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martes, 7 de julio de 2020

Sofía crece 3 (parte I)

     NOTA: Hace diez años escribí una pequeña historia sin pretensiones. Sólo era plasmar una idea, la de una adolescente espiando a un hombre adulto mientras hace sus necesidades en el parque. La historía gustó y decidí continuarla, pero pronto me di cuenta de que no estaba preparado para crear personajes complejos ni montar una trama lo suficientemente atrayente. La verdad, aún sigo pensando que no estoy preparado, pero en estos años he ido tomando algo de experiencia y he decidido volver a retomar la historia y probar suerte. Encontraréis que el tono desenfadado y casi caricaturesco de los dos primeros relatos se ha perdido en esta nueva etapa, aunque he dejado un par de detalles aquí y allá. Espero que os guste, y si no es así, por favor, hacédmelo saber.

     RESUMEN: Sofía es una adolescente acomplejada por la forma de su sexo, al que considera feo y poco atractivo. Cuando, tras muchas dudas, decide practicar sexo con su joven novio, descubre que éste le ha sido infiel y entra en una depresión, abandonando los estudios. Es en ese momento cuando traba amistad con una mujer madura que trabaja en un parque cercano, Noelia; esta mujer se encariña con Sofía y le aconseja sobre literatura y le regala libros eróticos. Un día Sofía sorprende a su amiga Noelia practicando sexo con un hombre, Carlos, que días atrás le había sorprendido espiándole mientras orinaba. La pareja de amantes descubre que la pequeña les está espiando y ella huye, dejando olvidado el libro que le prestó Noelia.




SOFIA CRECE 3

PARTE I

1.

Noelia.


     Bertín extrajo el miembro de la vagina de Noelia y un pequeño reguero de esperma se escurrió hacía afuera.
     «Ahí van los hijos que nunca tendré», pensó con amargura.
     Aunque rechazó esa idea con un ligero estremecimiento de hombros, sabiendo que de todas formas ningún espermatozoide dejaría preñada a su mujer. Noelia era estéril.
     —¿Has acabado? —preguntó ella con voz átona, como si le estuviera preguntando la hora.
     Bertín no respondió; se limpió la polla con la sábana para quitarse los restos de semen y lubricante y se tendió al lado de ella, dándole la espalda.
     Noelia esperó en silencio algunos minutos, relajando los músculos pélvicos, sintiendo la viscosa leche de su marido escurrirse fuera. Cuando oyó los primeros ronquidos se levantó de la cama tapándose la raja con un pañuelo: no quería manchar la alfombra.
     Entró a la ducha y orinó de pie, como le gustaba a ella, mezclando el agua tibia con el pis que le corría patas abajo. Luego levantó una pierna y la apoyó en una repisa, se abrió el coño lo más que pudo y dirigió el chorro de la ducha dentro del orificio, dejando que le entrase el agua bien adentro para que arrastrase los restos de esperma de Bertín.
     Se limpió sus partes íntimas con jabón neutro y luego terminó de ducharse.
     Durante el proceso hubo un momento en el que su clítoris reaccionó de forma instintiva a las caricias, pero hizo un esfuerzo y prefirió no seguir tocándose. No quería masturbarse con Bertín en la habitación de al lado. Prefería guardar su lascivia para Carlos, el hombre con el que se estaba encariñando desde hacía un par de meses.
     «¿Encariñando? Oh, vamos; estás enamorada de él, Noelia. ¿A quién intentas engañar?».
     Sí, vale, enamorada. ¿Tan malo es eso? Sí, estoy casada, pero hace tiempo que sólo es una mera formalidad burocrática; los vínculos «sagrados» entre marido y mujer se fueron a tomar por culo el día que llegaron los resultados definitivos de la clínica, hace más de un año.
     Mientras secaba su cuerpo las manos se toparon con los senos. Eran grandes, muy bien desarrollados y con una bonita aureola rosada; sus pechos estaban creados para amamantar a muchas criaturas, para alimentar y llenar sus pequeños cuerpecitos con el líquido de sus entrañas y hacerlos crecer fuertes y hermosos, pero sus pechos jamás darán de comer a ningún niño nacido de ella.
     Con un brusco movimiento de cabeza alejó esos pensamientos de su mente. Sabía que no la llevarían a ningún sitio, excepto a la depresión.
     Se puso unas braguitas de andar por casa y fue hasta la habitación de «invitados», aunque en realidad era el dormitorio de Noelia. Hacía más de un año que sólo compartían la cama cuando Bertín, acuciado por el deseo de obtener sexo inmediato, le pedía acostarse con ella.
     Ella accedía, pues hubo una época en la que se amaron y disfrutaron de sus respectivos cuerpos y, de alguna manera, sentía que le debía al menos eso: un poco de placer aséptico, casi terapéutico. Un pequeño pago por no haber sido capaz de darle los hijos que él tanto deseaba.
     Una vez en la cama, mientras se debatía entre el mundo real y el de los sueños, no pudo evitar pensar en su amante, Carlos. Era tan diferente de Bertín... El clítoris volvió a reaccionar, elevándose en pequeños espasmos mientras sentía un calor húmedo recorriendo las paredes de su vagina. Su mano inició el descenso hasta las bragas, muy despacio, pero al llegar al monte de Venus Noelia se durmió, y la mano cayó flácida al lado, reposando en uno de sus muslos.
     Noelia soñó esa noche con bocas chupando de sus pezones mientras flotaba en una mar de leche materna, leche que a veces era tan espesa y caliente como el esperma.

2.

Carlos.

     Mientras Noelia navegaba plácidamente en un mar lechoso Carlos se debatía angustiado en un mar de fuego.
     El calor era insoportable, no podía ver las llamas porque el humo, negro y espeso, invadía hasta el último resquicio del habitáculo donde se encontraba.
     Carlos tosía y gritaba, pero ningún sonido salía de su dolorida garganta. Intentaba quitarse algo que le oprimía el pecho, pero el sudor en sus manos parecía aceite, impidiendo que pudiera agarrar aquello que lo aprisionaba. El rugido del incendio era ensordecedor. Sentía las llamas lamiendo su cuerpo y su piel comenzaba a bullir mientras la grasa que había debajo de la dermis se calentaba.
     Se abrasaba en vida, pero el dolor y la asfixia le traían sin cuidado, porque allí dentro había alguien más, alguien que le importaba. Alguien querido. Quería gritar su nombre, pues sabía que en el mismo momento que gritase el nombre de esa persona sería liberada y ella se salvaría de compartir su horrible y abrasador destino.
     Pero Carlos no recordaba el nombre.
     Su garganta no emitía nada más que sonidos guturales sin sentido mientras el aire caliente hervía sus pulmones, expulsando por la boca y la nariz volutas de vapor blanco.
     Carlos sentía la presencia de la otra persona a su lado, pero no la veía ni la oía. Sus manos intentaban aferrar de forma desesperada lo que parecía un cinturón de hierro que le cruzaba el pecho, pero sus dedos resbalaban por él mientras se le inflamaban con una llama azul. Alucinado, vio como las uñas se le desprendían como si estuvieran hechas de gelatina.
     Carlos alzó entonces la cara al techo del habitáculo y abrió la boca hasta sentir que se le desencajaba la mandíbula, pero el ansiado nombre se atoraba en la dolorida garganta.
     Al fin, tras un esfuerzo más allá de lo que un humano podría realizar, Carlos vociferó el nombre, pero el grito se confundió con el espantoso crujido de sus dientes al estallar éstos en mil pedazos.
     Carlos se despertó gritando, bañado en sudor y temblando. Tenía una horrible erección y una humedad alrededor de los muslos. Se había orinado.
     Salió de la cama y con paso inseguro se dirigió al pequeño cuarto de baño, arrastrando la sábana mojada envuelta entre los brazos. La arrojó al cesto de la ropa sucia y fue al váter con la intención de orinar, pero en lugar de ello arrojó un vómito que era poco más que bilis y agua. Le dolía la cabeza y estaba algo mareado. Intentó vomitar otra vez, pero no llegaron más arcadas. Se agarró el pene y lanzó un largo chorro con muy poca puntería: le temblaban las manos.
     Entró a la diminuta ducha y abrió el agua fría de golpe. Tiritando, dejó que el agua se confundiera con sus lágrimas.
     «María», pensó. «Así se llamaba tu hija, cabronazo. María, recuérdalo la próxima vez que sueñes con ella».
     Su pene se contrajo y quedó reducido a un pequeño montículo de pellejos arrugados, con el glande circuncidado asomando como la cabecita de una tortuga.
     Mientras se secaba pensó en llamar a Noelia. Ella sabía siempre qué palabras decir para calmarlo; para salvarlo. Ella no podía tener hijos por culpa de un error de la naturaleza, y él no volvería a tenerlos por un error de su conciencia. La toalla recorrió la larga y abultada quemadura de su brazo. A veces le dolía, oh, amigo, vaya que sí. Dolía más que el mismísimo infierno; el dolor te agarraba de los cojones y no te los soltaba hasta que estuvieras de rodillas y suplicando perdón; pero el perdón nunca llegaba.
     La toalla siguió secando agua y lágrimas.
     «No hay perdón para ti, borracho hijo de puta. No hay perdón».
     Salió del baño y entró al pequeño y desordenado salón. Libros, pesas, una videoconsola, revistas de divulgación y la caja de arena de «Nico», abreviatura de «Copérnico», el gato tuerto y sin rabo que se coló una noche en su cocina, tan flaco y tan pequeño que Carlos pensó que le quedaban un par de horas de vida.
     El pequeño bribón llevaba más de tres años haciéndole compañía… por llamarlo de alguna manera.
     Agarró el teléfono móvil y buscó el contacto de Noelia, pero el dedo se detuvo sobre su imagen. Una mujer madura, pero de aspecto joven, con una sonrisa hermosa, ojos tristes. Las ligeras lineas de expresión que rodeaban sus ojos y las comisuras de sus labios siempre le aceleraban los latidos del corazón.
     La amaba.
     «¿Cuando se lo vas a decir? ¿Cuanto tiempo más vas a esperar? No se lo vas a decir, ¿verdad? Con el cuento de que compartís vidas matrimoniales rotas y un pasado trágico os matáis a polvos, evadiendo vuestros fantasmas a través del sexo, pero nunca… ¡Oh, cállate, Carlos! ¡Basta de esa basura de auto psicoanálisis de mierda!».
     Vio la hora en el móvil y decidió no molestarla. Abrió un cajón bajo la mesa donde tenía el PC y extrajo una botella mediada de Barceló añejo. A Carlos le gustaba el sabor acaramelado del ron de caña. Se encaminó a la cocina para buscar hielo y su mirada se topó con un libro manchado de barro y con las hojas hinchadas por la humedad. «Trópico de Cáncer», de Miller. Se le había caído a Sofía, la chica con la que Noelia se había encariñado.
     Carlos no pudo evitar sonreír al recordar el bochornoso encuentro que tuvo con ella. La pilló espiándole mientras él meaba en el parque y del susto la pobre se cayó de culo, enseñándole la raja del coño.
     «María tendría su edad ahora».
     La sonrisa se diluyó y decidió prescindir del hielo, echándose al gaznate un trago que le quemó la garganta. Cuando llegó al estomago el líquido le abrasó, provocándole un espasmo que casi le hace vomitar otra vez. Volvió a chupar de la botella, tragando otro poco más. 
     Algo le rozó la pierna.
     Del susto dejó caer la botella al suelo, aunque ésta no se rompió. Nico estaba dando vueltas alrededor de su pantorrilla, restregando el cuerpo flacucho contra ella, pidiendo caricias.
     —La madre que te parió —Carlos se agachó para tomarlo en brazos, con el corazón a mil por hora.
     —Miau —maulló Nico.
     —Miau tu padre —Carlos lo acarició y Nico ronroneó restregando la peluda cabeza contra el cuello del hombre.
     —No te gusta que beba, ¿eh? —El gato maulló otra vez, pero Carlos no quiso escucharlo, así que lo dejó sobre la mesa y recogió la botella del suelo.
     «María no está dentro de esa botella, Carlos», pensó mientras volvía a acercarla a su boca. 
     «Lo sé».
     Carlos siguió bebiendo hasta caer en un misericordioso olvido.

3.

Sofía.

     La pequeña Sofía abrió la puerta de su dormitorio muy despacio, atenta a los sonidos nocturnos que poblaban la casa de sus padres. Pudo oír los ronquidos de su padre y alguna que otra ventosidad, probablemente de su madre. 
     Durante toda la tarde había estado en una montaña rusa de sentimientos que iban desde la vergüenza hasta los celos, pasando por el miedo y la ira. ¿Qué le estaba pasando?
     Momentos antes, tumbada en la cama, había revivido la perturbadora escena sexual entre Carlos, el desconocido del parque que la sorprendió, y su amiga adulta Noelia.
     Sentía celos de ambos.
     Celos de Noelia por gozar de ese hombre maduro y cargado de virilidad, y celos del tal Carlos por apropiarse del cuerpo de su amiga, pues Sofía había llegado a encariñarse de esa mujer tan simpática y tan agradable, proyectando en ella una imagen maternal.
     Sentía vergüenza de que la hubieran pillado otra vez y tenía miedo de lo que ese hombre pudiera hacerle si la encontrase a solas (aunque en el fondo fantaseaba con esa posibilidad como algo extremadamente morboso).
     Y estaba enfadada, muy enfadada consigo misma por no saber nada del mundo; enfadada por mentir a sus padres y hacerles creer cada mañana que iba al instituto; enfadada con los hombres, que la hacían sentir tonta y la traicionaban, como hizo Jaime. Estaba enfadada por haber engordado y estaba enfadada por no haber practicado aún sexo.
     «En el fondo todo se reduce a eso», pensó tumbada en la cama; «lo único que querías era practicar sexo con Jaime», Sofía se revolcó en la cama, con la entrepierna ardiendo. «Viste a tu ex novio con otra chica y ya no quisiste hacerlo con él», la mano de Sofía se metió dentro de sus braguitas, «pero nunca perdiste las ganas de hacerlo, con Jaime o con cualquier otro; sólo hacerlo». Sofía se asustó un poco al comprobar la cantidad de líquidos que había entre sus muslos. «Te mueres por hacerlo; hacerlo como lo hacían esos dos en la caseta del parque».
     Por encima del enfado, los celos, la rabia, la vergüenza o el miedo había un sentimiento que los dominaba a todos, uno oscuro y ominoso, cargado de electricidad y tempestades; un huracán que barría a los demás sentimientos y los sumergía hasta dejar sólo a flote unos cuantos restos desmenuzados.
     La lujuria.
     Sus dedos jugaron con los extraños labios internos, largos y retorcidos, mullidos y carnosos, elásticos y resbaladizos.
     Había visto en persona como Noelia y ese hombre practicaban sexo. Pero un sexo real, verdadero, hecho con pasión; nada que ver con lo que se veía en las películas.
     Aquello fue real.
     Tenía su chochito abierto, segregando jugos y palpitando dolorosamente, con una hinchazón abrumadora que le abultaba la entrepierna.
     Su instinto le pedía algo más que caricias y toqueteos. Sofía necesitaba que le penetrasen la vagina, sentir que le abrían las entrañas y notar la gruta rellena de algo para poder estrujarlo con sus músculos internos.
     «Quiero follar».
     Sofía recordó algo que había visto esa tarde en casa y dejó de tocarse. Se levantó con los muslos temblando y abrió la puerta de su habitación.
     Sofía salió de su cuarto muy despacio, andando de puntillas. Llegó a la cocina, abrió la nevera y buscó en el apartado de las verduras. Escogió un calabacín de tamaño medio y un pequeño pepino, delgado y de piel rugosa. Antes de regresar al dormitorio tomó prestado una pequeña botellita de aceite de oliva siguiendo una intuición.
     Una vez en su cuarto colocó un espejo frente a su cama. Desde el encuentro con el hombre del parque se había acostumbrado a mirarse, familiarizándose con los extraños y alargados pliegues y pellejos de su sexo.
     Sofía tenía unos labios internos exageradamente largos y pronunciados que la habían acomplejado hasta hacía poco.
     Puso una toalla sobre la cama y se desnudó.
     Su cuerpo había ganado mucho peso y su barriga sobresalía ligeramente. Sus pequeños pechos eran más redondos y cargados y sus muslos eran anchos y muy apetecibles. Su culo, en cambio, no le gustaba. Se le había hinchado demasiado.
     «Tengo culito de negra».
     De pie frente al espejo se pasó el calabacín entre los muslos, restregándolo por los labios de manera que rodeasen la circunferencia de la verdura, que en seguida quedó impregnada con las babas de su coñito.
     Con dos dedos se agarró uno de los labios internos y lo extrajo hacia afuera, tirando de él y permitiendo que su palpitante orificio se abriera ante el paso del calabacín, que introdujo muy despacio.
     Algo detuvo el avance.
     Sofía cerró los ojos y apretó los dientes, empujando más fuerte.
     Algo se rasgó en su interior, pero apenas dolió. No fue como le habían contado o leído. El dolor dio paso a un calor extremo, casi placentero. Abrió los ojos y miró hacia abajo: la humedad había teñido sus muslos de escarlata.
     «Me he desvirgado».
     Sofía abrió aún más las piernas con una expresión de rabia en el rostro, flexionando ligeramente las rodillas. Luego notó cómo se dilataban las paredes de la vagina mientras empujaba el calabacín con fuerza, tragándose con una facilidad pasmosa la hortaliza.
     Sofía alucinó por lo fácil que resultó meterse todo eso dentro.
     «La picha de ese hombre era más larga y más gorda».
     Cuando extrajo el calabacín sonó un «¡pluch!» del agujero y unas gotas viscosas cayeron hasta el suelo. Tenía los dedos y las manos encharcadas de flujo. Su chochete ardía y las rodillas le temblaban. Se lo metía, lo sacaba y lo volvía a meter. A veces se daba golpes con él en el clítoris, el cual estaba empinado, como una alubia tiesa y dura, excitadísimo y cubierto de babas vaginales.
     Sofía aceleró el movimiento del mete y saca, follándose el coñito con el duro calabacín con rabia.
     «Mira Noelia, no me hace falta ningún hombre. Mira como me follo. ¿Por qué me dabas libros guarros?, ¿eh? ¿Querías ponerme caliente? ¿Querías que me tocase como estoy haciendo ahora?».
     Siguiendo el hilo de sus mórbidos pensamientos alcanzó uno tan lujurioso y excitante que le provocó el primer orgasmo:
     «¿Eras TÚ la que querías tocarme así? ¿Por eso me aconsejabas esos libros sucios? ¿Querías follarte mi chochito, Noelia?!».
     Sofía cayó de espaldas en la cama, con la verdura profundamente hundida en el coño, los muslos cerrados y un reguero de lágrimas en las sienes. Otro pensamiento le llegó.
     «Sí, Noelia quería tocarme… y yo quería que me tocase, por eso aceptaba sus libros».
     A pesar del orgasmo la rabiosa lujuria no había desaparecido. Giró la cabeza y contempló a su lado la botellita de aceite y el pequeño pepino. Los había cogido con al idea de meterse el pepino en el culo, pues lo consideraba algo tan sucio, repugnante, doloroso y prohibido que, hacerlo, sería el acto de rebeldía absoluto (y también como plan alternativo si no se atrevía a desvirgarse)
     «Tú le chuparás la picha, pero yo soy una gordita sucia que se mete pepinos en el culo. Yo te gano, Noelia».
     Sofía extendió la mano y agarró la botellita.
     Se aceitó el agujerito del culo y cubrió el pequeño pepino de aceite.
     Se tumbó boca arriba y levantó una pierna, colocando la punta del pepino en el esfínter. Empujó pero no entró ni un sólo milímetro, pues involuntariamente ella apretaba, cerrando el ano.
     «Eres una inútil. Ni siquiera sabes hacer esto».
     La vagina era un manantial y el erecto clítoris clamaba a gritos que lo tocasen. Sofía intentó relajar el esfínter mientras empujaba el pepino; la pequeña verdura entró tan rápido que casi se le cuela toda entera.
     La sensación de tener eso dentro era tan extraña y morbosa que los espasmos de un nuevo orgasmo se transmitieron a su recto, expulsando la pequeña hortaliza con un ruido poco erótico.
     «Mírame Noelia, soy una guarra. Me estoy follando el culo».
     Sofía, embriagada de lascivia y lujuria, tomó el calabacín y también se lo introdujo en la vagina, disfrutando de las dos verduras al mismo tiempo.
     Se masturbó de lado, tumbada y a cuatro patas. Tuvo varios orgasmos y la toalla no fue suficiente para recoger la cantidad de flujo y aceite que expulsaban sus orificios.
     Cuando sacaba el pepino descubría asqueada que estaba manchado, pero lo limpiaba con una toallita húmeda, lo volvía a aceitar y se lo introducía otra vez, dejando que el asco y la vergüenza se sumaran al morbo lujurioso.
     «Soy una cerda. Soy la persona más guarra del mundo».
     Boca abajo, se restregaba los pezones contra la cama con tanta fuerza que parecía que se le iban a desgarrar. A veces se sacaba el calabacín del coñito y se lo metía en la boca, intentando simular a Noelia, pero apenas era capaz de llegar hasta la entrada de la garganta, puesto que le daba arcadas. La parte más profunda de su vagina generaba una sustancia pegajosa de color blanquecino que se quedaba adherida a la piel de la verdura y a Sofía le gustaba mucho el aroma a pescado que desprendía.
     Justo cuando iba a llegar al enésimo orgasmo decidió hacer algo distinto. Se sacó ambas verduras y se puso en cuclillas, con el calabacín, mucho más largo y grueso que el pepino, puesto debajo de ella, con la punta colocada en la entrada del ano. Luego se dejó caer encima, permitiendo que la gorda verdura le abriese el esfínter y dilatando el recto. Los flujos cervicales, la mucosidad rectal y los restos de aceite que cubrían la piel de la hortaliza facilitaron que el culo de la pequeña Sofía se lo tragase con facilidad.
     La chica se mordió la mano mientras se corría con una fuerza descomunal, mojando la cama de orines y líquidos.
     Totalmente agotada se dejó caer a un lado mientras el esfínter iba expulsando lentamente el gordo calabacín fuera de su recto.
     Sofía se durmió con la cara empapada de lágrimas y su sexo encharcado con todo tipo de flujos, aunque los celos le arrancaron un último pensamiento lúcido.
     «Te odio, Noelia. Os odio a los dos. Os Odio».


     Continuará...




K.O.