63.
Rusky.
Quino, deshidratado, hambriento y cubierto por sus propias heces, yacía agotado en el asiento trasero. El sudor y las lágrimas habían ablandado el adhesivo de la cinta americana que cubría su boca, provocando que se le desprendiera una parte. Por desgracia la tela rodeaba toda su cabeza y la mordaza no llegaba a desprenderse del todo, pero al menos se aflojó lo suficiente para que entrase más aire y pudiera respirar mejor. El cansancio y la tristeza le sumieron en un letargo que ayudó a que Rusky no le prestase demasiada atención.
El checheno no pudo hacer el mismo truco de la vez anterior para entrar en el garaje subterráneo: las heridas de su rostro y las ropas ensangrentadas llamaban demasiado la atención. Así que esta vez se dedicó a esperar dentro del coche cerca del portón del aparcamiento hasta que salió un vehículo, momento que aprovechó para colarse dentro con el mercedes. Buscó una plaza sin ocupar y estacionó en ella.
«¿Ahora qué, Andrei?».
«Subir, forzar la cerradura, buscar el paquete…».
«¿Buscar el paquete? Podrías estar toda la noche y parte del día siguiente registrando esa casa, levantando baldosas y agujereando paredes sin encontrar nada, además, ¿y si no está ahí?, ¿y si lo han movido?, ¿y si lo lleva encima otra persona?, ¿y si…?».
«¡VALE! ¡De acuerdo!, nada de buscar a ciegas».
Rusky arrancó varios pañuelos de papel y usó el espejo interior para arreglar un poco la ruina en la que se había convertido la parte inferior de su cara. La hemorragia del vientre se había detenido. No fue un impacto directo, el proyectil pasó a la largo de su abdomen, llevándose una fina línea de pellejo a su paso y quemándole el ombligo, pero nada grave. Aunque dolía como mil demonios.
«Entonces subo arriba y espero que a venga ese tío, le agarro por los cojones y que empiece a cantar todo lo que sabe».
«Sí, claro, como hiciste con la putilla, con Francesca, y mira cómo has acabado. Esta vez usa al niño».
Rusky arrojó los papeles ensangrentados al suelo del coche y tomó otro puñado limpio. Le faltaba un trozo de mandíbula y podía ver las encías inferiores y algunos dientes a través del agujero en la piel. Le dolía, pero podía soportarlo. Lo que más le molestaba era la hemorragia, que lo manchaba todo. Buscó en una de las guanteras y sacó un viejo trapo para el polvo. No estaba muy sucio y se lo puso en la boca atado a la nuca. Cuando hizo el nudo sintió un relámpago de dolor al tocar la inflamación que le provocó la maza allí detrás.
Se miró al espejo: «Parezco uno de esos bandoleros del viejo oeste». La parte derecha de la cabeza estaba hinchada, con la herida de la sien supurando una sangre viscosa muy oscura. Recordó que en alguna parte del coche debería de haber un botiquín integrado de serie. Buscó entre los compartimentos y lo encontró. Se hizo una especie de cura espartana y no pudo evitar gritar cuando el chorro de alcohol impactó contra las heridas.
Desde fuera del edificio le llegaba el sonido esporádico, pero cada vez más frecuente, de unos truenos largos y profundos.
«El búlgaro va a tener que compensar todo esto».
«Así será, Andrei, en cuanto cumplas tu misión».
Rusky cerró los ojos y respiró profundamente.
«¿Por qué coño hicieron eso, eh?, ¿por qué disparar así, por la espalda, a traición?».
«Puede que quisieran la droga para ellos… Puede que fuera idea del búlgaro».
«Eso no tiene sentido».
«¿No? Imagina esto: tú encuentras la droga y quitas de en medio a Gorka y a Chesca; después William y Simas te liquidan. El búlgaro tiene su droga, su venganza y se ahorra pagar tus honorarios».
«No… no tiene sentido… perdería credibilidad… nadie querría trabajar con una rata traicionera».
«¿Una rata como tú, Andrei? ¿Acaso no fue eso mismo lo que hiciste allá, cuando dejaste tirada a la unidad? Ellos confiaban en ti, Andrei».
«No. Aquello fue diferente. Fue una retirada táctica».
«Fue un acto de cobardía y una traición. Abandonaste tu puesto revelando la posición de tu grupo y los masacraron».
Rusky, irritado, revisó el cargador del revólver y se guardó la navaja en el bolsillo. También se llevó el bote de alcohol medicinal y un zippo de oro que había en el alijo de joyas robadas a Bertín. Antes de salir comprobó que el pesado encendedor funcionase. Luego salió del vehículo y agarró al niño.
«Usaré a este gusano para recuperar la droga y se la llevaré al búlgaro. Entonces, cuando esté frente a él, sabré si me la ha jugado o todo ese desastre de la fábrica fue solo cosa de esos dos».
Mientras subía por el ascensor la peste a mierda y a meados que despedía el pobre Quino casi le hicieron perder el control. Faltó muy poco para que estrangulase al niño, pero una voz interior le recordó que el hedor no desaparecería porque el niño estuviera muerto.
Cuando llegó a la puerta del domicilio de Carlos se quitó el pañuelo de la cara, puso al niño en el suelo y usó una ganzúa multiherramientas para abrirla. Luego tomó a Quino y pasó dentro de la vivienda, cerrando la puerta con suavidad.
64.
Carlos.
Hicieron el amor antes de llegar al dormitorio, de pie, contra la pared del pasillo de la entrada principal. Copérnico se acercó nada más oír el sonido de la puerta al abrirse, pero en cuanto comenzaron los primeros movimientos y gemidos del acto sexual el gato se retiró. Fue un polvo rápido, pasional, liberador y muy necesario… pero insuficiente.
Llegaron a la cama en una confusión de brazos y piernas mezcladas entre prendas a medio desvestir, besándose y acariciando sus cuerpos como si fuera la primera vez que se tocaban. Gritaron al techo palabras de placer y susurraron en los oídos promesas de amor. Intercambiaron flujos y fluidos, bebieron de sus cuerpos y mordieron la carne tibia y trémula de su desnudez. La vagina de Noelia se llenó un par de veces con el esperma de Carlos, espeso y caliente, mientras que la boca del hombre recibió en varias ocasiones los líquidos que expulsaba el sexo de su amante.
El sudor, pegajoso y cargado de feromonas, empapó las sábanas y los cubrió a ambos, lubrificándoles la piel y dándole un brillo aceitoso a sus cuerpos. A través de las ventanas le llegaban los destellos de los relámpagos y los truenos de una tumultuosa tormenta de verano. El agua golpeaba las persianas y los cristales con fuerza.
«Nunca me cansaría de ella» —pensó Carlos mientras su miembro comenzaba a encogerse levemente dentro del coño de Noelia después de correrse por segunda vez.
—Estaría así toda la vida —le dijo con la boca pegada a la suya.
—Pillaríamos una infección —rió ella.
—Me da igual. Sería la infección más bonita del mundo.
—A ti se te caería la picha y a mi se me pondría negro.
Carlos miró hacia abajo y contemplo la breve mata de pelos oscuros que Noelia tenía allí.
—Bueno, yo diría que ya lo tienes bastante negro. No se notaría la diferencia.
Noelia le dio un golpe en el hombro riendo y movió la cadera para que Carlos saliera de dentro de ella.
—Déjame que salga, Carlos. Tengo pipí.
Carlos dejó que ella abandonase el calor de la cama.
—¿Quieres que te eche una mano?
Noelia, con una mano tapándose la raja del coño para que no gotease nada al suelo, se giró a medias mirándole de forma sugerente.
—No… pero más tarde quizás sí. —Y le guiño un ojo.
Mientras Noelia hacía sus cosas en el baño Carlos se levantó y fue a la cocina a preparar café. Encendió el hornillo a gas y puso la cafetera en el fuego más pequeño. Esta vez, al contemplar las llamas azules bailando delante de él, no le embargó ninguna sensación relacionada con el accidente de su hija. Copérnico volvió a asustarlo al arrimarse a sus piernas desnudas y restregar su cuerpo contra ellas.
—La madre que te… —masculló entre dientes con el corazón a mil por hora. Se agachó para tomarlo en brazos. Desde el baño le llegó el sonido de la ducha.
«A ella le gusta mear de pie» —recordó.
—Te conozco —dijo una voz extraña a su espalda, profunda y llena de guturales sonidos líquidos.
Carlos se giró y un monstruo de dos cabezas le hizo algo en el muslo. Copérnico saltó de sus brazos y huyó. El cerebro de Carlos tardó un par de segundos en asimilar la imagen que tenía delante. Bajo la luz del fluorescente de la cocina Carlos vio que no era un monstruo bicéfalo, si no un hombre que sostenía en brazos a un niño pequeño. Pero ambos tenían algo en la cara, algo muy raro. El niño tenía enrollada una cinta de color gris alrededor de la cabeza y el hombre tenía un tumor en la sien, hinchado, amoratado y supurando pus y sangre. También le habían comido la parte inferior de la cara, llena de cicatrices. Carlos podía verle las encías y los dientes a través de un agujero que tenía en la mandíbula.
«¿Qué…?».
El monstruo rió y el sonido asustó a Carlos. Algo le pasó de repente a sus piernas, que dejaron de sostenerlo y cayó al suelo, golpeando la mesa de la cocina y tumbando una silla.
«¿Qué me ha hecho?».
La humedad, cálida y pegajosa, comenzó a lamer sus piernas y su bajo vientre.
«No. No puedo mear sentado en el suelo. A mi también me gusta mear de pie» —pensó absurdamente.
El monstruo dejó al niño sobre la mesa y se acercó a Carlos. En una mano tenía una navaja y le señaló con ella mientras sonreía. Del agujero de la cara le chorreaba saliva y sangre.
—Te conozco. Tú eres aquel periodista. El del gitano. —Pero Carlos escuchó «Te conofco. Tú edes aquel fediodista. Elel hitano».
«¿Qué me ha hecho?».
Carlos miró abajo y vio su cuerpo desnudo, con el pene arrugado completamente cubierto de sangre. De la parte interna del muslo brotaba una fuente de color carmesí de forma pulsátil. Sufrió un mareo y tuvo ganas de vomitar, pero instintivamente se taponó la profunda herida con ambas manos. De repente se sintió muy débil.
Un relámpago iluminó la pequeña cocina y dibujó sombras espectrales en esa cara de pesadilla. El trueno sonó muy cerca y los cristales de las ventanas temblaron de forma audible.
—Te recuerdo, periodista. León te utilizó para mandar un mensaje a ese gitano marica.
Carlos intentó presionar con fuerza, pero le fallaban los músculos. Las manos resbalaban y los brazos no le respondían. La lividez de su rostro contrastaba con el fuerte color rojo que cubría toda la parte inferior de su cuerpo. Intentó arrastrarse por el suelo, pero sus piernas le fallaban.
—Joder —rió el checheno—, menuda ciudad de mierda tenéis aquí. Esto parece un pueblo —agitó la cabeza, negando—. ¿En serio eres tú?
Rusky se agachó y apretó la herida con su propia mano, frenando ligeramente la hemorragia.
—Sí —susurró el monstruo—, te recuerdo. Eres el de la televisión. León no tenía nada contra ti, pero no se fiaba del maricón —Rusky observó el cuerpo desnudo de Carlos y se fijó en la cicatriz del brazo. La señaló con la navaja—. Tuviste suerte de salir de aquel coche sólo con esa cicatriz.
—¿Quien eres?
Rusky se relamió por dentro de la boca y la punta de la lengua asomó por el agujero.
—Sólo soy un viejo soldado. —Rusky, en cuclillas frente a Carlos, le miró a los ojos—. Verás, el pequeño búlgaro sabía que entre el gitano y yo había una historia, algo que le hice cuando llegué a este puto país, así que me preguntó si quería entrar en su guerra personal contra él.
El agujero de la cara se ensanchó cuando Rusky sonrió de nuevo y esta vez fue la luz intermitente de un rayo el que iluminó la espantosa herida que tenía en el rostro.
«¿León? ¿Gitano? ¿Guerra?».
Carlos no comprendía nada de lo que estaba hablando el monstruo.
Rusky siguió apretando el muslo. Al reconocer a Carlos había relegado el asunto de la droga a un segundo plano. Aquello era un divertimento mucho más placentero y quería que Carlos escuchase toda la historia antes del fin, así que apretó la arteria femoral para frenar la inevitable muerte del ex-periodista.
—El aparato estaba conectado a la dirección asistida. Debería de haberse activado según cierta velocidad y ángulo de giro, pero no funcionó muy bien. Al menos el cortocircuito fue efectivo y provocó el fuego.
—¿Quien eres? —preguntó de nuevo, esta vez con más firmeza, con el ceño ligeramente fruncido.
«¿Dirección asistida? ¿Velocidad? ¿Fuego?… No… No puede ser…».
El agua seguía corriendo en la ducha y el sonido se mezclaba con el de las gotas que golpeaban con fuerza las ventanas de la fachada exterior. El viento arreció y el ruido de las persianas golpeando los cristales parecían el tableteo de una vieja ametralladora.
—No contaba con la niña, pero al final fue incluso mejor. ¡Hasta León pensó que yo lo había planeado así y me felicitó pagándome un plus!
La risa parecía salida de la garganta de un cerdo degollado.
—No… no… no… —Carlos, cada vez más débil y pálido, negaba con la cabeza.
Rusky, sin dejar de reír, dejó de taponar la herida y se incorporó.
—¿Por casualidad tú no sabrás nada sobre un paquete de droga robado, verdad?
Carlos, tratando de contener la hemorragia con dos manos temblorosas, sólo podía negar con la cabeza.
«No… María… noooooo…».
El sonido de la ducha se detuvo y se oyó el ruido de una puerta. Rusky agarró el bote de alcohol medicinal y el zippo de oro y se colocó al lado de la mesa donde estaba tumbado Quino.
La tormenta se recrudeció y el fuerte viento trajo una nueva tanda de nubes oscuras y preñadas de truenos y relámpagos.
Carlos trató de avisar a Noelia, pero no era capaz de articular ningún sonido. Su cabeza iba y venía, sintiendo una especie de calma y sosiego poco natural.
«Me voy… me estoy yendo… María… mi pobre pequeña…».
—Oye Carlos —preguntó Noelia, cubierta con una toalla y secándose la cabeza—, ¿Como va ese café? ¿Has visto la tormenta que se ha formado en un momento? ¡Qué miedo me dan los…!
Noelia se detuvo horrorizada en la entrada de la cocina al ver al monstruo.
65.
Noelia.
Lo primero que detectó su cerebro fue el intenso color rojo que había en el suelo y allí puso la mirada.
—¡¡CARLOS!! —chilló al ver a su amante.
Hizo el amago de salir corriendo hacia él, pero en seguida vio algo conocido encima de la mesa de la cocina. Su cerebro se bloqueó durante unos segundos y abrió los ojos como platos. Las luces se apagaron momentáneamente y el fulgor de un relámpago iluminó la estancia, permitiendo que Noelia viera la cara del monstruo bajo los fantasmagóricos destellos. Se llevó las manos a la boca y ahogó un grito.
La electricidad volvió de nuevo y el monstruo hizo algo muy raro: bendijo al niño echándole agua bendita por encima, empapando a la criatura. El fuerte olor le llegó a la nariz y lo reconoció: alcohol. Un objeto metálico brilló bajo la luz del fluorescente.
«¿Qué es todo esto? Dios mío, es Quino… ¡Quino!… Dios mío, ¿qué es esto?…».
—La droga —dijo el monstruo—. ¿Dónde está la droga?
Noelia cerró los ojos y respiró profundamente.
«Droga. Quino. Carlos. Sangre. Alcohol… No puedo pensar… ¡Carlos! ¿Esa sangre es suya?».
«Respira, Noelia, respira…».
Los temblores comenzaron a sacudir su cuerpo y las lágrimas brotaron. Abrió los ojos y se enfrentó a esa pesadilla con voz trémula.
—No sé nada de droga. Si es algo que hizo mi sobrina, ella no nos lo dijo… —sollozó y miró a Carlos—. Por favor, déjeme que le ayude.
Rusky accionó el zippo y éste se encendió al momento. La cafetera comenzó a silbar, soltando vapor por la rendija de la tapadera.
—La droga o le pego fuego a este gusano.
«Tiempo, Noelia, necesitas tiempo. Miéntele, dale lo que quiere».
—¡No! No, por favor, no haga eso. Le daré dinero, pero no tenemos…
—¡NO QUIERO TU PUTO DINERO! —la herida de la mandíbula se abrió y la piel se rajó, escupiendo sangre y babas —. ¡SÓLO DIME DÓNDE COÑO ESTÁ LA DROGA!
—¡Está bien, está bien! ¡En el dormitorio —improvisó—, está en el dormitorio!… Por favor, no le haga daño a Joaquín, es muy pequeño… es sólo un bebé… —Noelia miró a Carlos—. Déjeme que ayude a Carlos, está perdiendo mucha sangre.
«Eso es, llámalos por su nombre, que sepa que son seres humanos».
—¿Dormitorio? Mientes —Rusky acercó la llama al niño.
—¡NO! ¡Por favor, no! ¡Lo juro, no miento! Por favor… —las lágrimas brotaban sin cesar, la imagen de Quino se volvía borrosa—. No haga eso… se lo suplico…
—Ella… miente… —la voz de Carlos, era apenas un susurro—, no… está… ahí…
Ambos se volvieron a mirarlo.
—Habla. —Ordenó el checheno.
—El… el cajón… del ordenador… —Carlos cerró los ojos.
«Dios mío, está blanco como el papel… Toda esa sangre… No, no, no, no…».
—¿Dónde está eso? —le preguntó Rusky a Noelia—. ¡HABLA, COÑO!
—¡En el salón!… Por Dios te lo suplico, déjame hacerle un torniquete.
—¿Torniquete? En cuanto vea la droga podrás comerle la polla si quieres. Vamos… ¡VAMOS!
La luz volvió a irse y Noelia se sobresaltó con el tremendo ruido del trueno. Esta vez la electricidad no volvió, así que tuvieron que caminar guiados por la luz de la llama del zippo. Ésta bailaba peligrosamente cerca del cuerpo del bebé, que había sido tomado en brazos por el asesino. Llegaron al salón y varios relámpagos iluminaron la sala. Noelia vio el ordenador y lo señaló.
—Ese es.
—Sigue, abre el cajón, saca la droga y colócala encima de la mesa.
«¿Droga? ¡¿Qué droga!? Dios mío, no por favor. Carlos… perdía mucha sangre, era demasiada sangre, estaba blanco… no, no, que no muera, no…».
La electricidad volvió y Noelia rodeó la mesa para acceder a lo cajones inferiores. Antes de abrirlos miró momentáneamente al monstruo.
«Alcohol. Ha rociado a Quino con alcohol. Pero es muy volátil. Se evaporará en seguida».
«¿Qué estás pensando, Noelia?».
«No lo sé. Pero si tardo un poco más el líquido se evaporará y el fuego no prenderá».
«Si tardas un poco más, Carlos morirá desangrado».
Noelia abrió el primer cajón y buscó con manos temblorosas, pero solo había material de oficina. Volvió a mirar al monstruo.
—En este no hay nada.
—Sigue buscando.
«Tiene una mano ocupada con el encendedor y la otra sostiene al niño. Debe tener algún arma escondida, la misma con la que hirió a Carlos, pero si soy lo suficientemente rápida…».
«¿Qué? ¿Qué ibas a hacer? ¿Tú has visto el tamaño de esos músculos? La fuerza bruta no os ayudará. Usa la cabeza, Noelia».
Noelia abrió el segundo cajón, vio lo que había dentro y entonces recordó.
«Esta mañana Carlos tuvo otra crisis y volvió a intentar suicidarse. Debió de usar esto».
Rusky se acercó a ella.
—¿Está ahí?
Noelia lo miró y él volvió a dar otro paso.
«No dejes que se acerque más».
—Sí. Está aquí —Noelia introdujo la mano en el cajón y agarró la Beretta.
El monstruo acercó la llama del encendedor a la cara del niño. Quino sintió el calor del fuego y comenzó a agitarse, gimiendo y pataleando débilmente.
—Despacio, Noelia —ella se sobresaltó al oír su nombre en boca de ese maniaco—, saca la mano muy despacio y deja el paquete a la vista.
«¿Qué hago, Dios mío? Va a quemar al pobre niño».
«El alcohol se habrá evaporado. Usa el arma. Amenázalo. Aunque le queme la llama no prenderá».
«¿Y entonces qué?» —Noelia sabía que el arma no funcionaba. Es algo que Carlos le explicó hace algún tiempo, cuando le habló de sus ataques.
«No lo sé, Noelia, pero tienes que hacerlo ya».
Noelia sacó el arma del cajón y apuntó con ella a Rusky. El asesino abrió los ojos y la furia inundó su cerebro. La llama del zippo hizo contacto con la mejilla de Quino, quemándole la piel, pero el alcohol se había evaporado totalmente y la llama no prendió.
—¡Suelta al niño! —gritó Noelia—. ¡SUÉLTALO!
Rusky se fijó en la forma en la que le temblaba la mano a la mujer y puso al crío delante a modo de escudo mientras caminaba hacía atrás, buscando la salida. Un nuevo relámpago iluminó la sala y Noelia vio con horror que el asesino estaba sonriendo.
—¡Quieto! ¡Quieto, joder!
Rusky dejó caer el encendedor al suelo y éste quedó allí tendido, con la tapa levantada y la llama aún encendida. El checheno se llevó una mano atrás, agarró la culata del revólver y encañonó a Quino con él. Noelia comenzó a llorar de rabia, fustración y miedo.
—Deja al niño —suplicó—. Déjalo, por favor.
Rusky amartilló el revólver y apoyó el cañón en la mejilla de Quino sin dejar de sonreír. Noelia dejó el arma encima de la mesa, llorando.
—Por favor… no sabemos nada de ninguna droga… deja al niño —un trueno retumbó en el edificio y una ola de furia golpeó a Noelia—. ¡No tenemos ninguna droga de mierda! ¡No sabemos nada de ninguna droga! ¡No sé quien coño eres ni qué es lo que crees que sabes, pero aquí no hay nada!, ¡NADA! —sus piernas le fallaron y se dejó caer, apoyándose en la mesa—. Nada, no sabemos nada… por favor.
Rusky dejó de apuntar al niño y señaló a Noelia con el arma.
—Tu sobrina. Francesca robó un paquete de droga a su marido. Lo escondió. Antes de morir llamó a una persona y le dijo que lo tenía Nico.
Noelia miró con horror al sicario.
«¿Morir? ¿Chesca a muerto?» —Negó con la cabeza, sollozando.
—No sé nada de eso… No sé quien es Nico… —una carcajada amarga y sin humor salió de su garganta—, el único Nico que conozco es el gato.
Noelia señaló la caja de arena que estaba en un rincón del salón, a pocos pasos de Rusky. El asesino se giró y miró el cajón artesanal, observó la arena unos segundos y luego frunció el ceño.
—¿No hay cacas?
Rusky apoyó un pie en el borde de la caja y la volcó, tirando la arena. El paquete de droga, envuelto en celofán marrón, rodó por el suelo. Rusky soltó una carcajada monstruosa y dejó caer a Quino. El niño chilló de dolor dentro de la mordaza, pero Rusky lo ignoró, se acercó al paquete de heroína y lo sostuvo con ambas manos como si fuera un trofeo deportivo, sin dejar de reír.
Un relámpago y un trueno provocaron que la electricidad se fuera definitivamente. Un gemido llegó desde la cocina, seguido por unos pasos desnudos, arrastrados, renqueantes. Noelia y Rusky se giraron y vieron a Carlos de pie. En el muslo herido, empapado totalmente de sangre, llevaba atada con mucha fuerza una servilleta larga de tela. Carlos, mortalmente pálido, se apoyó en el quicio de la puerta, mirando con ojos enloquecidos a su asesino.
Rusky elevó la mano que empuñaba el arma y mientras apuntaba a Carlos éste le arrojó algo a la cara. El revólver se disparó y el proyectil alcanzó a Carlos en el pecho, que cayó al suelo y de su mano, cruelmente quemada, rodó la cafetera. Rusky soltó un alarido y se llevó ambas manos al rostro, quemado con el café hirviendo. Noelia saltó y corrió para alcanzar el revólver que había soltado el sicario, tropezó con una papelera y rodó por el suelo, pero cayó cerca del arma y se arrastró gritando, buscando con unos dedos convertidos en garras el revólver.
Rusky se percató de la situación y trató de patear el arma ciego de dolor, pero falló y Noelia logró alcanzarla primero. Desde el suelo apuntó a oscuras sin mirar y apretó el gatillo. La bala impactó la pared a un metro de la cabeza de Rusky. Éste se agachó por instinto y vio el paquete de heroína en el suelo. Noelia disparó otra vez, fallando por mucho. El sicario agarró la droga y un nuevo disparo se confundió con un trueno. Esta vez Rusky sintió como el metal le mordía el brazo a la altura de la muñeca izquierda. Soltó un alarido y se encogió como un animal cegado por los faros de un coche.
—¡MUERE CABRÓN! —Noelia volvió a disparar a ciegas y la bala se perdió por una ventana, haciéndola añicos y dejando que el viento y la lluvia entrasen a raudales en el salón, con la cortina danzando con violencia alrededor del marco.
Rusky dudó. Tenía la droga, y los ladrones, Gorka, Francesca y probablemente también ese Carlos, estaban muertos. La mujer tenía ventaja táctica y él podía dar por concluida la misión. La parte cobarde, traicionera (y superviviente) de su personalidad, le dijo que la mejor opción era la huida. No era la primera vez que lo hacía.
Un nuevo relámpago iluminó la estancia, dándole a Noelia la oportunidad de poder apuntar con claridad al asesino. Rusky vio como el revólver le señalaba directamente y echó a correr hacía la salida. La bala le rozó la espalda justo cuando salía de la vivienda con la droga en la mano.
Noelia se levantó y fue tras él, pero sólo para cerrar la puerta y echar el cerrojo de seguridad. Luego soltó el revolver y corrió hacía Quino, lo levantó del suelo y acudió con él en brazos hasta Carlos. Se arrodilló a su lado y no se percató de que la papelera con la que tropezó antes había rodado hasta el viejo zippo. Los papeles que allí había prendieron rápidamente y algunos de ellos, movidos por el viento fueron a parar hasta la cortina.
—¡CARLOS! ¡CARLOS! —Noelia zarandeó el cuerpo inerte y levantó la cabeza del hombre, acercando su cara a la suya, besándolo, acariciándole el cabello, llorando en su rostro y gritando su nombre una y otra vez.
Carlos abrió los ojos y Noelia rió y lloró al mismo tiempo. Su amante trató de decir algo, pero la voz era demasiado débil y ella se acercó aún más, colocando una mano en el agujero que tenía en el pecho, taponando la herida.
—No fue culpa mía… Noelia. Mi niña… Mi niña no me odiará.
—No, claro que no. Nadie podría odiarte —Noelia le besó una mano fría como el hielo—. No te vayas, Carlos. Por favor, no me dejes, Carlos. Así no. No me dejes…
Pero él ya se había ido.
Noelia estuvo varios minutos aferrada a su cuerpo, llorando, tratando de encontrar sentido a todo lo que había pasado. Pero el olor del humo la puso en alerta. El fuego ya había alcanzado la extensa librería de Carlos y las llamas, avivadas por el viento que entraba por la ventana rota, se extendían con rapidez. Noelia, vestida solo con la toalla, asustada, pensó en tirar del cuerpo de Carlos y salvarlo de las llamas, pero pesaba demasiado y no podía dejar a Quino. Le dio un último beso de despedida en los labios y corrió con el niño en brazos hacia la salida. Trató de abrir el cerrojo de la puerta principal a oscuras, pero no lograba calmar el temblor de sus manos.
«Vamos a morir quemados por no poder abrir una puta cerradura… ¡Cálmate!».
El humo envolvía su cuerpo, cegándola y haciéndole toser, pero al final consiguió descorrer el cerrojo y salir al pasillo exterior. Copérnico saltó detrás de ella y Noelia estuvo a punto de ir tras él, pero se le ocurrió que el maniaco podría estar esperándola abajo. Miró al interior de la casa y vio el revólver que había soltado cerca de la puerta. Tomó el arma y corrió escaleras abajo con Quino en brazos, pidiendo auxilio para alertar a los vecinos del fuego.
Una vez en la calle, empapada por la lluvia, liberó al pobre niño de las mordazas y lloró abrazada a él mientras contemplaba el fuego y el humo. Entre los papeles que salieron volando en llamas por la ventana estaban las hojas pertenecientes al manuscrito inacabado de Carlos, aquél en el que se contaba la historia de Caraculo y el pasado truculento de la pistola averiada. Una historia que ahora sólo conocía una persona, el propio Ramón Galiano.