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jueves, 2 de julio de 2020

GORDA

1

Beatriz

     Pero qué bueno está el chico nuevo, por Dios. Es algo tímido y nervioso, aunque Wilma, la jefa de sección. ya le ha echado el ojo encima y le arranca alguna que otra sonrisa cuando se cruzan por la oficina. La jefa de sección es nuestra Doña Perfecta. En todos los trabajos hay una Doña Perfecta, ya sabéis: sonrisa perfecta, tetas perfectas, cintura perfecta y culo perfecto. Seguro que hasta la mierda que le sale del culo también es perfecta.  
     ¿Por qué tengo que estar tan gorda? Dicen que la fachada no importa, que lo que cuenta es el interior. Y una leche. No quiero estar gorda. No quiero estas tetas de vaca burra ni estos muslos celulíticos. Quedaros con el interior y dadme una fachada con la que pueda competir contra esa arpía para llevarme al huerto a ese tío bueno. 
     No necesito estar gorda. No quiero este enorme culo de dos kilómetros de ancho; quiero poder mirar hacia abajo y ver mi sexo sin que me tape la vista esta barriga de mierda. No quiero estas piernas de elefante ni estos brazos rollizos y flácidos; no quiero jadear como una locomotora cuando subo un tramo de escaleras, ni tener que dormir de lado porque estas tetorras me oprimen el pecho. Hala, ya me están entrando ganas de llorar.

     Menos mal que tengo a Tito, que me quiere sin importarle estas lorzas. Cuando intuye que estoy triste viene a darme toques con el hocico en la pierna, con las orejitas hacía abajo. Pobrecillo. Qué pena no poder traerlo aquí, al trabajo.

     Ay, no puedo quitarme a ese macizo de la cabeza. Encima se pasea por ahí como si él no supiera lo bueno que está. Es un cabrón. Aunque a lo mejor en realidad no está tan bueno y soy yo, que llevo demasiado tiempo sin pillar cacho y cualquier tío que veo me parece la hostia. Pero no, eso no puede ser; si no, la zorra de Wilma no le cogería del brazo, ni le hablaría de tonterías para que le ría las gracias.
     Qué asco me da esa tía. Me infravalora constantemente. Ve este cuerpo gordo y feo y cree que no valgo para nada. Jamás me ha felicitado por mi trabajo, ni siquiera aquella vez que le salvé el culo delante del director. El día que encuentre algo mejor me largo de ese sitio.
No quiero estar gorda, pero empiezo una dieta, a comer sano, a hacer deporte, a comprar ropa nueva y cuando veo que no lo consigo me deprimo, me entra ansiedad, lo dejo y vuelta a empezar.

     «¡Adiós señora Dieta. Adiós señorita Lechuga. Adiós paseos tonificantes en el parque!».
«¡Bienvenida señorita Ansiedad!, pase usted por favor. ¡Hola Häagen Dazs de chocolate y vainilla!, ¿cómo está usted?, ¿me ha echado de menos? ¿Recuerda a su amigo, el sofá? Está aquí mismo, al lado de nuestra vieja amiga, la Bienaventurada Señora de la Televisión Por Cable y la Virgen de la Depresión. ¡Cuanto tiempo sin vernos todos juntos! ¿Qué les parece si llamo a nuestro amigo, el Señor de las Palomitas al Microondas y nos montamos una orgía durante los próximos tres días?».

     Esta mañana me hice una paja pensando en el buenorro antes de venir. La fantasía era una mierda pero a mi me funcionó. Era algo así: yo llevaba una taza de café y tropecé con él. Entre sonrisas y disculpas le llevé hasta los baños con la excusa de limpiarle la ropa. Nos encerramos dentro, le quité la camisa y le limpié los restos de café que tenía en el pecho con la lengua. 
     De paso también le limpié la polla y el ojo del culo.
     Con un tío como ese me dejaría hacer de todo. Que me sodomice, que me orine en la cara, que me ate, que me escupa o que eyacule en mi pelo. Me da igual. Que me haga lo que él quiera. Yo solo deseo ese cuerpo macizo, duro y recio para mi sola. Para restregarme y golpear una y otra vez mi carne contra la suya.
     El cabrón tiene tableta. ¡TIENE TABLETA! El otro día se levantó la camiseta para secarse el sudor de la frente con ella y le pude contar los seis bultos perfectamente marcados en el vientre plano. Daría lo que fuera por restregar mi chichi por ahí, dejarle el ombligo lleno con mis juguitos y correrme encima de sus abdominales.

     —Disculpa, ¿dónde dejo esto? 

     «Mierda. Es él».

     Estaba perdida en mi fantasía y no me di cuenta de que se había acercado a la mesa donde yo estaba sentada. Sostenía en vilo una caja, la cual, a juzgar por la hinchazón de las venas de sus brazos, debía ser bastante pesada.

     —Eh —dije.
     —El pedido. ¿Dónde lo quieres? La tarjeta dice que es para esta sección. La 12. ¿Es aquí, no? 

     Le obsequié con mi mejor mirada de idiota y balbuceé:

     —Err.. sí, sí, claro, ¿la 12?, sí, aquí.

     Y entonces me miró las tetas. Así, sin más, me miró las tetas durante una décima de segundo, tal y como hacen los hombres desde que el mundo es mundo. Pero él me las miró dos veces. Primero miró mis tetas, luego me miró la cara y luego volvió a mirarme el pecho.

     —Puedes dejarla justo ahí —le dije—, al lado del archivador.

     Mientras se agachaba a dejar el pedido yo aproveché para mirarme el busto y descubrir el motivo de tanta atención: mis pezones se habían erizado y se marcaban de forma nítida en la blusa. Estaban tiesos y coronaban mis pechos como pequeños guijarros bajo la ropa. Cosas que le pasan a una cuando se pone cachonda en el trabajo. «Muy bien, pezoncitos mios. Así me gusta. ¡Poneos tiesos y duros! ¡Así, que se marquen bien!». Les ayudé tirando un poco hacía abajo de la blusa, para que la tensión de la ropa remarcase aún más mis carnosos garbanzos. Con un poco de suerte el macizo me los miraría de nuevo.

     «Y esta noche quizás el cabrón se haga una paja pensando en ellos».

     Ese pensamiento hizo que mojara mis bragas.

     —¿Aquí está bien? —Una gota de sudor le resbalaba por la sien. Sentí ganas de lamerla.
     —Sí, perfecto.

     Me sonrió y ¡zas! otra miradita rápida a mis tetas. 

     «Sí, cabrón, son mis dos pezones. ¿Los ves bien? ¿Ves que tiesos los tengo? ¿Has visto cómo se marcan tío macizo? Míralos, machote, míralos bien. Duros como piedras,  perfectos para que te hartes de chuparlos, para tirar de ellos y darles con la lengua. A ti te dejaría que me los mordieras».

     Noté otro latigazo de placer en la zona lumbar y las bragas se me empaparon.

     —Disculpa, soy nuevo y no sé bien si necesito una de esas cosas… ya sabes… un recibo o algo —balbuceó nervioso y me sonrió con timidez mientras volvía a lanzar otra miradita rápida a mi busto.

     —Sí, un momento —le ofrecí mi mejor sonrisa, pero no sé si me salió bien porque él apartó la mirada en seguida—. Necesitas el acuse de recibo intersectorial. 

     «Lo que necesitas son mis dos tetas en la boca para que me arranques lo pezones a mamadas».

     Mientras tecleaba en el ordenador no podía dejar de pensar que, probablemente, mientras yo estaba escribiendo, él me estaba mirando el pecho.

     «Seguro que el cabrón se está regalando la vista con mis tetazas para hacerse una paja esta noche.»

     La idea de que este tío se masturbara a mi costa no dejaba de darme vueltas; sentí como las bragas dejaban de contener lo que salía de mis entrañas y el flujo humedeció los pantalones de talla grande. Intenté levantar la mirada con disimulo para ver si, efectivamente, me estaba mirando los pechos, pero sólo llegué a posar mi vista en sus pantalones vaqueros.
     Tenía una erección.
     No era una erección completa, pero el bulto alargado se le notaba con bastante rotundidad en los vaqueros. Mi silla comenzó a recibir la humedad que rezumaba  mi anegado coño y no pude contenerme por más tiempo. Alcé la vista y le sostuve la mirada mientras le daba la hoja impresa.

     —Esto es lo que necesitas —El papel temblaba ligeramente entre mis dedos—.
     —Sí. Exactamente esto.  —Ahora en su voz no había ni un ápice de timidez. Todo lo contrario.

     Extendió la mano y sus dedos atraparon  los míos durante dos o tres segundos adrede sin dejar de mirarme la cara. El coño me latía con fuerza y sentía unas ganas horrendas de restregármelo, de meterme cualquier cosa dentro y masturbarme hasta  reventármelo y correrme como una loca. Soltó mi mano, se guardó el papel en el bolsillo del pantalón, justo al lado de la polla y luego se inclinó y me preguntó si me gustaría tomar algo al salir del trabajo. Yo le dije que sí. Me llevó a un sitio de ambiente donde nos reímos bastante y nos emborrachamos un poco. En el coche él me chupó los pezones y yo me tragué su polla; luego me llevó a su casa y me corrí en su cara mientras me comía la almeja; después él se corrió dos veces dentro de mi coño.

     Y una mierda.

     Lo que de verdad pasó fue que yo le di el recibo, él se largó y yo tuve que meterme en el baño de la oficina para tirar las bragas a la basura y hacerme una paja. Una hora más tarde terminó mi turno y antes de ir a casa me pasé por el súper con la intención de comprar barritas integrales, infusiones, fruta y verdura, pero en vez de eso compré chocolate, papatas fritas y aceitunas rellenas de anchoas, que me vuelven loca. También compré un paquete de golosinas caninas para Tito; cuando llegué a casa el pobre chucho se había hecho caca en el portal.

     —Ay, ¿qué ha pasado aquí?, ¿no te has podido aguantar?

     Tito ladró dos veces, lo que en lenguaje perruno significa claramente que no, que no había podido aguantarse las ganas de jiñar porque estaba malo de la barriguita, probablemente por culpa del pájaro muerto que había encontrado en la terraza y que él, por simple curiosidad gastronómica, había tenido que zamparse, con huesos y todo.

     —Me tienes harta, chucho del demonio —le decía mientras le acariciaba—, ¿tú te crees que ahora voy a ponerme a recoger cacas, sacarte a pasear, tirar la basura y darte de comer?

     Tito me respondió con un elocuente «guau» y un vigoroso meneo de rabo: «Déjate de rollos y dame mis golosinas, que las estoy oliendo»,

     —Vale, tío, no me regañes. Venga, vámonos.

     Cuando terminé de pasear a Tito me desnudé, me metí en la ducha y me masturbé con el mango de un cepillo pensando en el chico de los recados. Después estuve auto compadeciéndome comiendo aceitunas mientras veía la televisión.

2

Mauro

     No soporto a la jefa de la sección 12, Wilma. Es una plasta. Está como un tren pero no la aguanto, es muy pesada. Bastante tengo ya con adaptarme a la rutina del nuevo trabajo y al papeleo que se gastan en esta empresa, como para que encima tener que soportar a la pesada esa. Cada vez que me ve se cuelga de mi brazo y empieza a hablarme de tonterías. Sé que le gusto y que le encantaría que me la llevase al huerto, pero es que no la aguanto.
     Mira, por ahí viene. Joder, con lo buena que está y lo tonta que es. Yo paso de cruzarme con ella. Me voy a la «mazmorra», o sea, al subsótano 3. Me gusta ese sitio. Es un almacén trastero que está lleno de mierda, polvo, cajas olvidadas de material de oficina, cagarrutas de rata y mobiliario roto. Cuando quiero escaquearme o hacerme una paja voy allí y me desahogo con mis fantasías; es un sitio tranquilo, silencioso y oscuro. Nadie va nunca por ahí.
     Hablando de fantasías, a mi la que me pone de verdad es la gordita de la 12. ¿Qué queréis que os diga? A mi siempre me han atraído las tallas grandes. A mis amigos les sorprende, máxime conociendo mi afición al deporte y cómo cuido mi físico, pero es algo que no puedo evitar.
     Ayer me las apañé para llevarle un paquete a su mesa y antes de llegar ya se me había puesto morcillona. La tía llevaba unos pantalones de pinzas y una blusa blanca ajustada al busto. Tiene un par de senos enormes y ayer estaba empitonada, con los pezones señalando al frente todo tiesos. Debe de tener unos pezones gordísimos porque se les notaba a pesar de la ropa que llevaba puesta. Encima se le transparentaba un poco el sujetador y yo llegué a notar que tenía los pezones marrones, aunque a lo mejor era cosa de mi imaginación, que me hacía ver cosas que no eran.
     La gordita tiene unos ojos verdes preciosos y una cara de niña buena que me pone como las motos, con una sonrisa picarona con dos hoyuelos que me derriten cada vez que sonríe. Ayer, cuando le llevé el paquete, me rozó con los dedos al darme un impreso y casi me da algo. Debería haberme presentado o algo, pero me pongo nerviosísimo cuando tengo que hablar con una chica, sobre todo si me gusta. Y ella me gusta. 
     Me pongo cachondísimo al imaginarla desnuda; toda esa carne caliente llena de mollas y profundas curvas para estrujar y amasar, morder, chupar y lamer. Vaya qué sí. La desnudaría y le echaría encima un litro de aceite corporal, lubricando hasta el último milímetro de sus carnes hasta que su piel estuviera brillante, viscosa y resbaladiza. No me hartaría nunca de explorar toda esa mole de carne trémula.
     Ojalá tenga un chochito pequeño.  Al menos yo la imagino así, con un coñito de esos cerrados, completamente depilado; una simple rajita en medio de una vulva pequeña.
A lo mejor tiene un chochazo gigante lleno de pelos, pero eso tampoco me  importaría. Incluso sería algo bueno. Me gusta fantasear con eso. 

     «Vaya mata hermosa de pelos que tienes aquí abajo ¿eh?, con tanto pelo no sé si voy a ser capaz de encontrarte el clítoris. Vamos a tener que hacer algo. Deja que te enjabone esa almeja, que te la voy a afeitar».

     Le echo espuma de afeitar en el peludo coño y ella alcanza un orgasmo porque al mismo tiempo que le extiendo la crema la estoy masturbando, y cuando le paso la maquinilla vuelve a correrse otra vez por culpa de las caricias de la cuchilla sobre el monte de venus.

     «¡Menuda almejita tienes aquí, chiquitita y cerra…».

     —¡AY! ¡Ostia, ten cuidado joder! —gritó Beatriz al sentir la pesada bota de Mauro aplastarle el pie.

3

Beatriz y Mauro


     —¡AY! ¡Ostia, ten cuidado joder!

     Mauro, el chico de los pedidos, había estado tan ensimismado en su fantasía que no vio a la rolliza administrativa de la mesa 12 hasta que le aplastó los dedos del pie con la suela reforzada de su bota de seguridad.
     Beatriz daba saltitos a la pata coja apoyada en la pared del pasillo, con una mano sobre el muslo del pie lastimado.

     —¡Joder!, como duele, ¡ay!

     Algunos compañeros levantaron la vista de sus teclados y papeles al oír las voces. Mauro dejó los paquetes del pedido en el suelo y se acercó a Beatriz, ruborizado hasta la raíz del cuero cabelludo, muerto de la vergüenza. Le puso una mano en el hombro e intentó disculparse.

     —Dios, perdona, lo siento. No te había visto. Perdóname. ¿Estás bien? —«Joder, es ella, la gordita de la 12. Ostia, tío, me cago en la puta, qué mala suerte. Joder».
     —Pues no, no estoy bien. ¿No ves que me has reventado el pie, capullo? —«¡¿Pero qué haces gilipollas, cómo le hablas así?! ¿No ves que es él, el tío bueno de mantenimiento? Tú eres subnormala, tía».
     —Lo siento muchísimo —Mauro acariciaba el hombro de Beatriz sin ser consciente de ello, pues lo hacía de forma instintiva—. ¿Quieres sentarte? —«Pobrecilla… Pero qué patoso eres, tío, ¡ya podías haber mirado por donde ibas, tontainas! Le tiene que doler un montón, está por llorar y todo. Me cago en mi estampa».
     —Gracias. —«Como duele, madre mía, como duele. Me estoy mareando y todo… ¿Me está tocando? Sí, me está tocando. Dios que no pare de tocarme».

     Mauro ayudó a Beatriz a alcanzar una silla. Ella iba dando saltitos a la pata coja apoyada en el hombro (musculadísimo) de Mauro, y él había pasado un brazo por la espalda de Beatriz y la sostenía por la axila. Sus dedos percibieron la ligera humedad de sudor que había ahí.

     —«Estoy tocando el sudor de sus sobacos. Qué morbo, ¡uf!».
     —«Mierda me está tocando el sobaco y seguro que lo tengo sudado. Qué vergüenza. Mierda, mierda, mierda».

     En el breve trayecto desde el pasillo hasta la silla, Beatriz había ido dando saltitos, provocando que su generoso busto saltase también, balanceándose arriba y abajo. Llevaba una blusa abotonada y por el resquicio que había entre los botones Mauro pudo verle el sujetador.

     —«Vaya pedazo de tetas que tiene, y cómo rebotan, madre mía. ¿Has visto eso?, tiene el sostén de encaje y por los agujerillos se le veía la carne de las tetas. Me estoy empalmando, mierda».

     —Siéntate aquí un momento, voy a quitar los paquetes del suelo no vaya a ser que alguien tropiece.
     —Vale… ay…—Beatríz asintió con la cabeza, agarrándose el tobillo mientras una lágrima rodaba por la mejilla. 

     —«Esto duele una barbaridad. Espero no haberme roto la uña. ¡Ay!… Me ha vuelto a mirar las tetas. Los tíos son la hostia: te pisotean y luego te miran las tetas. Qué cerdos son, siempre están pensando en lo mismo. Pues aprovecha hija, que pareces tonta. ¿Con éste? Calla, calla, qué vergüenza. ¿Tú has visto lo gorda que estoy? El musculitos éste seguro que se pone a vomitar de asco si me viera en cueros ¿Por qué hace tanto calor aquí? Ya estoy transpirando, me cago en la leche».

     Mauro agarró los paquetes del suelo, apartándolos del pasillo, y los llevó hasta la silla donde estaba Beatriz sosteniéndolos delante de él, ocultando la erección que le tensaba los vaqueros.

     —¿Estás mejor?, ¿necesitas algo? —Mauro se fijó en la frente perlada de sudor de la chica—, ¿quieres agua?
     —Sí, por favor. Te lo agradecería —Beatriz estaba sentada, inclinada, frotándose la pierna a la altura del tobillo; en esa posición su vista quedaba a la altura del vientre de Mauro.

     —«No puede ser. Está empalmado. Lo intenta ocultar, pero se lo estoy viendo. ¿A este tío qué le pasa?, ¿siempre va así, con el rabo tieso? A lo mejor le gusto. Claro, y los cerdos vuelan. Debe ser cosa de las hormonas que se toman en el gimnasio, que les hace ir todo el rato cachondos. Joder qué alegría. Qué suerte tendrá la novia entonces. Porque éste tendrá novia, vamos, seguro. Alguna doña perfecta, como la jefa. Qué cabrón. Seguro que se hincha a follar todos los días. Y yo matándome a pajas. Que asco de vida. ¿Por qué mierda tengo que estar tan gorda? Qué ascazo me doy. Esta tarde me  pongo a dieta, lo juro. Gorda de mierda».

     Las lágrimas de dolor se mezclaron con las de auto compasión.

     Cuando llegó al expendedor de agua Mauro se echó varios chorros por el cuello para enfriar el calentón y rebajar la erección. Llenó un vaso de plástico con agua fresca y se la llevó a la chica gorda.

     —«¿Chica gorda? Eres un capullo,  no la llames así. Al menos sé educado y pregúntale el nombre. Joder como llora, qué pena. Le he tenido que hacer mucho daño. Me cago en mi vida, por mi culpa. Con lo bonita que es cuando sonríe. No llores así, venga va, que me haces polvo, chiquilla».

     Beatriz se apartó las lágrimas con el puño de la camisa, descubriendo unos ojos verdes vidriosos y enrojecidos. Mauro se fijó que tenía una pequeña constelación de pecas alrededor de la nariz, algo que la hacía aún más atractiva. Ella agradeció el agua, que bebió nerviosa en un largo trago. Una gota se le escurrió por la barbilla y a Mauro le hubiera gustado limpiarla con el pulgar.

     —Deberías quitarte el zapato para ver  como lo tienes. Si te duele mucho igual te he roto una uña o algo peor. Joder, no sabes cómo siento haberte pisado. De verdad, me sabe fatal verte así.
     —Ya se me está pasando —mintió—, tampoco tienes toda la culpa. Yo también iba distraída —mintió otra vez—. Déjame sola y en un par de minutos se me pasará.

     —«¡¿DÉJAME SOLA!? ¿Pero por qué he dicho eso! Joder, no te vayas, me he confundido, quería decir ‘déjame sólo un par de minutos’. Joder, ostia, no puedo ser más ridícula».

     —Claro, tranquila —«está mosqueada»—, lamento haberte pisado. —Mauro se quedó prendado unos segundos más admirando el color verde de sus ojos—. Ya nos veremos por aquí.

     —«¿Qué hago? ¿Me presento, le digo mi nombre? Está mosqueada y rabiando de dolor, quiere estar sola. Venga, déjala tranquila. Coge los paquetes, haces el pedido y te vas al sótano a hacerte una buena paja pensando en el sujetador, el movimiento de sus tetas y el sudor de sus axilas. Cretino».

     —«No dejes que se vaya, capulla. Dile tu nombre al menos. ¿Para qué? Como si yo le importase lo más mínimo. Tú reza para que cuando te quites el zapato no tengas un dedo roto. Lo que me faltaría, un mes de baja tirada en el sofá. Mira que me están entrando ganas de llorar otra vez».

     —Sí, nos vemos —dijo Beatriz despidiéndose de él.

     Esa noche Mauro y Beatriz se masturbaron en casa pensando cada uno en el otro, ambos con una fantasía distinta: la de ella era salvaje, desesperada, sucia y violenta. La de él era pausada, platónica, llena de caricias y sentidos a flor de piel. Aunque los dos llegaron al orgasmo, ninguno quedó satisfecho.

4

Mauro y Beatriz

     Beatriz accionó el interruptor de la luz, pero no sucedió nada.

     —Mierda.

     El subsótano 3 seguía tan oscuro como un pozo. Era un espacio enorme, atestado hasta arriba de máquinas, herramientas, mobiliario y cajas (muchas cajas) de todo tipo. Beatriz sacó el teléfono móvil y accionó la linterna. Unas formas imprecisas aparecieron ante ella perfiladas contra la pintura grisácea de los muros de hormigón, sucios y polvorientos. Aquello era un caos. Apuntó el foco de luz hacía el fondo, buscando la estantería de los anales pre-digitalización que necesitaba, pero no los vio, aunque sabía que estaban por allí.
     Un gemido se le escapó de la garganta. Apenas había espacio para caminar entre todos los trastos que había ahí acumulados, desde muebles de oficina hasta máquinas expendedoras, pasando por objetos de decoración y viejos colchones de muelles, apolillados y cubiertos de polvo. También había puertas de metal y maquinaría de imprenta antiquísima. Vio que tendría que pasar entre ellas y el espacio era reducido.

     —«¿Reducido? Eso está mas estrecho que mi ojete. Con este barrigón que tengo no paso yo por ahí ni loca».

     Intentó mover alguno de los objetos, pero era imposible. Pesaban demasiado. 

     —«A lo mejor puedo pasar por encima».

     Habían pasado dos días desde que Mauro le pisó el pie y ya no lo tenía inflamado, aunque la uña del dedo gordo se le había puesto morada y aún le dolía. Beatriz se subió a unos archivadores, alumbrando con nerviosismo la montaña de objetos variados que la rodeaban, rezando para que no saliera ningún bicho de allí. El polvo le  hacía toser y constantemente se pasaba la mano por el pelo y la ropa para quitarse las pegajosas telarañas. De forma instintiva procuraba no descargar todo el peso en el pie herido, lo que hizo que perdiera el equilibrio y que cayera hacía el suelo con un grito.
     Por suerte consiguió aferrarse a una barra de conducción que había en un muro, evitando una caída muy, pero que muy peligrosa.

     —Yo no tengo cuerpo para estas aventuras —dijo en voz alta, asustada—. Me voy a matar aquí abajo.

     Echó un vistazo al móvil y comprobó que se le hacía tarde. Dentro de poco cerrarían y solo quedaría en las oficinas el agente de seguridad. Éste solía quedarse en el cuarto comunal, cinco plantas más arriba, viendo la televisión, jugando al ordenador o viendo porno en el móvil. Beatriz necesitaba acceder a esos anales. Wilma le había exigido un informe sobre un contrato antiquísimo (vaya usted a saber para qué) y el informático le dijo que todas las copias de los informes que necesitaba se habían perdido al quemarse un servidor. Las únicas fuentes que le quedaban eran los originales en papel que se guardaban allá abajo.
     Eran unos informes del año del pedo, pero le hacían falta.
     Resignada, intentó probar a meterse entre las máquinas.

     —Me voy a poner sucísima —Beatriz hablaba en voz alta para ahuyentar a los posibles roedores y demás alimañas que hubiera por ahí—. Qué asco, qué asco, ¡qué asco!

     La centenaria maquina de imprenta era una mole informe llena de todo tipo de engranajes, tubos, ángulos, planchas, ruedas, cables y rodillos; todo de metal y madera, nada de plástico. Tenía grandes grumos de grasa viejisima solidificada y restos de tinta petrificados. La madera estaba agujereada por la carcoma y las planchas de acero estaban descascarilladas de óxido.

     —«De aquí salgo con el tétanos» —pensó.

     Beatriz entró en el reducido espacio entre las máquinas de lado, sintiendo en seguida todas esas piezas enganchándose en la ropa. Cada dos por tres tenía que parar, moviendo el trasero y la barriga en varias direcciones, apretando y aflojando para hacer hueco.
     Poco a poco la inquietud fue aumentando conforme el espacio entre las maquinas se hacía más y más estrecho; sentía que le costaba más trabajo avanzar y el riesgo de quedarse allí atrapada era más que probable. Un par de metros más adelante ya estaba totalmente asustada. La claustrofobia y la oscuridad la envolvieron y sintió un congoja horrible en el pecho; empezó a jadear y gimotear. Quería salir de allí.
     Asustada, intentó girar un poco para regresar por donde había venido y se le cayó el móvil al suelo, con la linterna bocabajo.
     La oscuridad la engulló y gritó lo más fuerte que pudo.
     Comenzó a agitar el cuerpo desesperada, intentando alcanzar el móvil con las manos, pero estaba más allá de su alcance. Podía verlo gracias a la luz de la linterna, que salia por debajo, e intentó moverlo con el pie, pero en vez de acercarlo lo alejó de una patada, enviándolo lejos, bajo una estantería.
     Volvió a gritar de rabia, con una desesperación que rayaba en el pánico.
     Muerta de miedo intentó deshacer el camino a oscuras, restregándose contra las maquinas sin importarle la suciedad o los bichos, pero la ropa se le enganchaba cada dos por tres y su pecho se le atoraba entre grandes paneles de metal. El pelo le daba tirones cada vez que los rizos se metían entre los engranajes o se enredaba con las rejillas de metal oxidado y su barriga parecía que había crecido y ahora se empeñaba en atorarse, al igual que su culo. 
     Se hizo varios arañazos con los ángulos y esquinas afiladas de metal oxidado y las diminutas heridas le escocían cuando el sudor entraba en contacto con ellas. Allí hacía mucho calor y ahora, al estar atrapada, la sensación de asfixia y bochorno era aún más alta. Debido a los movimientos bruscos de su cuerpo algo se cayó en la oscuridad, golpeando otros objetos y provocando una pequeña avalancha llena de ruidos metálicos. Beatriz sintió que un objeto muy pesado le presionaba la espalda, impidiendo cualquier movimiento por su parte.

     Comenzó a gritar desesperada, con gruesas lágrimas corriendo por su cara, pidiendo auxilio.

     —«Nadie va a venir. El guarda no baja nunca aquí. Apenas sale del cuarto comunal. Nadie va a venir y hoy es viernes. Estarás aquí encerrada tres días, hasta el lunes. ¿Tres días? ¿Quién le va a dar de comer a Tito? Y yo aquí a oscuras y sola. O a lo mejor no tan sola. A lo mejor hay ratas. Sí, ratas cobardes que no se atreven a acercase a los humanos… Bueno, a los humanos que se mueven libres no se acercarían, pero a lo mejor se envalentonan con una gorda como tú que no puede defenderse ni moverse. Seguro que empezarían a comerte por la barriga. O quizás por la cara».

     Beatriz oyó un ruido varios metros más allá, un golpe seguido de un sonido como de patitas diminutas corriendo por el suelo de cemento, acercándose hacia ella. Beatriz gritó y un par de bombillas de baja intensidad se encendieron en el techo.
A la tenue luz amarillenta de las bombillas vio que el sonido que había oído provenían de un puñado de tornillos que rodaban hacía ella por el suelo.
     Mauro apareció de detrás de unas sillas de metal apiladas junto a unas cajas de tornillería y ferretería, con una expresión de sincera preocupación en el rostro que rápidamente se convirtió en alivio.

     —¡Estas ahí! Ostras, te estaba oyendo desde arriba y no te localizaba.

     La primera sensación que recorrió el cuerpo de Beatriz fue el de alivio, pero en pocos segundos fue sustituida por una vergüenza tan intensa que por poco le hace perder la conciencia. El rubor le encendió la cara y su corazón comenzó a latir a tres millones de latidos por segundo. Las lágrimas le caían a borbotones y sollozaba a moco tendido. En toda su vida de adulta no había llorado con tanta intensidad. Quería morir de vergüenza, literalmente.

     —Vale, venga, ya está, tranquila —Mauro se acercó a ella con agilidad felina, sorteando los obstáculos con facilidad pasmosa—. Ya estoy aquí, ¿estás herida?, ¿estas bien?, cálmate, tranquila.

     Beatriz  no podía hablar. Estaba teniendo un ataque de ansiedad y sólo podía llorar con los ojos cerrados, sin atreverse a mirar a Mauro, jadeando con la boca abierta, la cara llena de chorretones por las lágrimas mezcladas con el maquillaje, el polvo y la suciedad. Una mano cálida le acarició las mejillas con timidez, limpiando con dedos nerviosos las lágrimas de su cara.

     —Ya va, ya pasó. Estoy contigo. Todo va a salir bien.
     Una idea llenaba la mente de Beatriz y le impedía hablar o reaccionar con racionalidad:

     —«Gorda obesa atrapada por mi gordura obesa atrapada como una rata por obesa de mierda gorda gorda gorda».

     Durante un par de minutos Mauro intentó tranquilizar a Beatriz, pero la ansiedad y un absurdo sentimiento de vergüenza abrumaba a la chica, bloqueando sus sentidos.

     —Te llamas Beatriz, ¿verdad?, yo me llamo Mauro. —El chico, preocupado, recorrió el cuerpo de Beatriz con la mirada, sin lascivia—. ¿Estás bien?, ¿estás herida?, ¿crees que puedes salir sola?

     Beatriz negaba con la cabeza.

     —¿Qué hacías aquí abajo?, ¿buscabas los archivos viejos?

     Beatriz asintió.

     —¿Por qué no esperaste al lunes? Los de archivos podrían haberte ayudado. —Las constantes preguntas tenían como objetivo distraer a la chica y desbloquear su cerebro al obligarlo a buscar respuestas. Lo había leído en una revista—. ¿Tan importantes son?

     Beatriz sorbió por la nariz y se restregó las lágrimas con la manga de la blusa. La crisis pasó y la chica fue calmándose.

     —Wilma necesita esos archivos —respondió al fin—. Yo quería terminar pronto su informe para…, para, —«para  que ella supiera lo buena que soy en mi puesto de trabajo; puede que no tenga su físico, pero intento hacer mi trabajo mejor que nadie», —para complacerla —dijo al final. 
     —Ya veo. ¿Encontraste los archivos?
     —Están al fondo. —Beatriz se atrevió a mirar fugazmente a Mauro y le dijo entre hipos y sollozos—: Dios, qué vergüenza, quedarme aquí pillada.
     —Mira, no tienes por qué avergonzarte de nada. —Mauro miraba alrededor, buscando la forma de sacarla de ahí—. Hay que tener muchos huevos para bajar aquí abajo, de noche, a solas y totalmente a oscuras.
     —Sí —dijo Beatriz sorbiéndose  los mocos—, valiente para bajar aquí y acabar atascada por culpa de esta lorzas.
     —Oye, no digas eso. De verdad, no debes castigarte de esa manera. Mira, creo que si empujo ese panel podrás salir por allí.
     Beatriz recordó algo.
     —La luz no funcionaba, ¿cómo la has encendido? —preguntó, más tranquila.
     —Desde el diferencial. Vamos.

     Mauro hizo palanca con su cuerpo,  tensando los bíceps y los músculos de la espalda, gruñendo y resoplando, empujando con sus fuertes piernas. Algo se desplazó detrás de Beatriz y ella notó en seguida que la presión en su espalda disminuía. Estaba libre.

     —Prueba a pasar por detrás de mi —dijo Mauro.

     Beatriz encogió la barriga todo lo que pudo, pero aún así no pudo evitar restregar y estrujar su barriga y sus senos contra la espalda de Mauro mientras éste empujaba la plancha de metal. A partir de ahí el hueco era más amplio y Beatriz consiguió salir sin más ayuda. Cuando lo hizo, se dejó caer al suelo. Sus piernas no la sostenían. El sentimiento de vergüenza aún no la había abandonado.

     —«Antes de llegar a casa me suicido, me tiro por un puente, o me reviento los sesos con el coche. Éste tío se lo va a contar a todo el mundo. Ya me lo imagino. La gorda atrapada: ‘Aquella foca  parecía la crema aplastada entre dos galletas oreo, qué risa, si no llego aparecer se la hubieran comido las ratas. Hubieran tenido comida para seis meses’. Yo me mato. Cabrón. Mierda, no me puedo matar. ¿Si me mato, quien cuidará de Tito?».

     —He encontrado tu móvil —Mauro se lo tendió mientras se agachaba clavando una rodilla frente a ella.
     —Gracias —dijo sin atreverse aún a mirarle a la cara.
     —Ya pasó todo —Mauro extendió una mano con la intención de apartarle el cabello y verle el rostro, pero la timidez le venció y no se atrevió.
—¿Estás herida?, ¿estás bien?

     Beatriz simplemente movió la cabeza a los lados y Mauro no supo si le estaba diciendo que no estaba herida o que no estaba bien.
Mauro vio que se le habían roto un par de botones y la blusa se había abierto, dejando a la vista un sujetador con unas copas de tamaño considerable. Curiosamente, en esos momentos no sintió morbo ni excitación.

     —Se te han saltado un par de botones —señaló la blusa—. Oye, ¿quieres que vaya yo a por los informes que necesitas?

     Beatriz se tapó con indiferencia mientras asentía con la cabeza.

     —Necesitaría los del 54 y 55 —dijo entre hipidos—. Gracias.

     Mauro regresó al montón de maquinaria y Beatriz se incorporó y se limpió los mocos y las lágrimas como buenamente pudo con las mangas de la blusa, que a esas alturas estaban hechas un asco. No paraba de lagrimear y moquear. Miró el móvil y vio que la pantalla estaba destrozada. Luisa observó su propio cuerpo —«gordo y obeso»—, buscando heridas. Encontró varios arañazos, pero ningún corte profundo. La ropa estaba más allá de cualquier posible recuperación. Se le habían roto varias costuras y tenía pegotes de grasa y polvo por todos lados.
     Mauro regresó con una carpeta y Beatriz, tras comprobar que eran las fechas correctas, le dio las gracias de nuevo.

     —Gracias por todo.Vaya forma de hacer el ridículo, ¿eh? 
     —No digas eso. Lo has debido de pasar muy mal.
     —Ya. Al menos tú tendrás una buena anécdota que contar —Beatriz jugaba todo el rato con la carpeta, nerviosa y algo mosqueada. La vergüenza estaba dando paso un sentimiento de hostilidad y rechazo. Estaba empezando a enfadarse consigo misma, a volver a la vieja cantinela auto compasiva.

     —«Esta va a ser una anécdota memorable en el gimnasio. Tú y tus amigos os estaréis riendo a mi costa una buena temporada».

     —No tengo intención de hablar de esto con nadie.
     —Claro. Seguro —respondió ella, escéptica. Se sacudió la porquería de los pantalones con la carpeta mientras se sujetaba la blusa con la otra mano—. Tengo que irme.
     —Deja… —Mauro luchó contra su timidez—, deja que te acompañe. ¿Te puedo invitar a un café?

     Beatriz frunció el ceño y miró a Mauro a los ojos, descubriendo que los tenía marrones.

     —«¿De qué va éste? ¿Un café? Después del bochorno y el miedo que acabo de pasar, lo último que quiero ahora mismo es tirarme una hora con la ropa llena de mierda hablando contigo. Ya te has lucido, tío bueno. Has hecho tu papel de macho heroico y tendrás una bonita historia que contar mañana a tus amigotes del gimnasio y a tu novia esta noche, en la cama. Ahora mismo lo que quiero es hundir la cabeza en un tarro de dos litros de helado y ahogarme en él».

     —¿Un café?, ¿de noche? —Estaba a la defensiva. No confiaba en Mauro—. Un estimulante es lo último que necesito ahora mismo.
     —Claro.
     —Además no quiero que tu novia se ponga celosa.
     —Yo no tengo novia —Mauro contempló el campo de pecas que crecían alrededor de la nariz de Beatriz—. Yo antes era como tú —dijo de improviso.

     Beatriz levantó las cejas.

     —¿Como yo?
     —Hace cinco años pesaba ciento cincuenta kilos.

     Beatriz estudió atentamente el rostro de Mauro, intentando averiguar si le estaba tomando el pelo.

     —¿Tú?, venga ya.
     —Sé lo que es estar… —Mauro buscó la palabra adecuada–, en tu situación, ya sabes, con sobrepeso.

     Beatriz le miró en silencio, escéptica.

     —Mira —el chico sacó su teléfono y buscó entre los archivos—.

     Le tendió el móvil y Beatriz dejó la carpeta en el suelo para verlo mejor. Vio la foto de un chico gordísimo, con una camiseta que podría haber servido como carpa de circo. Eso no era estar gordo. Era obesidad mórbida.

     —¿Este eres tú? —Por  primera vez desde que había bajado al sótano Beatriz sonrió, aunque no había humor en esa sonrisa, si no incredulidad y estupor.
     —Sí, ¿ves? Horrible. Estaba muy mal. —Mauro iba pasando fotografías–. De hecho estaba tan mal que tenía serios problemas de salud. Mi diabetes viene de esa época.

     Beatriz miraba alternativamente a las fotografías y al rostro anguloso y atractivo de Mauro. Ciertamente el parecido estaba ahí. Era algo turbador, como ver las fotografías de antepasados lejanos en los que distingues rasgos comunes con los más cercanos.

     —¿Cómo lo hiciste?, ¿cómo perdiste peso?
     —La única solución si quería llegar a los cuarenta años era pasar por el quirófano —Mauro evitaba mirar a Beatriz a los ojos—, pero antes debía de bajar una buena cantidad de kilos para no tener complicaciones durante la intervención. Así que me impusieron una dieta estricta y una rutina de ejercicio físico agotadora. —Mauro soltó una carcajada nerviosa–. Resultó que aquella rutina me gustó tanto que me volví adicto al deporte y la comida sana. Al final no fue necesario pasar por quirófano, excepto para quitarme el exceso de piel sobrante. Mira. 

     Mauro se levantó la camiseta y se bajó un poco la cintura de los vaqueros para dejar al descubierto una cicatriz que recorría su bajo vientre, justo por encima del pubis.

     —Mira, ¿ves cómo esta zona está mas dura? —Mauro tomó la mano libre de Beatriz y la puso sobre su piel desnuda, encima de la pálida cicatriz. Lo hizo de forma natural, sin doble intención. De alguna manera Beatriz se percató de ello, de que Mauro simplemente quería contarle su historia sin pretender nada, sólo para hacerla sentir bien, para solidarizarse con ella sin buscar nada más que su comprensión y, quizás, su amistad.

     Beatriz acarició la piel de Mauro, suave, tersa, dura y cálida. Sentía bajo las yemas de los dedos la electrizante juventud de Mauro y le era transmitida a su centro nervioso, provocando una serie de reacciones químicas arrolladoras. Beatriz admiró el abdomen plano y subió la mano desde la cicatriz hasta el ombligo, pasando luego el dedo por encima de los abdominales. Extendió el otro brazo para acariciar el vientre con ambas manos al mismo tiempo, y al hacerlo, la blusa quedó libre, abriéndose otra vez dejando el sostén a la vista. Ella no se cansaba de explorar los valles y montañas que surcaban el vientre de Mauro. Los abdominales eran definidos, muy duros, cubiertos por una fina capa de sudor. Beatriz, hipnotizada, introdujo un dedo en el ombligo y lo movió dentro. Se rió por lo bajo al descubrir una pelusilla.

     La chica sintió una mano sobre una de las copas del sujetador y Beatriz le miró a la cara.
     Mauro retiró la mano de golpe.

     —Perdona —Estaba ruborizado, con las orejas ardiendo—. Perdón.

     Beatriz se dio cuenta entonces de dos cosas; primero, que la diabetes no era la única secuela de su obesidad: también había heredado una timidez casi patológica; segundo: —«Le gusto. Me cago en la puta, yo le gusto».

     —Puedes tocarlas.

5

Sexo y Amor


     «Le gusto. Me cago en la puta, yo le gusto».

     —Puedes tocarlas.

     Beatriz aun tenía sus manos puestas sobre el abdomen de Mauro y puedo sentir el sobresalto y la agitación del chico cuando este contrajo el vientre al oír cómo le daba permiso para tocarla. Los dedos de Mauro se movieron tímidamente sobre la superficie de sus pechos sin atreverse a apretarlos. Las yemas recorrieron el encaje semitransparente lleno de arabescos y de intrincados dibujos, buscando la zona frontal de los senos, allí donde despuntaban los pezones, apenas entrevistos como unas sombras oscuras.
    Beatriz hizo lo propio con Mauro, acariciando el torso firme del chico, desplazando la camiseta hacía arriba hasta alcanzar sus prominentes pectorales. Las tetillas de Mauro eran de color oscuro y estaban presididas por unos pezones con la forma y el tamaño de lentejas. La respiración del chico aumentó de ritmo cuando Beatriz posó sus labios sobre uno de ellos, besándolo muy despacio. Mauro aferró sus grandes senos, apretando, calibrando la resistencia de la carne que había debajo del sujetador.
     Beatriz le daba besos breves, apoyando apenas los labios sobre los pectorales, el cuello y el mentón; la barbilla de Mauro tenía un pequeño hoyuelo y Beatriz jugó con él usando la punta de su lengua.
     Mauro apoyó una mano en la mejilla arrebolada de Beatriz y acercó su boca a la suya; el aliento de ambos se mezcló en el breve espacio que separaba sus rostros segundos antes de besarse.
     Las lenguas se acariciaron mutuamente; la de él, despacio, insegura, sin apenas atravesar la boca de ella; la lengua de Beatriz, en cambio, buscaba con avidez el aliento del chico, introduciéndose en su boca y libando con ansía y desespero, aspirando y succionando el aire que expulsaba el chico.
     El mundo se convirtió en un maremagnum de lenguas, paladares, mejillas, labios, dientes y saliva. El calor de sus cuerpos los envolvió y la transpiración comenzó a aflorar en ambos, llenando el caluroso ambiente de feromonas.
     Mauro le arrancó el sostén y liberó los grandes pechos de Beatriz sin dejar de lamerle la lengua. Sus dedos buscaron a ciegas los pezones y los encontró mucho más grandes y prominentes de lo esperado. Al apretarlos Beatriz gimió en su boca, apartándose y dejando un débil puente de saliva entre ambos. 
     Beatriz le quitó la camiseta: el pecho lampiño, amplio y varonil, estaba cubierto por una película de sudor que ella recogió con las uñas.
     Mauro le abrió completamente la blusa y contempló las ubres de Beatriz: grandes y pálidas, con unas venas azuladas apenas perceptibles recorriendo las amplias curvas. Tenía unas aureolas oscuras, muy anchas y cubiertas de pequeñas protuberancias. Los pezones eran dos cilindros erectos de color marrón, gordos como meñiques.
     Las tetas descansaban en una barriga prominente, suave y tersa, sin defectos, que se agitaba al ritmo de la respiración de la excitada chica. Beatriz transpiraba y el sudor le proporcionaba un ligero brillo aceitado a la delicada piel de su abdomen.
     Beatriz siguió la mirada de Mauro y se ruborizó, sintiendo una vez más vergüenza de su cuerpo.

     —No la mires.

     Mauro la ignoró y se inclinó para introducirse uno de los gordos pezones en la boca mientras acariciaba el amplio vientre de Beatriz, apretando con suavidad su barriga, amasándola con unos dedos grandes y fuertes. Las caricias provocaron que la húmeda vagina segregase fluidos con profusión, impregnando la ropa interior de Beatriz conforme éstos salían fuera de sus labios, hinchados y excitados. Su clítoris era un bastoncillo tieso que irradiaba un calor que los jugos de su sexo no podían calmar.
     Mauro, a su vez, sentía el dolor físico que le proporcionaba la presión de los ajustados vaqueros en su glande. Desde el primer contacto con Beatriz había sufrido una erección animal, intensa, enorme. Su pene, atrapado en las recias ropas de trabajo, se endureció y el prepucio intentó seguir su camino habitual, pero se encontró con la resistencia de los vaqueros, impidiendo bajar del todo. El frenillo le dolía y el glande, estrujado y asfixiado, se quejaba de dolor, pidiendo ser liberado.
     Las manos de Mauro recorrían el cuerpo de Beatriz: los pechos, el vientre, los brazos, la cara, el cuello, los hombros, el pelo…; intentaba abarcar cada parte de toda esa carne cálida, trémula y viva que latía y gemía frente a él. La desnudó con torpeza, a tirones, intentando acariciar y palpar con desesperación la carne que era liberada.
     Beatriz se dio un festín con el cuerpo escultural de Mauro. Todo él era piel tensada sobre carne dura y tendones vibrantes; los músculos, definidos y surcados por venas pronunciadas, eran rocas a las que Beatriz se aferraba para no resbalar mientras escalaba ese cuerpo empapado de sudor.
     Mauro, enfermo de pasión, le agarró la amplia cintura, enterrando los dedos en las carnes blandas y la arrastró, llevándola hasta la pared donde estaban apoyados los viejos colchones, tirando uno al suelo.
     Así, abrazándose, besándose, explorando mutuamente sus cuerpos entre gemidos y fuertes jadeos, arrancándose las ropas y tomando conciencia de la excitación que se provocaban mutuamente, cayeron encima del sucio colchón, confundidos los cuerpos en un caos de piernas, brazos y prendas a medio desvestir.

     Beatriz sintió como la espalda desnuda se le impregnaba con la fina capa de polvo que cubría el colchón; separó las piernas y alzó los muslos grandes y rollizos para hacerle más fácil a Mauro quitarle los pantalones. Tras quitárselos, Mauro hizo lo propio con los suyos, dejando a la vista el pene erecto, ligeramente curvo y tieso como un signo de exclamación. Los testículos le colgaban varios centímetros por debajo, en una bolsa de pellejo abultada y totalmente rasurada que se agitaba en el aire con insolencia.
     Mauro deslizó hacia abajo las braguitas de Beatriz. Al hacerlo, un pequeño hilo viscoso fue descolgándose desde el forro interno de la prenda hasta los hinchados labios del coño. Mauro admiró embelesado el sexo que apareció bajo la amplia barriga de la chica. 
     Un pequeño jardín de cabellos entretejidos presidía el monte de venus, abultado e inflamado; justo debajo se abría un coño cuyo interior era un laberinto de carnes rosadas, pliegues y protuberancias, todo ello lubrificado por una pátina viscosa que refulgía bajo la luz amarillenta de las bombillas.
     Del interior del coño se escapó una delgada cinta de líquido cervical, blanco y espeso, que resbaló por el perineo hasta el ano. Mauro lo limpió con la lengua.     

     El sabor de Beatriz era intenso, ácido, levemente agrio. A Mauro le supo a gloria.
     Los efluvios eran abundantes y la excitada chica no dejaba de segregarlos, inundando el apuesto rostro del chico con el almizcle que supuraban sus entrañas. El olor era fuerte, puesto que el sexo de Beatriz había acumulado fluidos después de una larga jornada, fluidos a los que se les había sumado el sudor generado entre sus muslos por el estrés y el calor. Aún así, la lengua entraba en esa cavidad con glotonería, dilatando la raja y penetrando en el laberinto de pliegues para lamer hasta el último rincón.
     Mauro se ayudó de las manos para separar aún más los jugosos labios internos y levantar la capucha del clítoris, el cual se encontraba erecto e inflamado, sobresaliendo por encima del coño como un diminuto glande. La lengua lo rodeó en círculos, arrojando sobre él los gemidos graves y guturales que le salían de la garganta. El fuerte olor de ese coño excitado y lleno de babas le provocaba unas oleadas de lujuria intensísimas, haciendo que su polla sufriera espasmos continuos. 
     Los latigazos de la lengua de Mauro aumentaron de ritmo e intensidad, masturbando la raja de Beatriz en todas direcciones. A veces bajaba por el perineo para limpiar el sucio agujero trasero. Allí sentía la aspereza del vello que lo rodeaba. Mientras le lamía el ojete sus dedos exploraban la gruta de Beatriz, introduciéndose con gran profundidad, recogiendo los espesos grumos de crema que expulsaba la cérvix y follándole el coño con ritmo pausado, pellizcando el tieso clítoris y la resbaladiza capucha que lo envolvía.
     Justo antes del orgasmo, los gordos muslos de Beatriz, ligeramente rugosos debido a la celulitis, se cerraron a ambos lados de la cabeza de Mauro, quedando éste sumergido en un mar de carne caliente, con la cara embutida en ese coño que despedía fuego. El orgasmo de Beatriz fue una explosión que recorrió hasta el último nervio de su orondo cuerpo.
Mauro veía cómo toda esa carne vibraba y temblaba, agitada por seísmos de placer mientras sentía los espasmos vaginales en su boca y en sus dedos.

     —¡Dioooooooss! —gimió ella al fin.

     Beatriz, en el paroxismo del orgasmo, se agarró ambos pezones, tironeando de ellos constantemente.
     Mauro, insatisfecho y horriblemente excitado, volvió a separarle las gruesas piernas a Beatriz para acceder al bajo vientre y lamer los pliegues y las lorzas de su barriga. Lamía, chupaba y mordía ignorando las quejas de Beatriz, puesto que a ella le daba vergüenza que le tocase los rollos de grasa y celulitis.
     El muchacho, enfermo de lascivia, empujaba las tetas y metía la lengua debajo de ellas, justo en la base, lamiendo los restos de sudor allí acumulados. También le lamía el ombligo y los erectos pezones; le lamía el sudor del cuello y le chupaba la saliva que resbalaba de la comisura de los labios. Le besó las pecas de la nariz y le introdujo la lengua en la boca al mismo tiempo que le metía la polla en el coño.

     Mauro penetraba a Beatriz con una rabia apenas contenida, insertando el tieso mástil en el excitado coño con fuerza, usando toda la potencia de sus musculadas piernas para llenar hasta el último rincón de esa chorreante vagina con su hombría. Los colgantes huevos palmeaban la parte inferior del coño y el grueso glande dilataba las paredes internas, profundizando y excavando entre chapoteos y viscosos sonidos.
     El afeitado pubis de Mauro pronto se convirtió en una pista resbaladiza cubierta de sudor mezclado con los flujos sexuales de Beatriz, aumentando aún más el demencial ruido que hacían las carnes de ambos al golpearse.
     Beatriz chillaba de placer en la boca de Mauro y éste, a su vez, gemía y bufaba sobre ella, regando su cara con finas gotas de saliva y sudor, pues la frente del chico era una fuente de transpiración debido al bochorno que los cubría.
     La chica no podía pensar en nada más que en la nube gloriosa de placer en la que estaba flotando, con todos los nervios electrizados, sintiendo calambres de éxtasis que viajaban desde la zona lumbar hasta el interior de su vientre. Sus uñas recorrieron la topografía accidentada de la espalda de Mauro, un mapa lleno de músculos y tendones duros como cables de acero, que se contraían y expandían al ritmo de sus empujes. Sus enormes tetas eran un juguete a merced de la gravedad, balanceándose de forma errática en todas direcciones, con los doloridos pezones tirando de ellas.
     Con un rugido Mauro empotró su cuerpo contra la gorda tripa, insertando la polla hasta sentir en la punta del carajo el cuello uterino, aplastando el hinchado clítoris con el pubis. La descarga de semen inundó la vagina en sucesivos chorros, eyaculando copiosamente y ahogando con fuego líquido la entrada del útero.
     Beatriz, con las sienes surcadas por dos regueros de lágrimas, le mordió la boca y chilló al correrse con tanta intensidad que expulsó pequeñas cantidades de líquido por el agujero del meato.

     Extenuado, Mauro se derrumbó sobre el sudoroso cuerpo de Beatriz, mullido y caliente,  apoyando su mejilla sobre la de ella, sintiendo los últimos coletazos del orgasmo simultáneo, que provocaba leves espasmos en ambos cuerpos.

     Mauro sintió los dedos de Beatriz en su cara y abrió los párpados para enfrentarse a los ojos verdes de la chica. Ella sonreía.

     —Deberías sonreír más veces —dijo Mauro—. Creo que no le sacas suficiente partido a esos hoyuelos —diciendo eso la besó, esta vez sin lengua.
—¿Por qué yo? —Beatriz jugaba con el cabello de Mauro—, ¿por qué a mi? 

     Mauro reflexionó un momento.

     —Porque me atraes —volvió a besarla—. Me gustas.

     Beatriz aceptaba los besos mientras negaba levemente con la cabeza. Sentir el peso muerto de Mauro sobre ella era reconfortante.

     —¿Te gusto? ¿Así? ¿Cómo? —Beatriz no encontró otras palabras—: ¿Con este cuerpo tan gordo?
     —Sí. No sé. Y por tu cara, tus ojos. Tu boca también.
     —No lo entiendo. ¿Es una especie de fetiche que tienes, las gordas?

     Mauro contempló largo rato el bello rostro de Beatriz.

     —«Realmente no sabe lo guapa que es. Está tan acomplejada que no es capaz de ver sus virtudes».

     —Beatriz, acéptalo. A pesar de la imagen que tienes de ti misma, aquí hay una persona que le gustas, tal y como eres.
     —¿Y cómo soy yo? —Beatriz se resistía a aceptar las palabras de Mauro —. No me conoces de nada.
     —No, tienes razón, y si no dejas que las personas se acerquen a ti por culpa de tus complejos, nunca podrán conocerte.

     Beatriz supo que esas palabras también estaban dirigidas a él mismo.
     El corazón de Beatriz latía con fuerza, desbocado. Aún sentía el pene de Mauro palpitar en el interior de su vagina anegada de semen. Un pensamiento fugaz pasó por su mente:

     —«No hemos usado protección y yo no tomo anticonceptivos. Total, ¿para qué, si nunca follo? A lo mejor me quedo preñada. No me importaría. Dejaría que el bichito creciera dentro de mi y luego lo pariría, lo cuidaría y tendría alguien con quien compartir mi vida y ya no tendría que preocuparme de mi ansiedad, ni de mis gorduras ni de lo que piensen de mí. Además, Tito tendría un hermanito humano».

     —¿Qué pasaría si adelgazase y dejase de estar gorda? ¿Te seguiría gustando?
     —No lo sé, Beatriz —la besó con suavidad y ella le devolvió el beso—, ¿por qué no permites que te conozca mejor y lo averiguamos?

     Beatriz comenzó a notar como se agitaba el miembro que había dentro de su cuerpo, endureciéndose y creciendo. Ella lo recibió estimulando los músculos pélvicos, dando la bienvenida a su nuevo amigo.

     Mientras abrazaba a Mauro pensó que, después de todo, merecía la pena olvidar por un momento sus complejos y aceptar lo que la vida tuviera que ofrecerle.


FIN

K.O.