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lunes, 13 de julio de 2020

Sofía Crece (3) parte III

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Sofía crece 3, parte IV

Sofía crece 3

Parte III

8.

Carlos.

Apretó el gatillo, pero el arma no disparó.
Carlos gimió mientras dos gruesas lágrimas bajaban por su mejilla. Volvió a apretar el gatillo y no sucedió nada. Agitado por unos fuertes temblores mordió la aleación metálica con fuerza, apretando una y otra vez el disparador, pero éste no hacía nada. No se oía ningún mecanismo. 
Con un alarido arrojó la pistola aún envuelta en plástico contra la pared, dejando una profunda depresión en la capa de pintura. Copérnico huyó asustado, saliendo del salón y pegando su flaco cuerpo a la puerta principal del apartamento.
Carlos lo vio y se dirigió hacia él; abrió la puerta y dejó que el minino se largase.
«Búscate la vida en otro sitio, aquí solo hay muerte».
Carlos dejó la puerta abierta y se dirigió al escritorio; abrió el cajón de la bebida y lo encontró vacío.
Fue a la cocina, agarró una botella de vino barato y luego entró dando tumbos al baño. Abrió el botiquín y durante los siguientes diez minutos se dedicó a masticar píldoras de escitalopram mientras las bajaba por el gaznate con largos tragos de vino.

9.

Chesca.

Decir que Francesca estaba asustada era quedarse corto. Estaba aterrada. El «chino» que se había fumado unas horas antes le había dado perspectiva a todo lo que le estaba sucediendo, y perspectiva era lo que ella necesitaba ahora mismo. Necesitaba distanciarse de ese mundo oscuro y feo que le había tocado vivir y subir hasta allá arriba, lejos, para contemplar desde una distancia de seguridad el porvenir de las cosas.
Pero el efecto de la papelina se disolvía y su mente volvía a regresar a la oscuridad y la fealdad. Algo se movió en su pecho y miró hacía abajo. Quino dormía plácidamente entre sus brazos. Sentía el cuerpecito cálido y mullido del pequeño agitarse levemente, con el chupete moviéndose rítmicamente entre sus mofletudas mejillas. Chesca le besó en la frente, dejando que los rizos dorados del pequeño le hicieran cosquillas en la nariz.
«Duerme bebito. Los titos nos ayudarán y tita Noe sabrá qué hacer. Tú duerme tranquilo y cuando despiertes tendrás tu rica papilla calentita. Tita Noe sabrá cómo cuidarte. Ella es muy lista, ¿sabías que fue a la universidad?» —Chesca acarició uno de los rizos, apartándolo de la cara del pequeño—. «No, no puedes saberlo; aún no habías nacido».
Francesca se frotó los labios con nerviosismo. Tenía varios piercings y uno de ellos le había hecho una pequeña herida en el labio inferior. Le escocía y le dolía un poco. También le picaba la cabeza. Se había rapado el pelo para poder cambiar de aspecto y usar un par de pelucas baratas que compró en una tienda china, pero el material sintético le produjo un molesto sarpullido. Ahora llevaba puesta una gorra de algodón. El logotipo ponía «Lazer Chic». A Chesca le hizo mucha gracia porque creía que tenía faltas de ortografía; además, era parecido a su nombre.
        «Debería poner “Chica Láser”. Mira bebito, tu mamá es Chesca, la chica láser».
Se había ocultado tras la mampara de una parada de autobús, a un par de edificios de distancia del apartamento de su tía. Desde el resquicio de los paneles publicitarios podía controlar la llegada de Noelia, observando además cualquier movimiento sospechoso entre el tráfico y el devenir de los peatones.
La acuciante necesidad de perspectiva volvió a invadir su delgado cuerpo, provocándole escalofríos. Sabía que podía eliminar esa necesidad en cualquier momento. Tan solo necesitaría unos minutos en preparar la pipeta y darle un par de chupadas al jaco de los «Troskys». Eso le hizo sonreír.
        «La chica láser os engañó, ¿eh, cabrones? No erais tan listos como creíais».
El paquete de heroína que había sustraído a Gorka pertenecía a los Troskys. Gorka era el hijo de puta que la dejó preñada de su precioso bebito. Durante un tiempo pensó que estaba enamorada de él, pero después de dos largos años conviviendo con ese cabrón se le hincharon las narices y decidió devolverle de golpe todos los gritos y las palizas que él le dio.
En realidad, la gota que colmó el vaso fue ver cómo ese degenerado estuvo a punto de apagar la colilla de un porro en el brazo de bebito.
«Chica láser será una drogata, pero sabe cuidar de su hijo».
Gorka era un distribuidor que pasaba heroína perteneciente a un grupo del este conocido como los Troskys. Hacía una semana que Francesca le había robado a Gorka el paquete que éste recibía cada mes, unos cincuenta mil euros netos en heroína. Según el corte que le dieran a las papelinas ese valor podría hasta cuadriplicarse.
«Seguro que Gorka no debe estar muy contento ahora mismo».
        Sí, la chica láser era muy lista, pero los tíos malos también lo eran. Había conseguido engañarlos y hacerles creer que había sido Gorka el que les había robado, pero a estas alturas ya deberían haber descubierto la verdad y la estarían buscando. Los primeros días pensó en devolver el paquete, pero cuando pensó que tenía una fuente casi ilimitada de «perspectiva» metida en ese envoltorio de celofán, cambió de idea.
Primero pondría a bebito a salvo con su tita Noe y luego desaparecería; colocaría la mercancía y cuando reuniese suficiente dinero se iría a Francia o a algún otro país exótico; después llamaría a Noelia y le pagaría un viaje para que le trajera a Quino.
Francesca intuía de alguna forma que su plan hacía aguas por todas partes, pero la heroína que había estado fumando esos días atrás le hacía ver las cosas desde un punto de vista muy halagüeño.
Hasta ahora.
Llevaba varias horas sin fumar y la paranoia y el miedo le corroían el cerebro. Miraba el teléfono constantemente y se rascaba la cabeza y la boca.
«Mierda de piercing».
Por enésima vez sacó el móvil con cuidado de no despertar a Quino; empezó a buscar el contacto de Noelia para volver a llamarla cuando vio por el rabillo del ojo cierto movimiento en el portal de su edificio.
«¡Mira Quino, es tita Noe!».
Noelia acababa de llegar y estaba estacionando el coche. Chesca agarró la bolsa con las cosas de Quino y salió de la parada de bus, caminando con paso ligero hacía el pequeño vehículo de Noelia, estacionado en la zona verde reservada a los residentes. Quino se despertó gimiendo y golpeó la mejilla de Francesca con su diminuto puño. Francesca, en mitad de la calzada, levantó el brazo libre para llamar la atención de Noelia; ésta la vio y salió a su encuentro tras cerrar el coche, mirando a los lados antes de cruzar la calle.
«Qué guapa es la tita, ¿verdad Quino?. Verás qué bien te va a cuidar».
Noelia alzó el brazo para saludar a Chesca, que se le acercaba cruzando la calle, pero el gesto se congeló a medio camino y abriendo los ojos como platos lanzó una voz de advertencia.
El grito fue engullido por el terrible chirrido de unos neumáticos sobre el asfalto.

10.

Sofía.

El chirrido de los neumáticos del autobús le hizo levantar la cabeza de golpe. Había estado dormitando durante el breve trayecto que iba desde el parque hasta la zona residencial donde vivía Noelia, intentando leer alguno de los cuentos de Jack London, pero eran demasiado deprimentes. Se incorporó con curiosidad para mirar por la ventanilla y descubrir qué había pasado, pero sólo era un coche que se había saltado un ceda el paso.
Se sentó y comprobó que la siguiente parada era la suya; guardó el libro y comenzó a morderse las uñas con nerviosismo. No quería pensar en nada, sólo quería dejarse llevar, moverse por instinto; simplemente llamaría a la puerta y le pediría a Noelia permiso para subir y poder hablar con ella. A partir de ahí, no tenía ningún plan claro, aunque las palpitaciones y la humedad que sentía entre las piernas decían lo contrario.
—«¿Qué estás haciendo, Sofía?» —La voz de su conciencia se parecía a la de un viejo buscador de oro perdido en el Yukón, entre las montañas heladas de Alaska.
—«Cállate, anciano».
—«¿Te vas a presentar así, sin avisar?, —el viejo escupió un gargajo de tabaco y saliva contra una escupidera de latón: ¡plinc!—. ¿Y si te dice que te vayas? ¿Qué harás, pequeña?».
—«Si dice que me vaya pues me voy, no tengo problema con eso».
—«¿Así, sin más? —El anciano volvió a escupir—. Muchacha, con todas las molestias que te has tomado para llegar hasta aquí, no deberías rendirte tan fácilmente».
        Sofía no supo qué responder al viejo busca tesoros y pulsó el timbre del bus solicitando la próxima parada.
—«Perseverancia —dijo el viejo—. Ese es el truco para sobrevivir en estas heladas tierras olvidadas por la mano de Dios. —El anciano se rascó los cojones con unas uñas tan negras como sus encías—. Persevera, muchacha, persevera y así alcanzarás aquello que siempre deseaste».
—«Sí, vale, lo que tú digas».
El autobús se detuvo y Sofía bajó. Buscó los números de los edificios y echó a caminar bajo el sol, mirando alternativamente a uno y otro lado de la calzada, buscando entre los distintos portales. Sentía las orejas ardiendo, el rostro encendido, el corazón desbocado y las palmas de las manos le sudaban con profusión. Notaba el clítoris erecto y el roce de la tela de las bragas, húmedas de sudor y de otra cosa.
«Le pediré el libro» —pensó—, «le diré que no acabé de leerlo, que me gustaba mucho y que siento haberlo estropeado. También siento haberos espiado, Noelia. Estoy avergonzada, pero no pude evitarlo. Por favor, no me odies. No dejes de ser mi amiga, te necesito».
Sofía se detuvo ante el portal y buscó en el telefonillo el número del piso. 
Llamó al pulsador.

11.

Rusky.

Rusky se despertó bruscamente; se había dormido en el coche y acababa de tener una pesadilla: soñó que una araña le había entrado en el oído y ésta había hecho un nido dentro de su cabeza. Cuando quiso gritar ningún sonido salió de su garganta porque tenía la boca llena de cosas gordas y peludas repletas de patas. Se frotó las sienes y los párpados por detrás de las gafas y detectó movimiento en la calle.
Rusky se incorporó en el habitáculo del mercedes y vio a una chica salir de la parada del autobús. Se quitó las gafas para observar con más detenimiento y la siguió con el ceño fruncido. No estaba seguro de que fuera ella. Había algo distinto. ¿El pelo? No estaba seguro. Hacerse viejo era una putada, aunque él se conservaba muy bien la vista le fallaba cada vez más. Rusky era poseedor de una genética envidiable, tenía un cuerpo de toro y unos brazos y unas manos que daban miedo verlas de lo grandes que eran. Su cara llena de cicatrices también daba miedo verla.
Rusky se frotó la oreja izquierda. Le faltaba el lóbulo y tenía una larga cicatriz debajo del oído, recuerdo de una bala perdida allá, en una guerra en su país de origen.
        Las guerras estaban muy bien; para un psicópata y sociópata como él las guerras eran algo fantástico: podías hacer todo lo que quisieras y nadie te pedía explicaciones después. Rusky experimentó mucha cosas allí, en la guerra, pero pronto descubrió que los conflictos bélicos eran un arma de doble filo: podías matar impunemente (matar y hacer otras cosas más interesantes), pero a uno también lo podían matar con facilidad, así que dejó aquél oficio y buscó algo más estable y fácil de controlar.
Ese era el problema de las guerras, la falta de control. Eran demasiado caóticas y había demasiadas variables en juego.
Control. Esa era la palabra favorita de Rusky. Aquél que tiene el control es el dueño de la situación, el que puede decidir los destinos de los demás y, por ende, el destino de uno mismo. ¿Cómo podía la gente sobrevivir en un mundo caótico y descontrolado? Era algo que Rusky, a pesar de su alto cociente de inteligencia no podía comprender aún.
Por ejemplo: los Troskys habían permitido que esa drogadicta tomara el control de la situación y ahora estaban perdidos, desesperados. Habían permitido que el caos entrara en su pequeño universo y sufrían por ello. Había tenido que ser el bueno y viejo de Rusky quien les devolviera un poco de control al arrancarle el pene y los testículos a ese mierdecilla de Gorka.
Eso le recordó que debería de deshacerse del escroto. Lo tenía guardado en una bolsa de papel de McDonald’s, en el asiento de atrás.
A veces Rusky también perdía el control y olvidaba las cosas.
En ese momento vio que alguien salía del portal y que la chica aprovechaba para colarse dentro de la puerta abierta.
        Rusky sacó un afilado cutter de la guantera y se bajó del coche.

12.

Noelia.

El Citroen no llegó a golpear a su sobrina con toda la fuerza gracias a la acción de los frenos, aún así, Francesca rebotó contra el capó del coche y cayó al asfalto. Milagrosamente, la chica consiguió retener el frágil cuerpo de Quino entre sus brazos y éste salió indemne.
Noelia llegó hasta ellos a la carrera e impidió a los curiosos que la tocasen o la moviesen. El conductor, presa de un ataque de nervios, no se atrevió a salir del coche. Era un chico joven, con la cara llena de acné y gafas de diseño. En el parabrisas trasero tenía pegada la letra «L» de novato.
La gorra de Lazer Chic estaba a un par de metros de distancia y Noelia vio espantada la cabeza rapada y llena de pequeñas costras de Chesca.
«Dios mío, está delgadísima. Parece que ha salido de un campo de concentración».
Tras comprobar que Quino estaba bien y que Francesca respiraba y que su corazón latía, le dio la vuelta, colocándola de costado. Había gente tomando fotos y hablando por teléfono. Algunos coches comenzaron a tocar el cláxon pidiendo paso y el sonido de las bocinas se mezcló con el llanto del pequeño Quino.
—¿Tita? —La voz sonaba algo ronca, pero lúcida.
—Chesca, te acaban de atropellar. —Intentó que su voz no transmitiera el nerviosismo que sentía—. No parece grave y Quino está perfectamente, pero no debes moverte hasta que llegue un equipo médico.
–No… no, Tita —Chesca se incorporó—. Médicos no.
—Quieta, espera —Noelia intentó retenerla—. No debes moverte.
Francesca sentía un dolor horrible debajo del pecho, allí donde se le había fracturado una costilla. También le dolían las piernas, sobre todo la parte de los gemelos, donde le había golpeado el parachoques. Aún así se las apañó para ponerse en pie ayudada por una señora espontánea y apoyando una mano sobre el hombro de Noelia, que estaba de rodillas.
—Estoy bien, sólo estoy un poco mareada —Lo cual era cierto—.
        La mujer que le había ayudado a levantarse le dio la razón.
—Sólo ha sido un susto, ¿verdad mi niña?
A Noelia le hubiera gustado mandar a la mierda a la señora. En ese momento se abrió la puerta del coche y salió el chico joven.
—¿Están bien? Salieron de la nada —el pobre infeliz temblaba de pies a cabeza—. No me dio tiempo. ¿Están heridas?
—Solo ha sido un susto —repitió la señora.
Noelia les ignoró y siguió intentando convencer a Chesca.
—Podéis tener una conmoción, tú y el niño. Francesca, por favor, espera a que lleguen los de emergencias.
Chesca agarró una de las manos de Noelia, se acercó a su cara y le miró a los ojos, implorando.
—Tita, por favor. Nada de médicos. Sabrán que me he drogado y me quitaran a Quino.
—Nadie te va a quitar a Quino, Francesca, tú ves demasia…
—¡Me encontraran! —Le interrumpió con vehemencia, apretando la mano de Noelia, mirándola con ojos vidriosos.
«Ha vuelto a drogarse. Tiene todos los síntomas y acaba de reconocerlo. Por Dios, ¿cómo puede estar tan delgada?».
Quino lloraba de forma desconsolada. Noelia se fijó en el bebé y una ola de calor maternal le invadió, sintiendo unas ganas horripilantes de arrancar a la criatura de los brazos de Chesca y estrujarlo contra su pecho. Quino era precioso; a pesar de las lágrimas y los mocos el niño era una cosita absolutamente adorable.
«¿Ha dicho que la encontrarían? ¿A qué se refiere? ¿De quienes está hablando? ¿Se referirá a los servicios sociales? ¿Es ese el problema? Puede que sea cierto que le vayan a quitar al niño».
—¿Estas segura que estás bien?
—Sí, sí. De verdad. Llévame a casa y te lo explicaré todo. Por favor.
Noelia contempló el aspecto demacrado de su sobrina y le vino a la memoria el personaje de Justine, de Les Miserables, pero fue la tierna imagen de Quino, coronado con su espesa mata de pelo rizada de color dorado, con las mofletudas mejillas surcadas por lágrimas y sus labios rojos, la que acabó por convencer a Noelia.
—De acuerdo. Nada de de Médicos…
—Gracias, gracias, tita.
—…por ahora.
El chico del Citroen no terminó de creerse que la chica y el niño habían salidos ilesos y les dio una tarjeta con su teléfono por si necesitaban cualquier cosa. Noelia no estaba muy segura, pero juraría que se había meado en los pantalones.
En el breve trayecto hasta el piso Noelia intentó averiguar si Chesca tenía alguna herida, pero aparte de una cojera y de un arañazo muy feo en el codo, no vio nada más.
En el ascensor se hizo un silencio violento, roto solamente por los llantos del bebé. Tenía muchas preguntas que hacerle, pero prefirió esperar a estar en casa.
«Lo primero que hay que hacer es echar un vistazo al pequeño, ver si tiene alguna herida. Parece sano y bien alimentado, pero la madre, ay, ¿qué le ha pasado, cómo se ha podido abandonar así?».
—Tendréis hambre, ¿verdad?
—Tengo la papilla de Quino preparada —el pequeño, agotado y movido por la curiosidad al verse reflejado en los espejos del ascensor, se había calmado—, tan solo necesito un microondas para calentarla.
Noelia tenía muchísimas preguntas que hacerle: «¿Dónde está el padre, en qué trabajas, sigues peleada con tu madre, de quien huyes…?», pero absurdamente, la que más le urgía preguntarle era por el piercing del labio. Estaba claro que le había provocado una pequeña infección. «¿Por qué narices no te lo quitas y te curas la herida?», le hubiera gustado preguntar.
Entraron al apartamento y lo encontraron vacío. Bertin, el marido de Noelia, no llegaba del trabajo hasta el anochecer.
—Bueno —dijo—, veamos qué tal está el pequeño Joaquín.
—Creo que tiene caca.
—Eso tiene arreglo —Noelia acompañó a Chesca al cuarto de baño. Durante el trayecto sonó un timbre—. En seguida vuelvo.
Noelia se dirigió a la puerta principal.

13.

Sofía.

Sofía pulsó el botón del interfono, pero justo en ese momento alguien salía del portal y ella aprovechó para colarse dentro. Los ascensores le daban algo de miedo y claustrofobia, así que subió por las escaleras. No estaba acostumbrada al ejercicio físico, así que comenzó a sudar y resoplar en poco tiempo.
«Muchacha —dijo el viejo buscador de oro en su cabeza—, creo que te haría falta una buena temporada al aire libre. Para ponerse fuerte no hay nada como soportar unas cuantas ventiscas mientras te rompes el espinazo durante horas en el frío barro del Klondike».
Sofía agitó la cabeza. «Debería haber cogido uno de Stephen King».
Cuando llegó al apartamento de Noelia se extrañó al encontrar la puerta abierta. Consultó el número del piso con los datos que tenía en el móvil para cerciorarse de que era el correcto y tocó la puerta con los nudillos.
—¿Hola?
Nadie le respondió.
Empujó un poco la puerta y metió la cabeza, sin atreverse aún a entrar.
—¿Hola, hay alguien?, ¿Noelia?
El corazón le latía desbocado en el pecho, sentía las palmas de las manos totalmente sudadas y el vello de la nuca erizado. Abrió del todo la puerta y pasó dentro.
—¿Hola? —Y alzando la voz—: ¡¿Hay alguien aquí?!
Allí dentro no olía bien. Lo cierto es que el diminuto piso apestaba. Olía a sudor rancio y algo parecido a vómito; estaba oscuro y bastante desordenado. En el salón había una Playstation, una caja para gatos y material de gimnasio. También había muchos libros y revistas. Sofía sentía un extraño morbo ver todos esos objetos, sentía la cabeza flotar y tenía el corazón acelerado y la cara encendida por el rubor. Aquello era como espiar a escondidas, como entrar en la intimidad de otra persona.
—¿Hola, Noelia? —El sonido de su voz le asustó un poco.
Se dirigió a lo que parecía el cuarto de baño y al asomarse dentro vio en el suelo el cuerpo desnudo de un hombre adulto. Durante varios segundos no pudo reaccionar, simplemente se quedó allí quieta, intentando asimilar lo que estaba viendo. Luego se giró y echó a correr hacía la salida, pero resbaló con un charco de vómito que había en la alfombra y cayó sobre el sofá.
Se levantó a trompicones, jadeando con fuerza, dominada por el pánico. Al llegar a la puerta recordó el rostro del hombre.
«Es él».
Era el hombre del parque, el amante de Noelia, el tío que le pilló espiando mientras meaba. El que le dijo que tenía un coño precioso. Noelia le llamaba Carlos.
Con el corazón en un puño rehizo el camino y volvió al baño. El hombre estaba boca arriba y tenía la boca manchada de algo blancuzco. Era un tipo grande, muy varonil, con vello en las piernas y ambos brazos, aunque uno de ellos tenía una fea cicatriz. A su lado había un charco pastoso, parecía vómito. También había una botella de vino vacía. A Sofía no le gustaba nada la imagen general que ese hombre le ofrecía ahí tirado. Algo no iba bien.
«Este hombre no está durmiendo, creo que está inconsciente».
Dio un par de pasos más hacía el interior del baño. Sus ojos no pudieron evitar mirar el pene. Estaba arrugado y pequeño, como un gusano gordo descansando en un nido de pelos rizados. Tenía el glande fuera, rosado y regordete, con el agujero mirándole en un guiño somnoliento.
El coño de Sofía se mojó al fantasear con la posibilidad de acariciar la bolsa que colgaba debajo del pene. Tenía los huevos muy gordos y velludos.
Con el corazón latiéndole a mil por hora Sofía se puso de rodillas al lado del hombre; luego bajó la cabeza y apoyó el oído en el pecho para comprobar que los latidos eran fuertes, aunque de ritmo lento; los pectorales también subían y bajaban con lentitud. Sofía, envuelta en una nube en la que se mezclaba el morbo y el miedo, acercó su cara al rostro de Carlos.
El hombre tenía la boca semiabierta y el aliento que salia de ella era cálido y con un olor agrio. Las mejillas estaban cubiertas por una barba de tres días y en la comisura de la boca había un hilo blanquecino de saliva reseco.
«Está borracho o drogado».
Sofía tenía las bragas encharcadas y los muslos le temblaban. Puso una mano en el vientre desnudo de Carlos y la deslizó hasta que sus pequeños dedos se enredaron en el vello púbico.
«¿Qué estas haciendo?, ¡Estas loca, deja eso!».
La yema de sus dedos alcanzaron el pellejo arrugado del pene. Era blando y elástico; el tacto le recordó a sus propios labios internos. Siguió bajando muy despacio hasta alcanzar la bolsa de los huevos; en el trayecto el pulgar rozó la sensible carne del glande y el hombre sufrió un ligero espasmo.
«¡¿Sabes lo que puede pasar si se despertase ahora?!».
Los testículos eran dos bolas hinchadas, con la piel sedosa y cubierta de pelos rizados. Sofía comenzó a moverlos muy, muy despacio, haciéndole un masaje con unos dedos temblorosos. Alucinada, contempló como el pene comenzaba a engordar delante de sus ojos. Era como estar viendo uno de esos vídeos de naturaleza grabados con cámaras de alta velocidad en la que las plantas crecen a ritmo acelerado.
El pellejo se tensó y el glande creció en grosor; la piel se estiró y la forma de flecha del capullo se hizo más evidente, con la corona asomando orgullosa por encima. Los ríos de venas surcaron la superficie cada vez más extensa del pene y el orificio se ensanchó.
«Estoy haciendo que se empalme. Lo estoy haciendo yo».
Sofía puso otra mano en el pecho del hombre, buscando las tetillas que despuntaban en el fuerte pectoral.
«¡Estas loca, deja de magrear a este tío y sal corriendo antes de que despierte!».
Pero no podía. Sofía no podía dejar de tocar y sentir. Toda la situación parecía algo irreal, como si estuviera viendo una película, algo ajeno a ella. La cabeza le daba vueltas y notaba cómo le ardían las orejas; sentía los pezones doloridos y el clítoris, erecto y rabioso, le ardía entre los muslos envuelto en una fuente constante de líquidos.
La mano de Sofía dejó de tocarle los huevos a Carlos para tomar entre sus dedos la gruesa erección.
«Estoy agarrándole la polla a un hombre».
Entonces recordó que esa misma polla estuvo metida en el cuerpo de Noelia y una oleada de lujuria y morbo la invadió.
«Noelia se la metió en la boca» —recordó.
Sofía hizo lo mismo.
Tan sólo se atrevió a meterse la cabeza, hinchada y gorda como una ciruela. Estaba caliente y olía rara. La dejó metida dentro de su boca, sin saber muy bien qué hacer a continuación, mirando desde esa posición el rostro del hombre, buscando algún cambio en su expresión. Sofía se la sacó de la boca y movió la lengua por encima del capullo, lamiendo el orificio de la uretra; Carlos se agitó en sueños y parpadeó.
Asustada, Sofía se apartó del hombre, arrastrándose por el suelo hasta apoyar la espalda contra las baldosas de la pared.
Carlos se incorporó de repente, se puso a cuatro patas y se arrastró hasta el váter, con la polla tiesa bailando por debajo de sus muslos. Cuando llegó a la taza comenzó a toser y escupir. Sofía no pudo evitar fijarse en el trasero redondo y velludo del hombre, con los testículos colgando por debajo. Ella se quedó allí sentada en el suelo, paralizada, viendo como ese hombre totalmente desnudo y a cuatro patas terminaba de escupir y vomitar bilis. Carlos giró la cabeza muy despacio y la miró con ojos enloquecidos, inyectados en sangre.
—¿María?
La voz sonaba como la cadena de una bicicleta llena de tierra.
Sofía negó con la cabeza. Carlos cerró los ojos, apretando con fuerza los párpados. Volvió a abrirlos, pero la aparición seguía estando allí, sentada en el suelo a un metro escaso de él. El brillo del reconocimiento asomó a sus ojos.
—¿Sofía?
La chica, al oír su nombre dejo escapar un gemido.

14.

Rusky.

Cuando llegó al portal se dedicó a pulsar botones en el interfono hasta que alguien le abrió la puerta sin preguntar. Prescindió del ascensor y subió las escaleras sin prisas, tomándose su tiempo en asimilar las medidas del entorno que le rodeaba, observando la configuración del edificio, buscando de forma instintiva ángulos muertos y puntos ciegos.
Sí, en las guerras se aprendían muchas cosas.
En cada rellano se detenía varios segundos, escuchando atentamente los sonidos cotidianos que le llegaban desde el patio comunal: voces de niños, madres atareadas, ruido de platos y cacerolas, risas, música y noticiarios.
Caos y control. Control y caos.
Rusky siguió subiendo plantas hasta alcanzar aquella dónde se encontraba el apartamento de Noelia, una de las pocas familiares cercanas que tenía esa pequeña ladrona. En el rellano escuchó voces. Un hombre y una chica joven. Provenían precisamente del apartamento de la tal Noelia.
Rusky ya había jugado demasiado tiempo al gato y al ratón con esa drogadicta y necesitaba respuestas ya, así que decidió presionar un poco la situación. Apretó el cutter y con el pulgar extrajo un par de centímetros de afilada cuchilla (clic, clic).
Luego se dirigió muy, muy despacio a la puerta de la vivienda.


Continuará...

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K.O.