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viernes, 2 de abril de 2021

ESPERMA (13)

 13.

MAGDALENA


Magdalena no era muy agraciada (de hecho era un poquillo fea), pero en su personalidad no entraba la auto compasión y en reglas generales su físico le importaba un bledo. De lo único que se quejaba muchas veces con su amiga Carla era de sus tetas.

Tenía unas tetas muy pequeñas, algo chafadas y caídas, como dos higos secos. En cierto modo sus exigüos pechos no desentonaban con el resto de su físico, ya que Magdalena era una chica extremadamente delgada, y esas dos «pellejas» (como ella las llamaba) armonizaban con sus costillas marcadas, los brazos delgados como palillos y sus patas de gallina.

Era muy pelirroja y su melena era una selva de grandes rizos que caían en bucles alrededor de una cara plagada de pecas cuya nariz, respingona y elevada, mostraba las dos fosas nasales como un pequeño cerdito; además, tenía una dentadura de grandes encías y con unas paletas sobresalientes que le daban a su rostro un aspecto conejil. Era miope y usaba gafas con mucha graduación.

También tenía el culo plano.

Pero todo eso a ella le daba igual (excepto sus pellejas) y estaba plenamente convencida de que su aspecto era tan atractivo como la de cualquier supermodelo, prueba de ello eran los tres amantes ocasionales que había tenido hasta entonces. Lo cierto era que esos «amantes» habían sido chicos desesperados que habían salido a ligar y no encontraron nada mejor al final de la noche que a la aún más desesperada Lena, proporcionándole a la pobre chica unas fugaces e insatisfactorias experiencias.

Pero todo eso iba a cambiar muy pronto, ya que Magdalena por fin había conseguido conquistar al hombre de sus sueños.

Llevaba mucho, muchísimo tiempo tratando de atraer y conquistar a ese hombre.

Al principió comenzó echándole miraditas, riéndole las gracias y tocándole la rodilla o el brazo mientras conversaban. Cuando tuvieron más confianza su relación se hizo más familiar y amistosa, lo que dio lugar a paternales abrazos y besos en las mejillas que ella aprovechaba para sobar a conciencia el cuerpo de ese hombre. 

Después dio un paso más allá y acudía a su presencia con ropa provocativa: diminutas minifaldas que mostraban unos muslos blancos como la leche y llenos de tendones; vestidos ajustados que acentuaban su extrema delgadez; escotes amplios que resaltaban sus afiladas clavículas y que mostraban el borde de unos sujetadores con demasiado relleno…

Prácticamente usó casi todos los recursos que las mujeres tan bien saben aprovechar para atraer a un hombre, aunque durante mucho tiempo no pareció tener resultado alguno… hasta que al fin, varias semanas atrás, consiguió que cayera entre sus brazos.

Tan solo había dos problemas: estaba casado y se trataba de Gabriel, el padre de Carla.


GABRIEL


Puede que Gabriel, con su aspecto desgarbado y su apariencia de profesor casposo, no pareciera muy atractivo a los ojos de una joven estudiante, pero Magdalena y Carla habían sido amigas desde la más tierna infancia y Lena siempre vio a Gabriel desde la perspectiva de una niña pequeña: un hombre muy alto, rubio y de ojos azules; un padre de familia que tenía un trabajo importante; un hombre inteligente y sereno, maduro.

Naturalmente, a los ojos de la pequeña Magdalena, el resto de atributos físicos de Gabriel tan solo reforzaban su atractiva personalidad, añadiéndole un toque de entrañable excentricidad: la calva incipiente con su ridículo flequillo flotando al viento; la barriguita de aspecto fofo que asomaba sobre el cinturón; las espantosas gafas pasadas de moda; su modo de andar torpe y desmañado…

O puede que Magdalena, que no tenía padre, padeciera una especie de Complejo de Electra proyectado en la figura paternal de Gabriel, sintiéndose atraída por él desde niña y desarrollando una filia hacia los hombres maduros en general y hacía Gabriel en particular; una romántica e inocente atracción que pasó a ser deseo sexual tras el paso de la pubertad.

Naturalmente, al principio Gabriel no se percató de las atenciones de esa niña pelirroja tan extravagante y cariñosa, y pronto se acostumbró a verla casi a diario en casa jugando con su hija, tomándola como una más de la familia, una especie de sobrina.

Más adelante, cuando la chica creció y completó su desarrollo, a Gabriel se le hizo evidente que esas atenciones tan cariñosas a veces eran demasiado afectivas, así que trataba de poner distancia, adoptando una postura más seria y menos receptiva, puesto que él era un hombre casado y respetuoso con las mujeres (o así se veía a sí mismo).

El problema era precisamente que él era un hombre, y no precisamente de piedra.

Cuando Magdalena, más crecida, comenzó a salir de fiesta, andando con chicos, bebiendo, bailando y todo eso que hacen las jóvenes a determinada edad, su actitud hacía él se hizo aún más atrevida y Gabriel no pudo evitar sentirse halagado y bajar un poco el escudo que había levantado ante ella.

Era un hombre al que nunca le gustaron las demostraciones y los alardes físicos. Jamás fue a un gimnasio y nunca practicó un deporte de forma asidua. No se preocupaba demasiado por su aspecto y prefería ejercitar su intelecto, siendo un apasionado del arte y la literatura. Él sabía que no tenía el atractivo físico de los jóvenes y atléticos muchachos de la edad de Carla o Lena, con lo cual se sintió halagado por esas atenciones tan cariñosas de la chica. 

Así que a veces, cuando Magdalena estaba en casa de visita y se sentaban juntos a comer, Gabriel no ponía reparos si la chica, sentada a su lado, dejaba caer la mano sobre su muslo y se lo acariciaba de forma distraída mientras reían por algún chiste.

También dejó de escandalizarse cuando la chica empezó a visitarles sin sujetador, con esas pequeñas tetas meneándose libres bajo la ropa, o aún peor, cuando llevaba unas ligeras camisetas de tirantes sin nada debajo y Gabriel le podía ver sin ningún problema los pezones y las areolas por el escote o el lateral de la prenda.

En un par de memorables ocasiones el padre de Carla vio que Magdalena había prescindido de usar bragas debajo del vestido, sentándose frente a él con las piernas abiertas de forma aparentemente casual, enseñándole un hinchado bulto de labios rugosos bajo una mata de pelos anaranjados.

Poco a poco Gabriel se envalentonó, dejándose querer y aceptando el juego que la chica le ofrecía, deslizando una mano distraída por aquí o un inocente pellizco por allá. Pero en seguida se sentía culpable y avergonzado, pues no podía dejar de pensar en que él era un hombre casado y esa chica la mejor amiga de su hija.

Lo peor de todo fue que con el paso del tiempo Gabriel llegó a encariñarse con Magdalena. No era algo físico, puesto que él mismo no daba mucha importancia a eso, si no a la personalidad que día tras día floreció en esa extravagante muchacha.

Era inteligente, despreocupada, amable, divertida…

Un día, tras hacer el amor con Rosa y mientras su pene se deslizaba fuera de la vagina de su mujer, se dio cuenta de que se había enamorado de Magdalena.

Cuando practicaba sexo con su esposa y cerraba los ojos, a su memoria llegaba el rostro plagado de pecas de Lena, con esa sonrisa blanquísima, con demasiados dientes quizás, pero sincera y alegre. Su voz atiplada, su hermosísimo cabello rizado, sus ojos verdes de mirada pícara, su nariz respingona cubierta de pecas…

Todo eso era lo que él veía cuando hacía el amor con su mujer.

También la veía en el trabajo si cerraba un momento los párpados para descansar los ojos; también veía el delgado y estilizado cuerpo de Magdalena poco antes de dormir, pero él la imaginaba desnuda, con la piel inmaculada, blanca como la leche; una náyade delgada y flexible como un junco, arqueada sobre el vientre de Gabriel, moviéndose en un dulce vaivén que los transportaba a sitios de donde nunca querrían regresar…

Pero él era un hombre casado y esa chica era la mejor amiga de su hija, así que nunca se atrevió a ir más allá.

Hasta hace unas semanas…

GABRIEL y MAGDALENA

Ocurrió en el cortijo que tenían los abuelos de Carla en Luégana. Lena había acudido muchas veces allí a lo largo de su vida, acompañando a su mejor amiga y a su familia desde pequeña, disfrutando de la vida campestre al aire libre, corriendo y jugando entre cañas, bancales de almendros y antiguas acequias desperdigadas entre barrancos y ramblas.

Allí Magdalena disfrutó de grandes comilonas y barbacoas al aire libre, de refrescante baños en la alberca tras la siesta, de largos paseos por el pueblo o tomando el sol adormecida por el sonido que la brisa arrancaba a los juncos y las cañizas que rodeaban el cortijo.

Hacía muchísimo tiempo que Lena no subía al pueblo con ellos, así que no dudó un instante en aceptar la invitación de Carla, sobre todo cuando supo que su padre Gabriel también iba a ir.

En los últimos meses apenas habían coincidido, y Lena echaba de menos a su platónico madurito. Le excitaba muchísimo ese juego de seducción no correspondido, especialmente desde que el último año Gabriel parecía haberse distanciado, evitando estar cerca de ella y rehuyendo los «accidentales» rozamientos y caricias que Magdalena le proporcionaba ocasionalmente en sus muestras de fraternal cariño.

En las comidas y reuniones familiares a la que era invitada, ella intentaba estar siempre cerca de él, esperando (o forzando) la oportunidad de quedar a solas, pero cuando esto sucedía, Gabriel se escabullía, siempre con una sonrisa y una excusa a todas luces inventada.

Magdalena no lo sabía, pero la verdad era que Gabriel se había enamorado de ella y no podía soportar la tensión y la frustración de estar cerca suya sabiendo que no podía (no debía) dar rienda suelta a sus sentimientos.


*


El metabolismo del cuerpo de Magdalena, tan delgado y flacucho, no tenía mucha tolerancia al alcohol, así que la joven no necesitó nada más que un vaso de vino durante la comida para embriagarse levemente. Como era costumbre, se trataba de una barbacoa al aire libre, en la parte de atrás del cortijo.

La vivienda era una solitaria estructura rodeada de campos de labranza, bancales de chumberas y un par de pequeños invernaderos. Los vecinos más próximos estaban a unos cinco kilómetros, en el propio pueblo de Luégana, al que se podía llegar dando un agradable paseo de pocos minutos. Era un lugar tranquilo y silencioso, ideal para las escapadas de fin de semana.

Tras la abundante comida la madre y los abuelos de Carla fueron al pueblo a visitar a algunos familiares y vecinos, quedando solamente en el cortijo Carla, Magdalena y Gabriel.

Carla no era tonta y desde hacía mucho tiempo había advertido el curioso juego que llevaba su amiga. Le parecía algo extravagante y en cierta medida gracioso. En el interín ella le llamaba «La Pervertida» y le gustaba bromear e incitar a Lena: «Mi padre no te quitaba el ojo de encima, ha estado mirándote el culo todo el rato —le decía bromeando—, como te agaches te viola».

Carla no le daba demasiada importancia a los juegos de seducción de Lena, y pensaba que tarde o temprano su amiga olvidaría a su padre; así que no se escandalizó cuando Magdalena, al ver que se iban a quedar ellos tres solos allí, le dijo a Carla:

—Hoy me ligo a tu padre.

Estaban en el salón del cortijo, recostadas en un sofá y comiendo un helado, dudando entre echar una siesta o bañarse en la alberca. Era mediodía y hacía muchísimo calor. Gabriel se encontraba fuera, en el porche, leyendo y dormitando al fresco.

—No te rías —dijo Lena dándole un ligera patada Carla—, que lo digo en serio, ¿eh?

—Adelante, todo tuyo, por mí no te cortes. ¡Mira! —Carla señaló a una ventana—, allí lo tienes, corre a por él.

Lena la ignoró y mordisqueó de forma distraída su helado.

—¿Te das cuenta de que si me casase con tu padre tú serías mi hijastra? —dijo Lena mirando hacia su amiga—. ¿Te lo imaginas?

—Si yo fuese tu hija me moriría de hambre porque no tendrías leche —le dijo pellizcándole una de sus pequeñas mamas.

—¡Ouch! Quita bicho —protestó Lena dando un manotazo. 

Ambas chicas iban ligeras de ropa. Carla era amante de los pantalones de deporte muy cortos y las camisetas holgadas. Lena, en cambio, llevaba un sencillo vestido amarillo que le llegaba por encima de las rodillas; ambas llevaban debajo un bikini de dos piezas.

—En serio, Lena, yo no sé que le ves a mi viejo.

—Pues que es alto, rubio, con los ojos azules… Además es muy listo y trabaja para el gobierno… —Lena le dio una larga chupada a su helado—, y es muy buena persona.

Carla negaba con la cabeza mientras reía, pensando por enésima vez que su amiga estaba como una chota.

—Si —admitió—, y también es un viejo medio calvo casado con mi madre.

—Todo el mundo tiene defectos —dijo Magdalena sin perder el humor.

Luego acabó su helado en dos grandes mordiscos y se miró el escote, recordando lo que había dicho Carla.

—¿Tú crees que por eso no le gusto a tu padre? ¿Por estas dos pellejas? —preguntó tocándose las tetas.

Carla suspiró.

—No empieces con eso, tía. Y no las llames así, te denigras.

—No, lo digo en serio, Carla. Mira el busto que tiene tu madre. Esta claro que a tu viejo le gustan grandes.

—A todos los hombres le gustan grandes. No te obsesiones con eso.

Carla remató su helado y se puso en pie.

—Hablando de tetas. ¿Vamos a la alberca?

Lena sonrió mostrando sus encías, toda llena de dientes blancos y con las paletas de conejo resaltando sobre sus labios rojos. Carla y ella habían hablado anteriormente de tomar el sol en topless, aprovechando que no estaban los abuelos. Para Lena era una oportunidad de acercar posiciones con Gabriel, y ya había fantaseado con la posibilidad de pedirle que le diera crema solar.

En su imaginación, había visualizado a una Carla dormida en el césped de la piscina mientras que ella y Gabriel, de pie, se daban crema mutuamente. Naturalmente ella no pondría ningún reparo en que el maduro y experimentado hombre le manoseara los pechos y le tocara el culo mientras le untaba crema.

Tomaron un par de toallas y salieron al porche.

Gabriel estaba dormido sobre una tumbona, sin camisa, con un viejo libro de bolsillo abierto sobre su enclenque pecho. Era un hombre muy alto y delgado, pero tenía una pequeña barriga de aspecto blando con algunos pelos rubios marcando una vereda que iba desde su ombligo hasta el pecho, donde se extendía en una pradera ensortijada, envolviendo sus tetillas de color rosa.

Su rostro estaba adornado con una leve pelusa rubia, pues llevaba unos días sin afeitar.

Tenía la piel blanca, aunque el sol del verano le había dado un color rosado tirando a rojo.

—Papá, hey —Carla le despertó con suavidad—, vamos a la piscina, a la alberca vieja. ¿Te vienes?

Gabriel guiñó los ojos y se quitó las gafas de lectura, mirando a las dos chicas alternativamente. El sol arrancaba destellos rojos y anaranjados al precioso cabello de Lena, nimbando sus rizos con una tenue aureola escarlata. El sencillo y escotado vestido de Lena dejaba al descubierto las clavículas, y por alguna razón a Gabriel le parecieron algo extremadamente erótico.

—¿No creéis que hace demasiado sol? —Gabriel, cuya piel era muy blanca, conocía bien los riesgos—. Deberíais esperar un par de horas más para que no os dé tan fuerte.

—Llevamos protección, Gabriel —dijo Lena enseñándole el bote de crema solar y pensando en su fantasía—, nos la pondremos por toooodo el cuerpo.

Carla puso los ojos en blanco al oír la chapucera insinuación de su amiga, aunque Gabriel no se dio por enterado.

—Creo que voy a pasar —dijo sonriendo y volviendo a ponerse las gafas—. Demasiado calor para mi, además, quiero terminar la novela.

Aquello era mentira, pues Gabriel ardía en deseos de acompañarlas. Deseaba con todas sus fuerzas ver el cuerpo de Magdalena semi desnudo, de contemplar su piel bajo la luz del día, de bañarse junto a ella, de tocarla y ser tocado… Y precisamente por eso no podía aceptar. No podría estar a su lado, con su insultante juventud cargada de erotismo y vitalidad, y sentir la impotencia de no poder gozar con libertad de las atenciones que, él estaba seguro de ello, Magdalena deseaba otorgarle.

«Le atraigo —pensó Gabriel—, no sé por qué, pero desde siempre ha sentido un apego especial hacia mí. Sé que quiere más, y yo estoy dispuesto a dárselo, pero… por Dios, tiene la edad de mi hija».

Y además estaba Rosa, su mujer.

—Tened cuidado con el sol —les volvió a recomendar mientras las chicas iban hacia la piscina—, no estéis mucho tiempo fuera de la sombra.

Magdalena se volvió y miró a Gabriel sin ocultar su decepción.

—¿Al menos vendrás más tarde a darte un baño?

—Es posible.

Magdalena sonrió y agitó el bote de loción de forma significativa. Luego acudió a la carrera tras Carla. Gabriel vio como el corto vuelo del vestido dejaba ver el bañador tapando dos huesudas nalgas.

Gabriel se acomodó en la tumbona y dejó el libro en el suelo, cerrando los ojos y fantaseando con Magdalena.

Qué fácil hubiera sido ir con ellas y meterse en el agua juntos. Sabía que Lena se aprovecharía de la situación y se acercaría a él, buscando el contacto físico, tal y como hacia siempre en casa cuando venía de visita. Pero esta vez ella solo iría cubierta por dos finos trozos de tela.

Entre juegos y chapuzones la chica se aprovecharía de él y él de ella. Debajo del agua abría choques, empujones, roces accidentales y caricias fortuitas en zonas delicadas e íntimas…

Gabriel fue imaginando situaciones cada vez más y más calientes, fantaseando con una Lena atrevida y desinhibida, pero tierna y virginal a la vez.

«Déjalo, Gabriel. No te tortures más».

Se levantó con decisión y resolvió dar un paseo para liberar tensiones hasta las cañizas de la Tomasa, tirando por la vera de la acequia vieja, un sendero que discurría por un antiguo riachuelo bordeado de altas cañas y juncos. En algunos puntos el agua se estancaba y creaba charcas y pozas de poca profundidad. A veces uno se encontraba con pequeños estanques refrescados y sombreados por los altos cañizares.

Fue primero a la piscina para avisar a las dos chicas a dónde iba. Cuando llegó vio que las dos muchachas estaban con los pechos al aire. Los de su hija eran pequeños, pero pudo apreciar que estaban muy bien formados: dos cúpulas perfectas con una diminuta lenteja en el centro de una pequeña areola rosa.

Los senos de Lena, tal y como Gabriel había vislumbrado en alguna ocasión, eran diminutos, dos pequeñas bolsas con unos pezones muy gordos y unas abultadas areolas que abarcaban casi toda la mama. Los pezones y las areolas eran de un color rosado intenso, casi rojo.

Gabriel pudo ver la extrema delgadez de la chica en las visibles costillas y las afiladas caderas. Que él supiera no era anoréxica, pues la había visto comer de todo y en abundancia. Incluso alguna vez le preguntó a Carla, pero ella le aseguró que no, que simplemente ella era así.

El hombre comenzó a notar el comienzo de una erección, así que carraspeó en voz alta para avisar de su presencia. Carla se incorporó un poco, tapándose ligeramente los pechos con el brazo.

Magdalena, en cambio, se puso de pie y Gabriel vio como esos dos pequeños senos vibraban en el aire.

—¡Pasa Gabriel! —invitó la chica con alegría.

—No…, gracias. Venía para deciros que voy a dar una vuelta. Iré por donde la acequia vieja, ya sabéis, para las pozas.

Lena hizo un mohín sin ocultar su decepción y volvió a tumbarse. Carla se despidió con un simple «vale».

Gabriel echó a caminar vestido con un pantalón corto de lino y una camisa blanca de manga corta. También se puso un gorro de pescador para protegerse del sol. Durante el paseo hasta el arroyo intentó no pensar en lo que había visto, pero antes de salir de los terrenos del cortijo ya estaba tan empalmado que sabía que se masturbaría entre las cañas antes de llegar a las pozas.


MAGDALENA


—¿Lo ves? —dijo Magdalena con tristeza—. Son mis pellejas, que le dan asco. En cuanto las ha visto ha salido corriendo.

—Tú sí que me estás dando asco —dijo Carla bromeando—. Deja ya de perseguir a mi viejo o te denuncio por acoso.

—Tú eres mi mejor amiga —Lena se incorporó sobre un codo para mirar a Carla, que seguía tumbada al sol con los ojos cerrados—. Eres mi más mejor amiga así que quiero que me respondas con sinceridad a una pregunta.

—No —dijo la otra inmediatamente.

Magdalena la ignoró y continuó:

—Si tu padre y yo llegáramos a enrollarnos ¿tú seguirías siendo mi amiga?

Carla giró la cabeza y puso un brazo sobre su rostro para hacerse sombra mientras miraba a Lena. El sol estaba pegando fuerte y Carla vio que la pecosa cara de su amiga estaba enrojecida y cubierta de sudor. También se fijó en que lo estaba preguntando en serio.

—No lo sé… —dijo tras pensarlo detenidamente—, creo que sí, que seguiría siendo tu amiga. Probablemente te odiaría (os odiaría) durante un tiempo, pero al final creo que lo aceptaría. Quiero decir que papá es… bueno, papá es papá, pero también es un hombre… ¿No? A ver, si mis padres se separasen y mi viejo se buscase un novia, y esa novia fueses tú, pues no me molestaría. No sé… imagino que aquí el problema es mamá. Creo que si no estuvieran casados no me importaría mucho lo vuestro, pero estando mi madre… Yo lo sentiría como una falta de respeto hacía ella, no sé… Ella te quiere mucho, ¿sabes? 

Magdalena no dijo nada y siguió mirando a su amiga un rato, admirando y envidiando los bonitos pechos de Carla. Luego volvió a tumbarse.

—Ay —suspiró—, ¿por qué no nos hemos echado un novio como Dios manda, Carla?

—Pues porque tú eres una pervertida acosadora de padres y yo…

Carla se interrumpió y dejó la frase en el aire.

Pero Magdalena sabía la razón por la que su amiga no deseaba entablar una relación.

—¿Se lo dijiste a alguien más? —susurró Magdalena.

—No —atajó Carla.

—Deberías hacerlo. Deberíamos haberlo hecho.

—¡No! Aquello pasó hace casi un año. No hace falta remover más la mierda, ¿vale?

—No se trata de ti, Carla, se trata de él y de lo que puede llegar a hacer. La gente debería saber cómo es Miguel de verdad.

—¡No quiero hablar de él! ¡¿Vale!? Lo que pasó, pasó. Punto.

Lena se incorporó y miró a su amiga con intensidad.

—No podemos dejarlo así, Carla. Casi te mata y… 

—Eso no es cierto —interrumpió Carla negando con la cabeza, aún tumbada sobre la toalla.

—¿Que no? ¿Como puedes decir eso? Si yo no llego a estar ahí él podría…

—¡Joder, que no quiero hablar de eso y se acabó! ¡No quiero! ¿Vale? ¡Déjame en paz!

Magdalena miró fijamente a su amiga durante unos segundos hasta que se levantó.

—Tú ganas —le dijo con evidente enfado—, ya te dejo en paz, cuando tengas ganas de hablar de ello me avisas.

Luego se puso el vestido a toda prisa, dejando el sostén del bikini y las gafas olvidadas en el césped; se calzó y salió del recinto de la piscina sin mirar atrás.

Salió de los terrenos del cortijo buscando la vereda que llevaba a las cañizas de la acequia vieja, caminando deprisa tras los pasos de Gabriel. El enojo se le pasó muy rápido, dando paso al arrepentimiento por haber dejado a su amiga sola.


CONTINUARÁ…

Esperma 14

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