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miércoles, 15 de julio de 2020

Sofía crece (3) parte IV


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Sofía crece 3, parte V

Sofía crece 3

Parte IV



15.

Rusky.

Control.
No hay que perder el control.
A pesar de su voluminoso cuerpo lleno de músculos y tendones, Rusky sabía moverse en silencio. Siempre con ropas ajustadas, pelo rapado al cero y nada de joyas, excepto el Maurice Lacroix de oro que le robó a aquel anciano después de violarlo. Se colocó en un punto estratégico en el pasillo de entrada, oteando el interior de la vivienda para visualizar el entorno, localizando objetos y muebles. Las voces provenían de alguna estancia pequeña. Por la reverberación supo que el sonido venía reflejado gracias a algún tipo de baldosa.
«La cocina o el baño. Probablemente lo último».
La apertura de la puerta principal le permitía pasar sin necesidad de abrirla más, lo cual estuvo bien, pues se evitaba el posible chirrido de las bisagras. Rusky pasó dentro, aflojando la presión de la mano para sostener con más soltura el cutter metálico, sin apretarlo demasiado para evitar la transpiración en sus dedos.
«Control, Rusky. Control».
Una cosa no podía controlar, y era la poderosa erección que le abultaba la bragueta. 
«Salón desordenado. Muchos objetos pesados. Una mascota. Olor a vómitos, sudor, alcohol…».
Rusky se detuvo. En un rincón había un objeto que él había usado muchas veces, sobre todo en su país de origen.
«¿Qué tenemos aquí?».
Era una Beretta 92fs de doble acción metida en una bolsa de plástico transparente. Alrededor de ella había algunos trocitos de pintura blanca y de yeso descascarillados. Levantó la vista y vio la marca en la pared, dónde probablemente impactó el arma.
«Vómitos, alcohol, un arma precintada arrojada contra una pared…».
A Rusky le hubiera gustado investigar un poco más, pero oyó el sonido de agua correr. Una ducha. Se desplazó en silencio hacia el sonido, colocándose lo más cerca posible de la pared sin llegar a tocarla. Las voces eran más definidas y pudo escuchar lo que decían.
«Un hombre adulto y una chica joven. Primero debería ser el hombre; algo rápido: un corte en la yugular y un empujón para que caiga dentro de la bañera y recoja la sangre. Lo ideal sería el corazón, pero estas cuchillas no atravesarían el esternón. Luego la chica, que estará asustada y aturdida. Un par de golpes con el puño en los riñones o las tetas servirán para que pierda fuelle. Unas cuantas preguntas y después con romperle el cuello será suficiente».
Rusky se colocó al lado de la puerta del baño.

16.

Carlos.

Volvió a cerrar los ojos una vez más, esperando que la visión de la chica solo fuera eso, una mala pasada de su mente alterada por los restos del escitalopram y el alcohol. Abrió los ojos y el fantasma seguía allí. Era la chica solitaria del parque, la amiga de Noelia, la que los pilló en la caseta.
—¿Sofía?
«Noelia me advirtió que esto podría pasar. No sé si estas visiones son un efecto secundario de los opiáceos o estoy sufriendo delirium tremmens, pero necesito ayuda urgente».
—¿Eres…? —Carlos no encontró otras palabras—: ¿Eres real?
La chica que había delante de ella no dijo nada, tan solo siguió mirándolo con ojos vidriosos, con la cara encendida con un fuerte rubor. La barbilla le temblaba ostensiblemente, como si estuviera a punto de echarse a llorar. A Carlos le dolía la cabeza, la garganta y el diafragma. Se echó un vistazo y descubrió azorado que estaba desnudo y con una erección.
Miró alrededor y agarró una toalla, cubriéndose las partes pudendas. Luego se levantó con dificultad, apoyándose en el váter. Después se sentó encima, con la tapa bajada. Cerró los ojos y se masajeó las sienes.
«Son alucinaciones. Noelia me advirtió de esto. ¿Por qué mierda nunca hacemos caso a las mujeres?».
Carlos escuchó un roce de ropas y se volvió hacia el espejismo. La chica fantasma se había levantado, cruzando los brazos por debajo del pecho, en una actitud defensiva.
«¿Cómo pude confundirla con María?, no se parecen. Ésta es mayor».
El espejismo de la chica habló con voz temblorosa.
—Lo siento —dijo con un tono apenas audible.
Carlos observó atentamente a la muchacha. Era bonita; bastante guapa en realidad. Aparentaba una edad muy precoz, pero en la mirada se le adivinaba que era mucho mayor. No iba maquillada y llevaba ropa sencilla.
—¿Sofía?, ¿ese es tu nombre?
Carlos hubiera jurado que era imposible, pero el rubor de la joven aumentó todavía más. Ella asintió varias veces. Carlos sentía la boca seca y los ojos, legañosos, le dolían. Se levantó muy despacio y la muchacha le siguió con la mirada, observando cómo Carlos abría el grifo de la ducha y metía la cabeza debajo del chorro para intentar despejarse un poco. Sin sacar la cabeza del agua siguió interrogando a la chica.
—Eres la amiga de Noelia —no era una pregunta—. La del libro. 
Carlos recordó el incidente del parque, cuando la pilló espiando y él le vio el pubis, pero no dijo nada sobre eso.
—¿Estás aquí por ella, por Noelia?
—Sí. Lo siento —Sofía tomó aire—. Siento haberme colado en la casa. Nadie respondía al telefonillo —mintió— y encontré la puerta abierta.
—Tranquila, está bien —El agua fría le hacía daño en el cuero cabelludo y sintió que la erección remitía. Sofía continuó hablando.
—Yo creía… —Sofía dudó un momento. Sabía que Noelia estaba casada con un hombre llamado Bertín—. Yo creía que ella vivía con su marido.  
Carlos cerró el grifo y la miró. Sofía pensó que estaba muy atractivo con el agua cayendo sobre su cuerpo, con el pelo húmedo y brillante.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Carlos.
—Bueno… —Sofía volvió a dudar, buscando las palabras adecuadas—. Esta es su casa, ¿no? La casa de Noelia.
—Sí. Es la casa que heredó cuando murieron sus padres. La tiene en alquiler desde hace un tiempo. Yo soy su inquilino. Ella vive en el otro extremo de la ciudad, con su marido.
—Oh —Sofía asimiló la información—. No actualizó la información de Facebook al cambiar de residencia —Lo dijo para sí misma, pero Carlos la oyó.
—¿Facebook? —preguntó extrañado.
En ese momento oyeron un ruido en el salón, un roce y un golpe sordo. Sofía giró la cabeza hacía allá y Carlos salió del baño con paso inseguro, con una mano en la sien.
Observó el desorden y sintió un poco de vergüenza.
«Vaya pocilga. ¿Qué pensará esta chica de mi?».
Miró alrededor, pero no vio nada extraño y pensó que el ruido lo habría hecho Copérnico.
«¿Dónde te has metido, pequeño bribón?».
En ese momento su mirada se posó sobre un objeto que había en una esquina. El corazón se le paró durante un par de segundos.
«No».
Se acercó a la pistola envuelta en el plástico mientras oía a su espalda los pasos tímidos de la chica saliendo del baño.
«No. No, no, no».
Se agachó y cogió la pistola con unos brazos que parecían tener dos kilómetros de largo.
«¡No! ¿En serio? ¿Otra vez? ¡¿Otra vez?! Estúpido, estúpido, ¡estúpido!».
Era la bebida. La bebida, las pastillas, la depresión, la angustia, las pesadillas y la culpa. Siempre la culpa.
Con la bebida perdía el control y la culpa le hacía hacer cosas que, bueno, que no eran muy inteligentes. Al menos esta vez no intentó cortarse las venas. Con el escitalopram no podías intoxicarte aunque lo combinases con alcohol y sabía que la pistola no funcionaba, pero cuando entraba en crisis solía olvidar las cosas. Era la segunda vez que intentaba usarla contra si mismo.
La pistola era un obsequio de Caraculo. En realidad el obsequio no era la pistola en sí, si no la historia que había detrás del arma. El manuscrito donde se relataba todo lo relacionado con esa pistola aún estaba sin acabar, guardado en el fondo del cajón, a la espera de que Carlos superara la muerte de su pequeña hija y encontrase el impulso necesario para volver a escribir.
Una mano le tocó tímidamente la espalda.
—¿Estás bien? —preguntó Sofía.
Carlos se frotó los ojos con el dorso de la mano y se giró ocultando el arma detrás de él.
—Sí. Más o menos —Carlos miró alrededor—. Oye, ¿por casualidad no habrás visto un gato tuerto y sin rabo por ahí, verdad?

17.

Rusky.

Había estado a punto de perder el control. Había faltado muy poco. Había estado tan cerca que casi pudo oler las feromonas que desprendían esos dos, especialmente las de la chica.
—La casa de los padres, en alquiler —Rusky escupió por la ventanilla del Mercedes—. Joder, vaya mierda.
Mientras conducía a toda velocidad hacía la vivienda de Bertín se prometió a si mismo no volver a confiar en los desactualizados archivos de la policía local.

18.

Chesca.

Quino dormía plácidamente en el cuarto de invitados. A falta de cuna habían improvisado un pequeño muro alrededor de la cama con cojines y almohadas, aunque Chesca le aseguró a Noelia que ya tenía edad para dormir en una cama. Era una lástima que el niño estuviera un poco asustado y cohibido por tantos cambios; durante la comida y el baño prácticamente no había abierto la boca, y era una pena, ya que estaba en esa edad tan graciosa y entrañable en la que los niños están aprendiendo a vocalizar y no paran de chapurrear todo tipo de sílabas y palabras sin sentido.
«Tengo que largarme de aquí».
Desde la cocina le llegaban los ruidos típicos de alguien cocinando. El niño había comido primero y Noelia estaba preparando algo de pescado y verdura. A Chesca no le gustaba ni lo uno ni lo otro, pero lo aceptó agradecida. Aún faltaban varias horas para que llegase Bertín del trabajo y Francesca decidió tomarse un baño: llevaba tres días sin duchar y la Chica láser olía un poquito mal.
«Debería salir pitando, pero ya mismo» —pensó mientras se rascaba el sarpullido de la cabeza.
Durante varios años había vivido rodeada del ambiente tóxico y pendenciero del tráfico a baja escala. Era un mundo hipócrita en el que todos intentan sobrevivir jugando a dos bandas, desconfiando tanto de los de abajo como de los de arriba; siempre mirando por encima del hombro y buscando dobles sentidos a todos los gestos y palabras de aquellos con los que compartes amistad u oficio. Siempre temiendo una traición, un chivatazo, una zancadilla o un empujón; había que andarse siempre con mil ojos y caminar con pies de plomo. Además, esos rusos tenían muy malas pulgas.
«Chica láser hizo muchas tonterías, pero no es tonta; sabe que tiene que esfumarse, y rápido».
Mientras se desnudaba para tomar el baño una sonrisa tembló en sus labios al pensar en esa palabra, esfumarse. Cuando la oía se imaginaba a una persona fumándose un «chino» con tanta fuerza que estallaba y se convertía en una nube de humo blanco.
«¡Mira mamá, me he esfumado!, ¡plof!».
Chesca hubiera preferido tomarse la dosis con su pequeña pipa, pero no quería alertar a su tía con el humo, así que se había metido por la nariz un poco de caballo cortado con algo de paracetamol que encontró en el botiquín del baño. No quería colocarse demasiado.
Ya estaba sintiendo los primeros efectos. Comprobó la temperatura de la bañera e introdujo su delgadísismo cuerpo lleno de tatuajes dentro del agua. Sus diminutos pechos, poco más que dos montículos coronados por unos pezones gruesos y rojos, se endurecieron al sentir el contacto caliente del agua en la piel. Francesca tenía un hematoma en la parte superior del abdomen y sospechaba que al menos una costilla la tenía fracturada ó, más probablemente, con alguna fisura. Chesca tenía experiencia en eso de tener huesos rotos.
Cuando introdujo los brazos en el agua se encogió involuntariamente al sentir un repentino escozor en el codo. Tenía una fea raspadura producida por la caída en el asfalto. Noelia se la había limpiado con cuidado y durante el proceso Francesca no dejó de admirar las manos hábiles de su tía, algo estropeadas por el trabajo al aire libre y las herramientas de jardinería, pero tenía unos dedos largos y delgados que se movían con mucha diligencia.
Una vez dentro de la bañera dejó que la heroína viajase libremente por su cuerpo, eliminando dolores y problemas durante el camino, tomando perspectiva.
«Tienes que largarte, los Troskys no dejaran que te esfumes así como así, Chica láser».
Pero el agua era un bálsamo que acariciaba su escuálido cuerpo con la calidez y la delicadeza de una amante sumisa.
El piercing vertical que tenía en el prepucio del clítoris le rozaba constantemente, sintiendo un gustito muy apetecible y entrañable. Se hizo el piercing después de parir a Quino, cuando dejó de disfrutar del sexo rápido y violento de Gorka.
«Gorka sí que sabía esfumarse cuando follaba. Pim, pam, pum, ¡plof! Se acabó».
No recordaba cuando fue la última vez que hizo el amor, ni tampoco la última vez que disfrutó del buen sexo. Los polvos exprés que le echaba Gorka no eran ni lo uno ni lo otro. Al menos tenía su pequeña joya en el chirri, que le hacía volar sin necesidad de ninguna picha. Con los ojos entornados miró alrededor suyo con el agua tibia cubriéndole hasta la barbilla. El mobiliario era nuevo y el diseño era austero, sin muchos adornos ni florituras, muy práctico y eficaz. Recordó que Bertín trabajaba en algo de inmobiliarias o de construcción; arquitecto, aparejador o algo parecido. La vivienda era relativamente nueva y se mudaron hará cosa de un par de años, dejando la casa de Noelia en alquiler.
«A mamá no le gustó la jugada que le hicieron con la casa de los abuelos» —recordó.
Bertín era un poco sibarita y un poco pijo, algo que se podía adivinar en sus pertenencias de aseo: una colección de barbería al lado de unos tarros tipo boticario con bálsamos y aceites; un batín de seda natural; toallas bordadas con los nombres de ambos; grifería minimalista de aspecto caro…
En una esquina había una repisa con las cosas de Noelia. Chesca las miró con curiosidad mientras sus dedos jugueteaban con el piercing que adornaba su raja, dándole pequeños tirones para luego soltarlo de golpe.
Perfumes, cremas, maquillaje. Colgado de una percha había un albornoz rosa y debajo de él, sobre una banqueta, ropa interior femenina. Francesca nunca se había acostado con una mujer, aunque a veces sintió la curiosidad de probarlo. Le parecía que las mujeres, por norma general, eran más limpias y sensuales que los hombres. A ella le atraía la virilidad y la rudeza masculina, pero después del tiempo pasado con ese animal de Gorka, opinaba que ya había tenido suficiente masculinidad para toda la vida.
Su tía era guapa y Francesca intuía que debajo de esas ropas holgadas debía de haber un cuerpo muy bonito y bien proporcionado. Su mente se elevó por encima de ella y comenzó a tomar perspectiva mientras pensaba en los largos dedos de su tía, hundiendo los suyos propios en un lugar cálido y viscoso.
«Debería largarme de aquí».

19.

Noelia.

Su sobrina aún no le había dicho de qué estaba huyendo. Desde que entraron al apartamento prácticamente no habían tenido tiempo para hablar. En cuanto pusieron un pie en el umbral de la puerta llegó uno de sus vecinos ofreciendo su ayuda como testigo. Parece ser que había visto el accidente desde el balcón de su casa. Noelia le agradeció el gesto, pero lo despachó con amabilidad.
Después ella examinó a sus dos huéspedes y limpió una fea herida a Chesca. Luego se dio una ducha rápida y estuvieron ocupadas cambiando y dando de comer al pequeño. Con tanto ajetreo no tuvo tiempo de llamar a Carlos y cuando quiso hacerlo descubrió que estaba sin batería. Mientras se cargaba el móvil ayudó a Francesca a acomodar a Quino para que pudiera dormir la siesta. Noelia tuvo que reconocer que estaba encantada con la presencia del niño. Anteriormente solo lo había visto una vez, hacía casi un año y medio, y entonces era una bolita de carne envuelta en trapos.
Noelia no podía creer que esa criatura hermosa y llena de vitalidad fuera el hijo de su sobrina, una drogadicta llena de tatuajes y piercings que había estado varias veces a punto de ir a la cárcel por asuntos de drogas y hurtos; una tía sin estudios y que no había trabajado en su vida, que se largó del hogar materno después de robar a su propia madre y que se fue a vivir con el primer sinvergüenza que la dejó preñada.
«¿Qué es ese tono que estoy detectando, Noelia? ¿Puede ser envidia?».
Noelia dejó de cortar las zanahorias en juliana y reflexionó un par de segundos.
«Sí, ¿para qué negarlo? Estoy celosa de mi sobrina».
Sabía que no era justo y que era un sentimiento infantil; su sobrina había tenido la suerte de ser madre y ella no. Resaltar los defectos de Francesca era un ejercicio estéril producto de los celos. La chica era una bala perdida y había cometido muchos errores, muchísimos, pero eso no la hacía mala madre. Sólo había que ver la manera en la que cuidaba del pequeño. Incluso dejó de consumir cuando descubrió que estaba embarazada.
«No es normal que tengas esa hostilidad hacía los demás, Noelia. Venga, ¿Qué te pasa?».
Echó las zanahorias junto con el resto de verduras a una cazuela y observó cómo las burbujas del agua hirviendo afloraban a la superficie.
«Estoy inquieta».
Era evidente que Chesca estaba metida en un problema muy gordo al presentarse así de improviso y no querer recibir tratamiento médico. Su sobrina no le había dicho nada aún, pero Noelia estaba convencida de que Francesca había decidido abandonar a Gorka y éste la estaba buscando. En alguna conversación telefónica su hermana le dejó entrever que ese desgraciado tenía la mano demasiado larga.
Noelia dejó de rallar el huevo duro encima de la ensalada y pensó en la cantidad de veces que había firmado y compartido en redes sociales peticiones para acabar con la violencia de género, sin tener en cuenta que en su propia familia había alguien que, probablemente, la habría estado sufriendo.
—«Eso tampoco es justo, y lo sabes. Prácticamente no tienes contacto con tu hermana ni con tu sobrina, sobre todo después del conflicto por el alquiler de la casa de tus padres. Ellas hacen su vida y tú la tuya».
—«¿Y ya está, así de fácil? ¿Para eso está la familia?, ¿para separarnos y dejar que cada uno cuide de sus propios asuntos?».
        Dejó la ensalada en la mesa y comprobó la cocción de la verdura con un tenedor.
—«Hay familias y familias».
        Noelia frunció el ceño.
—«¿Qué significa eso?».
—«Simplemente que hay familias más unidas que otras. Los grupos familiares no dejan de ser un conjunto de individuos, lo que conlleva una heterogeneidad que favorece la diversificación de pautas y conductas que no tienen porqué ser compartidas por el resto de grupos similares».
Noelia apartó el cazo y puso la verdura hervida en un colador.
—«Entonces, ¿dejamos que algún traficante pendenciero se aproveche de una menor y la deje embarazada para luego hacerle sabe Dios qué cosas así, sin más, sólo porque nuestra familia “no está unida”?».
—«Noelia, ¿sabes lo que estas haciendo ahora mismo?».
—«Sí, intento preparar la comida mientras mantengo un dialogo interior inútil y poco productivo».
—«No, estás haciendo malabarismos para encontrar la forma de responsabilizarte de las desgracias de tu sobrina para luego decirte a ti misma lo mala persona que eres y auto compadecerte: “Hey, mirad, durante todos estos años he ignorado las desgracias y los maltratos de la hija de mi hermana, qué mala soy, no merezco tener familia. Menos mal que no puedo tener hijos”».
Noelia apagó el horno y dejó que el calor residual terminara de cocinar el pescado. Mientras la verdura seguía escurriendo el agua en el colador fue a su dormitorio para comprobar cómo estaba el pequeño Joaquín.
El niño dormía boca arriba, con el chupete fuertemente apretado entre sus labios de fresa y con un dedo metido dentro de la oreja; con el otro puño aferraba una pequeña jirafa de peluche por el pescuezo. Los rizos dorados le caían por la frente hasta más allá de las cejas, tapándole los párpados.
«Madre mía, a esta criatura le hace falta un corte de pelo ya mismo».
Se acercó a él, le apartó los rizos de la cara y se inclinó para besarle en la frente, dejando que el perfume del champú infantil le transportara a una época olvidada.
«Es el mismo que usaba mamá con nosotras».
Miró el cuerpecito indefenso de Quino y su corazón dio un vuelco al recordar lo poco que había faltado para que ese coche se lo llevara por delante.
«Ahora estás a salvo. Nada malo te va a pasar mientras estés conmigo, pequeñín».
Rusky la sorprendió por detrás en silencio. Le puso una mano en la boca mientras que con la otra le presionó la arteria carótida interna con crueldad.

El mundo de Noelia desapareció detrás de una cortina negra.

Continuará...

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