21.
ESTEBAN
Después de rodar la escena Esteban se retiró para ducharse, dejando a la joven pareja a solas para que Davinia pudiera desahogarse con su novio Gustavo. La chica estaba al borde del paroxismo: era la primera vez que su chico se acostaba con otro hombre, cumpliendo así una de sus mayores fantasías, y la pobre apenas pudo participar en la escena.
«Al menos el muchacho ya se ha soltado el pelo. No tendrán problemas en encontrar alguno al que no le den asco los coños. A partir de hoy se hartarán de hacer tríos».
Sabía que Davinia se moría por hacerlo con él, pero eso era algo que nunca pasaría, no sólo por su fobia a las mujeres, sino porque ahora estaba decidido a dejar el asunto de los vídeos. Unas horas atrás había reunido el valor para hablar con Samir, su novio, confesando que llevaba un par de años trabajando en un «proyecto» especial. Le contó lo de su canal de PornHub; que empezó a grabar los vídeos antes de conocerlo y que nunca encontró el momento para decírselo, pues temía su reacción.
Samir, un descendiente marroquí de buena familia, estudiante de empresariales, como él, no se tomó bien todo aquello. Educado, amable, inteligente y rodeado de un aura de exótica sensualidad, Samir solo tenía un defecto: era terriblemente celoso. El apuesto Samir solo quería a Esteban para él solo y no podía soportar que nadie posase su mirada en ese rubio alto, de ojazos azules y cara de niño.
A Esteban, cada día más enamorado de él, le resultaba muy difícil encontrar el momento de decirle que le había sido «infiel», aunque para Esteban el sexo que practicaba cuando estaba rodando era algo así como un oficio, algo que entraba en el aséptico mundo de la profesionalidad, en el que los sentimientos románticos no tenían ninguna cabida. Para Esteban, practicar sexo bajo las cámaras «amateurs» no era infidelidad, pero Samir no compartiría esa opinión.
«Otro día —pensaba Esteban siempre que abordaba el tema con su «yo» interior—. Hoy no, otro día le contaré mi secreto».
El día llegó y la reacción de Samir fue tan mala como esperó.
El sonido de unos golpes en la puerta del baño le trajo de vuelta al mundo real. Esteban vio que había estado bajo la ducha durante casi veinte minutos, ensimismado, casi adormecido.
Se colocó una toalla alrededor de la cintura y abrió la puerta. Fuera estaba Davinia, vestida con una colorida blusa y una falda corta, el cabello húmedo y el rostro limpio. Sonreía con una mirada pícara en los ojos.
—¿Qué estabas haciendo ahí dentro, eh, pillín? —preguntó con humor—. No me digas que te quedaste con ganas de más.
Esteban le devolvió la sonrisa.
—No seas tonta. Dormí poco anoche y casi me quedo frito debajo del agua.
Esteban inclinó la cabeza a un lado y miró detrás de ella.
—¿Y Gustavo?
—Se ha marchado. Hemos usado el otro baño y ha salido corriendo. La… «entrevista» duró más de lo que dijiste y llega tarde al trabajo. —Miró su reloj de pulsera—. De hecho a mi también se me ha hecho tarde.
—Vale. —Fue la lacónica respuesta de Esteban.
Aunque se conocían desde hacía solo unos pocos meses Davinia supo que algo le preocupaba.
—¿Ocurre algo?
—No… es solo que he dormido poco, ya te lo he dicho.
Esteban pasó a su lado y se dirigió al salón para recoger su ropa y vestirse allí. Davinia le siguió y habló a su espalda:
—¿Y a qué fue debido el insomnio? ¡No me digas que estabas emocionado por rodar al fin una escena conmigo! —bromeó Davinia usando un tono agudo, como si fuera una niña excitada.
Esteban sonrió mientras movía la cabeza. Al llegar al salón tomó su ropa del suelo y se puso la camiseta.
—He discutido con Samir. Nos hemos peleado —le confesó a Davinia mientras se quitaba la toalla, mostrando sin pudor su afeitado pubis, con la morcilla colgando con el glande cerrado por el pellejudo prepucio—.
La mujer miró directamente a la polla de Esteban, añorando el sabor y el morbo que sintió al chuparla unos minutos antes. El polvo que había echado con Gustavo tras la escena la había dejado insatisfecha, pues el novio tenía prisa y Davinia no llegó al orgasmo. En realidad le había puesto más cachonda y ni siquiera la rápida ducha de agua fría que compartieron pudo calmarla.
—Le he contado lo de los vídeos —continuó Esteban mientras se ponía los pantalones—, se ha enfadado y no quiere que nos veamos por un tiempo, hasta… hasta que pasen unos días.
La mujer no llevaba bragas. Las únicas que había traído estaban sucísimas, pues durante el rodaje su afeitado coño no había dejado de expulsar fluidos, empapando el forro de la prenda hasta dejarla inservible. Davinia pensó en lo fácil que sería agarrar esa pija amorcillada y metérsela debajo del vestido para masturbarse con ella.
Y eso fue exactamente lo que hizo.
Sin pensar en lo que hacía dio un par de pasos hacia Esteban, y mientras éste se peleaba con los vaqueros para subirlos por las rodillas Davinia extendió una mano y le agarró el pene. El muchacho, sorprendido por el inesperado gesto, se detuvo durante un instante, momento que aprovechó Davinia para pegar su cintura contra el pubis de Esteban.
El hombre ahogó un grito de asco y sorpresa cuando ella se metió la polla por debajo del vestido y pasó el glande, tapado por el pellejo del prepucio, por toda la raja del coño, remetiéndose el flácido gusano entre los labios menores, apretando para meterse esa mustia morcilla en la entrada de su cueva.
—¡No! —gritó Esteban asqueado.
Trató de caminar hacía atrás, pero sus piernas se enredaron en el pantalón y cayó de espaldas sobre el sofá. Davinia se sentó encima de él, aplastando la vulva contra su picha.
Esteban sintió la asquerosa viscosidad que rezumaba de la entrepierna de su amiga. Notaba la carne delicada de los labios abiertos apretarse contra su pija, abriéndose, resbalando contra su pito, abrazando con esos labios babosos el tronco arrugado y flácido de su pene amorcillado.
—Me vuelves loca, Esteban —gimió en su cara, buscando la boca del marica con la lengua, pero éste la rechazaba—. Te deseo desde el primer día que te vi, ¡lo sabes!
Esteban se revolvía, asqueado, empujando con las caderas y los brazos, pero Davinia, una mujer casi tan alta como él, deportista y con un cuerpo cultivado en gimnasios, era más fuerte.
—¿¡Estas loca!? ¡Para, joder!
Davinia le agarró la cara, obligándolo a que le mirase a los ojos.
—Te gusto, Esteban. Te gusto y no sé qué tienes en esa cabeza que te impide reconocerlo, pero sé que te gusto y que tú también me deseas.
—¡Basta!
Esteban le golpeó en la cara con la mano abierta. Era la segunda vez en su vida que pegaba a una mujer. La primera fue el sábado anterior, cuando pilló a su hermana masturbándose.
La chica se detuvo durante unos instantes. Esteban vio que la mejilla se enrojecía poco a poco y sintió arrepentimiento por lo que acababa de hacer. Davinia ignoró el dolor y agarró las mejillas del muchacho con ambas manos, acercando la cara hasta que sus narices se tocaron, mirando a los ojos del maricón con una mirada de deseo y lujuria que desarmó completamente a Esteban.
El homosexual sentía el poderoso cuerpo de esa mujer encima suyo. Un cuerpo fuerte, recio, sin un gramo de grasa, todo lleno de músculos, tendones y piel bronceada. Los poderosos muslos de la mujer le abrazaban la cadera, subida a horcajadas entre sus piernas, apretando hacia abajo, tratando de meterse el arrugado y blando pene por el asqueroso agujero de su vagina.
Aunque lo cierto era que su pene ya no estaba ni tan arrugado ni tan blando.
La violencia del acto, el sentirse atrapado a merced de esa atractiva mujer, el peso de ese cuerpo caliente con la viscosa raja tratando de engullir su virilidad; el aliento que desprendía la boca, caliente y sensual, ligeramente agrio a través de unos dientes perfectos, blanquísimos… Todo eso perturbó a Esteban de tal manera que se excitó sin quererlo.
Ajeno a sus deseos, la sangre hinchó las venas de su rabo, inflando y engrosando su verga bajo el peso de Davinia. La mujer sintió la lenta erección y susurró directamente sobre su cara, cerca de la boca.
—Te gusto, Esteban, te gusto… Sabes que te gusto, nos gustamos desde el primer día… vamos… —susurraba mientras movía las caderas adelante y atrás, resbalando la raja a lo largo del cada vez más endurecido pene—. Déjate llevar, Esteban… Cariño, vamos… vamos…
—No… no, no… No…
Pero su polla, ajena a sus deseos, independiente de sus fobias, crecía y crecía, siendo absorbida por esa repugnante cueva llena de babas y mocos, esa puerta que se abría hacía las entrañas de un ser vivo, una raja asquerosa por donde salían meados, sangre menstrual y extraños jugos malolientes. Su gorda pija se endurecía sintiendo como ese sucio coño lo manchaba con los fluidos femeninos, calientes y resbaladizos.
«No, no, no… Ahí no… no quiero meterla ahí… noo».
Era asqueroso sentir las extrañas carnes llenas de protuberancias cerrarse alrededor de su capullo. Podía sentir en la punta del nabo la granulada textura de la pared vaginal, caliente y suave, como si fuera un ojete, pero más dilatado y húmedo, mucho más húmedo.
Esteban había cerrado los ojos y los abrió de golpe al escuchar el profundo y prolongado gemido de placer que llenó la habitación. Se sorprendió mucho al descubrir que era él quien estaba gimiendo de gusto.
Davinia trató de besarle varias veces mientras lo violaba, pero Esteban volvía la cara a uno y otro lado, resistiéndose, pero sin poner mucho empeño.
—¿Ves?… —susurró ella—, No es tan malo… ¿Lo ves? Te gusta mi agujero, ¿verdad?. Te gusta… ah… ay… te gusta…
A Esteban no le gustaba… No «quería» que le gustase. No quería sentir ese pozo oscuro de carne caliente, palpitante, con los hinchados labios menores besando su pubis cada vez que ella bajaba hasta el fondo, clavándose su preciosa estaca de maricón hasta el útero. No quería, pero su cuerpo le traicionaba y sin quererlo Esteban comenzó a bombear hacia arriba, acompañando el lento ritmo que había impuesto Davinia.
—Así… métemela… así… adentro… adentro… ay… ay…
Davinia se levantó el vestido y agarró a Esteban por la nuca, obligándolo a que mirase hacia abajo.
—Mira… ahh… mira lo que me estas haciendo… maricón…
Esteban miró mientras jadeaba, incapaz de resistirse a esa poderosa hembra. Ambos tenían los pubis absolutamente depilados y la carne brillaba por el sudor y los efluvios de Davinia, espesos, abundantes y aromáticos. Los labios del coño, oscuros y longevos, se le habían hinchado, abrazando el grueso pepino entre los chapoteos y las palmadas que hacían los cuerpos al chocar uno contra el otro. El clítoris, oculto dentro del laberinto de repliegues, despuntaba de vez en cuando, rosado y erecto.
Esteban trató de apartar una vez más a Davinia de encima, empujándola con ambas manos, pero sus dedos se toparon con los montículos de los senos, grandes, duros, erectos. Eran dos cúpulas turgentes, llenas de carne prieta y cálida. A pesar de su rechazo natural a tocar esas extrañas protuberancias, Esteban no pudo evitar apretarlas, sorprendido por la facilidad con la que se amoldaban a sus manos.
Davinia aceleró el ritmo, subiendo y bajando las carnosas nalgas, grandes y redondas, buscando el orgasmo que no había conseguido con Gustavo, inclinándose hacia delante para buscar la boca de Esteban, tratando de besarlo, pues quería probar esos labios rojos de querubín.
—Bésame… por favor… ay… bésame… —suplicaba entre gemidos.
Esteban se negaba, obstinado a no ceder ante esa zorra libidinosa, pero la lengua de Davinia entró dentro de su boca, chupando con fuerza los sensuales labios de Esteban con tanta pasión y lujuria que el maricón se corrió de súbito, con la polla estrujada por las paredes vaginales de la mujer. Davinia se dejó caer, empalándose hasta el fondo, sintiendo los cojones pegados a su coño y la punta del nabo en lo más hondo de su feminidad, notando cómo los chorros le inundaban el conducto vaginal.
La verga del marica expulsaba la simiente con fuerza, pero su pene hacia tope y tenía la punta del carajo apretada contra las carnes íntimas de Davinia, lo que provocó que la leche se le escurriera por los laterales a presión, cayendo a borbotones cuando la mujer se levantó, sacándose la polla con una sonora pedorreta seguida por un torrente de yogur líquido.
Esteban se había corrido aferrado al vestido, agarrando esas preciosas tetas, apretando con fuerza mientras la lengua de la mujer trataba de llegar hasta su esófago. Su pija aún estaba sufriendo dolorosos espasmos orgásmicos cuando Davinia se apartó y Esteban contempló alucinado como se le escurrían los pegotes de semen a borbotones del agujero del coño, dilatado y abierto, mojando su vientre de esperma caliente y mucosa vaginal.
La mujer se puso en pie sobre el sofá y plantó su chorreante coño en toda la cara del marica, obligándole a que se lo limpiase con la boca. A Davinia le dio tanto morbo ver a ese mariquita tan guapo, con esa carita de adolescente tan linda y bonita comerse su almeja depilada, que se corrió con una serie de potentes orgasmos, gritando de placer mientras le restregaba el mejillón arriba y abajo, una y otra vez, embadurnando el rostro de Esteban con su propio semen mezclado con el apestoso jugo de su coño.
A la chica se le aflojó el esfínter y no pudo evitar que se le escapase algo de orina durante el clímax, meando sobre la boquita de Esteban con un pis transparente e inodoro. El muchacho, superado por la situación, mareado por la peste a coño, semen y sudor, con el corazón a mil por hora y la cabeza hecha un caos de asco, placer, excitación, vergüenza, miedo y deseo, le lamió la raja, comiéndose el orgasmo de Davinia. Metió la lengua en esa gruta viscosa, en esa abertura alienígena forrada de protuberancias y recovecos misteriosos, prohibidos. La curiosidad y el morbo de sentirse humillado por una hembra tan atractiva superó sus miedos y su fobia.
Pero había algo más, algo más profundo, más atávico. Porque esa era la vagina abierta y chorreante de Davinia, su amiga, su compañera de estudios, la atractiva y esbelta mujer que le ayudaba con los vídeos de forma desinteresada. Esa chica educada y diplomática, pero con un toque de altiva insolencia que le había traído más de un problema con el rectorado. Davinia, la preciosa hembra de piel sedosa y bronceada, con cuerpo atlético de anchas espaldas y piernas de atleta.
Era Davinia.
Comerle el coño era parecido a la primera vez que pruebas un alimento amargo, cargado de especias y maloliente… pero al mismo tiempo tan apetitoso y sabroso que no puedes dejar de comerlo.
Davinia, que estaba enamorada de Esteban desde el primer día que lo conoció, dejó que se hartase, que comiese todo lo que quisiera, feliz y satisfecha, acariciando el precioso cabello rubio del chico, húmedo y sedoso, hasta que el muchacho se apartó de golpe, tosiendo y escupiendo.
—No puedo… —se quejaba con la cara congestionada—. El olor… no puedo…
—Shhhh… tranquilo… está bien —Davinia le besó las mejillas, acariciándolo con suavidad, buscando la boca con sus labios, susurrando entre jadeos—. Tranquilo… oh, cielos… joder… Tranquilo…
Davinia lo abrazó con fuerza y ternura, subida a horcajadas sobre él, apretando sus pechos cubiertos de sudor contra el cuello de Esteban.
—Tranquilo, cielo… tranquilo…
—Déjame, por favor —susurró empujándola levemente.
La mujer rodó a un lado, dejando que Esteban se pusiera en pie, pero le sostuvo una mano, impidiendo que se alejara del sofá.
—Tenía que hacerlo Esteban.
El muchacho contempló la mano de Davinia.
—Suéltame —pidió con tranquilidad en voz baja.
—Necesitaba hacerlo Esteban —Davinia le besó la mano—. «Tú» lo necesitabas.
El apuesto muchacho cerró los ojos unos segundos.
—Por favor —suplicó en voz baja. Davinia le soltó la mano y Esteban regresó a la ducha una vez más, cabizbajo.
—¡Lo necesitabas, Esteban! —dijo en voz alta antes de que Esteban entrase al baño—. Ambos lo necesitábamos.
Esteban se detuvo con los hombros encorvados. De pronto se giró y Davinia vio que tenía los ojos vidriosos y el ceño fruncido.
—¿Yo lo necesitaba?… —dijo enojado—. ¡¿Pero quién te crees que eres para decidir algo así!? ¿Lo necesitaba?… Por Dios, ¡Esto es lo último que necesito en mi vida! ¡Bastante tengo con mi her…!
Cerró los ojos con fuerza y respiró un par de veces antes de continuar.
—No necesito esta mierda, Davinia. Esto era lo último que deseaba hacer. ¿No lo entiendes? Le acabo de poner los cuernos a Samir… ¡con una mujer!
—¿Los cuernos? Por favor, Esteban, se los pones cada vez que ruedas una escena y grabas un vídeo.
—¡No! No es lo mismo, Davinia, no es…
—¡Deja de engañarte! —La mujer se puso en pie y se acercó a él con pasos largos y rápidos. Los tacones restallaron en el suelo, los pechos vibraron dentro del vestido.
—No puedes evitarlo, Esteban. Te gusta follar, te encanta follar. Te mueres por que la gente te vea follando, que te admire, que te desee. Eres un exhibicionista, un calientapollas y un mojabragas…
Davinia volvió a acariciarle el bello rostro con suavidad, casi con veneración.
—Eres un puto crío —dijo en voz baja—, un crío maravillosamente guapo y atractivo, pero a pesar de toda esa experiencia que tienes en la cama no sabes nada de la vida.
Esteban le apartó la mano de un golpe.
—No quiero volver a verte nunca más, Davinia.
Ella sonrió, pues sabía que el chico solo lo decía por el resentimiento y el enfado que sentía en esos momentos. Aún así, ella se apartó, dando un paso atrás sin dejar de sonreír.
—Será mejor que espabiles, Esteban. Me gustas. Me gustas muchísimo. Y a Gustavo también le gustas, ya lo has visto. Te aprecio mucho más de lo que imaginas y me da mucha pena ver como te atormentas inútilmente. Piensas demasiado en cosas que son mucho más sencillas de lo que crees.
Esteban no sabía de qué estaba hablando esa zorra violadora de maricas, así que se dio la vuelta y entró al baño dando un portazo.
Davinia golpeó con suavidad la madera para llamar su atención.
—Adiós Esteban. Y no te preocupes por si le pones los cuernos a Samir: deberías preguntarle sobre un tal Guille. —Hizo una pausa mientras acariciaba la puerta del baño, deseando estar ahí dentro con él—. Hasta pronto, cielo —dijo en un susurro que él no escuchó.
ROSA
Ya era madrugada cuando llegó a Luégana con el eco de la discusión con Gabriel aún en su cabeza. Las calles eran estrechas y oscuras, llenas de cuestas y pendientes apenas iluminadas por sencillos focos donde danzaban nubes de mosquitos y polillas. El aire nocturno le provocó escalofríos cuando bajó del coche, pues llevaba un sencillo vestido de dos piezas de color negro, muy liviano. Había salido de casa con lo puesto, literalmente.
Solo cuando llegó a la puerta del hostal donde se hospedaba su amiga se dio cuenta de lo que estaba haciendo. No se atrevió a entrar y se quedó fuera, de pie junto al pequeño Volkswagen Lupo. No había luz en la recepción y supuso que el encargado estaría durmiendo, pues era un pueblo muy pequeño y no esperarían un nuevo cliente un lunes de madrugada.
«Es tardísimo y ella no sabe nada. ¿Querrá recibirme?… ¿Estará aún aquí o se habrá arrepentido y habrá vuelto a Costa Rica?».
Con mano temblorosa buscó la tarjeta de Mariola y marcó el número que ahí había escrito, rezando para que no fuese el de su agente literario o de alguien por el estilo.
«¿Qué estas haciendo, Rosi?, ¿Qué haces aquí? Deberías estar en casa, preparando la ropa para mañana, poniendo a descongelar la carne para el mediodía y limpiando la cocina; convenciendo a Carla para que tire la basura y a Gabriel para limpie el baño después de usarlo. ¿Qué haces aquí, eh?».
La señal del teléfono seguía sonando, una y otra vez, y otra. Y otra.
«Fue bonito, Rosi. Lo que sucedió la otra noche fue maravilloso, fue un sueño hecho realidad, pero tienes que despertar, Rosi; estas cosas no pasan en la vida real. Tienes una familia y un hogar que no puedes tirar por la borda debido a un… a un calentón».
La señal continuaba sonando sin cesar, con su monótono pitido.
«Un calentón, Rosi. Follaste con una tortillera que conociste en tu adolescencia y que luego te dejó tirada, largándose del pueblo y olvidándose de ti. No seas tonta, Rosa… ¿Crees que no puede volver hacerlo? ¿En serio te creíste todo lo que te dijo?».
Una luz se encendió en la segunda planta del edificio. La señal de llamada seguía sonando, persistente.
«Piénsalo, Rosa. ¿En serio crees que esa mujer va a querer empezar una relación con una vieja gorda sebosa como tú, con dos hijos mayores y un marido que te pone los cuernos a tus espaldas con una cría de la edad de tu hija?».
Rosa cortó la llamada, se dio la vuelta y buscó las llaves del coche en el bolso.
«Aún no está todo perdido, todavía puedes recuperar a Gabriel».
La mano de Rosa se detuvo en el tirador de la puerta del coche. En ese momento sonó su teléfono.
«¿Recuperar a Gabriel? ¿Qué voy a recuperar, eh? ¿El hastío, la monotonía, las conversaciones insulsas, el sexo fugaz y machista, el vacío de una casa sin niños pequeños… una vida que no es vida?».
Rosa miró el teléfono y vio que era el numeró de su amiga. Aceptó la llamada con voz temblorosa.
—¿Mariola? —dijo—, soy yo. —Se apartó las lágrimas de las mejillas y tragó saliva—. Estoy aquí.
—¿Rosa? —La voz sonó lejana y confusa.
—¿Puedo subir? —dijo con la voz rota.
El silencio fue tan largo que a Rosa se le partió el corazón al pensar que quizás su amiga no estaba sola en su cuarto.
—¿Dónde éstas, Rosa? —Había preocupación en la voz.
—Abajo. En la puerta, junto al hostal.
Otra vez el silencio, demasiado largo, aunque en el fondo se podía escuchar un ligero murmullo, como una conmoción de gente. Y música, pero muy apagada.
—Ya no estoy en Luégana, Rosa. Lo siento.
Rosa se quedó bloqueada. Su mente se quedó en blanco y no pudo reaccionar. Mientras miraba a la ventana iluminada del segundo piso se escuchó el leve sonido de una cisterna proveniente de allá arriba. Pocos segundos más tarde la luz se apagó. No era Mariola, si no alguien que se había levantado a orinar.
—¿Rosa? ¿Estás ahí? —dijo Mariola a través del teléfono, preocupada.
«Te lo dije Rosi. Otra vez te ha abandonado».
Un sudor frío recorrió sus sienes y la mano que aferraba el teléfono cayó unos centímetros, como si de repente el aparato se hubiera convertido en un pesado lingote de acero.
—Rosa, por favor, contesta… ¿Rosa?
«He sido una imbécil. Una ilusa, una boba, una tonta…».
Entró al coche y tiró el teléfono sobre el asiento del copiloto mientras la voz de Mariola seguía sonando, pero más apagada.
—…cuelgues, por favor. Siento no haber podido estar con…
Rosa tuvo un arranque de furia y tiró el móvil contra el salpicadero, haciéndolo añicos. Luego apoyó la cabeza en el volante. Quería gritar, llorar y golpearse la cara por estúpida, por necia, por crédula…
«Por soñadora, Rosi. Te lo dije: es peligroso soñar».
CONTINUARÁ...
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