—¡¿Intercambio?! ¿Cómo puedes tener la caradura de llamar a esto «intercambio»?
—Esteban, no me grites.
Esteban miró fijamente a Gloria, conteniendo a duras penas la rabia que bullía en sus venas mordiéndose el labio inferior.
—Dime Gloria. ¿Qué es eso de «intercambio»? ¿Alguna especie de eufemismo, una metáfora, un símil, una hipérbole? Claro —dijo con sorna—, ahora que eres escritora te has convertido en una especialista en figuras literarias, ¿eh?
—No estás siendo razonable, Esteban.
—Estoy siendo muy razonable, Gloria. Estoy siendo puñeteramente razonable. En toda mi puta vida no he sido tan racional como ahora mismo, créeme.
—¡Pues no lo parece! —Estalló ella.
—¡Me has puesto los cuernos, coño! ¡¿Cómo cojones quieres que sea razonable!?
Gloria abrió unos ojos como platos y miró de hito en hito a su marido.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿«Los cuernos», en serio? ¡Es un intercambio de papeles! ¡Un ejercicio de literatura!
—¡Basta Gloria, basta! —Esteban agitó las manos delante de él—. No insultes más mi inteligencia y la tuya. Lo que tú llamas «intercambio de papeles» tiene un nombre y ya lo hacían en la Antigua Grecia.
Gloria se cruzó de brazos frente a su marido. Le temblaban las piernas y tenía los ojos vidriosos.
—Esto es diferente Esteban. En quince años de matrimonio te he sido absolutamente fiel, y lo sabes.
—¿Diferente a qué? ¿Diferente a encontrarse a escondidas con otro hombre en un motel? ¿Diferente a hacerte pajas a través de un chat, a intercambiar fotografías y vídeos y mensajes subidos de tono? Yo no veo ninguna diferencia, Gloria. Esos «intercambios de papeles» como tú los llamas son exactamente lo mismo —Esteban se acercó a Gloria y remarcó cada palabra con énfasis—: ¡Exactamente lo mismo!
—Tú no lo entiendes, nunca lo has entendido. —Por las mejillas comenzaron a rodar un par de lágrimas—. Nunca has creído en lo que hago. Para ti, mi afición a la escritura es algo nimio, un pasatiempo, un hobby.
—Ah, usted perdone, Virginia Woolf.
Gloria tragó con dificultad y se apartó las lágrimas con un solo gesto. No quería proporcionar a Esteban la satisfacción de verla llorar.
—Eres un hijo de puta.
—¡Claro! —Esteban puso los ojos en blanco—. Ahora el malo soy yo.
Esteban se dio la vuelta y se dirigió a la esquina del salón, allí donde Gloria había instalado su zona de trabajo personal. Se acercó al escritorio y cogió un folio de papel que él había impreso momentos antes. Lo levantó de forma teatral y fue pasando el dedo por las líneas mientras recitaba en voz alta:
«Mi personaje se adapta como un guante a las perversiones del tuyo. Es increíble cómo nos compenetramos. La escena de la sodomización fue una de las más excitantes que he leído nunca, casi parecía que éramos nosotros los que estábamos allí metidos, ja, ja, ja. (no te hagas ilusiones, por favor, soy una mujer casada). En la escena del incesto deberíamos cambiar de roles otra vez. Siempre quise ser un emperador medieval, aunque me da un poco de miedo los gustos que tienen tus personajes por la cera caliente y los látigos (hmmmmm, pero qué morbo, ¿no? je,je). Estoy preparando un pequeño giro argumental, pero a lo mejor es demasiado sucio. No estoy acostumbrada a ese estilo tan directo como el que tú usas. Me gustaría que me dieras tu opinión personal, te lo explico:
»Habíamos dejado a mi personaje Lola siendo sodomizada (y muy bien sodomizada, por cierto ¡¿por qué a mi nunca me salen tan bien los anales como a ti!?), sodomizada por el emperador sádico y su guardia personal. Había pensado que quizás podríamos hacer que uno de los guardias fuese en realidad alguien conocido de Lola. A lo mejor un admirador secreto o un pariente cercano que decide aprovechar la situación para hacer alguna perversidad a mi pequeña heroína. ¿Le podríamos introducir objetos de gran tamaño? ¿Un poco de fisting, alguna lluvia dorada o colocar pinzas en los pechos? Uf, tío, solo pensarlo me da mucho morbo. Es que me siento tan identificada con mi personaje que es casi como si me lo estuvieran haciendo a mi, y vaya como me sube la temperatura. jijijiji.
»¡Espero con impaciencia tu respuesta! Besos.»
Gloria contenía a duras penas las lágrimas. Sentía una amalgama de emociones que iban desde la vergüenza hasta el ultraje, pasando por la ira.
—No tenías ningún derecho a leer eso. Ninguno, cabrón.
—No deberías haber dejado el ordenador encendido con la cuenta abierta.
—¡No tenías derecho a fisgonear!
—Sé que es ilegal —admitió Esteban— y te invito a que me pongas una demanda. Pero eso no quita el hecho de que tenga razón. Eso que tú llamas «intercambio» es simple y llanamente una relación sexual epistolar. Estás follando con otro hombre a distancia. Así de claro, Gloria. Pon las etiquetas que quieras, usa eufemismos o cualquier otra cosa que a ti te sirva para engañarte y convencerte de que lo que estáis haciendo tú y ese otro hombre es totalmente distinto a lo que hacen millones de personas a todas horas en todo el mundo, pero es exactamente lo mismo.
»¿Quieres sentirte especial?, ¿quieres diferenciarte de los viejos verdes y de las guarrillas que pululan esas webs de mierda para hacerse dos pajas rápidas leyendo basura? Adelante, colócate un disfraz de cultureta, escóndete detrás de tus personajes ficticios y miéntete a ti misma diciendo que eres escritora y que estás haciendo un ejercicio de literatura. —Esteban la señaló con el dedo—: Pero a la única que estás engañando es a ti misma.
Los esfuerzos de contención de Gloria hacía rato que la habían abandonado y ahora lloraba de forma abrupta, con los brazos cruzados bajo su pecho. La ira le desató la lengua.
—¡Si hubieras sido lo suficientemente hombre como para dejarme satisfecha en la cama no hubiera necesitado relacionarme con ningún escritor!
—¿Escritor? Esa palabra os viene demasiado grande. Por favor, no mancilles el buen nombre del arte literato llamándoos escritores. Vosotros sois panfletistas, unos trasnochados petimetres con ínfulas. La mierda que escribís tiene el mismo valor artístico que el sarro de un mono con caries. Solo sirve para levantarle la polla a cuatro degenerados pajilleros y calentar el coño a un puñado de viejas frígidas y a niñatas que aún no tienen ni pelos en el coño.
Gloria le dio con toda la fuerza y el odio que podía generar su cuerpo delgado y pequeño. Las gafas de Esteban fueron a estrellarse contra una reproducción de Bouguereau de «El rapto de Psique», que colgaba de una de las paredes del salón.
Esteban miró a Gloria a los ojos sin pronunciar ni una sola palabra. Una pequeña cinta de sangre comenzó a bajar por debajo del lóbulo de la oreja izquierda, allí donde ella le había dado con la mano abierta. En pocos segundos todo el lateral izquierdo de su cara se encendió como el farol de la puerta de un burdel.
—¿Sabes por qué no funcionaba contigo en la cama, Gloria?
La mujer, con la respiración agitada, apretaba la mandíbula y echaba fuego por los ojos. Realmente quería matar a ese hombre.
—Porque me dabas asco. Siempre me has dado asco. Me repugnas. Me da asco el olor a pescado rancio que te sale del coño y me dan asco tus fantasías de puta barata con tacones altos. Asco, Gloria. ¡Asco!
Gloria casi cae en la trampa de su provocación, pero en lugar de darle una respuesta violenta le espetó:
—Quiero el divorcio.
Esteban guardó silencio unos segundos y luego soltó una carcajada sin humor.
—¿Seguro? ¿De verdad es eso lo que quieres? —La sangre bajó por la mandíbula hasta el cuello y se detuvo a la altura de la nuez de Adán—. Vamos, te mueres por darme otra, ¿no? Eso es lo que le gusta al otro, ¿verdad? La mano dura, el cuero, un poco de disciplina inglesa.
—Eres un mierda.
Gloria se giró, recogió su bolso y se encaminó a la salida.
Esteban le gritó desde el salón, viendo como se alejaba.
—¡Sí, eso es lo que te gusta! ¡Lo he leído, zorra! ¡Que te den caña, que te metan cosas por el culo y que te revienten ese coño apestoso podrido que tienes!
Gloria se detuvo con una mano temblorosa en el pomo de la puerta. La sangre hervía en sus venas. ¿Qué derecho tenía él a hablarle de esa manera? ¿Quien era él al fin y al cabo? Él, que nunca fue capaz de darle lo que ella necesitaba realmente en la cama. ¡Él, tan correcto y formal! Tan ortodoxo en el sexo que parecía un monje.
Dejó el bolso en el suelo y regresó al salón, mirando a Esteban a los ojos hasta que se puso a medio palmo de distancia. Él se pasó el dorso de la mano por el cuello, limpiándose la sangre, que ya había dejado de salir de su oído.
—No eres un hombre. Si te he aguantado estos años ha sido por lástima y por la niña…
—No metas a la cría en esto.
—…que te tiene cariño. Eres un impotente precoz que no es capaz de aguantar ni medio minuto, y eso cuando tienes la suerte de que se te empalme esa salchicha enana que te cuelga debajo de la tripa.
—¡Oh! —dijo con sorna—. La literata se ha puesto prosaica. ¿Todo eso lo has aprendido del otro?
—El otro es más hombre de lo que tú jamás llegarás a ser, pedazo de mierda.
Gloria estaba dispuesta a echarle por encima todos los cubos de porquería que había ido recogiendo a lo largo de todos esos largos, aburridos, monótonos y estériles años que había compartido con ese mequetrefe.
—Ese hombre me ha provocado más orgasmos en un mes que tú en todo nuestro matrimonio. Ese hombre me ha llevado a sitios y lugares que tú no serías capaz de imaginar ni aunque vivieras cien vidas.
—Ahórrate el romanticismo, ¿vale? ¿Sabes lo ridículamente infantil que suenas?
—Tu polla sí que es infantil.
Ambos se sostuvieron la mirada durante casi un minuto. Gloria deseaba destrozar la cara de Esteban, de borrarle con las uñas su eterna sonrisa cínica de ejecutivo prepotente; quería que gritase de dolor, que escupiera sangre y que se derrumbara en el suelo como la piltrafa humana que era. Estaba harta de él. Harta de sus manías, de sus amigos, de la peste de sus cigarros, de sus ideas fascistas y de sus machismos; de sus padres, sus tíos, sus primos y el resto de familiares políticos que Gloria había tenido la desgracia de tener que soportar todos esos años.
Gloria estaba hasta el mismísimo coño.
—Adiós Esteban. Tendrás noticias de mis abogados esta misma tarde.
En el último momento, justo antes de que Gloria se girase, Esteban abrió la boca para decir algo. Un brillo extraño asomó a los ojos de Esteban y Gloria se detuvo, desafiante, dispuesta a combatir un poco más. Pero fue algo fugaz y enseguida la mirada del hombre volvió a adquirir esa prepotencia socarrona tan detestable y habitual en él.
—Sí, lárgate de aquí.
Varias horas más tarde un mensajero le trajo un sobre certificado con unos papeles redactados con un estilo que Estaban, acostumbrado al ambiente jurídico, conocía muy bien. Los dejó por ahí tirados, con la idea de leerlos más tarde.
Luego se sirvió una generosa cantidad de coca-cola en un vaso ancho y le añadió una monstruosa dosis de Ron con azúcar, sin hielo y con un chorro de limón natural.
Se desnudó y encendió el portátil.
Introdujo la contraseña y accedió a su correo personal y de trabajo. Hizo unas breves gestiones y redactó unos cuantos correos. Media hora después cerró la sesión.
Cuando terminó, el vaso estaba prácticamente vacío, así que volvió a servirse otra bomba de calorías y alcohol —él las llamaba «Cubatones»—; después abrió otra sesión en el portátil, esta vez con la cuenta «especial».
Esteban se dijo a sí mismo que Gloria no había acertado a la hora de dar con su verdadero rasgo de personalidad. Le había llamado muchas cosas, algunas ciertas, otras exageradas, pero lamentablemente no había acertado en detectar el principal problema de Esteban: la cobardía.
Esteban accedió a los correos privados de la cuenta «especial» y allí encontró varios mensajes recibidos ese mismo día. Eran de una tal «PrincessaLolaAutora».
Esteban, cuyo seudónimo de escritor desde hacía varios meses era «EmperadorSado», abrió los correos con nerviosismo.
Su plan había fallado, aunque había estado a punto de conseguirlo.
Tenía tantas, tantas ganas de confesar a Gloria la verdadera identidad de «el otro»… y al final no había sido capaz.
Un cobarde. Siempre fue un cobarde.
Esteban pulsó el icono de «nuevo correo». Tomó un trago y después buscó su voz interior, secreta y liberadora y la proyectó en sus personajes de ficción.
Quizás esta vez sí fuese capaz de encontrar el coraje necesario para despojarse al fin de toda una vida llena de complejos por culpa de una educación formal religiosa, de una familia reaccionaria y de una infancia bombardeada con una constante propaganda de rectitud y de rancia urbanidad.
Quizás esta vez fuese capaz de ser él..