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sábado, 1 de agosto de 2020

Sofía crece 3, parte XI



44.

Chesca.

Llegaron al polígono industrial de El Baluarte cuando el sol comenzaba a alargar las sombras hacia el este. La actividad en las naves ya estaba disminuyendo y muchas de las empresas habían cerrado al mediodía por el horario de verano. Francesca guió a Rusky entre los grandes edificios hacia la parte más antigua del polígono, hasta una vieja fábrica de papel abandonada.
Las puertas y las ventanas estaban tapiadas con ladrillos y el muro exterior era alto. A veces iban las parejas y las putas a follar allí dentro, aprovechando los agujeros que los vándalos y los sin techo abrían ocasionalmente en las paredes. La fábrica la componían varios edificios y estaban llenos de máquinas y material de oficina abandonadas. Los buscadores de chatarra intentaban entrar a veces a llevarse cosas, pero la empresa de seguridad del polígono les mantenía a raya. En cambio, con las putas y sus clientes eran más permisivos, siempre a cambio de algún que otro favor.
Rusky metió el Mercedes en el amplio aparcamiento exterior de la fábrica y dio varias vueltas alrededor. Encontró un pequeño callejón entre dos estructuras y allí estacionó el vehículo. Era un lugar alejado y discreto y el coche no podía verse desde fuera. Una vez a la sombra de los edificios Rusky permitió que Francesca le diese agua al niño, pero no le dejó que lo cambiase a pesar del hedor que despedía la pobre criatura.
—Si te portas bien no tardaremos y podrás irte con tu hijo muy pronto —le prometió, aunque Chesca sabía que mentía.
Las toses eran más frecuentes, le costaba muchísimo respirar, aunque al menos la saliva que escupía no era tan oscura. Lo que más le dolía era la nariz.
«Creo que me la ha roto, como hizo Gorka aquella vez».
Su cuerpo era un calvario de dolor y su cerebro le pedía a gritos una dosis. Sabía que el monstruo tenía las dos papelinas de heroína que le quitó y sentía la presencia de esos dos diminutos sobres cerca de ella. Eran como una poderosa fuente de energía emitiendo unas ondas que sólo ella captaba.
«Están aquí, muy cerca, en algún lado. Chica Láser puede sentirlas».
La necesidad de «perspectiva» era abrumadora y no podía pensar con claridad.
«Tienes que olvidar eso, no pienses en el jaco y céntrate en el plan. El plan es lo primero».
—Fuera.
Chesca se sobresaltó al oír la orden de Frankenstein y miró al monstruo temblando, luego echó un vistazo a su hijo y no pudo evitar extender una mano para tocarlo brevemente. Al monstruo no pareció importarle, esperó a que ella terminase de acariciar a Quino y la apremió a que saliera del coche. Luego Rusky se bajó del Mercedes y sacó al niño, que comenzó a sollozar y a moverse.
—Tú primero, vamos. Cuanto antes me des el paquete antes podrás irte.
Francesca miró a su hijo y de repente sintió una oleada de furia, breve pero intensa.
«Una oportunidad. Solo una. Solo eso le pido a Dios, que me de una sola oportunidad para rajarte los ojos y sacarte las tripas, animal».
Chesca echó a andar seguida de cerca por el monstruo. Habían pasado tres meses desde la última vez que estuvo en la fábrica. Ya había estado antes, cuando iba noviando con Gorka y entraban a hurtadillas para echar un par de polvos rápidos y colocarse con cualquier mierda, pero la última vez que estuvo fue por algo mucho más desagradable.
Un amigo de Gorka tenía una perra muy vieja a la que no le quedaba mucho de vida. Estaba enferma y sufría bastante, pero al amigo le daba lástima acabar con ella, así que le pidió a Gorka que la llevase a un veterinario para que le pusiera la inyección. Gorka aceptó (el amigo era también un buen cliente y le interesaba tenerlo contento), así que una tarde que iban de compras fueron a casa de este amigo con la excusa de que el centro veterinario les pillaba de camino y recogieron a la perra, una cocker spaniel con el pelo enredado, viejo y apelmazado.
Gorka no fue al veterinario, en lugar de ello se desvió y llevó a la perra a la fábrica de papel. Francesca protestó, adivinando lo que ese cabrón quería hacer, pero fue una protesta muy breve y con muy escaso éxito. Ese día su marido estaba de mal humor. Cuando bajaron del coche Chesca lo siguió, viendo como el pobre animal, casi ciego, se dejaba guiar sin mostrar resistencia. Gorka recorrió las viejas instalaciones hasta llegar a una sala llena de tuberías y maquinaría pesada. En el centro había una pesada tapadera redonda. Gorka le pasó la correa a Francesca, que llevaba al pequeño Quino en brazos y luego levantó la tapa, cogió la correa y tiró a la perra dentro del agujero.
No era muy profundo y el pobre animal no murió en el acto. Mientras Gorka volvía a poner la tapadera pudieron escuchar los lamentos del pobre animal. Durante varios días Francesca tuvo pesadillas en las que oía el llanto de la perra mezclarse con el de su hijo. Pocas semanas después Francesca sorprendió a ese bastardo intentando apagar una colilla en el brazo de Quino. Ese fue el momento en el que decidió robar la droga y cargarle el muerto a él.
«Una oportunidad, Dios mío, solo una oportunidad para poder tirar a este monstruo por ese agujero, es todo lo que te pido».
Atravesaron varias salas llenas de papeles, cartones y máquinas viejas, oxidadas y rotas. El suelo estaba lleno de polvo, cagarrutas de bichos, vidrios rotos y hojas de papel. En algunas zonas la vegetación había logrado crecer entre los resquicios del hormigón del piso y las grietas de las paredes.
El eco de las pisadas se unía al apagado sollozo de Quino, que gemía débilmente. La luz del sol entraba por las claraboyas del techo, tiñendo de un enfermizo color amarillo las salas de la nave.
Chesca tuvo un momento de pánico cuando creyó que se había olvidado del camino hacía la sala del pozo. No quería que el monstruo sospechase de ella si la viese dubitativa: nadie olvida el escondite de cincuenta mil euros de heroína. Por fortuna, al salir de una pequeña habitación destinada a oficinas, Chesca vio en el techo varios conductos y tubos y adivinó que debían acabar en la sala donde inmolaron a la perra.
Chesca siguió las tuberías hasta una puerta de metal cerrada. Era la sala del pozo, pero la puerta tenía un candado.
—Es aquí —dijo con voz ronca.
Rusky le echó un vistazo a la puerta y a la chica alternativamente.
—Ese candado, ¿lo pusiste tú?
Chesca tuvo que pensar rápido para tomar una decisión. El candado debieron ponerlo hace poco, puede que los guardas oyesen a la perra agonizando (¿cuantos días pudo aguantar allí metida?), y al ver el pozo pensarían que ese era un lugar peligroso y le pondrían el candado.
¿Qué debía responder? Una persona que esconde un tesoro es lógico que quiera protegerlo, pero el monstruo era demasiado desconfiado. Chesca conocía bien esa mirada y ese tono de voz, lo había visto y oído muchas veces entre los amigos y clientes de Gorka.
«Siempre desconfiando y temiendo la mentira y el engaño… Si le digo que no es mio, pensará que es demasiada casualidad que pocos días después de esconder aquí el paquete alguien llegara y cerrase la puerta con eso… Demasiada casualidad. Mierda de candado».
Chesca optó por arriesgarse y mentir.
—Sí, lo puse yo. No quería que lo encontrase nadie.
El monstruo la miró detenidamente. Chesca se puso nerviosa porque no podía adivinar qué pasaba por esa cabeza demente.
—¿Dónde está la llave?
—La tiré.
El monstruo dio un paso hacia ella con el niño fuertemente sujeto bajo su brazo.
—¿Por qué?
—Porque no lo quiero, no quiero esa mierda. Solo quería cargarle el muerto a Gorka. Cogí un poco para mí y escondí el resto. Está ahí dentro —señaló a la puerta—. Yo no sabría qué hacer con tanto. Además, es un marrón ir con todo eso encima. No lo quiero, es todo para vosotros… iba a devolverlo… pero tuve miedo.
Mientras hablaba una pequeña esperanza creció dentro de ella.
«A lo mejor nos deja libres. Puede que se conforme con quedarse con la droga. No querrá cargar con dos muertos más».
Pero sólo duró un segundo.
«No, Chica Láser, él no querrá dejar testigos. Y aunque Quino es pequeño y no puede hablar lo matará por diversión. Tienes que tirarlo al pozo».
El monstruo siguió mirándola durante varios segundos más. Al final pareció satisfecho con la respuesta de Chesca y se giró a un lado y a otro, buscando alrededor algo con lo que romper el candado. Vio un viejo armario de metal y se acercó a él, abriendo una de las puertas oxidadas. 
Dentro había una enorme telaraña cubriendo el interior.
El monstruo retrocedió y Chesca oyó un gruñido de asco y sorpresa.
«Se ha asustado».
—Tú —dijo Rusky señalando a Francesca—. Coge eso.
La chica se acercó y vio que las estanterías de metal estaban cargadas con diversos objetos, entre ellos algunas herramientas oxidadas. El monstruo estaba apuntando a una pequeña maza de hierro llena de polvo y rodeada de bichos muertos.
Chesca tuvo que meter la mano en la telaraña para cogerla.
«Ahora, Chica Láser, rómpele la cara con la maza. Machácalo».
Pero no podía. Sabía que el monstruo era demasiado fuerte para ella. Le tendió la maza y el monstruo solo necesitó tres golpes para romper el candado con una sola mano. Al tercer golpe el mango de madera, viejo y astillado, se partió y la cabeza de hierro cayó al suelo, junto con el candado.
—Tú primero —le dijo a Chesca.
La chica obedeció y pasó dentro de la sala; estaba oscura, aunque la luz que entraba por la puerta era suficiente para poder ver el interior. Eran cuatro paredes sin ventanas y con el piso lleno de polvo, papeles viejos y cagadas de ratones. Los muros estaban cubiertos de tuberías de diversos tamaños y en un rincón había una especie de bomba gigantesca. En el centro de la sala estaba la tapadera de hierro, redonda y con un pequeño agujero en el centro.
—¿Dónde? —la voz del monstruo volvió a asustarla. Allí dentro había un poco de reverberación.
—Allá —señaló la tapadera—. Lo tiré allí.
El monstruo se acercó a ella y le puso a Quino en sus brazos. Francesca no lo esperaba y su corazón dejó de latir durante dos segundos. Luego abrazó a su hijo y las rodillas le fallaron. Se dejó caer al sucio suelo, llorando y estrujando al bebé contra su cuerpo, sin importarle el dolor de la costilla rota y el pulmón herido, tosiendo y sollozando desconsoladamente con los ojos cerrados, abrazada a Quino.
El monstruo se inclinó sobre ella y extendió una mano para quitarle la navaja que tenía escondida detrás del pantalón.
—Esto no lo vas a necesitar.
Francesca se quedó mirando a Rusky con los ojos muy abiertos. La sangre abandonó su cara y un sudor frío recorrió su espalda.
«El cabrón lo sabía. Sabía que la tenía y me ha dejado llevarla todo este tiempo».
—¿Recuerdas lo que te dije sobre lo que pasaría si intentabas jugármela?
Francesca no dijo nada, pero una lágrima rodó por su mejilla.
El monstruo la miró en silencio varios segundos y Chesca no podía ver qué había detrás de esos ojos muertos de pescado. Al cabo de un rato el monstruo se giró y le dio la espalda a la chica para encaminarse hacia el centro de la sala, hasta el pozo.
Rusky levantó la tapadera con una facilidad pasmosa, con una sola mano, introduciendo dos enormes dedos en el agujero y tirando de la tapa. El hueco era lo suficientemente grande como para que cupiese un hombre fornido como él. Se puso de rodillas para mirar el interior, pero estaba muy oscuro. No se veía el fondo. En un lado del pozo había una serie de peldaños de hierro, oxidados y podridos, pero sólo llegaban hasta la mitad.
—¿La escala no llega hasta el fond…?
La cabeza de hierro de la maza le golpeó en la nuca y el voluminoso cuerpo del checheno se tambaleó y cayó a un lado con un gruñido. Chesca recogió de nuevo la maza del suelo y se acercó a él para asestarle otro golpe a bocajarro, sin apuntar a ningún sitio en particular. El pequeño bloque de hierro oxidado cayó sobre la cara de Frankenstein, justo en la sien derecha, que se abrió dejando una profunda herida. Rusky gimió y su cabeza golpeó el suelo. La maza de hierro fue a parar dentro del agujero.
El monstruo seguía moviéndose en el piso, gruñendo débilmente y agitando las manos en un estado de semi-inconsciencia.
Francesca intentó moverlo para empujarlo dentro del pozo, pero era imposible, él pesaba demasiado y ella simplemente no tenía fuerzas. Durante unos preciosísimos segundos Chesca se detuvo a pensar qué hacer a continuación, buscando desesperada con la vista algún objeto que pudiera usar como arma. Rusky comenzó a mover las piernas, intentando incorporarse.
«Las papelinas. Él me quitó las papelinas y mi móvil».
Chesca, arrodillada junto al monstruo, le registró los bolsillos con unas manos aquejadas por un temblor espantoso. En los bolsillos delanteros no tenía nada, excepto las llaves del Mercedes, pero Chesca no sabía conducir. Luego consiguió levantar lo suficiente un lado del cuerpo como para poder meter la mano debajo y tantear los bolsillos traseros. En uno de ellos encontró el móvil. Se alejó de Rusky a rastras y mientras marcaba el teléfono de la policía sintió un dolor en el pecho atroz, intensísimo.
«La costilla. Se ha movido».
Sufrió un ataque de tos y vio horrorizada cómo la pantalla del teléfono se llenaba de sangre, muy oscura.
Entonces recordó la conversación que ese monstruo tuvo en el coche con aquel hombre.
«De la policía. Era de la policía. No puedo fiarme de ellos».
Asustada, confusa y llena de dolor, Francesca dudó demasiado tiempo. Rusky comenzó a moverse, incorporándose lentamente. Francesca, aterrorizada, sin saber qué hacer, pulsó el icono de rellamada y el teléfono marcó el último número con el que estuvo hablando: el de Noelia. No esperó a oír el tono de llamada, simplemente comenzó a gritar por el móvil sin saber si había alguien al otro lado, presa de un pánico atroz y llorando entre toses sanguinolentas. Desesperada, no pudo ordenar sus ideas y solamente pudo gritar una frase inconexa sin sentido.
—¡¡TITA NOE, ESTOY EN LA FABRIQUILLA Y EL PAQUETE ESTÁ CON NICO!! ¡¡TITA NOE, NICO LO TIENE, LO TIENE NICO, ME HA MATADO EN LA QUILLA, TITA NOE, TITA NOE…!!
Una mano enorme la agarró de la camiseta.
«Quizás ella pueda usar la droga para cambiarla por mi hijo».
Fue su último pensamiento antes de que Rusky perdiera el control y la tirase dentro del pozo.

45.

Noelia.

En la sala de seguridad le trataron las heridas, aplicándole hielo en la mejilla y desinfectando el corte de la oreja. Le dolía muchísimo la cara y la notaba hinchada y entumecida, como si hubiera masticado una caja entera de aspirinas. Podía oír los gritos e insultos de Bertín en una sala contigua y aún no podía creer que ese hombre fuese su marido.
«Más de diez años con él y nunca sospeché que tuviera toda esa rabia dentro».
«¿Seguro que nunca lo sospechaste?».
Noelia no quería oír a esa voz. Esa voz quería decirle que en el fondo ella detectó esa parte violenta de Bertín y que le atraía. Que esa violencia era el contrapunto a su deseo de sensualidad femenina, aunque él nunca mostró esa brutalidad con ella, probablemente por estar cohibido ante la superioridad intelectual de Noelia.
«Basta. No quiero seguir por ahí, ¿también voy a ser yo la responsable de la inhibición de Bertín? Estoy harta de cargar con las mierdas de los demás».
Uno de los policías les estuvo preguntando a ella y a Carlos sobre lo sucedido, ambos pudieron convencerlo de que él solo actuó en defensa propia, aunque los testimonios de los agentes de seguridad que presenciaron el ataque tuvieron más peso en su defensa.
Bertín, en cambio, lo tenía más jodido. Había atacado a un par de agentes y los policías vieron en seguida que era el más peligroso y alterado de los tres, además, se le notaba a la legua que estaba colocadísimo. Cuando llegó la ambulancia los de urgencias terminaron de tratarles las heridas y a ella la pusieron en una camilla para llevarla al hospital, para examinarla y hacerle unas placas. Ella insistió en que no era necesario, pero Carlos, que la estuvo acompañando en todo momento, prácticamente la obligó a que subiese al vehículo.
A Bertín se lo llevaron más tarde en una «lechera» de la policía nacional.
Carlos tenía un feo corte en la mejilla y uno de los ojos se le estaba poniendo morado. Durante el trayecto en la ambulancia estuvo sujetando un paquete de hielo contra su cara y cuando habló su voz sonó apagada, filtrada a través de la bolsa.
—No puedo decir que haya sido un placer conocer a tu marido.
Noelia quiso sonreír, pero le dolía demasiado.
—Lo siento, Carlos. No sé qué le ha pasado. Él no es así. Es la primera vez que le veo comportarse de esa manera.
Carlos le tomó de la mano, acariciando con las yemas las callosidades que Noelia tenía en los dedos.
«El trabajo de jardinería en el parque está destrozando mis manos. Dentro de un par de años parecerán las de un albañil».
Pero a Carlos no parecía importarle.
La chica que les acompañaba en la parte trasera de la ambulancia tenía puesto unos auriculares conectados a su teléfono y no parecía prestarles atención.
«Tengo que decírselo ahora. No puedo esperar más. Carlos debió de escuchar a Bertín y no puedo dejar que empiece a hacer suposiciones. Tiene que saber la verdad cuanto antes».
—Carlos, ¿oíste a Bertín? Las cosas que me dijo, ya sabes… 
—Claro, como para no oírlo. No te preocupes, ese bestia solo quería hacerte daño. No le presté atención, aunque no pude soportar oír como te insultaba y tuve que responder —le besó la mano—. Soy todo un caballero —dijo con sorna.
—Era verdad. Las cosas que dijo, son ciertas.
Carlos parpadeó un par de veces, sin dejar de sonreír.
—¿Qué? 
Noelia se incorporó y torció el gesto al sentir un ramalazo de dolor en la espalda.
«Creo que también me he dañado algún disco al caerme».
—Carlos, lo que él dijo sobre otras mujeres, ya sabes… lo de lesbiana.
Carlos miró a la chica de la ambulancia y luego a Noelia.
—No te entiendo.
Noelia le apretó la mano.
—Me acuesto con mujeres. Me gustan. Me gustan las chicas, me gustan al igual que los hombres.
Carlos la miró atentamente.
—Eso… Eso no es malo. Quiero decir… que eso no es un problema. Bueno, al menos no debería serlo.
—Sí, tienes razón, pero el problema… —Noelia rectificó—. Mi problema, es que soy demasiado activa. Yo… Yo no te he sido fiel —Carlos comenzó a protestar y Noelia le puso una mano en los labios—. Déjame que lo explique, por favor. No hemos hablado de lo nuestro, y sé que ambos nos atraemos y nos gustamos más allá de lo físico. Yo te quiero, Carlos, y tú a mi, lo sé. Por eso… por eso siento que de alguna manera te he engañado.
—No digas eso, Noelia. No tenemos ningún vínculo, si tú has estado con… otras personas, yo no lo veo mal.
«¡¿Qué!? ¿Cómo que no tenemos ningún vínculo?!».
Noelia le soltó la mano.
—¿No tenemos ningún vínculo?
—Bueno, no estamos comprometidos ni nada por el estilo. Somos adultos y nos llevamos bien, nos acostamos y disfrutamos de nuestra compañía, pero… supongo que la libertad sexual aún es una opción entre nosotros.
—¿Así es como ves lo nuestro, Carlos? ¿Como una relación de follamigos?.
—No… sí… bueno, ¡no lo sé! Has sido tú la que dices que te has estado acostando con… otras personas.
—¿Otras personas? —Noelia se incorporó en la camilla y se sentó para enfrentarse a Carlos. La chica de la ambulancia se quitó los auriculares y le pidió que se acostase de nuevo, pero Noelia alzó una mano delante de su cara y se dirigió a ella con cara de pocos amigos—: Tú no te metas, guapa. Ponte esa mierda en las orejas y sigue con lo tuyo.
La chica miró a Carlos buscando apoyo, pero como no lo encontró se encogió de hombros e hizo exactamente lo que le pedía esa tía loca. Noelia se volvió hacia Carlos.
—¿Dices que me he acostado con otras personas? Sí, una de ellas era mi marido, el mismo que me acaba de partir la cara. ¿Sabes por qué me la ha roto? Porque me ha visto por segunda vez contigo. Sí, no me mires así. Esta mañana me ha dicho que sabe lo nuestro desde hace tiempo porque nos vio juntos una vez. Creo que esta mañana no me pegó porque no estaba lo suficientemente colocado.
—Noelia…
—Me puso un detective —Noelia alzó los brazos—. ¡Un detective!, ¿puedes creerlo? 
—Por favor, no me malinterpre…
—¿Quieres un vínculo? —lo interrumpió, enojada—. ¿Qué te parece que le hayamos estado poniendo los cuernos a mi marido durante meses? ¡¿Qué te parece dejar que mi matrimonio, que hace más de un año que se está yendo a la mierda, termine de romperse por acostarme contigo en lugar de intentar arreglarlo?! ¡¿Te parece suficiente vínculo?!
«Mierda de lágrimas, no quiero llorar, joder».
Pero no podía evitarlo. Carlos intentó tomarle la mano de nuevo, pero ella se la golpeó.
—No me toques. 
—¡No estas siendo justa! Yo nunca te… 
—¿Justa? —Noelia agitó la cabeza, negando—. ¡Hombres! Estoy harta de vuestro sentido de la justicia, harta de vuestro complejo de Edipo y harta de vuestra puta fijación por los pechos! ¡Estoy hasta el coño de hombres!
—¡Nunca te he sido infiel!
—¡Me importa una mierda, Carlos! Estoy hasta el coño de ti. ¡Estoy harta de ser tu puñetero trapo para que puedas secarte las lágrimas cada vez que tengas una crisis y no tengas a nadie al lado para consolarte! ¡Estoy harta de que no seas capaz de gestionar el dolor que sientes por la desaparición de tu hija y que lo proyectes contra ti mismo, bebiendo y haciendo que la gente que te ama sufra por ti! Joder, Carlos, ¡deja de ser un borracho de mierda y sé un hombre y afronta la muerte de tu hija de una puta vez!
Ambos se miraron a los ojos durante casi un minuto en silencio, jadeando y rumiando lo que acababan de decirse. Al final ella volvió a tumbarse en la camilla, colocando un brazo sobre su rostro, llorando.
—Lo siento —dijo entre sollozos—, lo siento.
Carlos negó con la cabeza.
—No. Tienes razón. Debería pasar página, olvidar todo el asunto de María y dejar de castigarme. En el fondo creo que me hago daño solo para que los demás también sufran conmigo.
Noelia se apartó el brazo de la cara y le miró con los ojos enrojecidos.
—La amabas demasiado Carlos, la amabas tanto que aún sigues guardando dentro de ti todo ese amor, esperando el día en el que puedas dárselo de nuevo… pero ese día nunca llegará, Carlos. Ella ya no está.
Él se frotó los ojos.
—¿No es esa la obligación de los padres? ¿Amar sin condición a sus hijos hasta el final?
La ambulancia se detuvo y Noelia quiso decirle que el amor por obligación no es amor, pero las puertas se abrieron y los chicos de urgencias los llevaron al interior del hospital, separándolos.
Mientras le hacían las placas del cráneo se preguntó dónde estarían Francesca y Quino.
«Tan solo espero que realmente haya robado esas joyas. No soportaría la idea de que les hayan secuestrado de verdad o de que alguien les haya hecho daño».

continuará...

©2020 Kain Orange