalla por el cuerpo pensó que en los últimos días había visto más desnudos en vivo que en toda su vida. Primero fueron los de su padre y Magdalena, allá en el estanque. Luego fue Esteban, en la cocina y en la ducha. Esa misma mañana le había visto la verga a ese Víctor —«y vaya verga»—, pensó, sonriendo excitada al recordar el gordo manubrio del contratista.

Y ahora estaba mirando la desnudez de mamá.

Carla arrastró la humedad de la barriga de su madre, pensando en lo gorda que estaba y en cuantas dietas fracasadas había probado a lo largo de su vida. Ella siempre la apoyaba y le animaba a seguirlas, pero al final su madre sucumbía y las dejaba.

Para secarle los pechos tuvo que introducir la toalla debajo de las mamas, empujando las tetazas hacia arriba para poder quitarle la humedad que había en el nacimiento de los senos.

«Son enormes… —pensó con envidia—. ¿Cómo debe ser ir por ahí todo el día con esto colgando delante, con todo el mundo mirándolas?».

Carla se fijó entonces en que las caricias de la toalla habían provocado una reacción en su madre, puesto que los pezones, largos y gruesos como dedales, se le habían empitonado. También se dio cuenta por primera vez de que su madre no tenía los pechos simétricos: uno de los pezones estaba ligeramente más levantado que el otro, un poco torcido y apuntando hacia fuera. Las areolas tampoco eran iguales: una de ellas era circular y la otra ligeramente ovalada, de distinto tamaño.

Por alguna razón todo eso le pareció algo increíblemente morboso y erótico.

«De ahí mamaste tú cuando eras un bebé».

Ese pensamiento la excitó. Carla contempló el pecho de su madre y dejó la toalla a un lado. Luego trató de comparar el tamaño de la areola con su mano abierta: la mancha mamaria era casi igual de grande. Era una gigantesca circunferencia irregular cuya superficie —de color pardo oscuro— estaba surcada por venas y bultitos diminutos. El pezón sobresalía un par de centímetros, puede que más.

«Eso lo he chupado yo cuando era un bebé» —volvió a pensar, cachonda.

Carla sintió de nuevo aquel mareo, la extraña percepción de no estar ahí realmente, como si lo viera todo desde una cámara. Se agachó con el corazón acelerado y besó con suavidad la puntita del grueso apéndice.

Era rugoso, tierno y algo duro, cediendo poco a poco a la presión de sus labios, hundiéndose dentro de la areola bajo la presión de su boca.

«¡¿Qué haces Carla?!».

La chica ignoró esa voz y sacó la lengua, lamiendo el carnoso cilindro muy despacio.

«¿Qué estas haciendo?».

No podía evitarlo. Ya no era su madre. Era un cuerpo desnudo. El hermoso cuerpo de una hembra madura llena de curvas y carne trémula. Era un cuerpo vivo, real, que respiraba y se agitaba bajo su contacto vicioso y prohibido. El morbo le nubló la razón y se metió el pezón de su madre en la boca, chupando como hacía cuando era un bebé.

Tiró de él con la boca, mirando embelesada como el pecho se estiraba, subiendo hacia arriba arrastrado por la ventosa en la que se había convertido su boca. Cuando se le escapó se escuchó el suave y líquido sonido de un chupeteo. Eso la excitó mucho más y volvió a chuparle la teta a su madre, mamando con más decisión.

Mientras le chupaba un pezón veía como el otro se endurecía también, sobresaliendo oscuro y largo como una almendra. Carla tuvo la necesidad de tocarlo y lo hizo con los dedos cubiertos de sudor, aumentando su nivel de libido al sentir la dureza cartilaginosa del tieso apéndice.

Su madre gemía levemente y la peste a alcohol le recordó que se estaba aprovechando de su propia madre borracha, pero eso, en lugar de detenerla, le dio más alas, apretando el gigantesco pecho de su madre con la mano, amasando la gelatinosa y blanda carne con el pezón remetido entre sus dedos.

Mientras le masajeaba el pecho notó cómo su propio cuerpo reaccionaba ante los incestuosos actos que estaba cometiendo, puesto que sus pechitos también se endurecieron, así como sus diminutos pezones. El sujetador pronto le estorbó, puesto que el roce de la copa con sus duras lentejitas le producía un placentero dolor. Pero el sujetador no era lo único que le estorbaba.

Sus braguitas eran demasiado pequeñas para la hinchazón que sentía entre los muslos y deseó poder quitárselas para tocarse con libertad. Recordó la paja que se había hecho aquella tarde, fantaseando con comerle el coño a Magdalena, preguntándose si todas las vaginas tenían el mismo olor y sabor.

«Ahora puedes comprobarlo, si quieres».

La idea le golpeó con tanta fuerza que tuvo un breve mareo. El corazón latía como un tambor de guerra en su pecho y su boca se secó, no así su coñito, que se mojó lentamente mientras Carla dejaba de manosear y chupar las gordas tetas de su madre, mirando hacia abajo.

Rosa estaba tumbada en el sofá con una pierna apoyada en el suelo, con la tripa aplastada sobre su abdomen y los pelos del coño asomando entre sus muslos. Carla fue hasta allí.

«No lo hagas Carla».

Pero era inútil. Aquella ya no era su madre. Era una hembra espatarrada, con el coño al aire y las tetazas colgando por los lados, con los pezones tiesos por culpa de los chupetones que le había dado ella. Se inclinó y miró la entrepierna de su madre. Vio que tenía los labios mayores abultados, con los vellos púbicos enredándose alrededor de la vulva, haciéndose más largos y espesos en el monte de Venus. Los rizados pelos estaban humedecidos por el baño de la piscina, brillando y titilando bajo la luz del salón.

Carla se fijó en que las ingles de su madre estaban un poco irritadas, con algunos granitos rojos aquí y allá, con la peluda vulva partida en dos por una raja ligeramente abierta, dejando entrever la carne rosada del interior. Se le había salido un pequeño bulto rugoso, la punta de uno de los labios menores. Carla lo tocó con un dedo tembloroso, moviéndolo a uno y otro lado. La hendidura se abrió un poco más y los labios se despegaron sin abrirse del todo.

Carla se envalentonó y puso dos dedos a cada lado del coño, estirando la piel con delicadeza, abriéndole el papo a su madre casi con reverencia. Los labios menores saltaron fuera y una flor de pellejos y protuberancias se abrió al exterior, permitiendo que el glande del clítoris asomase fuera de su funda.

Carla emitió un jadeo de sorpresa y de morbo: la pepita de su madre era una gorda alubia de color bermellón, regordeta y de aspecto tierno, como un glande chiquito. La incestuosa niña acercó el rostro para olerle la raja a su madre, mareada por el morbo y lo prohibido del acto, sintiendo como su propio clítoris palpitaba erecto entre sus piernas.

Acercó tanto la cara que su nariz rozó los pelos del coño, aspirando lentamente y soltando el aire sobre el sexo abierto de Rosa. El olor era muy parecido al suyo, pero no exactamente el mismo. Al contrario de lo que esperaba, el mejillón de su madre no olía tan fuerte como el suyo, pero Carla intuyó a que eso se debía a que ese chocho estaba seco.

«Seguro que cuando se moja el olor es más fuerte».

Carla le pasó el pulgar por encima de la funda, estirando la piel para que el glande asomase aún más, empinándose tieso hacia arriba y hacia fuera.

Luego lo lamió.

El vientre de su madre se contrajo al notar tan íntimo contacto, temblando ligeramente. Sus muslos también sufrieron un ligero espasmo y Carla retiró la lengua, temerosa de que se despertara.

«Estas loca, estas loca, estas loca…»

Cuando vio que su madre seguía durmiendo volvió a acercarse, metiendo la lengua entre los labios vaginales muy despacio.

«Por aquí he salido yo».

Su lengua aún no detectaba ningún tipo de sabor, si acaso un ligerísimo picor. Decidió entonces ahondar más, buscando las mucosidades que seguramente cubrirían la entrada al conducto vaginal. Para ello le abrió la almeja, descubriendo entonces entre los muchos pliegues y pellejos que allí había ciertos restos blancos y amarillos, como de requesón. El olor a pescado seco, que tanto asociaba ella a sexo masturbatorio, le dio de lleno en la cara, excitando sus sentidos y cayendo sin remedio en un pozo de lujuria irrefrenable. Con un dedo recogió uno de esos pegotes amarillentos y lo olió.

Era rancio, fuerte y sexual.

Carla le lamió el coño a su madre, pasando la lengua muy despacio, saboreando el agrio mejunje que rezumaba de esas entrañas, calientes y perfumadas por el almizcle femenino. Meterle la lengua era un acto tan depravado y sucio que a la chiquilla se le aflojaron las piernas, cayendo de rodillas y temblando como un flan. Su madre gimió en sueños y un nuevo espasmo hizo vibrar sus carnes íntimas.

Su hija apartó la cara y vio como se dilataba el agujero, brillando por la saliva y por la mucosidad que empezaba a surgir de allí. Los espasmos hacían que el clítoris se moviera ligeramente, endureciéndose.

«Se está poniendo cachonda» —pensó con la cabeza ida, mareada.

Luego extendió una mano y le metió un dedo en el coño. Lo dejó metido unos segundos, sintiendo el calor interno de su propia madre, deleitándose con la sensación de tocar el interior de una mujer. Cuando lo sacó un pequeño reguero de flujo blanquecino se escurrió fuera, quedando atrapado en los pelos que Rosa tenía en el perineo, entre la raja y el ano.

Su hija los lamió, saboreando los efluvios prohibidos de su madre con la misma depravación que sentía al lamer sus compresas y tampones usados. El olor era cada vez más intenso y su boca pronto se llenó con el extraño sabor de un sexo ajeno al suyo. La pequeña lengua de Carla recogía con suavidad las mucosas vaginales, lamiendo muy despacio, pues no quería despertar a su madre.

El cunnilingus consiguió excitar del todo a la dormida mujer, provocando que sus labios menores, oscuros y mojados, se hinchasen y se salieran fuera de la raja. La hija los lamió, asqueada por el fuerte sabor agrio y salado de esos mocos que olían ligeramente a orines. Carla, siendo ella también una mujer, sabía exactamente donde y como tocar ese coño, así que con la cabeza totalmente mareada de puro morbo y lujuria le hundió dos dedos en la intimidad abierta de su madre, doblándolos para tocar detrás de la uretra.

Rosa gimió en sueños una vez más, pero la hija siguió tocándole el interior del caliente pozo, pasando la lengua por los lados de la vulva y chupándole el grueso botón con sus labios. La erección de su propia pipa la tenía loca, pues notaba la tiesa protuberancia rozando sus braguitas, pidiendo que la tocasen.

Cuanto más se excitaba más atrevidas eran sus caricias y toqueteos, empujando con fuerza, aumentando el ritmo, pegando su cara totalmente en las carnes ardientes de su madre, jadeando sobre los pelos de ese enorme coño que no dejaba de chorrear líquidos. Las ingles de Rosa comenzaron a transpirar y el sudor resbaló por sus nalgas, mezclándose con el resto de fluidos.

Carla estaba totalmente ida, con la mente obnubilada por la lujuria, ciega de morbo. Sacó los dedos de ese hoyo chorreante y metió su boca allí dentro, chupando con fuerza, aplastando su naricita contra la apestosa almeja, tragándose todo lo que salía de ahí, metiendo y sacando la lengua dentro de esas rugosidades cartilaginosas.

Su lengua se aceleró sobre el inflamado clítoris y sus dedos volvieron a follar ese generoso coño con fuerza, moviéndose más deprisa, alcanzando un ritmo constante, taladrando el resbaladizo mejillón con tanta fuerza que las tetorras de Rosa vibraban y temblaban como gelatina, con los pezones tiesos apuntando hacia todos lados.

Sin saber porqué el recuerdo del fontanero acudió a su cabeza y Carla deseó que ese hombre estuviera ahí con ellas dos. Deseó que ese viejo cerdo comebragas viese lo depravada que era; que viese lo puta y pervertida que podía llegar a ser. Quería que Víctor viera como le estaba comiendo el coño a su propia madre y deseó que ese forzudo macho las follase a las dos, a su madre y a ella también, que metiera su gorda polla en todos sus agujeros y que se corriera en su cara, en sus tetas y en las tetas de su madre.

Pero sobre todo quería que la follase a ella, que la abriera de piernas y la partiese en dos a golpes de nabo.

La voz de Rosa la sorprendió y Carla dio un respingo, apartándose de allí abajo con rapidez con la barbilla mojada de mucosidad.

—Mariola —susurró su madre.

En ese momento los perros ladraron y Carla escuchó el sonido de un motor acercándose al cortijo. Con el corazón desbocado agarró las toallas y tapó a su madre, que guiñaba los ojos y se desperezaba con dificultad. El ruido se hizo más fuerte y luego se detuvo. Los perros siguieron ladrando y Carla vio a través de una ventana el contorno de un todoterreno.

«¿Papá?» —pensó con cierta inquietud, sintiendo como el morbo y la excitación la abandonaban mientras que la vergüenza y el arrepentimiento por lo que acababa de hacer ocupaban su lugar.

Miró a su madre y vio que había vuelto a cerrar los ojos, aunque balanceaba la cabeza a uno y otro lado despacio. Carla recordó el estado en el que la había encontrado y la furia borró cualquier otro sentimiento, pues consideraba a su padre el responsable de ello.

«Le pone los cuernos con una cría y luego la echa de casa para que ella se… se… ¡Se emborrache y muera ahogada?».

Carla se dirigió a la entrada para recibir a su padre y abrió la puerta antes de que él pudiera hacerlo. Los insultos murieron en su garganta al ver a una desconocida en el umbral. La luz de la entrada iluminó a una mujer rubia, madura, muy bella, delgada y con un aire aristocrático a pesar de su corta estatura. Le recordó a cierta actriz americana. Los ojos azulados miraron a Carla con sorpresa y curiosidad. La pequeña no supo qué decir a esa mujer y se quedó callada a pesar de que en su cerebro se agolpaban todo tipo de preguntas.

La voz de su madre la asustó y se dio la vuelta. Rosa estaba detrás de ella, de pie, con las toallas apenas tapando su obeso cuerpo.

—¿Mariola? —dijo su madre.


CONTINUARÁ...

Esperma 25

(c)2021 Kain Orange

martes, 27 de abril de 2021

ESPERMA (23)

 23


MARIOLA


El lunes por la mañana, mientras Víctor iba a casa de Carla por primera vez y ésta se masturbaba pensando en su hermano, Mariola habló por teléfono con su asesor legal y zanjó el asunto de la herencia. Su abogado puso el grito en el cielo cuando ella le explicó lo que quería hacer y trató de hacerle cambiar de idea, pero Mariola fue intransigente. Cuando acabó salió del pueblo, visitando aquellos lugares que Rosa y ella solían usar a escondidas para darse amor y cariño.

Salió vestida con un caftán marroquí de color blanco y recorrió los exteriores del pueblo buscando recuerdos y memorias perdidas: la vereda de la vieja acequia; el puentecico de la Tomasa, cerca de donde mató a su padre; el cortijo de los Bueno, ahora derruido y cubierto de escombros; la caseta del pozo chico, donde Mariola perdió el himen cuando Rosa exploró su vagina con dedos temblorosos, un poco asustada al ver la sangre, pero excitada cuando la pequeña Mariola le pidió que le curase «la herida» con un beso allí abajo.

Fue un beso muy largo.

No era solo sexo. No fueron solo los juegos eróticos y masturbatorios de dos niñas atravesando la pubertad. Lo suyo iba más allá de eso y de la amistad. Se lo contaban todo. Absolutamente todo. Sueños, vivencias, fantasías, problemas y anécdotas. Entre ellas dos no hubo secretos y juntas aprendieron el valor de contar con un alma gemela de espíritu afín y de un amor puro, sincero.

A lo largo de su vida Mariola tuvo muchas amantes y alguna relación esporádica, pero nunca encontró a nadie con esa complicidad, esa intuición empática tan intensa como con Rosa. Con ella solo bastaba un gesto o una mirada, una caricia, una sonrisa o un guiño para leerse el pensamiento.

Lo que sucedió dos noches atrás solo fue un sucedáneo de lo que podrían llegar a alcanzar juntas. Mariola pensaba en toda la experiencia que ambas habían acumulado a lo largo de los años y la forma en la que podrían ponerla en práctica. Ya no serían unas niñas asombradas y cohibidas por los cambios físicos de sus cuerpos, no serían unas chiquillas comparando el tamaño de sus incipientes pechos o tocándose la pelusa que les crecía entre las piernas. Serían mujeres adultas, plenas y experimentadas y volverían a contárselo todo.

Todo.

Vivencias, problemas, anécdotas, recuerdos, sueños, pecados, deseos… y fantasías inconfesables. No tendrían secretos entre ellas y juntas volverían a explorar sus cuerpos, pero sin miedo ni tapujos, como mujeres enamoradas. Como amantes.

Mariola visitó el viejo erial de Claudio, una solitaria plataforma empedrada con losas de pizarra en lo alto de una colina. Allí Rosa le torció y le rompió el tabique de la nariz a un niño mayor que ellas que se atrevió a pellizcarle un pecho a Rosa. A su edad le habían crecido demasiado las tetas y llamaba mucho la atención, sobre todo entre los niñatos y los críos del colegio.

«Y también entre los adultos» —recordó Mariola con un poco de asco, pensando en su padre.

Tuvieron que salir corriendo de allí, pues el niñato comenzó a apedrearlas mientras su nariz, hinchada y retorcida, expulsaba chorros de sangre oscura. Escaparon y se escondieron muy juntas en la boca de un desagüe bajo una acequia, riendo en voz baja a oscuras, cuchicheando ocultas tras la vegetación que tapaba la entrada. Allí Mariola le preguntó dónde la habían tocado y Rosa se lo mostró, levantándose la camisa y exhibiendo el sujetador de tamaño adulto, bajándolo un poco para que su amiga viese la marca del pellizco.  

Rosa permitió que su compañera de juegos le acariciase el pecho con la excusa de tocar el leve hematoma, aunque Mariola se aprovechó de la situación y metió los dedos dentro, buscando el tierno pezón, bajando un poco la tela hasta verle el nacimiento de una areola oscura y abultada. Cuando le tocó el pezón se asombró al percibir el gran tamaño de ese apéndice, a diferencia del suyo, mucho más pequeño. Se lo comentó a Rosa, ofreciéndole la oportunidad de que lo comprobase por ella misma abriéndose la blusa y dejando que le metiera la mano en el escote.

Mariola no usaba sostén y la pequeña Rosa se topó con dos senos apenas desarrollados. Las caricias despertaron la precoz lujuria de Mariola y terminó por bajarle del todo el sujetador a su amiga, liberando los voluminosos pechitos, blancos y erectos, muy grandes para su edad. Asombrada por el tamaño, Mariola se los tocó sin pudor.

Rosa tenía las tetas muy duras, tiesas y levantadas, desafiando la gravedad. Sus regordetes pezones casi apuntaban hacía arriba. Las areolas eran grandes y oscuras, ligeramente abultadas. La morena chiquilla se dejó manosear por esa pequeña rubia de ojos claros, sintiendo en su interior un calor que subía desde su pecho hasta su cuello, ruborizándola. En su bajo vientre también surgió una húmeda calentura, extraña y e inquietantemente placentera. 

Mariola también dejó que su amiga le tocase sus pequeños bultitos, aunque en aquella lejana época solo eran dos hinchadas areolas con sus correspondientes pezones. Poco más le crecerían, al contrario que a Rosa, que con el paso de los años sus mamas habían seguido creciendo, alcanzando un tamaño extraordinario.

Rosa también sintió curiosidad por esas extrañas y diminutas mamas, abriéndole del todo la blusa para mirarle los endurecidos guijarros a Mariola, dos botones sonrosados, erectos, arrugados y duros como garbanzos. Mariola tenía las areolas bufadas, sobresaliendo de su pecho como dos pequeñas cúpulas y Rosa sintió ganas de jugar con ellas, cogiéndolas con los dedos, apretándolas, moviéndolas y pellizcándolas suavemente con una mano temblorosa.

El cuerpo de la pequeña Mariola reaccionó a esos contactos y notó la humedad de su interior manchando sus prendas íntimas. 

Las chiquillas se tocaron mutuamente los senos, maravilladas por cómo reaccionaban sus cuerpos a esas caricias, a esos toqueteos, besos y lamidas, puesto que el instinto pronto las llevó a sustituir los dedos por las lenguas, dándose allí el primer beso «de verdad» en las bocas, con los pechos desnudos rozándose unos contra los otros. 

Así dejaron pasar los minutos, dándose besos y sobándose las tetas, sin saber muy bien cómo culminar todas aquellas caricias, sintiendo el insoportable calor de sus inflamados sexos palpitando húmedos entre sus piernas. Mariola, más avezada y resuelta, trató de ir más allá, buscando bajo las faldas de Rosa un contacto más íntimo.

Sus dedos lograron tocar la abultada hinchazón que latía allí abajo, mullida y blanda, caliente y húmeda. La joven vulva se abrió dentro de las braguitas y Mariola pudo percibir la blandura viscosa de los labios internos a través de la tela.

Rosa se apartó, asustada al sentir algo nuevo: un escozor vibrante, un espasmo placentero y ardiente que le recorrió los lumbares hasta el estómago. No fue un orgasmo, pero sí una insinuación de lo que podría llegar a ser. Las caricias terminaron ahí. Se vistieron avergonzadas, agitadas, cachondas y felices de haber compartido un secreto tan íntimo y personal.

Aquella misma noche Rosa alcanzó su primer y verdadero orgasmo en la cama de Mariola, masturbada por su amiga en la oscuridad de la habitación bajo las calurosas sábanas, abrazadas una a la otra, desnudas, gimiendo y susurrando en voz baja, tocándose los coñitos la una a la otra. Los vellos púbicos de Rosa eran muy largos y la corrida de la niña se quedó allí pegada y apelmazada hasta la mañana siguiente, donde fue limpiada por la boca de Mariola a escondidas mientras Rosa dormía.

Fue la primera vez que se comía un coño.

«Fue el primero de muchos —recordó Mariola con nostalgia—. Dos días después me metió los dedos y me desvirgó».

No pudo evitar humedecerse al recordar el torpe cunnilingus que la pequeña Rosa le hizo después de romperle el himen accidentalmente, limpiando la «herida» con su inexperta lengua, asustada, cohibida y avergonzada, pero tan cachonda que no pudo dejar de lamer ese chochito recién desvirgado hasta que Mariola tuvo un orgasmo tan intenso que cerró los muslos de golpe, apresando la cabeza de la chiquilla con ellos, apretando su rajita llena de pelitos encharcados contra el ruborizado rostro de Rosi.

Mariola siguió excitándose al recordar cómo se comieron los coños la noche anterior. También recordó el terrible y delicioso cambio que habían sufrido las tetas de Rosa, rememorando el tacto rugoso de los gruesos y largos pezones de su vieja amiga, así como el peso y la blandura de esas grandes moles de carne, suaves y cálidas, tan distintas a las que tocó en aquella acequia, un millón de años atrás.

Volvió a pensar por enésima vez si no cometió un error al pedirle a Rosa que fuese con ella a Costa Rica. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué darle esa esperanza? ¿Realmente creía que esa mujer lo dejaría todo por ella?

«¿En qué estabas pensando, Mariola?».

Se agachó y arrancó una ramita de un arbusto que crecía entre las pizarras. La brisa levantó el vuelo de su vestido y sintió el aire fresco besando sus braguitas, evaporando la humedad de su entrepierna.

«Pensaba en nosotras, en el tiempo que nos fue arrebatado, en lo que pudimos haber sido y en la posibilidad de recuperarlo ¿Acaso no puedo soñar con eso?».

Se puso en pie y volvió a pensar en Rosa. No podía dejar de hacerlo. Quería estar con ella, quería abrazarla de nuevo, besarla y hablar con ella de sus vidas, de sus sueños y sus fantasías. Necesitaba recuperar de nuevo esa complicidad y anoche estaba convencida de que Rosa también lo deseaba.

«¿Hasta el punto de abandonarlo todo para ir contigo al otro lado del mundo?».

La razón le decía que no, pero el corazón…

El sonido del móvil la sobresaltó. Mientras rebuscaba en su bolso tuvo la certeza de que era Rosi quien llamaba, pero no fue así. Era de la agencia editorial que se encargaba de organizar su trabajo. Mariola tenía varios proyectos en marcha: un guion televisivo (compartido con otros cuatro guionistas), dos novelas largas a medio concluir y una serie de artículos semanales para medios digitales, entre otras pequeñas colaboraciones de distinta índole. Se había tomado dos semanas de vacaciones y sabía que la llamada debía de ser por algo muy importante.

¿Yes? —saludó un poco inquieta.

—¿María? —Reconoció la voz de Samantha, la relaciones públicas de su editorial. Sonaba lejana y con interferencias—. Sorry about the time, but something happen the last night.

Hi Sammy, don’t worry about the time, it’s sunlight here. What’s happens?

I'm sorry to tell you bad news… —Dejó pasar unos momentos antes de continuar—. It’s about Josephine.

Mariola cerró los ojos y suspiró mentalmente. Josephine era su agente literaria desde hacía más de una década. Fueron amantes y hubo una época en la que creyó que podrían llegar a ser algo más, pero la afición de Josephine a la cocaína, el alcohol y las fiestas interminables fueron una carga que Mariola no estuvo dispuesta a compartir.

It’s so bad? —inquirió Mariola con preocupación.

Samantha tardó demasiado en responder y Mariola supo entonces lo que le iba a decir. Se dejó caer con suavidad sobre el erial, apoyándose en un viejo almendro y sentándose sobre la pizarra recalentada por el sol de la mañana.

She was found this midnight in his bed… —Mariola escuchó como la chica sollozaba—. I’m so, so sorry, María. She… She just…

A Samantha se le quebró la voz y no pudo seguir.

It’s okey, Sammy —consoló Mariola—. I know.

Esperó unos segundos a que se recuperase antes de interrogarla.

What… What was this time? —preguntó notando el escozor de las lágrimas en los ojos—. Cocaine, heroine, oxy,…? 

None —mintió la chica—. A stroke. His heart just stopped while sleeping.

Mariola supo que mentía, pero no dijo nada, pues sabía que la familia tenía derecho a ocultar los detalles de la muerte de su amiga. Recordó que Josephine solo tenía cincuenta y cuatro años, la mayoría de los cuales se los había pasado jugando con todo tipo de sustancias recreativas. Josephine fue una hippy en su juventud y una fiera de las raves en su madurez. Alternaba las anfetaminas con los opiáceos, usando los primeros para subir al infierno y los segundos para bajar al paraíso. Sus fiestas eran legendarias en San José.

«Infarto… ¿Y cual de todas las golosinas que solía tomar lo provocó, Sammy?»

—We wonder if you could come here, María. The funeral will be in two days.

Mariola titubeó indecisa. Sabía que si volvía a Costa Rica sería para no regresar, pues nada la ataba aquí ya, excepto Rosa; a ella le dijo que esperaría una semana, pero lo hizo en un impulso, en un acto espontáneo surgido de la nostalgia y la fogosidad del momento. Ahora se dio cuenta de que fue un error.

Of course —contestó con los ojos cerrados—. I’ll be there.

Se despidieron y Mariola contempló la ramita que aún conservaba en la mano. Había estado jugando con ella mientras hablaba y la savia le había manchado las yemas de los dedos. Era un brote de romero: el intenso aroma le trajo un torrente de recuerdos de su niñez, no todos ellos agradables. La brisa se intensificó y una ráfaga de viento le arrancó la hierba de entre los dedos, que se alejó volando más allá de la sierra de Luégana hasta perderse de vista.


ROSA


Cuando salió del Volkswagen se sorprendió por el calor que hacía esa madrugada en el cortijo. Una bolsa de aire caliente se había establecido en la sierra y Rosa percibía en la atmósfera esa inquietud previa a una tormenta, aunque no había nubes en el estrellado firmamento. La brisa era caliente y le acariciaba los desnudos muslos con lascivia, moviéndole el vuelo del vestido. Era negro y se confundía con la oscuridad que reinaba a la entrada de la hacienda.

Los perros salieron a recibirla, dejando de ladrar en cuanto reconocieron el olor de Rosa. Ésta hizo un gesto y en seguida se calmaron, obedientes. Eran tres grandes perros mestizos que usaban de guarda y otros dos más pequeños, falderos. Rosa se había encargado de educarlos y sentía mucho cariño por todos ellos.

Hace muchos años tuvieron una perrita en casa (en realidad era de Carla), y Rosa enseñó a su hija como educarla correctamente. Cuando murió decidieron no volver a tener otra mascota en casa, una decisión tomada no solamente desde el corazón, si no desde la razón, ya que cada vez tenían menos tiempo libre, unos por el trabajo y otros por los estudios.

Comprobó que los comederos y bebederos estuvieran llenos y cerró la verja, encerrándolos en el amplio recinto de atrás, pues quería estar sola.

Entró a la vivienda, desconectó la alarma y se preparó un ron con cola, con mucho hielo. Se sentó en el sofá del salón con las luces apagadas, escuchando la brisa y el sonido de los grillos nocturnos, bebiendo largos tragos hasta acabar la copa en pocos minutos. Se sirvió otra usando los mismos hielos, que apenas se habían derretido, tratando de no pensar en nada, tratando de no pensar en Gabriel, en Esteban, en Carla y en Mariola. 

Mariola, delgada y asquerosamente hermosa, con los ojos claros abiertos de par en par, embelesados y llenos de deseo al ver a su gorda amante desnuda.

Rosa dio un trago, apartando esa imagen de la cabeza.

«¿Sabes a dónde va ir a parar todo este azúcar, Rosi?».

Sonrió y miró hacia abajo, consciente de que ese gesto haría que bajo su barbilla apareciese una papada. Se miró la gorda tripa y la pellizcó.

«Sí, sí que lo sé. Aquí —pensó mientras pinzaba una molla con los dedos—, justamente aquí. Y este trago va a ir a parar aquí».

Bebió y se pellizcó otra zona, notando que el alcohol le estaba subiendo demasiado rápido, pero eso era lo que quería. Desgraciadamente la bebida no la alejó de los pensamientos que quería evitar, volviendo a pensar en Mariola.

«¿De verdad creíste que iba a llevarte contigo a Costa Rica? ¿Quién coño querría a una vieja gorda como tú?».

Bebió con demasiado ímpetu y la bebida se escurrió por las comisuras de los labios, manchándole el vestido.

«¿En serio pensabas abandonar a tus hijos y al adúltero de tu marido para largarte al otro lado del mundo con tu novia? Eres tonta de remate».

Se levantó del sofá y al tratar de poner el vaso en la mesa se le volcó, derramando la bebida y los hielos. Sentía el calor del alcohol en el pecho subiéndole hasta la cabeza. Era una sensación muy, muy agradable. También sentía la humedad de la mancha de su vestido, extendiéndose poco a poco. Rosa se quitó la ropa, quedándose en ropa interior.

El gigantesco sujetador de color crema también se había manchado de ron y cola y Rosa se lo quitó, dejando que sus pechos se descolgaran por encima de la tripa. Volvió a sentarse, apoyándose en el respaldo del sofá, lo que provocó que sus pechos se escurrieran hacia los lados. Ella sintió ese peso tirando de ella, estirando el nacimiento de sus senos. Luego siguió bebiendo, pero esta vez directamente de la botella, dando sorbos muy pequeños.

«¿Qué vas a hacer ahora, Rosi?».

Con mano distraída se recolocó las mamas, tratando de centrarlas sobre su vientre, pero en cuanto colocaba una la otra caía hacia un lado, así que decidió sujetárselas con una mano mientras bebía con la otra, acariciándose un pezón sin pensar en ello.

«¿Qué voy a hacer? Fácil. Voy buscarme un pisito de alquiler, voy a dejar a ese adúltero follaniñas que se encargue él solito de llevar la casa, que cuide de nuestros hijos y que se lleve a esa zorrita traicionera a vivir con ellos si quiere».

Rosa alzó la botella y el ron se escurrió por su barbilla nuevamente, pero a ella no le importó.

«Voy a apuntarme a un gimnasio, voy a hacer dieta, voy a operarme estas cosas que me cuelgan y voy a viajar hasta San José, Costa Rica, para buscar a cierta "Novelist & Writer" para restregarle en la cara lo que se ha perdido, para preguntarle por qué… ¿por qué…? ¿¡Por qué?!…»

—¡¿POR QUÉ?! —chilló en la oscura soledad del salón.

Algunos perros ladraron al escucharla, pero en seguida se calmaron.

Rodó fuera del sofá, ebria, y se levantó apoyándose en la mesa. Su mano resbaló en el charco y se golpeó el pecho contra la superficie, manchándose las tetorras de cola y de ron. Hacía muchísimo calor allí dentro y decidió lavarse en la piscina.

Salió al exterior con la botella en la mano, vestida únicamente con las bragas y los zapatos. Afuera hacía casi más calor que dentro, a pesar de ser noche cerrada. Accionó las luces acuáticas de la piscina y la superficie relumbró con un fantasmal fulgor esmeralda. Se descalzó y se tiró al agua con la botella aún agarrada a la mano.

Cuando salió a la superficie aún sostenía el ron, pero las bragas se le habían enrollado hasta la mitad de los muslos. Le entró un ataque de risa y buscó el borde de la piscina, apoyando la botella sobre el césped y tratando de quitarse las bragas por debajo del agua sin dejar de reír.

Cuando la prenda subió flotando a la superficie la risa se había convertido en llanto.


Continuará...

Esperma 24

(c)2021 KainOrange

sábado, 24 de abril de 2021

ESPERMA (22)

 22.


CARLA


Carla siguió a su padre hasta el salón, inquieta porque intuía que la discusión que sus padres habían tenido en la cocina mientras ella paseaba con Víctor había sido más grave de lo que ella pensaba.

—Siéntate —pidió Gabriel señalando una silla a su hija.

Carla ignoró el ofrecimiento.

—¿Dónde está mamá? —preguntó con seriedad, un poco asustada.

—Ella ha salido. Verás… —Gabriel trató de ordenar sus ideas antes de hablar—: Estoy con otra mujer desde hace un tiempo Carla. Tu madre lo sabe y hemos hablado sobre ello.

La chica lo miró de hito en hito, sorprendida al ver que su padre se había atrevido al fin a confesar su infidelidad.

—¿A dónde ha ido? —preguntó de nuevo, esta vez enfadada.

—Ella… Ella quiere estar unos días a solas. Ha ido al cortijo del pueblo aprovechando que los abuelos están de viaje con el Imserso.

—Pero… ¿Así, sin más? —Carla movió los brazos con enojo—. ¿Sin despedirse? ¿Qué le has dicho? ¡Qué le has hecho!

—¡Nada! Carla. Solo necesita algo de espacio. Y tiempo.

—¿Tiempo? Pero… ¿Pero qué pasa conmigo, con la casa, con el trabajo? No puede dejarlo todo así como así.

—Carla, ella necesita estar a solas —dijo en tono tranquilizador—, y tener un poco de perspectiva. Serán solo unos pocos días, puede que regrese mañana.

—¿Mañana?… —Carla frunció el ceño—. ¿Le dijiste que te follas a Magdalena?

Gabriel abrió mucho los ojos.

—¿Q… qué? ¿Quien… Cómo…?

—¡Joder, papá! ¿Se lo has dicho o no?

Ahora fue Gabriel quien miró de hito en hito a su hija, sin saber qué decir.

—Se lo has dicho, ¿verdad? —insistió Carla.

Gabriel asintió con la cabeza y Carla golpeó la mesa del salón con ambas manos.

—¡¿Y has dejado que se vaya?!

—¿Dejarla? Ha sido su decisión, Carla. ¿Qué querías qué hiciera?

—¡IRTE! ¡Tú eres quien debería de haber salido por esa puerta, joder!

—No grites, Carla.

Pero Carla quería gritar, llorar y dar alaridos de rabia. Quería avergonzar y arruinar a ese viejo verde que había provocado que su madre saliera de casa sin necesidad, pero tuvo un destello de madurez que le hizo saber que en realidad, lo que ella quería era desahogar parte de su culpabilidad a base de gritos.

«Tú has sido culpable también Carla. Debiste frenar a esa pervertida de Magdalena hace tiempo. Debiste detener lo que viste en el estanque. Debiste decírselo a tu madre».

—¿Cuándo se fue? —dijo con lágrimas en los ojos.

—Ya debe de haber llegado.

Carla se levantó de la mesa y fue a su cuarto para ponerse ropa de abrigo, ignorando a su padre, que le llamaba para que regresase al salón. Agarró las llaves de su pequeño ciclomotor y salió de casa, llamando a su madre por el teléfono mientras bajaba por las escaleras, perseguida por la voz de su padre, que trataba de hacerle entrar en razón. No había cobertura y su madre no respondía. Sacó la pequeña scooter del garage y puso rumbo a Luégana, decidida a no dejar sola a su madre en un trance como ese, odiando a su padre tanto como a sí misma.

Con el ciclomotor tardaría un par de horas en llegar, pero no le importaba. Así tendría tiempo para pensar y reflexionar.


GABRIEL


Curiosamente, la única persona con la que podía hablar de todo lo sucedido era con Magdalena. La única persona que sabría escucharle y darle apoyo era esa criatura de aspecto frágil y aniñado. Después de varias semanas de profunda relación con ella había descubierto que debajo de esa fachada de aparente despreocupación e histrionismo alocado había una mujer inteligente, comprensiva y con una visión de la vida más amplia que lo que se hubiera esperado de una chiquilla de su edad.

Se sentía mal. Muy mal. Estaba avergonzadísimo por haberse comportado como un cobarde y no haber sabido encauzar toda aquella situación. Hace muchos años que Rosa y él debieron de hablar sobre su matrimonio y tratar de encontrar un nuevo rumbo a sus vidas, separados si hacía falta, en lugar de dejarse llevar por la inercia de la monotonía. Se sentía mal por haber hecho que su mujer sintiese que había desperdiciado su vida con él. Se sentía mal por no haber querido ver en Rosa su valía y su potencial como mujer independiente y luchadora.

Se sentía mal por eso y por muchas otras cosas, pero con sentirse mal no arreglaba nada. Magdalena le enseñó eso, que la auto compasión solo es una forma de cobardía, la más ruin quizás, pues somos nosotros mismos quienes la creamos para huir de nuestras responsabilidades.

Gabriel vio como se alejaba el pequeño ciclomotor de Carla a través de la noche y sintió una punzada de miedo, algo que siempre le sucedía cada vez que veía a su hija subirse a ese trasto.

Subió a casa y llamó a Magdalena.

Mientras esperaba a que la chica respondiese a la llamada recordó los momentos vividos unas horas atrás, poco después de salir del trabajo y antes de llegar a casa. Había pasado la tarde con ella, como venía siendo habitual en los últimos días. Habían hecho el amor en el viejo Volvo de Gabriel, un mastodonte todoterreno grande y muy cómodo. En el amplio vehículo habían dado rienda suelta a las fantasías de la chica, que tenía una fijación con los testículos de Gabriel.

Él tenía una bolsa escrotal larga y colgante, con las bolas bien diferenciadas, aunque una de ellas era ligeramente más alta que la otra. Eso fascinaba a la chica, aunque Gaby le aseguró que era algo muy común. A Lena le gustaba mucho jugar con sus huevos, colocando sus deditos debajo de cada pelota y darles pequeños golpes para que botasen y se balanceasen, cogiendo a veces cada huevo por separado con delicadeza, masajeándolos y lamiendo el espacio que los separaba, mordisqueando el pellejo del escroto con los labios y chupando la piel arrugada con suavidad.

Gabriel pronto aprendió que a la pequeña Magdalena le gustaba mucho limpiarle el sudor de las pelotas, siendo siempre lo primero que hacía cuando le bajaba los pantalones: meter la cabeza entre sus muslos y lamerle el perineo, moviendo la lengua debajo del escroto, saboreando el almizcle sudado de Gabriel.

A veces la inexperta chiquilla le hacía daño con esos juegos, pues ella le solía agarrar los huevos por la base del escroto, maravillada al ver como se le hinchaban los cojones, inflamándose y poniéndose colorados, con las delicadas venas azuladas dibujadas en la lustrosa superficie. Gabriel se moría de morbo al contemplar la carita pecosa de Lena debajo de él, con sus dientes de conejo y sus gafas graduadas, con sus preciosos ojos verdes y su nariz de cerdita taponada por sus cojones y por su verga, larga e hinchada, descansando sobre esa carita de ángel.

Magdalena aun no sabía chuparle bien la polla, pero en su inexperta torpeza radicaba su encanto, pues Gabriel sentía un placer indescriptible al notar esos tirones, mordiscos, chupadas y aspiraciones, arrítmicas y descoordinadas, sí, pero muy placenteras. La chica también compartía con Carla la fascinación por el esperma masculino y gustaba saborear la olorosa leche de Gabriel. No importaba dónde se corriese el hombre, pues ella acababa por encontrar el modo de llevarse a la boca su ración de esperma.

Aquella tarde se la había tirado a cuatro patas, follándola como a una perrita dentro del coche, con sus dos ridículas y morbosas tetitas moviéndose en el aire. Gabriel las atrapaba de vez en cuando por los pezones, usando sus dedos como una pinza, agitándolas y tirando de ellas mientras la penetraba por detrás. Le encantaba el tacto rugoso y tierno de esas dos gominolas regordetas mientras Magdalena gozaba de esos pellizcos, gimiendo con voz aguda al sentir sus pechitos pinzados y estirados.

La visión del trasero de la pequeña a cuatro patas siempre le provocaba un ardor en el pecho y una excitación incontrolable. Las dos huesudas nalgas eran dos esferas achatadas separadas por una oscura raja ligeramente colorada. Cuando las separaba surgía un apretado agujerito rectal rodeado de pelitos anaranjados, cerrado y fruncido como una boquita de labios rojos. Follarse a Magdalena por detrás era siempre una excusa para escurrir su larga polla por la raja del culo y acariciarle el ojete con la punta del nabo.

Magdalena siempre daba un pequeño respingo cuando notaba ese tipo de caricias, contrayendo involuntariamente las nalgas y apretando el culito, pero no decía nada y se dejaba tocar el ojete con la polla, pues sabía que Gabriel respetaría ese hoyo. Además, a ella también le ponía cachonda sentir el glande ahí atrás. Gaby era paciente y sabía que tarde o temprano la dulce Magda le entregaría su apretado agujerito cuando estuviese preparada, mientras tanto, él se conformaba con restregarle el carajo por todo el ojete, sintiendo en la punta de la polla las caricias de los pelos que le crecían a la chica alrededor del esfínter, dejando resbalar el cipote para penetrar su feo chochete desde atrás, apretando el delgado vientre de Lena con una mano, acariciando la tripita, bajando por el pubis para buscar los colgantes labios y tirar de ellos mientras la follaba.

A Gabriel le gustaba mucho el sexo de Magdalena, tan distinto al de su mujer. Era maravilloso sentir como se estiraban esas longevas tiras de pellejo hinchado, como si fueran caucho resbaladizo, calientes y húmedas. Le gustaba pellizcarlas y torturar un poquito a la niña con esos tirones, pero a ella parecía gustarle mucho esos toqueteos, pues gemía y daba pequeños grititos, moviendo su cadera hacia atrás, buscando ella misma una penetración más profunda y dura.

Ella también metía una de sus manos bajo su vientre, pero ella buscaba los huevos de Gabriel para acariciarlos y masajearlos. Era su fetiche, pues consideraba los testículos como la fuente de la hombría de su macho, y le gustaba sentir de alguna manera que le pertenecían a ella también. La expresión «tenerlo agarrado de los huevos» cobraba un significado muy real en esos momentos, sintiendo las pesadas pelotas de su amante sudorosas y peludas, cubiertas de pellejo arrugado y apretándose contra su vulva.

El placer que sintió Gabriel con ese masaje, combinado con la sublime estrechez de la vagina de Magdalena, le llevó a un orgasmo intenso, paralizando todo su cuerpo durante dos segundos interminables en los que parecía que nunca le iban a salir los chorros, pues sentía los conductos internos de su rabo estrujados, atorados.

El cañonazo fue brutal y a Gabriel le dolió la polla por dentro. Magdalena se movió hacia delante para que la verga saltase fuera, chorreando flujos y semen. La chica volvió a recular hacia atrás para que el largo pito resbalase fuera de sus nalgas y la punta de la verga se apoyase en los lumbares: la niña tenía ganas de sentir como le chorreaba el esperma caliente por la espalda para que le entrase por la raja del culo.

La uretra dejó de escupir el ardiente yogur y Gabriel tuvo que recoger de la espalda el semen con los dedos para metérselo a la niña en la boca; así ella tuvo su ración de nata masculina, algo que Magdalena agradeció con un prolongado beso en el que el hombre probó su propia sustancia, viscosa y caliente.

Cuando acabaron fumaron un cigarrillo de marihuana que había liado Magdalena. Gabriel jamás había fumado tabaco y nunca había probado ningún tipo de droga hasta conocer a Lena, que solía fumar algún cigarrillo de maría los fines de semana o en momentos especiales. Se relajaron en el coche, desnudos, a la sombra de un pequeño bosquecillo lejos del centro urbano, abrazados, charlando despreocupados y haciendo castillos en el aire.

Magdalena hablaba mucho y a Gabriel le encantaba escucharla, dejándose llevar por esa imaginativa y alocada cabecita, escuchando sus extrañas teorías sobre la vida y la filosofía de la naturaleza. La madre de Lena era una viuda de buena posición adicta a las religiones tántricas y otras supercherías místicas. Solía organizar fiestas y reuniones de carácter espiritual donde abundaban las drogas blandas, los amantes del hermetismo y los zumbados de la new age, influyendo en la pequeña Magdalena y llenándole la cabeza de extrañas teorías que ella adaptó y fusionó con su visión de la vida, más empírica y racional.

Era una joven muy inteligente que estudiaría microbiología con la idea de opositar y entrar en una agencia estatal de investigación. Gabriel estaba convencido de que lo lograría.

Aquella tarde, mientras fumaba con ella en el coche, detectó que Magdalena estaba un poco más taciturna que de costumbre. El sexo había sido glorioso y la conversación posterior amena y despreocupada, pero algo rondaba en la cabeza de la chica que Gabriel no podía detectar muy bien. Pausas muy largas, miradas ansiosas, un ligero temblor en los labios cuando dudaba al hablar… como tratando de decirle algo más serio que la simple cháchara que se prodigaban en ese momento.

—¿Gaby? —la voz de Lena le sacó del estupor y se incorporó en la sofá del salón dando un respingo. Había estado a punto de dormirse. Descubrió sin sorpresa que estaba empalmado.

—Hola cielo. ¿Estas sola?

—Sí… Luciana está fuera. —Luciana era la madre de Magdalena, pero casi nunca la llamaba «mamá»—. ¿Ocurre algo?

—No… Sí. Verás —respiró profundamente antes de continuar—, he hablado con Rosa y le he contado lo nuestro. Hemos discutido.

Gabriel oyó un jadeo de sorpresa y luego un largo silencio. Después la voz de la chica sonó preocupada mientras hablaba muy deprisa.

—¿Cómo se lo ha tomado? ¿Está bien? ¿Sabe que soy yo? ¿Cómo ha sido? ¿Por qué se lo has contado? O sea, quiero decir que me alegro de que lo hayas hecho, era necesario que lo hicieras; ojalá lo hubiéramos hecho antes. Ay, cariño me siento tan mal por ella, ¿por qué no…?

—Lena. —Gabriel trató de interrumpirla—. Lena, espera. Escucha…

—¿…Por qué no tuvimos el valor de hacerlo antes? De todas formas este día tenía que llegar, eso ya lo sabíamos; yo quería que fuera de otra manera, me gustaría haberlo suavizado o algo. ¿Fue muy dura la discusión? Seguro que sí; yo estuve hablando con Carla esta misma mañana para tratar de encontrar una manera de arreglar todo esto, pero ella no me escuchó porque…

—¿Qué? Espera, espera. ¿Qué has dicho? ¿Carla? ¿De qué estas hablando?

—…Ella es muy tozuda y no… —Se interrumpió al darse cuenta de que se le había escapado.

—¿Hablaste con Magdalena esta mañana sobre lo nuestro? ¿Tú se lo dijiste a ella? —La mano que sostenía el móvil sudaba profusamente.

La chica tardo mucho en responder.

—Sí. Lo siento, Gabriel. Se lo dije, pero ella ya lo sabía. Ella lo sabía todo desde el principio. Nos vio en el estanque.

Las palabras de Rosa acudieron a su mente: «No sabes nada, Gabriel. No sabes nada de tus hijos ni de tu casa».

—Entonces, ¿fuiste tú quien se lo contó a mi hija? —La voz de Gabriel sonaba cada vez más enojada—. Habíamos quedado en que encontraríamos el momento adecuado, que lo haríamos bien. ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor Carla se lo diría a su madre? ¡Por eso hemos discutido esta noche! Carla se lo ha tenido que decir.

—¿Q… Qué? No, no, Gaby. No. Carla lo sabía desde el primer día, ya te lo he dicho, ella no…

—¡Debiste esperar, Lena! Dijimos que esperaríamos el momento adecuado, que no nos precipitaríamos. Ya conoces a la tozuda de mi hija. Habréis discutido y se habrá enfadado y se lo habrá contado todo a Rosa solo para desquitarse.

—¿Qué? No… ¡No! Eso no es así, ella nunca haría eso. No… Por favor, no te enojes —A través del móvil le llegó un sollozo.

—¿Por qué no esperaste, Lena? Maldita sea.

—Tenía que hablar con ella, necesitaba hablar con mi amiga.

—¡¿Qué?! Maldita sea, Lena. ¿Qué demonios tenías que decirle, eh? No tenías que decirle nada de lo nuestro aún.

—Estoy embarazada.

—No tenías derecho a inmiscuirte en mi familia, Lena. Debía de ser yo quien encontrase… ¿Qué has dicho?

Magdalena intentó repetir las palabras, pero estaba rota y solo podía llorar.

—Magdalena… ¿Es una broma?

—No —consiguió decir al cabo de un rato.

«Esto no puede estar pasando».

Gabriel apenas pudo entender lo que Magdalena le dijo a continuación, pues los sollozos se mezclaban con las palabras en una confusa amalgama de sonidos lacrimosos.

—¿Puedes venir… por favor? Necesito que vengas, Gabriel… ¿Podemos hablar aquí…? No… No quiero estar sola… Por favor… —Magdalena se derrumbó y no pudo seguir hablando.

Gabriel escuchó cómo lloraba a través del teléfono, incapaz de pensar o reaccionar, confuso, asustado y enfadado.

—No puedo, Lena. Rosa se ha ido de casa ¿Entiendes? —masculló aferrando el teléfono con fuerza—. Mi mujer me ha abandonado y mi hija se ha ido detrás, se ha subido a la moto y se ha largado de noche hasta el pueblo. ¡Sola! ¿Entiendes? Eso es lo que ha pasado esta noche, por tu culpa.

—Lo siento —gimió la chiquilla entre sollozos y lágrimas—, lo siento.

Magdalena colgó y Gabriel se quedó mirando la pared del salón, aferrando el teléfono con fuerza, tratando de encontrar un sentido a todo lo que le estaba ocurriendo esa noche. Dejó caer el móvil y se llevó las manos a la cabeza rapada, mesándose el cuero cabelludo una y otra vez.

«¿¡Embarazada?!».

De repente fue consciente de lo que había hecho, de lo que había estado haciendo todas estas semanas.

«Has estado follando con una chica de la edad de tu hija hasta dejarla preñada. Le has puesto los cuernos a tu mujer con una chiquilla que ha estado en tu familia desde que era una niña, por el amor de Dios, Gabriel ¿En qué cojones estabas pensando, ¿eh?».

Se levantó y dio vueltas por la casa, tratando de recordar donde había dejado las llaves del coche.

«La has dejado preñada, Gabriel. ¿Qué va han decir en el trabajo cuando se enteren de que tu mujer te ha abandonado porque le pusiste los cuernos con esa chavala? Viejoverde, degenerado, asaltacunas, sinvergüenza, baboso…»

Comenzó a voltear cojines y a mover muebles, removiendo cajones y tirando objetos al suelo, furioso por no encontrar las puñeteras llaves.

«¿Qué dirán los vecinos, los del club naturalista, tus amigos y los amigos de Rosa…? ¡Tus suegros, Gaby! ¿Qué dirán tus suegros? En Luégana vas a ser la comidilla durante años».

—¡Joder! —exclamó al golpearse la espinilla contra una mesita baja.

«¿Y tu padre, Gabriel, qué dirá el viejo García cuando sepa lo que has hecho?».

Las llaves aparecieron en el baño, encima del lavabo. Gabriel las agarró y salió a toda prisa del apartamento, bajando al garaje comunitario en busca del todoterreno. Arrancó el vehículo y salió en dirección al pueblo sin pensar en lo que hacía. Su cabeza era un hervidero de voces e imágenes que lo avergonzaban, acusándole de su infidelidad y de su escandaloso comportamiento, tan impropio de un respetable padre de familia.

Para acallarlas puso el equipo de música a todo volumen y trató de no pensar en nada más que en alcanzar a su hija y llevarla a salvo hasta Luégana para tratar de arreglar las cosas allí con su esposa.


Continuará...

Esperma 23

(c)2021 Kain Orange

jueves, 22 de abril de 2021

ESPERMA (21)

 21.


ESTEBAN


Después de rodar la escena Esteban se retiró para ducharse, dejando a la joven pareja a solas para que Davinia pudiera desahogarse con su novio Gustavo. La chica estaba al borde del paroxismo: era la primera vez que su chico se acostaba con otro hombre, cumpliendo así una de sus mayores fantasías, y la pobre apenas pudo participar en la escena.

«Al menos el muchacho ya se ha soltado el pelo. No tendrán problemas en encontrar alguno al que no le den asco los coños. A partir de hoy se hartarán de hacer tríos».

Sabía que Davinia se moría por hacerlo con él, pero eso era algo que nunca pasaría, no sólo por su fobia a las mujeres, sino porque ahora estaba decidido a dejar el asunto de los vídeos. Unas horas atrás había reunido el valor para hablar con Samir, su novio, confesando que llevaba un par de años trabajando en un «proyecto» especial. Le contó lo de su canal de PornHub; que empezó a grabar los vídeos antes de conocerlo y que nunca encontró el momento para decírselo, pues temía su reacción.

Samir, un descendiente marroquí de buena familia, estudiante de empresariales, como él, no se tomó bien todo aquello. Educado, amable, inteligente y rodeado de un aura de exótica sensualidad, Samir solo tenía un defecto: era terriblemente celoso. El apuesto Samir solo quería a Esteban para él solo y no podía soportar que nadie posase su mirada en ese rubio alto, de ojazos azules y cara de niño.

A Esteban, cada día más enamorado de él, le resultaba muy difícil encontrar el momento de decirle que le había sido «infiel», aunque para Esteban el sexo que practicaba cuando estaba rodando era algo así como un oficio, algo que entraba en el aséptico mundo de la profesionalidad, en el que los sentimientos románticos no tenían ninguna cabida. Para Esteban, practicar sexo bajo las cámaras «amateurs» no era infidelidad, pero Samir no compartiría esa opinión.

«Otro día —pensaba Esteban siempre que abordaba el tema con su «yo» interior—. Hoy no, otro día le contaré mi secreto».

El día llegó y la reacción de Samir fue tan mala como esperó.

El sonido de unos golpes en la puerta del baño le trajo de vuelta al mundo real. Esteban vio que había estado bajo la ducha durante casi veinte minutos, ensimismado, casi adormecido.

Se colocó una toalla alrededor de la cintura y abrió la puerta. Fuera estaba Davinia, vestida con una colorida blusa y una falda corta, el cabello húmedo y el rostro limpio. Sonreía con una mirada pícara en los ojos.

—¿Qué estabas haciendo ahí dentro, eh, pillín? —preguntó con humor—. No me digas que te quedaste con ganas de más.

Esteban le devolvió la sonrisa.

—No seas tonta. Dormí poco anoche y casi me quedo frito debajo del agua.

Esteban inclinó la cabeza a un lado y miró detrás de ella.

—¿Y Gustavo?

—Se ha marchado. Hemos usado el otro baño y ha salido corriendo. La… «entrevista» duró más de lo que dijiste y llega tarde al trabajo. —Miró su reloj de pulsera—. De hecho a mi también se me ha hecho tarde.

—Vale. —Fue la lacónica respuesta de Esteban.

Aunque se conocían desde hacía solo unos pocos meses Davinia supo que algo le preocupaba.

—¿Ocurre algo?

—No… es solo que he dormido poco, ya te lo he dicho.

Esteban pasó a su lado y se dirigió al salón para recoger su ropa y vestirse allí. Davinia le siguió y habló a su espalda:

—¿Y a qué fue debido el insomnio? ¡No me digas que estabas emocionado por rodar al fin una escena conmigo! —bromeó Davinia usando un tono agudo, como si fuera una niña excitada.

Esteban sonrió mientras movía la cabeza. Al llegar al salón tomó su ropa del suelo y se puso la camiseta.

—He discutido con Samir. Nos hemos peleado —le confesó a Davinia mientras se quitaba la toalla, mostrando sin pudor su afeitado pubis, con la morcilla colgando con el glande cerrado por el pellejudo prepucio—.

La mujer miró directamente a la polla de Esteban, añorando el sabor y el morbo que sintió al chuparla unos minutos antes. El polvo que había echado con Gustavo tras la escena la había dejado insatisfecha, pues el novio tenía prisa y Davinia no llegó al orgasmo. En realidad le había puesto más cachonda y ni siquiera la rápida ducha de agua fría que compartieron pudo calmarla.

—Le he contado lo de los vídeos —continuó Esteban mientras se ponía los pantalones—, se ha enfadado y no quiere que nos veamos por un tiempo, hasta… hasta que pasen unos días.

La mujer no llevaba bragas. Las únicas que había traído estaban sucísimas, pues durante el rodaje su afeitado coño no había dejado de expulsar fluidos, empapando el forro de la prenda hasta dejarla inservible. Davinia pensó en lo fácil que sería agarrar esa pija amorcillada y metérsela debajo del vestido para masturbarse con ella.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

Sin pensar en lo que hacía dio un par de pasos hacia Esteban, y mientras éste se peleaba con los vaqueros para subirlos por las rodillas Davinia extendió una mano y le agarró el pene. El muchacho, sorprendido por el inesperado gesto, se detuvo durante un instante, momento que aprovechó Davinia para pegar su cintura contra el pubis de Esteban.

El hombre ahogó un grito de asco y sorpresa cuando ella se metió la polla por debajo del vestido y pasó el glande, tapado por el pellejo del prepucio, por toda la raja del coño, remetiéndose el flácido gusano entre los labios menores, apretando para meterse esa mustia morcilla en la entrada de su cueva.

—¡No! —gritó Esteban asqueado.

Trató de caminar hacía atrás, pero sus piernas se enredaron en el pantalón y cayó de espaldas sobre el sofá. Davinia se sentó encima de él, aplastando la vulva contra su picha.

Esteban sintió la asquerosa viscosidad que rezumaba de la entrepierna de su amiga. Notaba la carne delicada de los labios abiertos apretarse contra su pija, abriéndose, resbalando contra su pito, abrazando con esos labios babosos el tronco arrugado y flácido de su pene amorcillado.

—Me vuelves loca, Esteban —gimió en su cara, buscando la boca del marica con la lengua, pero éste la rechazaba—. Te deseo desde el primer día que te vi, ¡lo sabes!

Esteban se revolvía, asqueado, empujando con las caderas y los brazos, pero Davinia, una mujer casi tan alta como él, deportista y con un cuerpo cultivado en gimnasios, era más fuerte.

—¿¡Estas loca!? ¡Para, joder!

Davinia le agarró la cara, obligándolo a que le mirase a los ojos.

—Te gusto, Esteban. Te gusto y no sé qué tienes en esa cabeza que te impide reconocerlo, pero sé que te gusto y que tú también me deseas.

—¡Basta!

Esteban le golpeó en la cara con la mano abierta. Era la segunda vez en su vida que pegaba a una mujer. La primera fue el sábado anterior, cuando pilló a su hermana masturbándose.

La chica se detuvo durante unos instantes. Esteban vio que la  mejilla se enrojecía poco a poco y sintió arrepentimiento por lo que acababa de hacer. Davinia ignoró el dolor y agarró las mejillas del muchacho con ambas manos, acercando la cara hasta que sus narices se tocaron, mirando a los ojos del maricón con una mirada de deseo y lujuria que desarmó completamente a Esteban.

El homosexual sentía el poderoso cuerpo de esa mujer encima suyo. Un cuerpo fuerte, recio, sin un gramo de grasa, todo lleno de músculos, tendones y piel bronceada. Los poderosos muslos de la mujer le abrazaban la cadera, subida a horcajadas entre sus piernas, apretando hacia abajo, tratando de meterse el arrugado y blando pene por el asqueroso agujero de su vagina.

Aunque lo cierto era que su pene ya no estaba ni tan arrugado ni tan blando.

La violencia del acto, el sentirse atrapado a merced de esa atractiva mujer, el peso de ese cuerpo caliente con la viscosa raja tratando de engullir su virilidad; el aliento que desprendía la boca, caliente y sensual, ligeramente agrio a través de unos dientes perfectos, blanquísimos… Todo eso perturbó a Esteban de tal manera que se excitó sin quererlo.

Ajeno a sus deseos, la sangre hinchó las venas de su rabo, inflando y engrosando su verga bajo el peso de Davinia. La mujer sintió la lenta erección y susurró directamente sobre su cara, cerca de la boca.

—Te gusto, Esteban, te gusto… Sabes que te gusto, nos gustamos desde el primer día… vamos… —susurraba mientras movía las caderas adelante y atrás, resbalando la raja a lo largo del cada vez más endurecido pene—. Déjate llevar, Esteban… Cariño, vamos… vamos…

—No… no, no… No…

Pero su polla, ajena a sus deseos, independiente de sus fobias, crecía y crecía, siendo absorbida por esa repugnante cueva llena de babas y mocos, esa puerta que se abría hacía las entrañas de un ser vivo, una raja asquerosa por donde salían meados, sangre menstrual y extraños jugos malolientes. Su gorda pija se endurecía sintiendo como ese sucio coño lo manchaba con los fluidos femeninos, calientes y resbaladizos.

«No, no, no… Ahí no… no quiero meterla ahí… noo».

Era asqueroso sentir las extrañas carnes llenas de protuberancias cerrarse alrededor de su capullo. Podía sentir en la punta del nabo la granulada textura de la pared vaginal, caliente y suave, como si fuera un ojete, pero más dilatado y húmedo, mucho más húmedo.

Esteban había cerrado los ojos y los abrió de golpe al escuchar el profundo y prolongado gemido de placer que llenó la habitación. Se sorprendió mucho al descubrir que era él quien estaba gimiendo de gusto.

Davinia trató de besarle varias veces mientras lo violaba, pero Esteban volvía la cara a uno y otro lado, resistiéndose, pero sin poner mucho empeño.

—¿Ves?… —susurró ella—, No es tan malo… ¿Lo ves? Te gusta mi agujero, ¿verdad?. Te gusta… ah… ay… te gusta…

A Esteban no le gustaba… No «quería» que le gustase. No quería sentir ese pozo oscuro de carne caliente, palpitante, con los hinchados labios menores besando su pubis cada vez que ella bajaba hasta el fondo, clavándose su preciosa estaca de maricón hasta el útero. No quería, pero su cuerpo le traicionaba y sin quererlo Esteban comenzó a bombear hacia arriba, acompañando el lento ritmo que había impuesto Davinia.

—Así… métemela… así… adentro… adentro… ay… ay…

Davinia se levantó el vestido y agarró a Esteban por la nuca, obligándolo a que mirase hacia abajo.

—Mira… ahh… mira lo que me estas haciendo… maricón…

Esteban miró mientras jadeaba, incapaz de resistirse a esa poderosa hembra. Ambos tenían los pubis absolutamente depilados y la carne brillaba por el sudor y los efluvios de Davinia, espesos, abundantes y aromáticos. Los labios del coño, oscuros y longevos, se le habían hinchado, abrazando el grueso pepino entre los chapoteos y las palmadas que hacían los cuerpos al chocar uno contra el otro. El clítoris, oculto dentro del laberinto de repliegues, despuntaba de vez en cuando, rosado y erecto.

Esteban trató de apartar una vez más a Davinia de encima, empujándola con ambas manos, pero sus dedos se toparon con los montículos de los senos, grandes, duros, erectos. Eran dos cúpulas turgentes, llenas de carne prieta y cálida. A pesar de su rechazo natural a tocar esas extrañas protuberancias, Esteban no pudo evitar apretarlas, sorprendido por la facilidad con la que se amoldaban a sus manos.

Davinia aceleró el ritmo, subiendo y bajando las carnosas nalgas, grandes y redondas, buscando el orgasmo que no había conseguido con Gustavo, inclinándose hacia delante para buscar la boca de Esteban, tratando de besarlo, pues quería probar esos labios rojos de querubín.

—Bésame… por favor… ay… bésame… —suplicaba entre gemidos.

Esteban se negaba, obstinado a no ceder ante esa zorra libidinosa, pero la lengua de Davinia entró dentro de su boca, chupando con fuerza los sensuales labios de Esteban con tanta pasión y lujuria que el maricón se corrió de súbito, con la polla estrujada por las paredes vaginales de la mujer. Davinia se dejó caer, empalándose hasta el fondo, sintiendo los cojones pegados a su coño y la punta del nabo en lo más hondo de su feminidad, notando cómo los chorros le inundaban el conducto vaginal.

La verga del marica expulsaba la simiente con fuerza, pero su pene hacia tope y tenía la punta del carajo apretada contra las carnes íntimas de Davinia, lo que provocó que la leche se le escurriera por los laterales a presión, cayendo a borbotones cuando la mujer se levantó, sacándose la polla con una sonora pedorreta seguida por un torrente de yogur líquido. 

Esteban se había corrido aferrado al vestido, agarrando esas preciosas tetas, apretando con fuerza mientras la lengua de la mujer trataba de llegar hasta su esófago. Su pija aún estaba sufriendo dolorosos espasmos orgásmicos cuando Davinia se apartó y Esteban contempló alucinado como se le escurrían los pegotes de semen a borbotones del agujero del coño, dilatado y abierto, mojando su vientre de esperma caliente y mucosa vaginal.

La mujer se puso en pie sobre el sofá y plantó su chorreante coño en toda la cara del marica, obligándole a que se lo limpiase con la boca. A Davinia le dio tanto morbo ver a ese mariquita tan guapo, con esa carita de adolescente tan linda y bonita comerse su almeja depilada, que se corrió con una serie de potentes orgasmos, gritando de placer mientras le restregaba el mejillón arriba y abajo, una y otra vez, embadurnando el rostro de Esteban con su propio semen mezclado con el apestoso jugo de su coño.

A la chica se le aflojó el esfínter y no pudo evitar que se le escapase algo de orina durante el clímax, meando sobre la boquita de Esteban con un pis transparente e inodoro. El muchacho, superado por la situación, mareado por la peste a coño, semen y sudor, con el corazón a mil por hora y la cabeza hecha un caos de asco, placer, excitación, vergüenza, miedo y deseo, le lamió la raja, comiéndose el orgasmo de Davinia. Metió la lengua en esa gruta viscosa, en esa abertura alienígena forrada de protuberancias y recovecos misteriosos, prohibidos. La curiosidad y el morbo de sentirse humillado por una hembra tan atractiva superó sus miedos y su fobia.

Pero había algo más, algo más profundo, más atávico. Porque esa era la vagina abierta y chorreante de Davinia, su amiga, su compañera de estudios, la atractiva y esbelta mujer que le ayudaba con los vídeos de forma desinteresada. Esa chica educada y diplomática, pero con un toque de altiva insolencia que le había traído más de un problema con el rectorado. Davinia, la preciosa hembra de piel sedosa y bronceada, con cuerpo atlético de anchas espaldas y piernas de atleta.

Era Davinia.

Comerle el coño era parecido a la primera vez que pruebas un alimento amargo, cargado de especias y maloliente… pero al mismo tiempo tan apetitoso y sabroso que no puedes dejar de comerlo.

Davinia, que estaba enamorada de Esteban desde el primer día que lo conoció, dejó que se hartase, que comiese todo lo que quisiera, feliz y satisfecha, acariciando el precioso cabello rubio del chico, húmedo y sedoso, hasta que el muchacho se apartó de golpe, tosiendo y escupiendo.

—No puedo… —se quejaba con la cara congestionada—. El olor… no puedo…

—Shhhh… tranquilo… está bien —Davinia le besó las mejillas, acariciándolo con suavidad, buscando la boca con sus labios, susurrando entre jadeos—. Tranquilo… oh, cielos… joder… Tranquilo…

Davinia lo abrazó con fuerza y ternura, subida a horcajadas sobre él, apretando sus pechos cubiertos de sudor contra el cuello de Esteban.

—Tranquilo, cielo… tranquilo…

—Déjame, por favor —susurró empujándola levemente.

La mujer rodó a un lado, dejando que Esteban se pusiera en pie, pero le sostuvo una mano, impidiendo que se alejara del sofá.

—Tenía que hacerlo Esteban.

El muchacho contempló la mano de Davinia.

—Suéltame —pidió con tranquilidad en voz baja.

—Necesitaba hacerlo Esteban —Davinia le besó la mano—. «Tú» lo necesitabas.

El apuesto muchacho cerró los ojos unos segundos.

—Por favor —suplicó en voz baja. Davinia le soltó la mano y Esteban regresó a la ducha una vez más, cabizbajo.

—¡Lo necesitabas, Esteban! —dijo en voz alta antes de que Esteban entrase al baño—. Ambos lo necesitábamos.

Esteban se detuvo con los hombros encorvados. De pronto se giró y Davinia vio que tenía los ojos vidriosos y el ceño fruncido.

—¿Yo lo necesitaba?… —dijo enojado—. ¡¿Pero quién te crees que eres para decidir algo así!? ¿Lo necesitaba?… Por Dios, ¡Esto es lo último que necesito en mi vida! ¡Bastante tengo con mi her…!

Cerró los ojos con fuerza y respiró un par de veces antes de continuar.

—No necesito esta mierda, Davinia. Esto era lo último que deseaba hacer. ¿No lo entiendes? Le acabo de poner los cuernos a Samir… ¡con una mujer!

—¿Los cuernos? Por favor, Esteban, se los pones cada vez que ruedas una escena y grabas un vídeo.

—¡No! No es lo mismo, Davinia, no es…

—¡Deja de engañarte! —La mujer se puso en pie y se acercó a él con pasos largos y rápidos. Los tacones restallaron en el suelo, los pechos vibraron dentro del vestido.

—No puedes evitarlo, Esteban. Te gusta follar, te encanta follar. Te mueres por que la gente te vea follando, que te admire, que te desee. Eres un exhibicionista, un calientapollas y un mojabragas… 

Davinia volvió a acariciarle el bello rostro con suavidad, casi con veneración.

—Eres un puto crío —dijo en voz baja—, un crío maravillosamente guapo y atractivo, pero a pesar de toda esa experiencia que tienes en la cama no sabes nada de la vida.

Esteban le apartó la mano de un golpe.

—No quiero volver a verte nunca más, Davinia.

Ella sonrió, pues sabía que el chico solo lo decía por el resentimiento y el enfado que sentía en esos momentos. Aún así, ella se apartó, dando un paso atrás sin dejar de sonreír.

—Será mejor que espabiles, Esteban. Me gustas. Me gustas muchísimo. Y a Gustavo también le gustas, ya lo has visto. Te aprecio mucho más de lo que imaginas y me da mucha pena ver como te atormentas inútilmente. Piensas demasiado en cosas que son mucho más sencillas de lo que crees.

Esteban no sabía de qué estaba hablando esa zorra violadora de maricas, así que se dio la vuelta y entró al baño dando un portazo.

Davinia golpeó con suavidad la madera para llamar su atención.

—Adiós Esteban. Y no te preocupes por si le pones los cuernos a Samir: deberías preguntarle sobre un tal Guille. —Hizo una pausa mientras acariciaba la puerta del baño, deseando estar ahí dentro con él—. Hasta pronto, cielo —dijo en un susurro que él no escuchó.

 

ROSA


Ya era madrugada cuando llegó a Luégana con el eco de la discusión con Gabriel aún en su cabeza. Las calles eran estrechas y oscuras, llenas de cuestas y pendientes apenas iluminadas por sencillos focos donde danzaban nubes de mosquitos y polillas. El aire nocturno le provocó escalofríos cuando bajó del coche, pues llevaba un sencillo vestido de dos piezas de color negro, muy liviano. Había salido de casa con lo puesto, literalmente.

Solo cuando llegó a la puerta del hostal donde se hospedaba su amiga se dio cuenta de lo que estaba haciendo. No se atrevió a entrar y se quedó fuera, de pie junto al pequeño Volkswagen Lupo. No había luz en la recepción y supuso que el encargado estaría durmiendo, pues era un pueblo muy pequeño y no esperarían un nuevo cliente un lunes de madrugada.

«Es tardísimo y ella no sabe nada. ¿Querrá recibirme?… ¿Estará aún aquí o se habrá arrepentido y habrá vuelto a Costa Rica?».

Con mano temblorosa buscó la tarjeta de Mariola y marcó el número que ahí había escrito, rezando para que no fuese el de su agente literario o de alguien por el estilo.

«¿Qué estas haciendo, Rosi?, ¿Qué haces aquí? Deberías estar en casa, preparando la ropa para mañana, poniendo a descongelar la carne para el mediodía y limpiando la cocina; convenciendo a Carla para que tire la basura y a Gabriel para limpie el baño después de usarlo. ¿Qué haces aquí, eh?».

La señal del teléfono seguía sonando, una y otra vez, y otra. Y otra.

«Fue bonito, Rosi. Lo que sucedió la otra noche fue maravilloso, fue un sueño hecho realidad, pero tienes que despertar, Rosi; estas cosas no pasan en la vida real. Tienes una familia y un hogar que no puedes tirar por la borda debido a un… a un calentón».

La señal continuaba sonando sin cesar, con su monótono pitido.

«Un calentón, Rosi. Follaste con una tortillera que conociste en tu adolescencia y que luego te dejó tirada, largándose del pueblo y olvidándose de ti. No seas tonta, Rosa… ¿Crees que no puede volver hacerlo? ¿En serio te creíste todo lo que te dijo?».

Una luz se encendió en la segunda planta del edificio. La señal de llamada seguía sonando, persistente.

«Piénsalo, Rosa. ¿En serio crees que esa mujer va a querer empezar una relación con una vieja gorda sebosa como tú, con dos hijos mayores y un marido que te pone los cuernos a tus espaldas con una cría de la edad de tu hija?».

Rosa cortó la llamada, se dio la vuelta y buscó las llaves del coche en el bolso.

«Aún no está todo perdido, todavía puedes recuperar a Gabriel».

La mano de Rosa se detuvo en el tirador de la puerta del coche. En ese momento sonó su teléfono.

«¿Recuperar a Gabriel? ¿Qué voy a recuperar, eh? ¿El hastío, la monotonía, las conversaciones insulsas, el sexo fugaz y machista, el vacío de una casa sin niños pequeños… una vida que no es vida?».

Rosa miró el teléfono y vio que era el numeró de su amiga. Aceptó la llamada con voz temblorosa.

—¿Mariola? —dijo—, soy yo. —Se apartó las lágrimas de las mejillas y tragó saliva—. Estoy aquí.

—¿Rosa? —La voz sonó lejana y confusa.

—¿Puedo subir? —dijo con la voz rota.

El silencio fue tan largo que a Rosa se le partió el corazón al pensar que quizás su amiga no estaba sola en su cuarto.

—¿Dónde éstas, Rosa? —Había preocupación en la voz.

—Abajo. En la puerta, junto al hostal.

Otra vez el silencio, demasiado largo, aunque en el fondo se podía escuchar un ligero murmullo, como una conmoción de gente. Y música, pero muy apagada.

—Ya no estoy en Luégana, Rosa. Lo siento.

Rosa se quedó bloqueada. Su mente se quedó en blanco y no pudo reaccionar. Mientras miraba a la ventana iluminada del segundo piso se escuchó el leve sonido de una cisterna proveniente de allá arriba. Pocos segundos más tarde la luz se apagó. No era Mariola, si no alguien que se había levantado a orinar.

—¿Rosa? ¿Estás ahí? —dijo Mariola a través del teléfono, preocupada.

«Te lo dije Rosi. Otra vez te ha abandonado».

Un sudor frío recorrió sus sienes y la mano que aferraba el teléfono cayó unos centímetros, como si de repente el aparato se hubiera convertido en un pesado lingote de acero.

—Rosa, por favor, contesta… ¿Rosa?

«He sido una imbécil. Una ilusa, una boba, una tonta…».

Entró al coche y tiró el teléfono sobre el asiento del copiloto mientras la voz de Mariola seguía sonando, pero más apagada.

—…cuelgues, por favor. Siento no haber podido estar con…

Rosa tuvo un arranque de furia y tiró el móvil contra el salpicadero, haciéndolo añicos. Luego apoyó la cabeza en el volante. Quería gritar, llorar y golpearse la cara por estúpida, por necia, por crédula…

«Por soñadora, Rosi. Te lo dije: es peligroso soñar».


CONTINUARÁ...

ESPERMA 22

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