Buscar este blog

jueves, 29 de septiembre de 2011

Móvil


Un colgajo de esperma cuelga del pene de su marido desde el glande hasta el flequillo pelirrojo de su secretaria. La pelirroja sonríe con la boca llena de semen,  mirando a la cámara con una expresión bobalicona en su mirada: Florencia nunca destacó por su inteligencia. Pedro había tomado la foto desde arriba, con la vista clavada en el objetivo, sonriendo con esa expresión de prepotencia que tan bien conocía Marta mientras se sujetaba el pene sobre el rostro de su secretaria, la mamadora de penes casados. Marta reconoció los muebles que ella misma escogió para decorar la oficina de su esposo Pedro.

Contempla la imagen del móvil y no siente ninguna de esas cosas que se suponen que debería sentir: odio, celos, rabia… nada. No siente nada.

Marta ya suponía que su marido le ponía los cuernos con Florencia. También intuía que había otras, pero esto… Era un tópico tan manido que era como un mal chiste: “secretaria pelirroja tetuda se folla en la oficina al jefe para aliviar su stress”; pero siempre mantuvo la débil esperanza de que sólo fuese un prejuicio infundado, aunque en el fondo de su corazón sabía que se estaba engañando a sí misma. Ahora que tenía la certeza y la prueba de la infidelidad sólo sentía… alivio; alivio al no tener que dudar ni aparentar más: años de sospechas y de dudas, de permisibilidad y de guardar apariencias mientras otros y otras cuchicheaban y se reían a su espalda…

Pero nada de eso le importaba ahora.

Lo que comenzó a enervarle la sangre poco a poco fue recordar los años de insatisfacción; las noches en las que ella tenía que terminar a solas en el baño o las negativas de su marido a la hora de experimentar o de aceptar nuevos retos en la cama. También recordó a todos aquellos que se le ofrecieron a lo largo de su vida de casada: galanes y pícaros que la miraban con ojos llenos de lascivia y con los que ella fantaseaba en la soledad de su hogar. Hombres jóvenes y bellos, hombres maduros y apuestos, todos ellos la habían deseado y admirado y ella los rechazó por respeto a su esposo. Por un respeto hacia a un hombre que jamás la había respetado a ella.

Marta sintió un dolor agudo en la mano: había estado apretando el puño con tanta fuerza que se había clavado las uñas.

Con un suspiro tecleó en la pantalla del móvil para reenviarse la fotografía a su propio correo. Apagó el teléfono y lo dejó otra vez en el bolsillo de la chaqueta, donde lo había encontrado encendido. Tomó su propio móvil y llamó a la oficina de Pedro. Florencia se puso al otro lado. Marta estuvo a punto de decirle un par de frases afiladas, pero enseguida decidió que no valdría la pena: Florencia no tenía la suficiente destreza mental  ni la sofisticación necesaria para poder leer entre líneas sus mensajes envenenados. Así que simplemente le pidió que le dijese a Pedro que su móvil estaba en casa, que no lo buscase más.

—No, Florencia, no puedo ir a llevárselo. Tengo cita con el dentista —mintió ella.

Colgó el teléfono, se duchó, lloró un poco y tomó una decisión; se vistió, hizo el equipaje y se largó de casa.

*

—¡Marta! ¿Estás en casa?

Pedro tenía el pulso acelerado. Se había pasado todo el día con la cabeza pensando en el puto móvil desde que Florencia le dijo que su mujer lo había encontrado en casa. Esa zorra estúpida de Florencia le mandó la foto a su teléfono personal en lugar de enviarlo al “otro”, el que usaba para contactar tanto con ella como con otras “amiguitas” que Pedro tenía. La muy idiota estaba cachonda y no se le ocurrió otra cosa mejor para decírselo que reenviándole la foto de aquella mamada que le hizo la semana pasada.

—¿Marta?

A esa hora ella ya debería estar en casa. ¿Dónde mierda estaba la vaca de su mujer? Encontró la chaqueta y comprobó aliviado que el móvil estaba apagado. Marta no conocía la clave para encenderlo. Lo activó y buscó la foto. Al ver la cara de Florencia manchada con su propio semen sintió un espasmo en la polla. Le entraron muchas ganas de repetir esa escena. Mientras borraba la foto pensó en cómo castigar a Florencia por su desliz: buscaría a una de las putas con las que solía follar y se haría la misma foto para enviársela a su secretaria como castigo. Puede que incluso le obligase a que le hiciera una paja mientras miraban la foto… La mente calenturienta de Pedro se perdía en fantasías cuando de repente, en la pantalla, comenzaron a aparecer los avisos de mensajes nuevos.  Abrió el primero y vio que era una foto de una pareja desnuda. Sonrió pensando en Florencia y poco a poco la sonrisa se le fue desdibujando al ver la cara de la mujer.

Era su esposa Marta.

En la fotografía ella estaba apoyada en un sofá rojo, vestida con varios encajes de lencería. En los últimos años a Marta le habían crecido las curvas, haciendo su cuerpo más voluptuoso, especialmente las caderas y los muslos. En la foto estaba más voluptuosa que nunca gracias a que los encajes y las transparencias realzaban aquellas zonas especialmente erógenas. Apoyada en el sofá, exponía sus grandes y redondas nalgas abiertas a la cámara. Sus muslos bronceados, amplios y llenos de carne prieta, estaban encerrados en unas medias de malla de red que acababan en unos tacones de doce centímetros. Tenía las piernas separadas y del coño le asomaba lo que parecían ser unas bolas chinas de color rosa. Pedro observó que del ano de su mujer también sobresalía parte de un consolador.

Poco a poco la sangre abandonaba las venas de Pedro. La erección que había tenido al ver la foto de Florencia murió al instante cuando se fijó en el otro protagonista de la imagen.

Sentado al sofá en el que Marta se apoyaba había un hombre joven. La piel morena lanzaba destellos a causa del sudor de su cuerpo rasurado y fibroso. Pedro nunca había visto tanto músculo junto. El joven acariciaba la cabellera de su mujer mientras ésta miraba hacía atrás, hacia el objetivo de la cámara. El enorme falo del chico, un miembro de grandes proporciones, estaba siendo absorbido por la boca de su esposa. Ésta apretaba en una mano los testículos del joven, dos enormes pelotas de carnes morenas rasuradas y muy hermosas. Un chorrito de babas corría por la comisura de los labios de su mujer. El morenazo le estaba agarrando uno de los pechos con una sonrisa blanquísima dibujada en su cara angulosa de facciones cuadradas.

Pedro reconoció esa cara: era Alex, el encargado del gimnasio al que Marta acudía de vez en cuando desde que él le dijo que se estaba poniendo muy gorda. La sangre volvió a las venas de Pedro, esta vez de furia, al abrir el siguiente mensaje.

En esta imagen aparecía un nuevo protagonista. Un chico de piel negra le había sacado el consolador  a su mujer del culo y lo había sustituido por su miembro de ébano, un vástago de carne dura y aceitada del que le colgaban dos testículos de toro. En esta fotografía Marta se había sacado la verga de la boca para dedicarle a su marido doblemente cornudo una sonrisa de oreja a oreja. La sonrisa estaba llena de esperma: Alex acababa de eyacular copiosamente en la boca y en la cara de su esposa. Pedro intuía saber quién era el chico negro: Boniface, el negrito simpático que vendía arte étnico cerca de casa. En su oficina había un par de objetos comprados por su mujer.

Pedro no vio el resto de fotografías que iban llegando porque arrojó el móvil con rabia contra el suelo destrozándolo. Lo pateó y comenzó a saltar sobre los restos hecho una furia, maldiciendo a su esposa, a Florencia y a todas las mujeres que alguna vez han pisado este mundo a lo largo de la historia. En uno de los saltos perdió el equilibrio y cayó hacía atrás, rompiéndose un brazo y tres dedos.  No pudo llamar a urgencias porque su móvil personal estaba roto y el “otro” en la oficina. Mientras se retorcía de dolor se preguntaba quién sería el tercer hombre, el que hizo las fotografías. La parte morbosa de su mente también se preguntó  si en algún momento los tres estuvieron dentro de Marta al mismo tiempo.

 (Continuará)

martes, 27 de septiembre de 2011

Gente vulgar (2)


Luisa y yo entramos al local y buscamos a Rebeca y a Jaime entre el barullo de la gente; los vimos de pie en un rincón oscuro y apartado, con las copas preparadas encima de una mesa diminuta. La música estaba muy fuerte y las luces destellaban frenéticas siguiendo el ritmo que salía de los altavoces; el aire condicionado apenas podía disipar el calor de las personas que se agolpaban en la pista de baile y el ambiente cálido estaba cargado con el olor del alcohol, el sudor y las feromonas que despedían todos esos cuerpos. Yo iba caminando detrás de Luisa, con una mano sobre sus nalgas, dirigiéndola hasta nuestros compañeros de juerga. Cuando llegamos ella y Rebeca se cogieron de la mano y se largaron al baño. Yo agarré una copa y me puse a charlar con Jaime entre risas etílicas recordando el numerito del flan e intentando hacerme oír por encima de la música. También le expliqué la afición de esas dos a los meados, para que no le pillase por sorpresa. A Jaime no le pareció mal, aunque tampoco se entusiasmó demasiado.

Cuando llegaron, las chicas agarraron a Jaime y se lo llevaron a la pista de baile. Allí estuvieron un rato haciendo el tonto apretujados entre la gente, meneándose y restregándose. Rebeca se había encoñado con Jaime y le tenía unas ganas horribles; los lametones que le dio en el restaurante para limpiarle la polla le habían abierto el apetito y se le notaba que tenía muchas ganas de volver a meterse su tranca en la boca. Se ponía de espaldas a mi amigo, le pegaba el culo contra su paquete y se meneaba arriba y abajo, siguiendo el ritmo de la música. Luisa se pegó al mismo tiempo por detrás de Jaime, estrujando sus melones contra la espalda de mi colega. Él estaba encantado de estar en medio de esas dos viciosas, rodeado de carne caliente y sensual. Rebeca se puso a acariciarle el paquete y Luisa hizo lo mismo; Jaime, mientras sentía las manos de esas dos hembras acariciándole la polla por encima de la ropa, besaba a Rebeca con ganas, comiéndole la boca y la lengua con pasión, como un animal. Luisa no me quitaba ojo de encima.
             De pronto Jaime tomó a Rebeca de la cintura, agarró a Luisa de la mano y regresaron a nuestro rincón; al llegar me dijo al oído:
              —Tío, no lo aguanto más; hazme un favor y cúbreme.

             Se llevó a Rebeca a la pared de la esquina, le puso una mano en la nuca para que se agachase y se bajó la cremallera. Ella me miró sonriendo mientras le sacaba el rabo tieso y lleno venas por la bragueta. Tomé a Luisa del brazo y la coloqué como buenamente pude para cubrir a esos dos; ella se reía mientras me acariciaba el paquete y disfrutaba del espectáculo.

             Rebeca comenzó a limpiarle el requesón que se había quedado bajo el glande después del numerito del flan. Le estrujaba el tronco y tiraba de la piel hacia abajo para descubrir todo el capullo. Le pasaba la punta de la lengua por el borde del cipote y luego se lo metía entre los labios, chupándolo como si fuese una golosina. Al rato ella empezó a subir y a bajar la cabeza al ritmo de la música, chupándole el pijo con verdadero arte; su melena se balanceaba adelante y atrás; sus dedos brillaban y relucían con las luces de colores reflejadas en las babas que goteaban por la polla de Jaime. Éste aprovechaba los momentos de “subidón” de la música para enchufarle la verga en la garganta y dejársela allí metida hasta el momento de la explosión musical; entonces la sacaba toda llena de colgajos de saliva para volver a dejar que Rebeca se la chupase a su ritmo.

             Luisa estaba muy salida viendo todo eso y ni corta ni perezosa se acercó hasta ellos y se agachó para comerse una buena ración de polla. Yo me quedé allí solo intentando cubrirlos, confiando en que la oscuridad y la confusión de las luces nos ocultasen un poco, aunque en el fondo me importaba una mierda si alguien nos veía. 

             Rebeca le dejó sitio a Luisa y le puso el rabo lleno de babas en la barbilla. Luisa abrió la boca y se tragó toda esa carne hasta los cojones. Éstos eran exprimidos por Rebeca mientras le lamía los mofletes hinchados de polla a su amiga. Jaime se dedicó entonces a follarse a las dos por la boca, dándole rabo alternativamente a cada una de ellas hasta que se corrió en la garganta de Rebeca, echándole toda la lefa dentro. Las chicas se levantaron besándose y lamiéndose la cara entre ellas como dos gatitas. Después estuvimos bebiendo un poco más, toqueteandonos y besándonos hasta que Jaime dijo de largarnos para empezar la fiesta de verdad en mi casa.


En el taxi Jaime se puso delante y empezó a darle conversación al chófer con la mierda del fútbol y tonterías de esas. Yo me puse atrás, entre las dos chicas. No pararon de sobarme y darme besos en todo el trayecto y yo les correspondí con mucho gusto, comiéndome sus bocas y sus lenguas. Me importaba una mierda si Jaime se había corrido allí hacía un rato; a mí nunca me han atraído los hombres y jamás en mi vida me lo montaría con uno, pero tampoco era tan recatado y escrupuloso como para preocuparme por una chorrada como esa, máxime después de estar harto de comer coños meados y chupar ojetes de tías. Rebeca se empeñó en hacerme una paja pero yo no la dejé: le apartaba la mano de allí abajo cada dos por tres y ella ponía cara de niña mala y protestaba en mi oído:

—Ay, ya no me quieres. Eres malo. Déjame que te la toque un poco, anda…
—No.
—Vamos, Alfredo, déjame tocarla… hace mucho que no te la veo y la hecho de menos… —su aliento me acariciaba el oído; olía a alcohol y era muy cálido.

Me ponía la mano en el paquete y me apretaba el cipote con esos dedos delgados y largos que  ella tenía. Lo hacía muy, muy bien y yo tenía que esforzarme para no dejarme llevar.

—Estate quieta… ya te hartaras de vérmela —le decía mientras le chupaba la lengua.

Luisa no decía nada; se quedaba allí mirando cómo la rubia me sobaba mientras ella me metía la lengua en el otro oído y me besaba el cuello y la cara.


Cuando llegamos a casa nos pusimos cómodos en el salón, desnudándonos unos a otros, entre besos, lametones y alguna que otra nalgada. Yo me senté en el sofá y me puse a mirar como Jaime le daba por el culo a Rebeca mientras ella me chupaba la polla. Luisa se subió a mi lado y me puso su coño lleno de pelos en la cara para que me lo comiese. Yo metí la lengua dentro de esa mata peluda y le abrí los labios menores,  introduciendo la sinhueso hasta donde podía, probando el sabor fuerte a hembra que le salía de las entrañas fluyendo en un jugo resbaladizo y cremoso que apestaba a coño en celo. Yo lo chupaba todo con mucho gusto.

            Jaime le metía la polla por el ojete a la rubia muy despacito, disfrutando de esa estrechez y reservando energías. De vez en cuando le daba una embestida más fuerte y Rebeca se tragaba mi polla de golpe, golpeando el paladar o los dientes. Luisa se hartó de que le comiese el coño y se dejó caer, apartando a Rebeca y metiéndose mi polla en el coño hasta los cojones, restregándome sus tetazas por la cara. Yo me comía esas tetas con mucha fuerza, mordiéndole los pezones y tirando de ellos, absorbiendo y haciendo el vacio en mi boca con sus melones dentro. A ella le hacía daño y le encantaba.

             Jaime le sacó la polla a Rebeca y la apartó de en medio para metérsela a Luisa por el culo. Ella gimió encantada de la vida al sentir las dos pollas dentro de su cuerpo al mismo tiempo. Rebeca se dedicó a comernos los cojones, escupiéndolos y apretándolos con sus dedos largos y finos. Jaime comenzó a acelerar el ritmo, empujando el culo gordo de Luisa con tanto ímpetu que yo sentía como su cuerpo me estrujaba contra el sofá. Miré la cara de Luisa y vi que estaba gozando como una loca; no pude resistirme y le apreté los carrillos con mi mano, obligándola a que abriese los labios y que me chupase dos o tres dedos metidos a la fuerza dentro de su boca. A veces le daba una cachetada suave,  lo suficientemente fuerte como para escuchar el sonido de la palmada contra su mejilla. Se ponía como una perra:

             —¡Así! ¡SÍ! Folladme, cabrones... Auff…

             Al poco rato mi amigo aumentó el ritmo dándole por el culo muy rápido y muy fuerte. Yo no podía moverme, así que dejé que Jaime lo hiciera todo hasta que en una de las embestidas le estrelló los cojones y se corrió dentro. Rebeca acudió rápido y le sacó la polla: del culo comenzó a escaparse la lefa y ella puso la boca para recoger todo aquel esperma con la lengua, guardándose una parte dentro. Luego se levantó y besó a Luisa, regalándole el semen de su propia boca. Un goterón de saliva y esperma se le escurrió por la comisura de los labios y yo la recogí con un dedo, apretándole el pulgar por la cara hasta metérselo en la boca:
             —No te dejes nada fuera y cómetelo todo, cerda.

             Luisa me mordió el dedo y yo le di un azote en el culo.

             Jaime dijo que iba a mear y Luisa se sacó mi polla del coño para acompañarlo. Le dije que si iba a hacer alguna guarrada que la hiciera en la ducha.

             No me hizo ni puto caso.

 Decidí aprovechar que Rebeca tenía el ojete abierto por la enculada de Jaime para follármela por ahí un rato a lo bruto. Me levanté, le agarré de los pelos y le puse la cabeza sobre el sofá, obligándola a que se pusiera a cuatro patas. Le di una nalgada muy fuerte y le estrujé dos dedos en el ano de golpe. Lo tenia muy abierto y le metí otro más. Yo le escupía en el agujero y el salivazo me empapaba los dedos, lubricándome para meterlos más y más dentro. Con la otra mano le apretaba su cabeza contra el asiento, aplastando su mejilla contra la tapicera. Ella cerraba los ojos y abría mucho la boca, sin emitir ningún sonido, simplemente jadeando muy rápido. Le saqué los tres dedos del culo y se los metí en la boca para que los chupase. Mientras lo hacía le metí la polla por el culo. Gimió en mi mano y yo aproveché para abrirle la boca a la fuerza con una mano mientras le tiraba de los pelos con la otra. Le escupí varias veces en la cara sin dejar de follarme su culo caliente y viscoso.


—Hijo… de… puta…ah,ah,ah,ah… —jadeaba muy rápido.

Le saqué la polla del culo y le tiré de los pelos para obligarla a darse la vuelta encima del sofá. Le aplasté el cipote en el coño, apretándole la vulva y restregándole el carajo hinchado y pringoso por los labios hasta metérselo dentro de golpe. Levanté sus piernas y me las puse encima de los hombros, empujando con ganas, admirando la forma en la que sus pezones se movían frenéticos arriba y abajo. Ella me miraba con rabia, apretando los dientes, con los brazos arañando la tapicería por encima de su cabeza.

—¡Reviéntame el coño, cabrón!

Bajé una mano y le retorcí el clítoris, que lo tenía muy salido y gordo. Ella chilló y me clavó las uñas en el pecho, arañándome. Su vagina estaba inundada, repleta de una cremita aceitosa que me envolvía cada milímetro de mi polla, abrasándome con un calor líquido exquisito. Empujé todo lo que pude, me tiré encima de su cuerpo y me corrí dentro de su coño con un gruñido gutural. Ella cruzó las piernas detrás de mí, atenazándome con fuerza, obligándome a meterme aún más, aplastando mis huevos contra ella. Así nos quedamos un buen rato, enganchados, apestando a sudor y a sexo.

Unos minutos después salí de su interior y bajé para contemplar cómo le salía el esperma de la vagina mientras lo recogía con la lengua y con los dedos. Rebeca también se metía un dedo y lo remojaba allí durante un rato para luego chuparlo.

Del baño no dejaban de salir chapoteos, gemidos y grititos. Agarré a Rebeca del brazo y me la llevé allí.

Yo también tenía ganas de mear.

*** 



© Kain Orange


domingo, 25 de septiembre de 2011

Sofía crece (2)


Sofia crece

2

La mujer del parque

Sofía esperaba en la parada del autobús a Jaime con ansiedad. Había pasado una semana desde su encuentro con el hombre del parque y estaba pletórica, llena de una sexualidad y una vitalidad exultante. Una vez que había disipado sus temores y complejos sobre el físico de su sexo estaba decidida a entregarse en su totalidad a Jaime, el amor de su vida. Sus dedos habían estado toda la semana explorando y descubriendo todo un mundo nuevo de sensaciones, contemplándose frente al espejo de su cuarto con nuevos ojos. Por primera vez descubrió lo hermoso que era su cuerpo y la libertad que eso le producía le daba alas a su imaginación.

Soñaba con Jaime y fantaseaba al imaginar qué cara pondría cuando ella le permitiese acceder a su intimidad con total libertad, pero también soñaba con el rostro que él pondría cuando ella le diese placer. Esa idea siempre hacía que un calor le recorriera el bajo vientre y que su chochito se impregnase de fluidos. Soñaba con acariciar a Jaime, poner la mano sobre su pene y acercar la boquita; después ella le miraría a la cara y besaría su cosa, le pasaría la lengua y dejaría que entrase dentro de su boca. Sofía imaginaba la cara que pondría su novio cuando sintiese su labios cerrándose alrededor del sexo tieso y duro… y enseguida su almejita se inundaba y no podía evitar tocársela y restregársela con sus deditos.

Ahora, al fin, después de esperar tantos días, iba a poder realizar su sueño. Jaime regresaba de visitar a sus familiares y ella había decidido darle una sorpresa. Había faltado a clase para poder recibirle y se había maquillado y vestido especialmente para él con unas prendas muy sexys, enseñando piernas y escote. También había traído un par de preservativos,  aunque no estaba muy segura de si iba a necesitarlos, pues sólo había pensado en practicar sexo oral con Jaime…  De todas formas a Sofía no le importaría perder la virginidad en ese momento. No le dijo a Jaime que iba a la estación a recibirlo y estaba muy nerviosa, pensando e imaginando una y otra vez que cara pondría su chico cuando la viese tan sexy; pero seguramente no sería nada comparado con la cara que iba a poner cuando le dijese al oído que estaba preparada para dar y recibir sexo oral con él. Su rajita empezó a segregar jugos mientras dejaba volar la imaginación.

Una voz anunció la llegada del bus de Jaime y ella se levantó muy excitada. Corrió hasta el andén de embarque y esperó escondida tras una columna para sorprenderlo por detrás. El bus estacionó, abrió las puertas y los pasajeros comenzaron a salir. Jaime bajó del vehículo y Sofía se fijó en que estaba más moreno: le sentaba muy bien y estaba guapísimo. El chico se dirigió al compartimento inferior del bus para coger sus cosas y Sofía caminó hasta él para sorprenderlo. Una chica rubia se bajó del vehículo y besó a Jaime en los labios. Sofía se quedó quieta.

Jaime sostenía en una mano el equipaje y en la otra tenía la cintura estrecha y esbelta de la desconocida. La chica rubia era muy guapa, con un cuerpo delgado pero lleno de curvas voluptuosas. Sofía no pudo evitar fijarse en que tenía el pecho bastante más grande que el suyo. Se estaban dando la lengua de una forma… obscena. Era la única palabra que se le ocurrió a Sofía para describirlo. En ese momento supo sin ningún lugar a dudas que Jaime y la chica habían hecho el amor; era imposible no verlo. Jaime vio a Sofía con la lengua aún dentro de la boca de la chica. Sofía no supo que hacer ni que decir; lo que estaba viendo jamás se le habría pasado por la cabeza. Nunca. Era algo… ridículo… imposible. Se quedó allí quieta, con la cara muy colorada y la boca abierta hasta que comenzó a llorar.

Jaime soltó el equipaje y se dirigió hacía Sofía, pero ella, en cuanto vio que él se acercaba, se dio la vuelta y salió corriendo. Tropezó y cayó al suelo desgarrándose una de las medias y raspándose las rodillas. Al levantarse se golpeó la cabeza con una papelera arrojando todo el contenido por el suelo. El golpe en la cabeza le produjo una hinchazón que le duró varios días. Jaime la ayudó a levantarse y ella le propinó una patada en la espinilla, le insultó, le escupió y le volvió a dar otra patada, esta vez en los testículos; luego se largó de allí llorando a lágrima viva, cojeando y con una de sus manitas en la cabeza.

Durante varios días estuvo realmente enferma. Su estado anímico pasó de la lujuria y el deseo vital más explosivo… a la depresión más lúgubre y desoladora, y eso le pasó factura a su joven cuerpo. Jaime le dejó un millón de mensajes y llamadas, pero ella las rechazaba todas sistemáticamente. Su instinto le decía que si contestaba a uno sólo de esos mensajes ella le creería… y lo haría porque quería creerle. Quería volver con él, sentir sus caricias, sus besos y sus palabras; quería completar sus fantasías con él y por eso ella se creería todas sus excusas y mentiras. Sofía estaba hecha un lio y no podía pensar con claridad.

Durante el tiempo que estuvo enferma no se tocó ni una sola vez.

Los días pasaron y el dolor, la pena y la depresión se diluyeron, dando paso a una sensación de hastío, rabia y... mala leche. Sofía estaba enfadada con el mundo. Todo el mundo era una mierda; todos los tíos eran unos cerdos y todas las tías unas guarras. Todo estaba mal y todo le importaba un rábano. Faltaba a clase a menudo y comenzó a refugiarse en la comida, ganando peso. Cuando se saltaba las clases solía ir al parque y mataba las horas leyendo novelas románticas y comiendo golosinas, evadiéndose del mundo y de su vida a través de páginas llenas de aventuras y romances edulcorados. Nunca vio a Jaime por allí, aunque sí que lo vio un par de veces en el centro, colgado del brazo de la otra chica. Sofía evitaba pasar por cierta zona del parque, la que frecuentaban los ciclistas y deportistas aficionados, pues no quería encontrarse con el “hombre del parque” (aunque una parte profunda de su libidinosa mente SÍ que quería encontrarse con él de nuevo).

Sus frecuentes visitas le granjearon la amistad de una mujer que allí trabajaba; pertenecía al personal de mantenimiento y se encargaba de recoger papeleras, barrer hojas, recortar césped y setos… Se llamaba Noelia, era muy simpática (y guapa) y a Sofía le agradaba su conversación porque a Noelia también le gustaba leer y le solía recomendar y prestar libros.  Nunca le preguntó a Sofía abiertamente qué hacía perdiendo el tiempo allí en lugar de estar en clase, aunque se lo insinuaba con indirectas que Sofía nunca contestaba. Noelia le prestó un libro especialmente subido de tono (uno de Henry Miller) y Sofía tuvo unas sensaciones que hacía muchas semanas que no sentía. El calor de las palabras de Miller le elevaron la temperatura y su libido juvenil comenzó a florecer de nuevo.

Sofía buscaba a Noelia por el parque para devolverle el libro cuando estalló una tormenta de verano. Era tarde, estaba oscureciendo y la chiquilla corrió bajo los árboles buscando protección; la encontró bajo el alero de un cobertizo prefabricado de bloques de cemento. Era el mismo que usaban los operarios del parque como Noelia para guardar herramientas, cajas, bidones y utensilios varios. Sofía se pegó lo más posible a la pared para guarecerse del agua y escuchó unos quejidos. Se giró y pegó el oído a la pared, pero sólo escuchaba el golpeteo de la lluvia. Dio la vuelta al cobertizo, buscando una ventana para mirar dentro, pero no encontró ninguna, sólo unas rejillas de ventilación arriba del todo. Sofía volvió a escuchar los quejidos, esta vez más fuertes.

Pertenecían a una mujer.

Sofía volvió a dar una vuelta a la pequeña estructura y encontró otra rejilla de ventilación. Estaba rota y a través de ella salía un cuadrado de luz. La chiquilla usó un par de cajas de madera que allí había y se asomó al rectángulo.

Noelia estaba tumbada en el suelo del cobertizo. Estaba desnuda de cintura para abajo y la parte superior de la ropa de trabajo estaba abierta: Sofía vio que Noelia tenía unos senos insospechadamente grandes. Estaban dentro de un sostén que apenas podía contenerlos y la carne blanca se le desbordaba por todos sitios. Sofía nunca imaginó que Noelia tuviese un busto tan grande debajo de esas ropas de faena tan holgadas y feas. La mujer estaba abierta de piernas y entre ellas había una cabeza masculina. Los muslos desnudos de Noelia temblaban y se movían abriéndose y cerrándose mientras la cabeza se desplazaba arriba y abajo. Sofía sintió cómo su chochito se mojaba y un calor le subía por el vientre. La mano del hombre subió hasta el busto de Noelia y atrapó uno de esos pechos con unos dedos enormes, fuertes y recios, apretando muy fuerte, estrujando las carnes dentro del sostén. A pesar de la lluvia, Sofía escuchó unos ruiditos líquidos, como un chapoteo rítmico que provenía de la boca del hombre y de la entrepierna de Noelia.

La garra del hombre liberó el pecho y Sofía vio que Noelia tenía unas aureolas grandes y muy rosadas, con un pezón gordito en el centro muy colorado. La mujer dio un gemido largo y profundo y Sofía se fijó en que el hombre le estaba tirando del sexo con la boca: le había atrapado los labios menores y se los estaba sacando con un chupetón largo y húmedo. El hombre miró a la cara de Noelia y Sofía ahogó una exclamación de sorpresa. Era él, el hombre del parque. La almejita de Sofía se abrió y sus jugos fluyeron hacía fuera, mojándole las braguitas. Noelia susurró un nombre entre gemidos:

—Carlos… ouhhhhhhm…

Los dedos del hombre se cerraron alrededor del pezón y lo retorcieron despacio, pellizcándolo y tirando de él suavemente. El pezón se puso duro y tieso. Los pequeños pezones de Sofía también. Ella podía ver claramente como la lengua del tal Carlos se movía muy rápido entre los muslos de la mujer. Sofía estaba totalmente fascinada con las chupadas largas e intensas que el hombre le proporcionaba a los labios menores de Noelia. Aunque los labios íntimos de la mujer eran sobresalientes Sofía se percató de que los suyos lo eran aún más, y se preguntaba qué sensación obtendría ella de unas caricias semejantes. Su mano se introdujo dentro de sus braguitas y se sorprendió de la cantidad inusitada de fluidos que allí había. Carlos le introdujo dos dedos en el coño a Noelia y Sofía intentó acariciarse siguiendo el mismo ritmo que él.

Sí…sí…así… —Noelia gemía.

A Sofía le produjo una sensación muy extraña escuchar los gemidos de placer de su amiga: acostumbrada a su timbre natural cuando hablaba con ella, le parecía algo muy morboso oír ese tono de voz tan grave y gutural, tan lleno de lujuria. Tan íntimo. La chiquilla gimió también en un susurro que se confundió con el sonido de la lluvia. El vientre de Noelia comenzó a agitarse, sus muslos temblaban y sus manos agarraron el cabello del hombre. Sus gemidos aumentaron de frecuencia y Carlos aumentó aún más el ritmo de sus dedos. Sofía podía escuchar perfectamente el ruidito acuoso y el chapoteo que salía de esa frenética masturbación. De su coñito también salían muchos chapoteos. Noelia tiró del cabello del hombre entre gemidos y le pidió que le besase. Carlos se alzó sobre su cuerpo y se tragó la boca de la mujer.

Sofía contemplaba cómo la mandíbula cuadrada y fuerte del hombre se movía al absorber la lengua de Noelia, atrapando los gemidos de la mujer con su boca. Las manos del hombre subieron por el cuerpo voluptuoso hasta alcanzar los dos grandes pechos. Sus dedos eran unas garras que amasaban y apretaban con fuerza mientras su boca chupaba de los pezones rosados con glotonería. La pequeña tuvo envidia de la mujer y deseó que unos dedos como esos y una boca como aquella le hiciesen lo mismo a sus tetitas. Noelia gimió una vez más:

—Métemela… Carlos… Vamos…

La respiración de Sofía se hizo más agitada al escuchar aquello. El hombre se alzó entre los muslos abiertos de Noelia y Sofía contempló el pene de aquel hombre una vez más, pero en esta ocasión lo vio completamente erecto. La cabeza era descomunal, muy gorda y rosada, gruesa y con una forma de seta muy marcada, con unos pliegues rojizos en la base del glande. El tronco estaba repleto de venas hinchadas y se le veía tieso, duro y muy gordo. El hombre sostuvo el miembro por la base y aplastó la vulva de Noelia con la punta, provocando que los labios sobresalientes envolvieran el capullo, impregnándolo con mucho fluido. La mirada del hombre era fuego, lujuria y deseo en estado puro y Sofía sentía sus entrañas arder al imaginar que esa mirada la provocaba ella. El hombre empujó y la polla tiesa y ardiente penetró la vagina de su amiga en un solo movimiento, resbalando en el interior de la gruta de Noelia hasta que sus vientres se encontraron.

Sofía no pudo reprimir un gemido que se mezcló con el gruñido de placer que soltó el hombre. Éste miraba a Noelia con los ojos convertidos en dos rendijas por las que asomaba el fulgor del deseo hecho fuego; el sudor corría por sus mandíbulas apretadas; el aire era expulsado con fuerza por sus fosas nasales y los brazos, fuertes y robustos, temblaban en cada embestida. Los músculos de su cuello de toro estaban tensos; su cuerpo viril estaba perlado de sudor y se movía con una cadencia rítmica cada vez más fuerte. Sofía tenía insertados en su agujerito dos dedos y percibía el calor que irradiaban sus entrañas; el líquido cremoso brotaba sin cesar, aceitándole los dedos y dejando sus prendas íntimas manchadas de lujuria mientras contemplaba cómo esa barra de carne entraba y salía de la raja abierta de su amiga Noelia.

Los envites eran cada vez más fuertes y los muslos de Noelia temblaban y vibraban; sus grandes pechos se balanceaban en todas direcciones; los chasquidos, chapoteos y palmadas producidos por los golpes de la carne contra la carne llenaban el pequeño cobertizo, mezclándose con el sonido de la lluvia. Carlos bufaba y gruñía mientras le ensartaba a Noelia su miembro de fuego con mucha fuerza, acelerando más, y más, y más. Sofía quería entrar allí. Quería abrazar ese cuerpo masculino, arrebatarle ese miembro a Noelia y metérselo entre las piernas. La pequeña Sofía cerró los ojos y deseó con toda su alma sentir esa gruesa polla dilatando su estrecha vagina, restregándose en su interior, llenándole cada rincón de sus entrañas de fuego, pasión y carne resbaladiza. Sofía estaba sintiendo los espasmos de un orgasmo recorriendo con violencia su coñito cuando de pronto, un gemido bronco y gutural llegó hasta sus oídos.

Abrió los ojos y vio cómo el hombre sacaba el miembro tieso y cubierto de jugos del coño de Noelia y se lo colocaba muy rápido en el rostro a ésta. La mujer alzó la cabeza y se tragó el pollón, haciendo un ruido muy fuerte, tragando. El hombre gruñó de nuevo y sostuvo la cabeza de la mujer con una mano, moviéndola arriba y abajo, dejando que los labios de Noelia recorriesen la mayor parte de ese tronco hinchado repleto de venas. Carlos alzó su mirada al techo y con un grito eyaculó en la boca y en la cara de la mujer. Los chorros de espesa leche blanca salían disparados del orificio de esa cabeza gorda y rosada, atragantando a Noelia y dejando su rostro manchado con la viscosa nata masculina.

Sofía contemplaba alucinada cómo la lengua de la mujer lamía como una gatita los restos de semen y los colgajos de saliva que caían de ese pene enrojecido. La mano de Noelia apresó el miembro y lo acarició, dejando que la mezcla de fluidos resbalase por sus dedos mientras su lengua se metía debajo del glande, limpiando todo lo que allí había. También le lamió los testículos, gordos y pesados. Poco a poco el miembro perdió dureza y el hombre lo apartó de las manos de Noelia para besarle a ella y limpiarle el rostro de semen con sus besos. Sofía sintió un rubor de fuego subiéndole por la cara al ver eso.

El hombre le susurraba cosas al oído a Noelia mientras ella le acariciaba el torso y la espalda con los ojos cerrados. Dejó de llover y la oscuridad de la noche amenazaba con sorprender a Sofía allí, en el parque; contempló cómo el hombre se levantaba y vio el miembro colgando, oscilando en el aire, con las dos bolas temblando ligeramente. Sofía miró a Noelia y se encontró con sus ojos mirándola directamente a través del agujero. La había descubierto. Sofía abrió los suyos como platos y se apartó tan deprisa que perdió el equilibrio y cayó hacía atrás, sentándose de golpe sobre un charco lleno de barro. Se levantó como pudo, resbalando y trastabillando, dando zancadas entre hojas mojadas y tierra húmeda, corriendo como podía sin mirar atrás, con el corazón desbocado, el culo dolorido y la cara roja de vergüenza.

Varios metros más adelante se detuvo horrorizada. Se giró y miró hacia el cobertizo. La puerta se estaba abriendo y vio el libro que le prestó Noelia tirado en el suelo, cerca del charco.

(Continuará)

sábado, 24 de septiembre de 2011

Gente vulgar (1)


(Historias vulgares, octava parte)

Jaime vino a la ciudad y me llamó para salir. Me preguntó por alguna chica y yo le recordé a Luisa y le hablé de Rebeca. A Jaime le pareció una idea de puta madre. Por suerte las dos también estaban en la ciudad y sin planes para ese fin de semana. Recogí a Jaime y nos tomamos unas copas mientras nos relatábamos nuestras experiencias y todo eso. Jaime tenía muchas ganas de conocer a la rubia y yo echaba de menos el coño peludo de Luisa.

Quedamos con las chicas a las puertas de un restaurante. Presentamos a Rebeca y a Jaime, nos dimos unos besos y pasamos adentro. Jaime y Rebeca congeniaron muy bien; en poco tiempo ya estaban riéndose y contándose gracias y chistes verdes. El cabrón de Jaime siempre tuvo mucho éxito con las mujeres. La morena de Luisa tenía muchas ganas de marcha: me dijo al oído que hacía casi tres semanas que no follaba con un tío y que estaba harta de meterse pollas de plástico en el coño. Le dije que esa noche se iba a hartar de pollas de verdad.

El restaurante era bastante tranquilo y estábamos en un reservado, ocultos a la vista del resto de comensales y eso estuvo muy bien para cuando comenzó a calentarse el ambiente. Yo sabía que a Rebeca le gustaba jugar con la comida y ella comenzó a hacer cochinadas de las suyas para ver de qué estaba hecho Jaime. Tomaba un colín de esos pequeñitos, uno de esos snacks que parecen pepinillos, pero hechos como de corteza de pan, y se los metía debajo del vestido, se lo restregaba por allí abajo y luego se lo daba a Jaime para que lo chupara y se lo comiera; Rebeca a veces también se comía uno. Así estuvieron un rato, comiendo colines mojados en jugo de coño baja la divertida mirada de Luisa y mía. Jaime me ofreció uno, pero yo lo rechacé diciendo que esa noche no me apetecía salsa de almeja.

—¿No? ¿y qué quieres, pues?
—Salsa de conejo, que tiene más pelos.

Luisa se desternilló de risa, un poco borracha con el vino, y le quitó el colín empapado a Jaime, lo chupó un rato y luego se lo introdujo bajo el vestido. Cuando lo sacó, el colin estaba recubierto de una sustancia lechosa muy viscosa, como una babaza blanquecina.

—Toma, mi niño: salsa de conejo calentita.

Me lo puso en los labios y lo olí: apestaba a hembra en celo. Me puso muy cachondo y lo chupé todo. Le quité el colin y yo mismo se lo metí debajo del vestido, apartando las bragas con un dedo y sumergiendo el snack en el fluido pegajoso del coño de Luisa. La camarera entró en ese momento y yo me tapé el brazo con el mantel, pero seguí meneando el colín dentro de ese coño peludo, aparentando normalidad. Incluso le pedí otra botella de vino mientras sentía el calor de la raja cachonda en mis dedos. Jaime y Rebeca se partían de risa. Rebeca dejaba caer alguna miga de pan dentro de su escote y le pedía a Jaime que por favor se la quitase. Jaime le metía una de sus manazas dentro y le agarraba de las tetas, apretándole el pezón y tirando de él:

—¡Uf, vaya miga de pan! Se ha quedado pegada y no sale. —y le tiraba del pezón hacía arriba.

Estábamos bastante bebidos.

Luisa me decía muchas guarradas y confesiones al oído. Me dijo que Rebeca le había contado esa tarde lo de nuestra pequeña aventura, que se habían puesto muy cachondas y que habían follado un poco entre ellas.  Yo sabía que ellas dos se follaban con asiduidad y que también les iba el rollo de las lluvias doradas, pero lo que me puso como un burro fue cuando me dijo que esa tarde se habían estado haciendo enemas y lavativas en el culo entre ellas, para estar limpitas por dentro esa noche.

—Joder, tía, no me digas esas guarradas que estoy comiendo —bromeé.
—Sí, estas comiendo colines recién salidos de mi coño, no te fastidia —me dijo besándome y metiéndome una aceituna de su boca a la mía.

Luego, entre plato y plato, siguió contándome guarradas a la oreja, diciendo que se había limpiado el culo por dentro porque echaba de menos mi lengua y mi polla allí metidas. Mientras comía me magreaba la polla y los cojones por debajo de la mesa. Yo le apartaba la mano diciéndole que me iba a correr en los pantalones y la muy cerda decía que eso es lo que ella quería. Rebeca y Jaime se lo estaban pasando en grande entre ellos. Habían dejado los colines y mi colega le metía directamente los dedos en la raja, sacándolos pringados de zumo de chocho que no tardaba en chupar. A veces yo sentía el pie descalzo de la rubia tocándome las piernas, los muslos y el paquete. Cuando Luisa notaba el pie de Rebeca lo agarraba y me lo apretaba contra la bragueta, haciendo que la planta del pie se restregase por toda mi polla tiesa dentro del pantalón.

Después de los postres, justo antes de pedirle la cuenta a una camarera bastante mosqueada, Rebeca pidió un flan. Cuando lo trajeron la rubia miró a Jaime con mucho vicio y le habló con voz de chiquilla:

—¡Oh! Qué fastidio, no me han traído nata, con lo que me gusta a mí el flan con nata.
—¿Llamo a la camarera? —Jaime se hizo el tonto.
—Ay, no. Me da corte tener que pedirle otra vez. ¿Tú no tendrás por ahí algo de nata, verdad?
—Pues sí, pero estará caliente…

Yo le di una patadita a Jaime por abajo para que se estuviese quietecito. No quería líos en ese restaurante, puesto que me gustaba ir allí de vez en cuando. Jaime no me hizo ni puto caso y la rubia siguió con el juego:

—Ah, a mí no me importa si está caliente o fría… mientras esté espesa…

Jaime se levantó de la silla, se sacó la polla toda tiesa por la bragueta y empezó a meneársela allí mismo. El biombo y las columnas nos ocultaban de las miradas indiscretas pero la camarera o el dueño podrían entrar en cualquier momento. Rebeca le agarró el aparato y le ayudó a ordeñarse la polla. Jaime llevaba supersalido todo el día y en cuanto sintió los dedos delgados y expertos de Rebeca sobre su capullo le vino el orgasmo. Con un gruñido aplastó el flan con el carajo de su polla, destrozando el postre y salpicando la mesa de trocitos de flan. Al mismo tiempo de la cabeza roja de su glande salieron chorros de leche espesa que se estrellaron contra  los restos del flan y cayeron sobre varios platos y cubiertos. Rebeca se metió la polla manchada de flan y esperma en la boca y se la limpió con dos o tres lametones. Jaime se la guardó y se dejó caer en la silla satisfecho. Luisa se partía el coño de risa mientras le acercaba el flan a Rebeca:

—Hala, ya tienes tu nata. A comer, puta.

Rebeca se lo comió todo y relamió el plato con la lengua hasta no dejar ni rastro del flan ni del esperma.

Yo miré a la entrada del reservado para llamar a la camarera y pedirle la cuenta cuando me fijé que detrás del biombo se recortaba una figura al trasluz. Era la camarera que nos estaba espiando. A través del entramado nuestras miradas se cruzaron durante un par de segundos. La llamé para pedirle la cuenta y después de pagar recogimos nuestras cosas y nos largamos de allí, pedimos un taxi y dejamos que la noche nos tragase. Durante el trayecto decidí que uno de estos días debería volver y saludar a la camarera voyeur.
  
El taxi nos dejó en el centro y fuimos caminando hasta una sala de copas, disfrutando del ambiente de la noche: las luces, los sonidos, las voces, la gente… Mientras caminábamos Luisa se me colgó del brazo y no paraba de magrearme, acariciándome el culo, la espalda, el vientre o el pecho. Me decía cochinadas todo el tiempo y se me insinuaba restregándome su cuerpo opulento y voluptuoso. Yo me hice el tonto aparentando que sus caricias y arrumacos no me afectaban, aunque lo cierto es que tenía la polla a punto de explotar dentro de los pantalones de las ganas que tenía de follármela. Jaime y Rebeca iban caminando delante nuestra y yo veía como mi amigo le ponía le mano en el culo, le levantaba el vestido y le metía los dedos entre las nalgas, acariciándole la raja del culo y tirándole del hilo del tanga hacía arriba. La rubia se reía y le apartaba la mano de un manotazo, aunque al poco rato Jaime volvía a las andadas.

Llegamos al local y le dije a Jaime que pasara primero con Rebeca y nos guardase un sitio, que yo tenía que hacer algo antes. Él le guiñó un ojo a Luisa y entró con Rebeca. Luisa me miró con ojos de gata:

—¿Y esto? ¿Qué perversión se te ha ocurrido ahora?

Sin decirle nada le agarré de la cintura, la besé y me la llevé de allí hasta un oscuro callejón cercano, nos metimos detrás de unos contenedores de basura, le puse mirando contra la pared y me pegué detrás de ella. Le metí las manos debajo del vestido y le bajé las bragas hasta las rodillas. Ella empezó a jadear:

—¿Me vas a follar? ¿Me la vas a meter? ¿eh?

Yo no le dije nada, pero me saqué la polla toda tiesa y le restregué el ciruelo por la raja del coño. En seguida noté como se me empapaba de una sustancia cremosa y resbaladiza. Le di varios repasos sin llegar a meterla, dejando que los fluidos me envolviesen todo el cabezón hinchado. Luego se lo estrujé en la raja del culo, apartando los pelitos húmedos que allí había con la punta de mi polla, buscando el ano. Luisa, al sentir el glande apretándole el recto, comenzó a decir algo, pero la palabra se convirtió en una queja cuando empujé fuerte, metiéndole el pijo por su estrecho agujero. Ella relajó el esfínter para ayudarme y yo apoyé las manos en la pared mientras le insertaba la polla con fuerza por el culo; ella se mordió los labios, gimiendo, aguantando el dolor mientras su esfínter se amoldaba al grosor de mi rabo. Yo seguí empujando, poniéndome un poco de puntillas, hasta que sentí su culo gordo pegado a mi vientre.

—Aaaauuuuuuffff… —resopló Luisa.

Eché un vistazo alrededor por si había alguien y empecé a moverme, subiendo y bajando, rompiéndole el culo con ganas. Los contenedores apestaban y el suelo estaba sucio. La pared llena de grafitis olía a orines y había latas, papeles, plásticos y de todo por allí tirado, pero nada de eso me importaba una mierda: el culo de Luisa era algo glorioso, su estrechez me estrujaba el capullo de una forma deliciosa, dándome un goce tan intenso que sólo podía cerrar los ojos y follarla como un animal, metiendo y sacando mi polla de ese agujero lo más rápido que podía. Estaba tan extasiado que no me di cuenta de que me había corrido hasta que escuché el chapoteo que hacía mi verga al entrar y salir, con los grumos de esperma brotando por los bordes del ano.

Me quedé un rato allí metido con los ojos cerrados y luego le pregunté a Luisa si se había corrido ella también. Me dijo que no.

—¿Quieres que te coma el coño?
—No…—ella jadeaba—…hazme una paja con la polla.

Le saqué el rabo amorcillado y manchado de esperma, le dije que se inclinase un poco más contra la pared y le restregué todo el coño con la punta del rabo, remetiendo la cabeza colorada entre los labios mayores, separando la vulva y deslizandome desde el ano hasta el clítoris; le pasaba el capullo a lo largo de la raja, muy rápido, golpeándole los labios menores y la pepitilla, sintiendo la caricia de los pelos de su coño en mi glande. Luisa tenía el coño inundado y chapoteaba un montón con los pollazos que le daba. Para acelerar el orgasmo le metí un dedo en el dilatado culo y comencé a meterlo y sacarlo al mismo ritmo que los roces de mi polla. Eso le gustó mucho a Luisa. Las caricias de mi dedo provocaron que comenzase a escurrirse mi leche por fuera del ojete. Yo dejé que saliese todo, goteando por mi mano y mi muñeca, rodando por la raja del culo y manchando el coño y mi polla.

—Nena, se te está saliendo la lefa…

Eso la puso como una cerda: me agarró la pija y se la estrujó en el coño, frotándose mi ciruelo contra su raja muy fuerte y muy rápido. Yo la dejé que siguiera sola mientras le seguía metiendo el dedo por el culo hasta que se corrió en mi polla. Cuando lo hizo a mi ya se me había puesto tiesa otra vez y se había metido un buen trozo de rabo en el chocho. Le saqué el dedo, me lo chupé y le subí las bragas; me limpié la polla con ellas y dejé que los restos de semen y flujos se le pegaran a la tela. Por la parte interna de los muslos había uno o dos chorretones de esperma líquido que le habían salido del culo. Se lo dije y a ella le pareció algo tan cochino y morboso que decidió no limpiárselos y se los dejó allí pegados.

Y así fuimos al local: Luisa con el ojete petado y con las bragas, el coño, los muslos y el culo empapados de jugos y esperma. Antes de entrar por la puerta yo ya tenia ganas de follármela por el culo otra vez.

*** 

Esta es la octava parte de la serie "Historias vulgares"

8-Gente vulgar (1) 
9-Gente vulgar (2)

© Kain Orange


jueves, 22 de septiembre de 2011

Trópico

Trópico


                El mosquito, atraído por el calor de la sangre, se posó en el cuello del hombre, exploró la superficie de la piel con sus patitas, movió las alas y metió su trompa en uno de los poros, cerca de un capilar. El cuerpo del insecto fue destruido de una sola palmada y los restos quedaron adheridos a la piel del hombre durante unos segundos, hasta que la misma mano asesina deslizó unos dedos sudorosos sobre ellos.

                —Dios, cómo odio a estos bichos. ¿Siempre hace tanto calor aquí?
                —¿What?

                Darío olvidó que el pequeño guía no comprendía su idioma. Le repitió la pregunta en inglés y el hombre, envuelto en un viejo traje dos tallas mayores de lo que realmente le correspondía le contestó en un inglés de parvulario:

                —Oh no, mister. Today is no hot. Today is very fresh. Other seasons is more hot, very much hot. You need water?
                —No, thanks. I have my own water —le contestó Darío pensando en el horror que sufrirían sus intestinos si bebiese del agua local.

                El calor y la humedad del trópico lo ahogaba y le costaba pensar con claridad. El sudor le entraba en los ojos y constantemente se pasaba un pañuelo empapado en sudor por la frente, la cara y el cuello. El ventilador que colgaba del techo de la pequeña habitación apenas servía para algo más que remover el aire caldeado de la estancia. Había estado caminando toda la calurosa mañana al lado del pequeño hombre a través de calles estrechas y polvorientas, entre callejones repletos de basura, ratas y desperdicios de todo tipo. Hacía dos horas que habían subido la colina atestada de chabolas y favelas hasta llegar a esta especie de motel destartalado de cuatro habitaciones y estaba cansado de esperar.

                —¿Cuánto tardará en…? Quiero decir: ¿How long does it take to come?
                —Soon, soon. Do not worry you, man. Do you want to smoke? —El pequeño guía le miró con una sonrisa llena de huecos.
                —No, thanks. —Darío se preguntó durante cuanto tiempo iba a tener que soportar el hedor rancio que desprendían las paredes de madera cochambrosa. Otro mosquito se posó en uno de sus bíceps musculados y llenos de tatuajes y Darío lo fulminó de un manotazo.

                El viaje lo había organizado su productora de cine y él había aceptado encantado el encargo. Mientras duró el casting y las pruebas de rodaje Darío disfrutó de las bondades que un país tropical puede ofrecer si tienes dinero: buena música, chicas guapas, ambiente nocturno, sexo… A Darío le gustó tanto que decidió quedarse una semana más. Sus colegas de profesión le advirtieron que no saliese de la zona comercial y turista, que se olvidase de ir a las zonas más “pintorescas” de la vida local. Darío, amante de las sensaciones fuertes, no les hizo caso.

Le habían hablado de un lugar donde se realizaban cierto tipo de reuniones religiosas. Se trataba de grupos derivados de otras religiones como el candomblé, la santería, el vudú, el palo… El no creía en nada de eso, pero sí creía en la fuerte convicción y la fe de sus creyentes. Le excitaba mucho contemplar las danzas y los éxtasis espirituales a los que se entregaban sus integrantes. También sabía que muchas de esas reuniones se transformaban en verdaderos aquelarres orgiásticos llenos de sexo salvaje y primitivo y él quería convertirse en un espectador… y puede que también en un participante más. Su contacto le dio un número de teléfono; ese número le llevó a un hombre y éste le dio la dirección de uno de los arrabales más pobres a las afueras de la ciudad. Aquí debería esperar a una persona que, supuestamente, le pondría en contacto definitivo con uno de los “sacerdotes”.

El pequeño guía se levantó de la silla y miró por el agujero de la pared que hacía de ventana improvisada. Dijo algo en su idioma y Darío le pidió que lo repitiese.

She is here. I must left now —dijo en voz baja mientras se encaminaba a la puerta.  
¿What…? ¡Wait! ¿Who is she?
—She is… She. —el hombre sonreía mostrando sus dientes cariados, pero sus pequeños y oscuros ojos no sonreían en absoluto. El pequeño guía se dirigió a la puerta de la habitación arrastrando sus gastados mocasines y salió al sol del exterior sin decir nada más.

Darío se asomó a la ventana: el hombre avanzaba a paso ligero, buscando la sombra que arrojaban las chozas de chapa y madera conglomerada, arrastrando los pies y levantando una pequeña nube de polvo en el sucio camino abrasado por el sol.  Era la única persona fuera.

—Darío —la voz femenina que sonó a su espalda era tan profunda y cálida que podría haber derretido un iceberg.

Darío se giró sobresaltado y contempló la figura que había en el centro de la estancia. Una mujer esbelta de piel canela, caderas generosas y cintura estrecha. Su vestido… ¿Una túnica? ¿Una especie de sari indio entallado? No lo podía apreciar, pero sí veía claramente su cuerpo a través de la tela vaporosa. No llevaba nada debajo y podía ver el triángulo oscuro, breve y definido entre sus piernas. Sus pezones, así como las aureolas, se marcaban en la cima de dos senos altivos y firmes. Su rostro era terriblemente bello, con unos rasgos en el que se mezclaban razas y etnias de todo tipo. Ella avanzó hacía él.

Pareció que el mundo se desplazaba bajo sus delicados pies descalzos, parecía que era ella la que obligaba a la habitación a retroceder hasta su figura mientras ella estaba en la misma posición, danzando sobre el suelo. Sin saber cómo, ella estaba a un palmo del cuerpo tenso de Darío. Sus senos casi rozaban el pecho amplio y musculado de él. Los pechos de la mujer temblaron levemente dentro de la túnica cuando ella habló de nuevo:

—¿Buscas el rito? —el aliento era canela, caña de azúcar, agua salada y especias prohibidas. Sus ojos eran infinitos.
—No… sí… no… no lo sé. Su… supongo que sí… —Darío estaba absolutamente perdido dentro de la mirada de la extraña. Cerró los ojos con fuerza, respiró profundamente y lo intentó de nuevo: —Sí. Busco el rito.

Ella sonrió y los dientes perlados iluminaron los ojos de Darío.

—¿Lo encontrarás? —sus labios vibraban con insultante lujuria.

Darío pensó durante unos segundos: ¿era una pregunta con trampa? ¿Qué se suponía que debía decir? Miró directamente a los ojos de la desconocida y se dejó llevar por ellos:

—Sí. Lo encontraré si tú me guías.

            Ella le puso una mano en el pecho. Fuego con fuego.

            —Darío —ella no pronunció su nombre, se lo arrebató— Darío, eres hombre —no era una pregunta pero él respondió igualmente:
                —Sí.
                —Sí. —Ella colocó unos dedos largos y delgados entre las piernas de Darío, acariciando la erección que allí palpitaba —esto dice que eres hombre pero… ¿eres hombre?

                Darío no podía pensar. Su cabeza daba vueltas; el calor y la humedad de la habitación parecían haber aumentado desde que la mujer apareció; la fragancia que desprendían sus cabellos era como una droga especiada que lo adormecía; sus dedos eran fuego y hielo al mismo tiempo y sus ojos… Darío cerró los suyos, aspiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire cargado con el aroma de la hembra, expandiendo tanto su pecho que rozó los pezones de la mujer. ¿Qué era lo que le había preguntado ella? ¿De qué estaban hablando? ¿Qué hacía él en este sitio?

    Su corazón habló guiado por los sentidos:

                —No. Aún no soy hombre —abrió los ojos y vio una sonrisa blanca y húmeda.
                —Ahora lo serás.

                La mujer colocó las dos manos sobre la cintura delgada de Darío y lo empujó con suavidad; sus piernas tropezaron con la cama y él se dejó caer de espaldas sobre las sábanas. La mujer subió a la cama, de pie, caminando despacio sobre el colchón. Darío advirtió algo imposible: el colchón no se hundió ni un solo milímetro bajo el peso de la mujer. Ella habló mirándolo desde arriba, con las piernas a cada lado del cuerpo de Darío: 

                —El rito necesita hombres. Tú puedes ser uno de ellos. Deseas ser uno de ellos —de nuevo, no era una pregunta.

                Darío habló sin pensar: “Te deseo a ti”.

                La sonrisa se borró del rostro de la mujer y ésta le puso un pie en el pecho. Su voz era grave y severa, pero tan cargada de lujuria y lascivia que Darío casi pierde la cabeza en ese momento.

                —¡Todos me desean! Pocos me consiguen y aquellos que fracasan… jamás vuelven a su mundo. ¿Aún me deseas? ¿Deseas el rito? —los ojos de ella se tragaron el universo y el espíritu de Darío vagó a otras tierras, a un lugar árido y lleno de bestias; su espíritu viajó entre los arbustos resecos de la sabana y los árboles imposibles de la selva tropical. Su alma despertó entre cuerpos sudorosos y carne trémula; labios húmedos y lenguas resbaladizas; sonidos confundidos entre voces, gemidos, gritos y los ruidos de la carne contra la carne y de los líquidos de la lujuria desbocada.

                —Darío —la voz cayó como una cascada de miel hirviendo sobre su rostro. Él abrió los ojos y vio esos labios de belleza imposible rozando su cara. Los pechos de la mujer oscilaron voluptuosos cuando habló:

                —El rito te necesita; necesita hombres de verdad y no simples herramientas de placer. Necesita hombres ¿Crees que puedes poseerme? ¿Crees que puedes tomarme? —Ella cerró los dedos alrededor de las muñecas de Darío y las colocó en la cabecera de la cama. Darío no supo cómo, pero ella le había atado las manos y no podía mover los brazos. —Para tomarme, primero debes ser hombre.

                Darío formuló la pregunta que le atormentaba desde que la vio:

                —¿Quién eres?

    Ella se alzó en pie sobre la cama y el Sol desapareció. La luz fue absorbida por el cuerpo de la mujer y la oscuridad inundó la habitación. La mujer habló y el mundo se detuvo:

—Soy Lilith.

La tela vaporosa cayó. En la oscuridad, el sudor de la mujer lanzaba breves destellos, enmarcando la figura llena de curvas entre reflejos de oro y bronce. Sus pechos oscilaron cuando flexionó las piernas y sus nalgas se posaron sobre los muslos de Darío. Unos dedos finos y llenos de sexualidad acariciaron el pecho amplio y duro del hombre. Las uñas atravesaron la tela y rasgaron la ropa, arrancándola.

El cabello de la mujer se desbordó como una cascada en el cuello de Darío; la boca sensual besó la barbilla cuadrada del macho, absorbiendo el sudor que allí había. La lengua se deslizó por la mejilla del hombre, recorriendo los ángulos fuertes y recios, lamiendo la piel perlada de sudor y cubierta de una breve alfombra de vello. Lilith movía sus caderas sobre los muslos duros y fornidos del macho, dejando que el miembro erecto se acoplase a través de la ropa entre sus muslos. La tela se empapó con los fluidos cremosos que brotaban de la vulva y el aroma de la hembra excitada flotó por la oscuridad de la estancia.

                Darío gimió. Sentía el calor insoportable de esa vulva hambrienta abrazando su mástil a través de la ropa y creía desfallecer de placer. La boca de Lilith alcanzó los labios del hombre y la lengua femenina bebió de su lujuria, abrazándose las dos lenguas en una danza de pasión descontrolada. Los dedos de Lilith arañaban el rostro pétreo y sus pequeños dientes mordían la lengua gruesa y viscosa del hombre. Ella apretaba su sexo de fuego más y más fuerte, masturbando el miembro erecto, resbalando sus carnes íntimas sobre la tela abultada y empapada. Pero Darío no quería entregar su simiente a unos ropajes y resistió, retrasando su orgasmo. Cerró los ojos y permitió que la lengua de Lilith le lamiese el rostro lleno de sudor mientras él apretaba la mandíbula con fuerza. Ella sonrió satisfecha al ver que el macho resistía sus envites: el hombre que desee superar el rito sólo puede arrojar su simiente dentro de la hembra. Aun así, ella siguió torturándolo, deslizándose una y otra vez sobre ese miembro duro y lleno de lujuria.

                —Lilith… —él le suplicó.

                Ella se tragó la suplica con su boca libidinosa, besando los labios sensuales del hombre.

                —Eres fuerte —le susurró en la boca— ¿Tu lengua es igual de fuerte? ¿Satisfará a Lilith?

                Ella subió por el cuerpo sudoroso de Darío, deslizando su vulva abierta por el vientre, el pecho y el cuello varonil. El rastro de la lujuria femenina brillaba en la oscuridad. Ella se abrió la raja excitada frente al rostro de Darío y el perfume secreto de la hembra en celo subyugó la mente del macho.

                —Éste es el néctar de la vida. El fluido que lubrica la pasión y la lujuria. Mis entrañas te lo ofrecen libremente, no seas ingrato y acéptalo. Satisface a Lilith.

                Los dedos de la hembra se enredaron en el cabello de Darío, levantando su cabeza para facilitar el acceso a su hendidura de pliegues ocultos. Darío se embriagó con el aroma que brotaba del interior de esa gruta. Su menté voló y su lengua asomó de entre los labios, azotando el aire desesperada. El líquido cayó sobre la punta de la lengua y la ambrosía inundó los sentidos del hombre. Hundió la lengua entre los pliegues carnosos, abriendo la raja sonrosada, separando el orificio del que brotaba la pasión de Lilith. La carne gruesa y temblorosa de la lengua desplazaba pliegues y removía carnes, la boca masculina chupaba y tiraba del sexo encendido, aspirando los efluvios, inundando su boca de aceite femenino. Lilith colocó una de sus manos sobre la piel delicada del montículo secreto, la capucha que ocultaba el clítoris de la Diosa:

                —¡Sáciate! Calma tu sed y despierta mi hambre. —Lilith movió sus dedos y la diminuta esfera rosada, dura y brillante, apareció, sobresaliendo altiva de entre los dedos de Lilith. El pequeño fruto redondeado tembló bajo los azotes de la lengua de Darío.

                Lilith gimió por primera vez.  Se levantó y Darío sollozó al verse privado de la fruta divina. Alzó la mirada y sintió miedo al ver el fuego que brotaba de los ojos de Lilith. Está habló:

                —Lilith tiene hambre.

                El cuerpo fantástico se deslizó entre las piernas robustas de Darío. Los dedos afilados rasgaron la tela, arrancaron las prendas y rompieron las barreras. La verga del macho se alzó liberada. El pene era largo y grueso, coronado con una fenomenal cabeza lustrosa; era una barra de fuego recubierta de ríos y pliegues, hinchada y pétrea. La cabeza orgullosa, fuerte y atiborrada de lujuria, brillaba y goteaba imbuida por el fuego que la ambrosía de Lilith había filtrado a través de las prendas. Por debajo del pene colgaban dos enormes bolas envueltas en una piel suave y temblorosa.

                Lilith asintió satisfecha y con una mano abrazó el miembro tieso mientras que con la otra apretaba y ordeñaba las bolas con dedos como serpientes.

                —Estás dotado. Dejarás una buena semilla—dijo mientras su garganta engullía la virilidad de Darío en toda su longitud.

    Lilith tragó y se atiborró de carne. Su cabeza bajaba y subía, venerando al falo y rindiéndole pleitesía, agradeciendo su dureza y aguante. Ella absorbió con fuerza y el macho sintió cómo sus testículos protestaban, pues les estaban siendo arrebatados los líquidos a la fuerza. La boca de la Diosa liberó el miembro dejando sobre él una pátina brillante de saliva viscosa y un chorro de líquido transparente saltó del orificio del pene con fuerza. El líquido resbaló por el vientre del hombre. Lilith lo lamió como una gata. Su lengua de fuego resbalaba por el abdomen de acero del macho, recorría las curvas sudorosas de los músculos, se alimentó del sudor del hombre y se amamantó con los pectorales orgullosos y varoniles.

              —Eres fuerte, Darío: mi raja te abrazó por fuera y lo soportaste; mi boca te extrajo los líquidos y tú sólo me diste los primeros jugos, la simiente falsa que precede a la verdadera. ¿Me preñarás ahora? ¿Concluirás el rito? —Darío abrió la boca para responder pero la Diosa le puso unos dedos impregnados de sexo en los labios —Has de saber una cosa: si concluyes el rito tu simiente perecerá. Jamás podrás preñar a otra hembra. Serás estéril.

            Darío miró a Lilith. Su belleza provocaba dolor.

Una Diosa pidiendo un sacrificio ¿Qué mortal podía negarse? ¿Qué hombre, digno de llamarse así, sería capaz de despreciar semejante honor? Si Lilith le hubiese pedido la vida, Darío se hubiera abierto las carnes con sus propias manos para arrancarse las vísceras y entregárselas allí mismo.

—Recoge mi semilla —dijo a los ojos eternos.

Lilith deslizó la carne en su interior y Darío aulló de doloroso placer. Las paredes de fuego abrazaron el miembro, exprimiendo sus venas, apretando la cabeza hinchada, derritiendo en el horno de la Diosa el acero del Hombre. La sangre se agolpaba en las venas, las paredes palpitaban y estrujaban la carne. La semilla brotó con un placer tan intenso que Darío perdió el conocimiento. La vasija de Lilith se llenó una y otra vez entre espasmos de lujuria cada vez que el falo expulsaba los chorros de esperma, inflamando las entrañas de Lilith, la Diosa Mujer, despertando sus sentidos y provocándole el orgasmo vital del que brotaría la descendencia futura.

La Diosa gritó.




El mosquito acudió atraído por el calor de la sangre, posó sus patitas sobre el cuello del hombre, extendió su trompa y succionó la sangre caliente y viva. Darío despertó y el mosquito se convirtió en una mancha roja cuando los dedos destruyeron su cuerpo de un manotazo. Era de día y su mente embotada por el calor y la humedad intentaba darle sentido a lo que le rodeaba. La habitación, caldeada por el fuerte sol del mediodía, parecía temblar, latiendo al compás de su corazón. Estaba desnudo, cubierto por una sábana impregnada con el olor a sexo y especias.

Lilith.

Recordó el nombre y su corazón latió más deprisa. Su mente viajó hacía atrás para atrapar los recuerdos de las horas pasadas, pero una voz rompió la cadena de pensamientos:

Are you right? You dream very much hours.

Darío vio al pequeño guía sentado en una silla cerca de la ventana mostrando su sonrisa llena de caries.

You are very lucky, man. She… is very happy with you.

Darío se preguntó cuanto tiempo había estado durmiendo desde que yació con Lilith. También se preguntó qué secretos guardaría ese hombre.

Do you know her? Where is she?... Who is she?

El pequeño hombre seguía sonriendo mientras hablaba arrastrando las palabras con un fuerte acento:

—Tú plantas semilla. Ella feliz con semilla. Tú feliz… Tú estar vivo. —su voz cascada hizo una pausa mientras miraba por la ventana —Otros no tener tanta suerte.

Darío se sentó en la cama y lo miró con el ceño fruncido:

—Tú… ¿buscaste el rito?
—Yo, no. —apartó la vista de la ventana y caminó hacía Darío. Ya no sonreía—Mi hijo sí.

El hombrecillo le puso algo de ropa sobre el regazo y le dijo que era hora de marcharse.

Darío se vistió en silencio intentando recordar los extraños sueños que tuvo tras el orgasmo. Escuchó la voz de Lilith y la suya propia, hablando entre susurros, abrazados a sus cuerpos resbaladizos y cubiertos por la oscuridad de la Diosa. Recordó su respuesta cuando Darío le preguntó si algún día conocería a su hijo:

—Tú no tendrás ningún hijo. La vasija de Lilith sólo engendra otras vasijas. Tu retoño será una hembra. Nunca la conocerás.
—¿Y a ti, te volveré a ver? —ya sabía la respuesta, pero necesitaba oírla de sus labios.
—Jamás.
—Eres cruel, Lilith.

Ella rió:

—No Darío, no soy cruel: soy mujer.

Darío terminó de vestirse, siguió al guía a través de las sucias chabolas y favelas, regresó a su mundo y, poco a poco, los recuerdos de esa noche se fueron diluyendo en el tiempo.

© Kain Orange 


Nota:
En el blog de mis hijos bastardos podrá encontrar una breve reseña comentando el origen de este relato, así como otras curiosidades sobre él.