48.
Simas.
Simas y William iban en el todo terreno del lituano, dirigiéndose hacia la vivienda de Carolina, la madre de Francesca. Habían decidido indagar por su cuenta desobedeciendo la orden del búlgaro de quedarse en el piso franco y escogieron empezar por los familiares directos de Chesca, algo que ya hizo con anterioridad Rusky. William lo resumió muy bien.
—Ese vato es muy feo. La gente no habrá querido soltar la lengua con esa cara tan chueca que tiene, pero con nosotros puede que se les afloje la sinhueso.
A la hora de buscar información puede que ellos triunfaran donde Rusky fracasó.
William encontró una emisora de música latina actual y el cabrón se sabía la letra de casi todas las canciones, pero a medio camino aflojó la radio y se dirigió a Simas.
—Oye mano, tengo una duda, ¿por qué a los de arriba los llaman rusos si son de Bulgaria?
Simas reflexionó.
—Willy, tú llevas poco tiempo en España. Aquí, a cualquiera que venga de más allá de Alemania los llaman rusos, da igual si eres polaco, lituano o rumano. Ven a un rubio de ojos azules y que tenga un poco de acento y le dan la nacionalidad rusa sin preguntar siquiera.
—¿Por eso los llaman Troskys, por el ruso ese de Ana Karina?
—Karenina, Ana Karenina —corrigió Simas—. Pero no, ese era Tólstoi. Lo de Troskys viene de León Trotski, el político ruso.
—Oye mano, tú eres un matatán de los buenos, eh. Tienes cabeza de licenciado, sabes muchas cosas.
En eso William tenía razón, pues Simas tenía dos licenciaturas, en filología inglesa y española, aunque los estudios no le sirvieron de mucho cuando tuvo que huir de su país perseguido por la justicia.
—Verás, León Trotski era un revolucionario ruso que fue asesinado por un espía español llamado Ramón Mercader, ¿vale?, pues bien, resulta que el búlgaro, nuestro jefe, tenía un hermano que también se llamaba León y que murió por encargo de un gitano español llamado Ramón. ¿Lo pillas?
—¿El búlgaro tenía un hermano?
—Sí, León era el hermano menor. Los dos tenían tratos con un gitano al que llamaban Caraculo, pero a éste lo metieron en la cárcel y León creyó que el gitano iba a contar cosas que no debía, así que mando que lo liquidaran. Pero el gitano vio la jugada y se adelantó.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Todo el mundo del grupo lo sabe, Willy, no es ningún secreto. Tú eres novato aquí.
—¿Cómo pasó?
—Todo vino por un programa de televisión que estaban rodando en la cárcel. El gitano se reunía con los periodistas contando su vida y a León le dio miedo de que se entusiasmase demasiado y contara cosas que no debía. No sé exactamente qué pasó, nadie lo sabe, pero un buen día el programa decidió cortar las entrevistas y poco después apareció el pequeño búlgaro con dos balas en la cabeza.
—¿Cómo saben que el gitano dio la orden?
Simas se encogió de hombros.
—Caraculo se encargó de que se corriera la voz. Quería que todo el mundo supiera que él fue el responsable.
—¿Y el jefe no le cortó los huevos a ese gitano? Oh, manito, si a mi me matasen a mi gente la sangre correría, vaya que sí.
—Los negocios mandan. El jefe tiene mucho dinero metido en los prostíbulos del gitano. El búlgaro trae chicas que trabajan en los lupanares de Caraculo y allí también se mueve el material que traemos. Además, la gente piensa que el gitano actuó en defensa propia. Que se sepa, él nunca se fue de la lengua con los periodistas y el primero en atacar fue León —Simas apagó la radio—. Pero no creas, la sangre es la sangre y el jefe se la tiene jurada; el día menos pensado al gitano le darán lo suyo.
Llegaron al barrio de Carolina y buscaron su vivienda entre la jungla de edificios de ladrillo visto, todos idénticos unos a otros. Estacionaron a la sombra y mientras se encaminaban al portal repasaron un poco su plan. Se harían pasar por dos trabajadores sociales buscando información sobre Francesca y su bebé. Simas y William conocían los problemas que Francesca tenía con las drogas.
Simas picó el interfono y se presentó.
—Buenas tardes, señora. Perdone que no le hayamos avisado, pero venimos por un asunto relacionado con su hija Francesca. Somos de los servi…
El estridente sonido del timbre del portal le interrumpió.
—¡Suban!
Simas y William se miraron un segundo, se encogieron de hombros y pasaron dentro, subieron hasta el piso donde vivía Carolina y se encontraron la puerta del piso abierta.
—¿Hola, señora? —Simas asomó la cabeza dentro de la casa.
—¡Pasen! Me voy en seguida, tengo prisa —la mujer, que aparentaba unos cuarenta y pocos años, apareció vestida con un uniforme de camarera—. Tengo turno de tarde.
—Gracias, señora. Sentimos no haber podido avisarle con tiempo, pero tenemos problemas con los ordenadores.
Carolina interrumpió a Simas.
—¿Han encontrado ya a mi nieto y a mi hija? Los otros policías que estuvieron aquí me dijeron que me avisarían en cuanto supieran algo.
William miró de reojo al lituano, pero éste guardó la compostura e improvisó sobre la marcha.
—No señora, aún no sabemos nada. De hecho estamos aquí para recoger un poco más de información que nos ayude a encontrarlos.
—¿Más preguntas? —Carolina puso los brazos en jarras—. Ya les dije a los otros dos policías lo poco que sabía.
William se adelantó a Simas.
—Pero esos eran de otro depaltamento.
Simas le miró de reojo con el gesto torcido, enojado.
«Cierra el pico, idiota».
Carolina miró extrañada al dominicano al escuchar su fuerte acento. Simas se adelantó.
—Disculpe, ¿cuando fue la última vez que vio a su hija?
Carolina suspiró, hastiada.
—La vi hace un mes, cuando me trajo a Quino para ver cómo estaba el niño.
—¿Y recuerda cuando fue la última vez que habló con ella por teléfono?
Carolina frunció el ceño, pensativa.
—No sabría decirle… no solemos hablar mucho. No nos llevamos bien. —Carolina cambió de tema—: Perdone, ¿saben ya cuanto se ha llevado? El mensaje que me mandó mi hermana no lo decía.
Durante un momento Simas pensó que se refería a la droga.
—¿Su hermana?
—Sí, Noelia me dijo que habían sido unas pocas joyas, no mucho, pero no me fío de mi hermana, es demasiado buena —Carolina se cruzó de brazos—. Robar a su propia tía, ¿se lo pueden creer? No es que me importe mucho, pero si la cantidad es muy alta a mi hija la pueden meter en la cárcel. A mi me parecería bien, ¿saben?, pero yo lo digo por el pequeño. ¿Que pasaría con él?
«Chesca le ha robado unas joyas a su tía (ha dicho que se llama Noelia). ¿Por qué iba a hacer eso teniendo toda esa droga?».
—Bueno, eso depende, señora. El niño podría quedarse con algún familiar o ir a una familia de acogida. En realidad nosotros no sabemos nada de eso.
—Ya —Carolina miró desconfiada a ambos hombres y luego miró el móvil.
—Oigan, tengo prisa, voy a llegar tarde, ¿saben?
—Sí, por supuesto. No le molestamos más, tan solo una cosa: ¿podría darnos el número de teléfono de su hija y la dirección de su hermana? Como ya le he dicho, los ordenadores no funcionan muy bien esta tarde y no tenemos acceso a la base de datos —Simas sonrió y Carolina no pudo evitar corresponder al atractivo lituano con otra sonrisa mientras le daba la información que pedía.
49.
Caraculo.
El encuentro con Lucas duró muy poco. En la soledad de su celda Ramón repasó mentalmente las instrucciones que le acababa de dar a su primo. Lucas era con diferencia el más inteligente de toda la familia de Ramón y éste necesitó pocas palabras para darle las indicaciones pertinentes. Lucas y Matías eran mestizos, hijos de un padre gitano y de una madre paya, rubia y de piel blanca. Matías heredó la parte gitana y Lucas la parte francesa. Tenía los ojos verdes, el cabello pajizo y la piel canela. Hubo un tiempo en el que Caraculo intentó seducirlo, pero Lucas era demasiado hetero.
Aun así, la belleza y la inteligencia de esos hermanos no eran lo que les hacía tan valiosos a los ojos de Ramón.
«Lealtad. Una lealtad despiadada sin ápice de ambición».
Los dos primos veneraban a Caraculo y darían su vida por él sin dudarlo. Fue Ramón, gay, gitano y marcado de por vida con el estigma de su «desviada» sexualidad, el que levantó una dinastía próspera y sólida a partir de las cenizas que dejó el viejo patriarca, el padre de Ramón. En aquélla época, cuando el viejo mandaba con su gayao y su gastado sombrero de fieltro pasado de moda, los Galiano eran un puñado de gitanos harapientos que trapicheaban con chatarra robada, putas cincuentonas y polen marroquí de tercera, tan cortado que la mierda de caballo colocaba más que esa porquería. Aún recordaba los tiempos en los que, siendo niño, solía hacerse pasar por mendigo en la puerta de la plaza mayor para pillar unas pocas monedas.
Caraculo sonrió al pensar en su viejo.
«Ese hijo de puta debe estar retorciéndose allá abajo. Que pena no poder resucitarlo para poder restregarle en la cara todo lo que ha conseguido el marica de su hijo».
El viejo Galiano fue un pequeño tirano anclado en las viejas costumbres que se las daba de filósofo, dando lecciones de moral trasnochadas y rancias a cualquiera que tuviera delante. Muchas de esas lecciones eran reforzadas con unos cuantos bastonazos, sobre todo cuando el oyente había cometido alguna incorrección o había faltado a la «Ley». El semblante de Ramón se oscureció cuando recordó el día en el que el viejo Galiano le sorprendió fornicando con aquel chaval.
«Aquello sí que fue una incorrección en toda regla, ¿eh, padre?».
Fue un chivatazo. Algún hijo de puta lameculos le fue con el cuento al patriarca de que su hijo, al que ya se le notaba el ramalazo del mariconeo, se veía con un chico payo en las cañadas de la rambla, donde los bancales de panochas. Allí los pillaron, con los culos al aire y las pichas bien tiesas. El otro chaval ni se enteró de lo que pasó. Un golpe en la cabeza y se le fue la vida en un destello. Ramón no tuvo tanta suerte.
Caraculo se acarició la cicatriz de la cara. Aquel día fue la primera y única vez que vio al joven Andrei Kuyra, alias Rusky, recién llegado a España de la tumultuosa región del cáucaso, dispuesto a hacer cualquier trabajo con tal de abrirse camino en un país lleno de libertad y oportunidades. El viejo Galiano pagó a Rusky y a un par de rumanos para que hicieran el trabajo sucio. No quería mancharse las manos con la sangre de dos maricones para que no le contagiasen la homosexualidad.
«Debiste decirle a ese animal que me matase a mi también, padre».
Cuando los rumanos le agarraron pensó que le iban a cortar los huevos, pero el viejo Galiano pensó que igual su hijo podría enmendarse algún día y darle nietos que continuasen con la estirpe, así que se conformó con que le marcasen la cara de por vida.
«Pero ese Rusky se excedió. Lo que me hizo… No tenía vida en los ojos, el ruso tenía la mirada de un muerto y mientras me rajaba no vi nada detrás de esos ojos. Nada».
De cualquier modo Ramón obtuvo su venganza cuando un par de años después estranguló al viejo con sus propias manos, heredando así los pequeños trapicheos que éste llevaba. A su debido tiempo también se encargó de los rumanos, aunque siempre tuvo la espina clavada de Rusky.
Una espina que esperaba sacarse muy pronto.
50.
Tony.
Llamaron varias veces al número de Francesca, pero no obtuvieron resultado: tras unos cuantos tonos saltaba el contestador automático, aunque Cándido dijo que eso era esperanzador.
—Al menos sabemos que el móvil está encendido y tiene cobertura.
Estuvieron discutiendo un rato sobre el siguiente paso a seguir, especialmente sobre la conveniencia de avisar a alguna autoridad, pero ni siquiera Cándido estaba aún convencido sobre el secuestro de Francesca.
—Sé que os jode que os lo diga, pero sigo pensando que todo esto es un engaño de esa chica, y la policía pensaría lo mismo. Lo siento. Además, todo lo que sabemos es de oídas, de tercera mano. Tú dices que Noelia te dijo que su sobrina desapareció, que posiblemente fuese un secuestro. Pero nada más. Es todo demasiado… cogido por los pelos, Tony, reconócelo.
—Muy bien, no pasa nada —Tony parecía decepcionado con su amigo. Luego se giró hacia Sofía—. ¿Y tú, también piensas que es todo un montaje, una fantasía?
La chica tardó unos segundos en responder, pero al cabo de un rato negó con la cabeza y habló mirando al suelo.
—Yo pude escuchar su voz y la forma en la que gritaba… —alzó la vista y miró a ambos—. Eso no se puede simular. Me asustó de verdad. Era demasiado… Demasiado real.
Tony asintió con la cabeza en silencio.
—Vale. Voy a buscarla allí. Sé que tú no querrás venir —dijo mirando a Cándido—, pero tú no hace falta que vengas, Sofía, ya no necesito el móvil de Noelia. Si quieres te puedo dejar en la parada del bus.
Sofía frunció el ceño.
—¿Qué? ¿De qué vas? He sido yo la que atendió la llamada, la que te puso sobre aviso y la que encontró la fábrica. ¿Por qué no iba a querer ir?
—Pues… pues porque podría ser peligroso.
—¿Sí? —Sofía se enojó—. Pues razón de más para que te acompañe, no vaya a ser que te pase algo.
Cándido se rió, pero no dijo nada.
Tony alzó las manos.
—Vale, vale. Si quieres venir, adelante. ¿Tú qué dices, Candy?
El musculado se arrellanó en el sillón, estirando sus enormes brazos.
—Creo que paso. De todas formas voy a seguir mirando las copias de esos registros. Me pica la curiosidad y me molaría pillar a ese detective y hackearlo un poco.
Tony puso los ojos en blanco.
«Ya está presumiendo».
De repente sintió la mano de Sofía en su brazo y el aliento cálido y húmedo de la chica le acarició el oído. El susurro de su voz le produjo un ligero estremecimiento en los testículos.
—Oye Tony, pilla algo de comida para el camino, porfi.
El chico se giró para mirarla y se encontró con el rostro ovalado de Sofía muy cerca de su cara. Tony no pudo evitar mirar los labios de la chica, gruesos, jóvenes y húmedos. Sofía tenía un pequeño punto negro cerca de la boca y de repente Tony fue consciente de su propio rostro, lleno de granos y espinillas.
«Carapizza, Granopaja, Caradepus…».
El recuerdo de los crueles apodos le asaltó y Tony se ruborizó, apartando la cara avergonzado.
—Oye, Candy, —le dijo a su amigo—, ¿tienes algo más de picoteo por ahí?, para el camino.
Tony sintió la mano de Sofía dándole un par de apretones en el brazo, agradecida.
51.
Carlos.
Les dieron el alta después de hacer los partes de lesiones. No tenían daños internos, aunque Noelia tendría que visitar al dentista por lo del empaste suelto. Luego tomaron un taxi para ir a comisaria y poner un par de denuncias a Bertín, por separado. Durante el trayecto Noelia le contó lo sucedido esa mañana con Francesca. Al principio Carlos estaba distante y frío, pero poco a poco fue interesándose cada vez más por el asunto.
—¿Llamaste al chico del atropello?
—Ajá, y te puedo asegurar que ese muchacho no estaba compinchado con mi sobrina. Imposible, créeme. De hecho lo invité a que viniera al restaurante para hablar con él. El chico parecía muy afectado con lo sucedido.
—¿Vas a denunciar el robo de las joyas?
—Sí. Lo he pensado y creo que es lo mejor. No creo que ella haya robado nada, pero si no lo hago la policía no la buscará.
—Conozco a la policía y la denuncia no hará que la busquen. Simplemente apuntaran la descripción de las joyas robadas y lo archivaran, por si aparecen alguna vez.
—Ya.
Noelia guardó silencio, sumida en sus pensamientos. Carlos no sabía qué pensar sobre todo eso del robo, era demasiado fantástico.
«¿Alguien entra en su casa y le aplica una especie de llave ninja que la deja inconsciente para luego secuestrar a una chica y a su bebé, llevándose además las joyas de la casa para «despistar» a la policía…? Es demasiado increíble».
Carlos miró el rostro atractivo de Noelia y sintió una oleada de cariño brutal. Quería creerla y también quería pedirle perdón. Deseaba que le perdonase por no tener el coraje suficiente para abrirse ante ella, para expulsar sus demonios y afrontar lo que la vida le ofrecía.
—«¿Y qué es lo que te ofrece exactamente la vida? No digas amor, por favor Carlitos. Es demasiado cliché».
—«¿Esperanza, entonces? ¿Esperanza de poder encontrar al fin ese punto de estabilidad en el que apoyarme y comenzar a crear y escribir de nuevo?, ¿esperanza para levantarme cada mañana y sentir que al menos alguien cree en mí a pesar de mis defectos y de mis neuras?».
—«Esperanza en que alguien te mire a la cara y no vea a un borracho mata hijas, querrás decir».
Carlos desvió la mirada hacia el exterior del taxi, viendo pasar fugazmente los coches y los viandantes, apoyando la frente en el cristal.
Así le miraba María, su esposa, después del accidente, echándole en cara el haberle quitado a su hija.
Porque eso fue lo que hizo, quitarle a su niña, robarla, secuestrarla para llevarla a un lugar donde ningún rescate podría traerla de vuelta jamás. Ni siquiera el rescate definitivo, el pago con su propia vida la traería de vuelta.
—«Aunque por la forma en la que te miraba tu mujer a ella no le hubiera importado que pagaras semejante precio».
—«No, no le hubiera importado. A ella mi culpabilidad le ayudó a superar la muerte de nuestra hija. Tenía un culpable y se aferró a eso con todas sus fuerzas».
—«Tú también lo hiciste, Carlos, te culpaste de la muerte de María, aunque no pusiste mucho empeño en pagar ese precio. Pero no te culpo, dicen que la mayoría de intentos suicidas son sólo para llamar la atención. ¿A quién querías llamar tú la atención, Carlitos, a tu mujer? ¿Esa era tu forma de decirle ¡hey, mira!, tienes razón, maté a nuestra hija y lo siento tanto que te voy a dar mi vida en sacrificio?».
Carlos cerró los ojos con fuerza y por primera vez desde que se despertó en el baño sintió ganas de beber.
—«¿Sabes lo que creo que querías hacer realmente, Carlitos? Creo que querías que ella se sintiera culpable de tu muerte. ¡Así estaríais empatados! Tú serías el culpable de la muerte de tu hija, y tu esposa sería la responsable de tu suicidio. ¡Una familia feliz!».
Carlos apretó los puños. Le hubiera gustado tener delante a ese otro Carlos para partirle la cara.
Sintió la mano de Noelia sobre su muslo y abrió los ojos.
—¿Carlos? Estás temblando.
—Aquel día no bebí tanto.
—«Bebiste lo suficiente como para no ver el final de la curva, Carlitos».
—«¡Sí la vi!… pero demasiado tarde».
—«Semántica. No verla y verla tarde es lo mismo».
—¿Estás bien?
—No bebí mucho, Noelia, no como otras veces. Sabía que tenía que recoger a la pequeña después del trabajo y me recorté, en serio. Solo bebí por… por cortesía.
Noelia le miró en silencio. Con anterioridad ella intentó que él le contase la historia completa del accidente, pero solo obtuvo pequeños fragmentos, inconexos y poco esclarecedores. Su mano siguió manteniendo el contacto físico, acariciando la rodilla de Carlos.
—Estábamos a punto de acabar las entrevistas en la cárcel. Menudas historias, Noelia. Ni te imaginas por lo que han pasado algunos de ellos. La mayoría son gente normal, como tú y yo, que en algún momento de su vida cometió un error. Un simple error. No era el caso de Caraculo, oh, no, ya te lo aseguro… Ese gitano… —Carlos sonrió con amargura—, ese gitano tenía agallas, ¿sabes?, y carisma. Nunca te he hablado de él, ¿verdad?
Noelia agitó la cabeza, pero no dijo nada. No quería que Carlos rompiera el hilo del que estaba tirando.
—Menudo tinglado tenía allí montado. Era como el Padrino, ¿sabes? Los presos acudían a él a pedir consejo y favores, era como una especie de rey Salomón, impartiendo sabiduría y justicia.
Carlos puso una mano encima de la de Noelia.
—Estranguló a su propio padre y le sacó las entrañas a dos matones mientras estaban vivos. Les ató a un poste, les rajó la barriga y metió la mano dentro para vaciarlos mientras chillaban como cerdos.
—Jesús…
—Pero la gente de allí dentro lo adoraba, Noelia. ¿Tú lo entiendes?
Noelia pensó durante unos segundos.
—En la antigüedad, los líderes solían alcanzar el poder tras un acto de violencia que demostrase su valía en combate. El machismo en su máximo esplendor. La erótica de la violencia. Sí, creo que puedo entenderlo.
—Sí, Caraculo era todo un líder, y un gran personaje. Hicimos una pequeña celebración con su última entrevista. Contratamos un catering y comimos y bebimos. Sobre todo bebimos. ¡Pero yo me recorté!… o eso creía.
Noelia le puso los dedos en el hombro y Carlos inclinó el rostro para acariciarle la mano con la mejilla.
—Conocía el camino de memoria. Supongo que puse el «piloto automático», pensando en el trabajo, en el guión y en la forma en la que enlazaría las distintas historias para acabar con un gran final: Ramón Galiano y su pequeño imperio dirigido desde intramuros…
Carlos le tomó la mano a Noelia y le apretó los dedos con suavidad, mirando al exterior, viendo los reflejos dorados del atardecer en los escaparates y las ventanas de los altos edificios.
—¿Sabes cuales son las probabilidades de que un coche se incendie en un accidente? Remotísimas, Noelia. Es muy, muy difícil. A mi pobre hija le tocó la peor de las loterías. —Carlos respiró con fuerza—. Pudo salvarse, Noe. Estuvo a punto de salvarse. El fuego la mató, no fue el golpe, sino el fuego. —Carlos le apretó con fuerza la mano y le miró a los ojos—. ¡Estaba viva, Noelia, viva! Allí, a mi lado, con los hierros aplastándole sus pobres piernas, sin poder moverse.
Carlos tenía los ojos secos, pero inyectados en sangre, con el morado del puñetazo que le dio Bertín resaltando la mirada apremiante, nerviosa.
—Ella no lloró. Estuvo serena todo el tiempo… hasta… —Carlos miró al techo del taxi, apretando los dientes—. Estuvo tranquila hasta que llegó el humo y el fuego. Yo pude salir fuera para poder acceder mejor a los hierros que la tenían atrapada. Fue inútil, Noe. Inútil.
Carlos se tapó la cara con ambas manos y lloró.
—Hiciste todo lo que pudiste, Carlos.
Él negó con la cabeza, con las manos apretando su cara. La voz sonó filtrada a través de los dedos.
—Se derritió delante mía, Noe. Le sujeté el brazo y tiré de ella con tanta fuerza que creo que… Que le disloqué el hombro, aunque ella ya no estaba con vida.
Noelia miró la vieja cicatriz del brazo.
—Vi la curva, Noelia, lo juro por el recuerdo de mi hija. La vi, pero giré demasiado tarde, quizás una décima de segundo. Suficiente para perderlo todo. Un error. Un error en la vida es todo lo necesario para que ésta se vaya a la mierda.
Noelia le pasó un brazo por el hombro, acariciándole la espalda. Carlos se dejó caer en el regazo de Noelia y lloró como un niño mientras ella le arrullaba, acariciándole la ancha espalda y los hombros, sintiendo los temblores de ese cuerpo adulto, grande y fuerte agitándose entre sus brazos.
Continuará...
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