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lunes, 20 de julio de 2020

Sofía crece (3) VII




28.

Noelia.

Tras comprobar que en la casa no faltaba ningún otro objeto de valor las policías le preguntaron si quería poner una denuncia. Noelia dudó. En realidad aún se resistía a creer que Francesca le había engañado para robarle. Las lágrimas de su sobrina y su mirada llena de pánico cuando le imploró que no avisase a los médicos eran demasiado reales. Además, se sentía un poco culpable por haber ignorado durante tantos años las vicisitudes por las que su sobrina pasó. Las joyas bien podrían ser un pago para su redención.
El problema era Bertín. Esta era su casa y muchos de los objetos desaparecidos eran suyos. De repente el corazón le dio un vuelco al recordar la discusión que habían tenido.
«Iba drogadísimo y sabe lo de Carlos… y lo de las chicas de Tinder».
Pero eso ahora no tenía prioridad. Ya lo solucionaría después.
«¿Después? Ten cuidado Noelia, la hostilidad que mostró era el producto de una escalada por la acumulación de procesos negativos. Algo que ha estado carcomiéndole durante mucho tiempo le ha hecho estallar. La droga sólo lo ha empeorado, desinhibiéndolo y mostrando su faceta más violenta. ¿Crees que esa violencia va a ir a menos cuando se entere de que la sobrina drogadicta y delincuente que tú dejaste entrar en su casa le ha robado?».
«DESPUÉS. Ahora NO. Necesito pensar».
Noelia tomo aire mentalmente y accedió a poner la denuncia. Las agentes hicieron algunas gestiones más y luego le dijeron que tenía que formalizar la denuncia en persona, en comisaría. Noelia les dio las gracias y las despidió. Un ruido proveniente de su estómago le recordó que la comida aún estaba enfriándose en el horno. Tenía hambre pero no hubiera sido capaz de probar bocado.
En lugar de comer volvió a su dormitorio y se sentó en la cama. Se inclinó sobre las sábanas y aspiró el aroma del champú infantil. Había muchas cosas rondando en su cabeza y no podía pensar con claridad.
«Necesito hablar con alguien de todo esto. Necesito a Carlos».
Pensar en Carlos le producía muchas sensaciones. Por un lado, la primordial, la más básica, era la de una excitación sexual casi inmediata. La imagen de su masculinidad frágil, la de un hombre fuerte y atractivo que se encuentra en un estado tan vulnerable como el de Carlos le atraía de una manera casi pornográfica.
Sabía que era una hiperproyección de su instinto maternal, pero no le importaba. 
«Además me come el coño como Dios».
Por otro lado a veces sentía un poco de lástima por él. Había sido escritor (aunque ella le intentaba convencer de que aún seguía siéndolo. Puede que él ya no escribiese, pero ella suponía que dentro de su cabeza las palabras continuaban forjándose. Es como los alcohólicos, que siempre lo serán aunque dejen de beber), había sido escritor y el accidente de su hija le produjo un bloqueo creativo que él estaba convencido que jamás superaría.
Noelia lo dudaba. Sabía que la creatividad innata de Carlos surgía por otras vías, pero no le llenaban, no le realizaban, no le hacían ser quien realmente era. A Noelia eso le daba mucha lástima y sufría por él. Ella intentaba hacerle llegar su convencimiento de que la culpa y el dolor que Carlos sentía no eran impedimento para que su mente continuase liberando su magia, pero Carlos se cerraba una y otra vez en la auto compasión, negándose siquiera la posibilidad de volver a sentarse frente al procesador de textos.
Noelia descubrió de repente que tenía unas ganas horribles de tenerlo a su lado, quería que le estrechase entre sus brazos y que le hiciera el amor. Quería tener su cuerpo caliente pegado al suyo para descansar la cabeza en su pecho, cerrar los ojos y olvidarse de todo mientras él la cubría de besos y caricias.
«Ay, qué bonito. Parece una de esas fantasías que tenías con 13 años, cuando aún llevabas faldas plisadas y la cara llena de granos».
Noelia se levantó de golpe de la cama, con los ojos abiertos como platos. Luego salió a la carrera del dormitorio, agarró el móvil y buscó desesperada entre las cosas que había en el interior de su bolso.
«¿Dónde coño está?».
Cansada de buscar le dio la vuelta y dejó que el contenido se esparciera sobre la alfombra. Allí, debajo de un paquete de tampones estaba lo que buscaba.

29.

Tony.

Los granos de su cara eran un problema. Tener dieciocho años es algo maravilloso porque eres mayor de edad y tienes la libertad para hacer lo que te de la gana… siempre y cuando no tengas la cara como una pizza.
Tony estaba un poco defraudado. Hacía mas de tres meses que había conseguido obtener el permiso de circulación y aún no había logrado ligarse a ninguna chica. Lo cual era muy raro. Durante toda su adolescencia estuvo convencido de que tener vehículo propio era una autopista directa hacía el maravilloso mundo de las chicas fáciles. Pero resultó que no era así. 
Al parecer, tener carné de conducir no te garantizaba las simpatías y afectos de las féminas más cachondas, como afirmaban todos sus amigos y colegas. Ellos decían que con sólo pasearse por la puerta de los locales de moda con las ventanillas bajadas y la música a tope, las tías hacían cola para meterse dentro con tal de que les diesen una vuelta en el coche.
Pero hasta ahora lo único que había entrado en su coche había sido una colilla encendida que le tiró un gitano por la ventanilla.
La verdad era que Tony estaba desesperado por echarse novia. Era virgen y no quería ser el último de la pandilla en mojar el lápiz. Le dijeron de irse de putas, pero a Tony no le gustaba eso. Tony estudiaba periodismo y había leído muchos reportajes sobre la trata de blancas, los suficientes como para hacerse una idea de lo terrible que era ese mundo.
Tony era un pajillero solitario, pero era buena persona.
Por ejemplo, ese mismo día había atropellado a una chica que llevaba un bebé en brazos. Se asustó muchísimo y entró en pánico, sin poder reaccionar hasta pasados unos minutos, pero al final consiguió reponerse y se enfrentó como un león a la terrible situación.
Se bajó del coche para ofrecer su inestimable ayuda, cuando cualquier otro desalmado hubiera huido del lugar del accidente arrollando a su paso a las pobres víctimas, pero Tony tuvo el coraje de dar la cara. Incluso tuvo el valor de darle a esa mujer una tarjeta con sus datos, ofreciendo de forma caballerosa sus servicios en caso de necesitarlos.
Que un chico de 18 años tuviera tarjeta personal no es muy común, pero a Tony le pareció algo genial llevar siempre unas cuantas encima. Opinaba que le daba personalidad. En ella ponía lo siguiente:

TONY
Gamer & Modder Streamer

_/\_KillerMonksCREW_/\_
Et in Arcade ego

XBOX / PSN / STEAM ID:
SuperTonyLegit
Mail: SuperTonyLegit@Mail.com
WhatsApp: 555-172-401

Play with the best, die like the rest

La mujer a la que le dio la tarjeta era guapa, pero a la que no podía quitarse de la cabeza era a la chica del bebé. Era delgada, casi etérea, con un aspecto desaliñado que le recordó a ciertas divas del punk rock. La chica tenía el rostro más triste que Tony había visto jamás, y al verla allí tirada, con el pequeño bebé en brazos, con la cara arrasada en lágrimas y sufriendo probablemente los dolores del terrible impacto, a Tony se le rompió el corazón.
La chica era la imagen misma del patetismo, delgadísima y con el pelo rapado, con unos labios gruesos, sensuales, que contrastaban con el diminuto cuerpo lleno de frágiles ángulos. A Tony le recordó a una de esas ninfas que retrataban los grabados renacentistas, delgadas y místicas.
Tony soñaba en rescatarla, en ser su caballero andante. Fantaseaba a solas en su cuarto, imaginando que le daba cobijo y alimento. Le acompañaba hasta el baño para que pudiera acicalarse mientras que él, pudorosamente, se volvía para que la chica no se sintiera cohibida mientras se desnudaba.
Naturalmente, Tony tendría entre sus brazos al pequeño bebé; ignoraba si era hijo suyo o un hermanito pequeño, pero a él no le importaba ni lo uno ni lo otro, sólo quería darle protección y seguridad.
Quizás, sólo quizás, Tony sentiría una mano en su hombro, invitándole a que se girase para que la chica pudiera darle las gracias por su hospitalidad con un beso en los labios.
Él sentiría la suave presión de los minúsculos pechos contra su cuerpo (los pechos fue una de las primeras partes de la anatomía de la chica en la que Tony se fijó. No le importaba el tamaño en sí, pero sí era importante para la verosimilitud de su fantasía).
Tony era ante todo un caballero, así que aceptaría el beso con prudencia dejando que el teléfono móvil sonara con estridencia con el tema principal de «Juego de Tronos», impidiendo que siguiera masturbándose pensando en Francesca.
No conocía el número, pero Tony, cuyo verdadero nombre de pila era Marco Antonio, tenía por costumbre atender a todas las llamadas, aún cuando no conociera al interlocutor. Tony era un joven solitario necesitado de compañía.
—¿Sí? —preguntó mientras se guardaba el pene dentro de la bragueta. Un pene de un tamaño que hubiera despertado la admiración de muchas mujeres (y también de muchos hombres). Tony era un caballero muy bien dotado.
–¿Hola…? ¿Eres Tony?
El corazón de Tony se aceleró. Era una mujer.
—Sí, soy yo. ¿Quien eres?
—Me llamo Noelia, nos conocimos esta tarde, me diste tu tarjeta.
Boom.
La cabeza de Marco Antonio explotó y le pasó lo que le pasaba siempre que hablaba con mujeres: se bloqueó y no supo qué responder.
«Es ella, la mujer que ayudó a la pequeña ninfa y al bebé. Me ha llamado, ¿por qué? Me va a pedir explicaciones. Ha recapacitado y me van a denunciar. Seguro que han hablado con algún abogado y este les ha sugerido que debían de hablar conmigo primero, para llegar a algún acuerdo… ¡Pero yo no tuve la culpa! ¡Salieron de la nada y casi no me dio tiempo a frenar! Pero les di muy fuerte. Seguro que tenía algún tipo de conmoción… ¡o a lo peor tenía lesiones internas y ahora está en un hospital! ¡Ay, no, pobrecilla! Debería…».
—¿Hola?, ¿Tony, estás ahí?
—¿Qué?
—Perdona que te moleste, pero necesito tu ayuda.
El cerebro de Tony se relajó un poquito al oír el reclamo caballeresco.
«Ayuda. Una mujer me pide ayuda».
—Mira Tony, la policía ha estado en mi casa por un asunto relacionado con la chica que atropellaste.
«¡No! ¡Yo no tuve la culpa! —Tony quería decir todo eso en voz alta, pero su boca se negaba a obedecer a su cerebro—. Siento lo que pasó, pero no fui yo. ¿No podríamos arreglar esto de forma amistosa, sin meter a la policía de por medio? ¡Me quitarán el carné! —Tony sintió que le comenzaban a arder los ojos, preludio de unas lágrimas poco heroicas—. Por favor, no me denuncie».
—¿Tony?, ¿hola?, ¿sigues ahí? Por favor, es algo muy importante, necesito tu ayuda.
«Cuelga, Tony, no hables con esa mujer. Si no oyes lo que tiene que decirte no pasará nada. Oídos que no oyen, corazón que no siente. Así no es, pero yo me entiendo. Cuelga Tony. Cuelga y pones la consola y juegas al Elder Scrolls y te olvidas de todo».
Mientras oía la voz de la desconocida insistiendo en hablar con él (Noelia —recordó—, dijo que se llamaba Noelia), Tony puso un dedo sobre el icono de «fin de llamada».
«Cuelga Tony».
Pero la imagen desvalida de su ninfa le retuvo.
«Sé un hombre, coño. Por primera vez en tu miserable vida no huyas y da la cara. Atropellaste a esa pobre muchacha y a un bebé. Esta mujer está pidiendo ayuda y tú se la vas a ofrecer. Deja de ser un puto cobarde».
Pero en realidad, de forma inconsciente, lo que le acabó por convencer fue la posibilidad, remota y lejana, de que a través de esa llamada Tony pudiera volver a encontrarse con su ninfa.
—Diga —dijo al cabo de varios segundos de tenso silencio.
—Tony, escucha. Pareces un buen chico. Te bajaste del coche y ofreciste tu ayuda, e incluso me diste tu tarjeta. Es algo que te honra. 
Un calorcillo agradable recorrió el cuerpo alto y espigado del muchacho al oír los halagos.
—Hice… hi… hice lo que tenía que hacer —tartamudeó.
—Y yo te lo agradezco, Tony. Pero verás, ha sucedido algo.
«Están en el hospital, la ninfa y el bebé tenían hemorragias internas, eso es lo que me va a decir».
—¿Están bien?… —las flacuchas piernas de Tony comenzaron a temblar—. La chica y el niño, ¿están bien?
Tony se asustó al oír un sollozo en la otra línea.
—Sí… No, no lo sé, Tony. Estaban bien pero… —hubo una larga pausa—. Tony, tranquilo. Estaban bien cuando las traje a mi casa. Tú no hiciste nada malo, pero Francesca, mi sobrina, ha desaparecido y la policía piensa que me ha robado.
«Francesca. Mi ninfa se llama Francesca».
Era el nombre más exótico y sensual que había escuchado nunca.
—¿Dices que te ha robado?
—Sí. La policía me indujo a pensar en la posibilidad de que el accidente pudo estar amañado.
Tony abrió los ojos de forma desmesurada.
—¿Amañado? ¡No! Pe… Pero si yo no os conozco de nada. Yo no la vi, salieron de la nada. No sé nada de robos. ¡Yo soy estudiante!
Las lágrimas estaban a punto salir.
—Te creo, Tony. De verdad. Te creo. Ningún ladrón va por ahí dejando su tarjeta de visita.
—No es de visita, es de gamer.
Noelia ignoró el comentario.
—Te creo, pero necesitaba confirmarlo. Ahora sé que al menos el accidente fue real. Siento las molestias. Puede —Noelia dudó unos segundos—, puede que la policía se ponga en contacto contigo. Por favor, no temas. Diles la verdad. Creo que mi sobrina está en peligro y necesito tu colaboración. ¿Me ayudarás?
Boom.
«Está en peligro. Necesito tu colaboración».
El cerebro de Tony volvió a estallar. Un calor recorrió su cuerpo, desde el centro de su pecho hasta las ingles y la cara. Se ruborizó y sufrió una erección.
«Una chica en peligro y una mujer desconocida pidiendo mi ayuda».
Quiso impregnar su voz con todo el heroísmo y la virilidad que la situación requería, pero le salió el maullido de un gato atropellado.
—Cuenta conmigo.
—Muchas gracias, Tony. No temas por la policía, sólo querrán confirmar lo del atropello accidental. Yo sé que tú no tuviste la culpa. Gracias de nuevo… Hasta pronto.
—De nada. Un… un placer en ser de ayuda. Hasta luego.
Ambos colgaron.
El cerebro de Tony bullía mientras sentía la férrea erección entre sus muslos abultando la bragueta.
«Francesca. Noelia…». Hizo memoria y recordó el momento en el que las vio a las dos juntas, de pie, justo tras el accidente. La ninfa (Francesca) sostenía las manos de su tía (Noelia) y parecía implorarle algo.
«¡Quino!» Dijeron algo sobre un tal Quino. Temía que se lo quitasen.
«El niño. Quino es el nombre del niño. No quería que se lo quitasen… ¿Será su hijo? Probablemente».
Datos. Variables. Todos ellos se podían reducir a ceros y unos.
Tony era alto, de piernas flacuchas y brazos débiles, pero tenía una espalda ancha y unos hombros torneados. Si fuera al gimnasio en pocos meses tendría un cuerpo fibrado y digno de aparecer en revistas de modelos, pero a él nunca le atrajo el culto al cuerpo. Prefería la soledad de su habitación, sus libros, sus cómics y, sobre todo, sus videojuegos.
Encendió la torre de su PC y una feria de luces leds iluminó su rostro surcado de granos y acné. Cargó una hoja de cálculo e introdujo en ella toda la información de la que disponía sobre ese asunto.
«Francesca, Noelia, Quino, accidente, bebé, sobrina, tía…».
De esa manera tenía una visión global y esquemática de los datos, como el «escaleto» que usan los guionistas en las series de televisión. Luego hizo una búsqueda cruzada en redes sociales con los nombres de Francesca, Noelia y Quino, así como el parentesco entre ellos.
Tras varios minutos de búsqueda infructuosa cayó en la cuenta de que Quino no era un nombre propio.
«Es una especie de diminutivo, tonto».
Buscó en internet y pronto descubrió que «Quino» podría referirse a «Joaquín».
Con ese nuevo dato inició otra tanda de búsquedas.
En pocos segundos obtuvo los primeros resultados positivos.
Había algunos «Francesca + Joaquín». Tomó esos como punto de partida y comenzó a «stalkear» y fisgonear en redes sociales, así como en los archivos públicos del BOE y el BOP, donde se publican los embargos, multas, sanciones, etc…, con nombres, apellidos, DNIs, placas de matrícula, direcciones…
«¡Ahí! ¡Sí! Ésta. Los apellidos coinciden. Un litigio por una casa paterna. Noelia y una hermana de ésta, Carolina, madre de Francesca».
Tony copió todos los datos que pudo. Ahora tenía los nombres, apellidos y direcciones de Noelia de su hermana y de su sobrina.
Tony hizo honor al nickname que usaba en el mundillo Hacker/Modder, SuperTonyLegit, y siguió indagando información sobre su ninfa.
«Desaparecida. En peligro… Tranquila, nena, yo te rescataré».

30.

Sofía.

Carlos intentó llamar a Noelia, pero el teléfono comunicaba.
—¿Tienes hambre? —preguntó Carlos después de colgar.
Sofía, que había salido de casa sin desayunar y tenía un hambre de caballo, movió la cabeza afirmativamente. Estaba totalmente fascinada con Carlos. Sentía una atracción física terrible hacía él, pero al mismo tiempo le daba un poco de miedo.
«Miedo no es la palabra. ¿Respeto? ¿Admiración cautelosa? ¿Misticismo fraterno paternal? —Sofía frunció el ceño y sonrió— ¿De donde sale este vocabulario? De Jack London no, desde luego».
Carlos era un hombre que proyectaba solidez pero al mismo se le veía muy frágil. Era un tipo grande y apuesto con unas ojeras terribles y unos andares desmañados y un poco torpes. A Sofía le parecía un oso recién despertado de la hibernación.
«Sí, muñeca —dijo el viejo minero en su cabeza—, aquí sabemos mucho sobre osos. Peludos, pendencieros y con los pelos del culo más sucios y apestosos que los pies de un indio. ¡Plinc!».
Sofía no pudo evitar una carcajada sobre sus propias ocurrencias y Carlos la miró extrañado.
—Vale —dijo Sofía—. Comamos algo. Tengo hambre.
—De acuerdo. Podemos ir al centro comercial. Por el camino llamaré a Noelia, habrá más cobertura que aquí. Podríamos quedar allí con ella… pero…
Carlos se frotó la nuca y miró a la chica azorado, ruborizándose ligeramente.
—Tendremos que ir en autobús —apartó la mirada—. No tengo carné.
«Miente. No quiere coger el coche. El accidente donde perdió a su hija, ¿sería de tráfico?. Seguramente».
—No pasa nada. Me gusta el bus. Yo siempre lo cojo. Me relaja y me da tiempo para… —hizo una pausa. A Sofía le daba un poco de vergüenza hablar de sus cosas—, para escribir.
Carlos enarcó las cejas.
—¿Te gusta escribir?
Sofía se encogió de hombros.
—Más o menos. Me gusta la caligrafía. Es como dibujar, pero más serio. No sé explicarlo.
Carlos se aseguró de que los cuencos de comida y de agua de Nico estuvieran llenos y sonrió a Sofía.
—Lo has explicado muy bien. Venga, dentro de poco sale uno directo al centro. A ver si nos da tiempo a cogerlo.
Antes de salir tuvo que limpiar los excrementos de Nico. Desde hacía un par de días el puñetero gato se negaba a usar la caja de arena, haciendo sus cosas en los rincones. La caja la había construido el propio Carlos con materiales reciclados. En el frontal se podía leer la palabra NICO hecha con tiras de plástico de colores.
—Si lo llego a saber te dejo en la calle, con tus lagartijas.
En realidad Nico no usaba el cajón porque la arena olía rara. El olor provenía de un paquete de cincuenta mil euros en heroína que Francesca escondió allí un par de días atrás, en el fondo de la caja. La madre de Francesca aún conservaba un juego de llaves de la casa de sus padres y Chesca se las quitó durante una visita. Después de robar a Gorka esperó a que Carlos saliera de casa para esconder la droga dentro de la caja de Nico.
—¿Dónde vamos a comer? —preguntó Sofía mientras bajaban por las escaleras.
—No sé. ¿Te gusta la comida mejicana?

31.

Bertín.

—¿Qué te parece un mejicano? —La pregunta de Nuria le llegó a Bertin a través del manos libres del BMW.
Bertín tenía el pie hundido hasta el fondo del acelerador. El cuenta kilómetros marcaba los 170 kilómetros a la hora, y subiendo. Constantemente iba dándole pequeños golpes al volante con la mano, irritado.
Lo primero que hizo al salir de casa fue llamar a Nuria, su amante, para quedar con ella. Bertín estaba como una moto. La cocaína le ardía en el cerebro y sentía los cojones hinchados, con la polla tiesa palpitando dentro de la bragueta. Quería follar a lo bestia. Quería agarrar a una tía y meterle la pija en la boca para darle pollazos hasta que sangrase.
«Puta tortillera de mierda. Asquerosa. Puerca. ¡Cerda!».
—¿Bertín? —Nuria insistía—. ¿Me oyes? ¿Estás ahí?
«Si ese abogado maricón no acaba contigo yo mismo me encargaré en persona de arrastrarte por el fango, desviada de mierda».
Una vocecita en el fondo le decía que toda esa violencia verbal provenía de una frustración, de una falta de empatía y comprensión a la hora de gestionar sus sentimientos hacia su mujer, pero la voz hablaba en chino y a Bertin le daban tanto asco los chinos como los gordos y los maricones.
—¿Bertín? ¿Estás conduci…?
—¡SÍ! —le interrumpió—. ¡Estoy conduciendo, estoy conduciendo! El mejicano está bien, el mejicano está de puta madre. Te veo en el centro en treinta minutos. –Y colgó.
Nuria trabajaba en una franquicia de ropa juvenil, en el mismo centro comercial. Era aficionada al fitness y una vez a la semana se permitía tener una comida sin restricciones de calorías. A Bertín le importaba una puñetera mierda. Sólo quería agarrar a esa furcia y reventarle el ojo del culo hasta que chillase de dolor.
«Todas putas».
Estaba harto de las mujeres. Sólo sabían mentir, llorar y abrirse de piernas.
La vocecita interior le seguía hablando, insistiendo en que toda esa agresividad se debía a una desinhibición favorecida por la cocaína. Puede que incluso el exceso de consumo de los últimos días podría estar afectando a su centro cognitivo.
«Para centro cognitivo el que tengo aquí cogido», pensó mientras se agarraba la bragueta.
A Bertín siempre le gustó el sexo fuerte y rudo, aunque con Noelia se reprimía. Sus fantasías, oscuras y violentas, las solía ejecutar con las putas callejeras o con alguna guarra como Nuria, que le iba el rollo hardcore. A veces se pasó un poco de la raya y se le fue la mano, haciéndole daño de verdad.
Bertín sonrió.
«Será mejor que no comas mucho hoy, Nuria. Lo mismo lo vomitas esta noche en la cama».
A Bertín se le ocurrió en ese momento una fantasía tan cerda que casi se corrió en los pantalones.
«Podría obligarla a que se coma sus propios vómitos».
Durante el trayecto consiguió meterse otras dos rayas haciendo un poco de malabarismo sin dejar de conducir.

32.

Noelia.

Después de hablar con ese chico, Tony, no se sintió mejor. Todo lo contrario, estaba aún más inquieta y preocupada. Le hubiera gustado llamar a su hermana, pero la conocía demasiado bien y sabía que ni siquiera le cogería el teléfono. Las cosas que se dijeron la última vez que se vieron no se olvidan fácilmente. En lugar de eso le envió un mensaje, resumiendo lo sucedido y advirtiéndole de la posibilidad de que la policía se pusiese en contacto con ella.
Después volvió a llamar precisamente a la policía desde la cocina mientras intentaba comer algo. Lamó para contarles lo de ese chico, Tony, para decirles que el atropello no fue premeditado, pero ellos no le dieron mayor importancia. Simplemente el atropello fue eso, un accidente, una casualidad fortuita. Seguían insistiendo en la teoría del robo premeditado, aunque hablarían con él y tendrían en cuenta «otras posibilidades».
A Noelia le hubiera gustado confiar en el criterio de la policía, le hubiera gustado creer que su sobrina se las había ingeniado de alguna forma para elaborar un plan maquiavélico para robarle un puñado de joyas. Quería creer eso porque la otra opción era demasiado terrible.
«Noelia, sabes perfectamente que esa opción es la verdadera. Te lo dice tu corazón. Francesca es inocente. Alguien entró en tu casa, te atacó y se llevó a tu sobrina y a su bebé».
Era de locos. Era tan fantástico que se negaba a creerlo.
«Necesito pruebas. Necesito estar al cien por cien segura de que ella es inocente porque la otra opción, la del secuestro, es demasiado horrible».
«Sí, tan horrible como esas manos en tu cara».
Las manos.
Era algo que su mente apartaba cada vez que intentaba acercarse a ese recuerdo.
«No eran manos de mujer. Y tampoco eran las de un camello o un pandillero. Eran muy grandes, fuertes… poderosas. Y llevaban guantes». Pero lo más tenebroso era la convicción y la seguridad con las que le aferraron la boca y el cuello.
«Esa seguridad provenía de la experiencia. Esas manos no eran la primera vez que hacían eso».
Noelia se levantó de la mesa de la cocina sin apenas probar bocado y fue al baño. El agua del suelo ya se había secado, aunque la toalla aún estaba húmeda. Noelia la recogió y la examinó, extendiéndola con los brazos abiertos. No vio nada extraño y le dio la vuelta. El corazón le comenzó a latir deprisa. Muy deprisa.
En el centro de la toalla había una pequeña mancha de color rosa pálido.
«Eso es sangre. Llevo demasiados años cambiándome compresas y tampones como para no reconocer perfectamente una mancha de sangre».
Podría ser debido a cualquier cosa. Noelia recordó la fea herida del piercing de Chesca.
«Incluso puede ser menstrual si se secó ahí abajo».
Dejó la toalla sobre una banqueta y observó el resto del baño sin apenas moverse. Había algo que no cuadraba. Se acercó a la repisa donde estaban sus cosas y no vio nada extraño. Luego miró hacia las pertenencias de Bertín.
«Falta algo».
Estuvo mirando atentamente, intentado recordar la disposición de los objetos, tratando de averiguar qué era lo que no estaba ahí, pero fue inútil, su cerebro no alcanzó a realizar la conexión. 
Algo le decía que era importante.

continuará...


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