14.
GABRIEL.
El padre de Carla llevaba caminando varios minutos por un estrecho sendero rodeado de cañas y juncos.
El camino discurría siguiendo un arroyo en el fondo de un pequeño barranco, antes canalizado por una vieja acequia en desuso. El piso de la vereda estaba lleno de barro, arena húmeda y cantos rodados. Por todos lados había mosquitos, espesos matorrales y cañas de gran altura que proporcionaban una selvática atmósfera, lóbrega y llena de humedad, con el sol del verano espiando entre las hojas y caldeando el ambiente.
Durante el trayecto estuvo pensando todo el rato en Magdalena y en su cuerpo virginal, tan blanco, frágil y delicado. No podía apartar de su cabeza las dos pequeñas mamas, con esas areolas abultadas, infladas y coronadas por dos gordos pezones del tamaño de una alubia, destacando enrojecidas contra la nívea piel.
«Basta, Gaby, no sigas, por Dios».
Pero era inútil. Allí, perdido en esas soledades, rodeado por un ambiente cargado por los olores de la vegetación y el sonido de las cigarras, no podía distraerse de esas imágenes lascivas, notando como la erección que apretaba sus pantalones no disminuía lo más mínimo.
Al contrario, todo ese claustrofóbico follaje que le rodeaba le excitaba aún más y le invitaba a dar rienda suelta a sus deseos más morbosos.
Sin poder soportarlo más, Gabriel se apartó a un lado del estrecho camino y se metió entre las cañas, se abrió la bragueta y se sacó el largo pene, delgado y circuncidado, con un macizo glande en forma de seta. Luego cerró los ojos y empezó a masturbarse deprisa.
Volvió a visualizar los cuerpos semi desnudos de las dos chicas, pero esta vez soñó con que su hija y Magdalena estaban haciendo algo más que tomar el sol. Las imaginó dándose cariñosos abrazos, toqueteándose y besándose. Imaginó a la dulce y delgada Magdalena con la cabeza metida entre los torneados muslos de su pequeña Carla.
Con los ojos de su imaginación contempló a Magdalena a cuatro patas, con ese pequeño bañador apenas ocultando las dos nalgas, planas y huesudas, proporcionando placer oral a su propia hija.
Gabriel no pudo evitar soltar un gemido al imaginarse a sí mismo avanzando hacía ellas desnudo, con la verga enhiesta temblando en el aire, para llegar hasta Lena y acariciarle la espalda llena de vértebras, bajando el brazo hasta introducir la mano dentro del bañador y tocarle la raja de su culito. Su hija Carla le haría una señal de consentimiento con la mirada, invitando a su padre a que tomase a su amiga, pues deseaba sentir como su viejo penetraba por detrás a su amiga mientras ella le comía su coñito.
Gabriel aumentó la fricción al recordar los pechos de su hija, tan perfectos y turgentes que no dudaría en tocárselos tras introducirle el pene a su amiga por detrás.
—¿Gabriel?
El hombre, a punto de correrse, dio un respingo sobresaltado y se escondió la picha como buenamente pudo, con el corazón a mil por hora.
—¿Gabriel, eres tú? —Volvió a preguntar Lena detrás suyo.
—¡Si!… perdona… espera un segundo…
—Ay, te he pillado haciendo pis —dijo riendo—. Perdón.
—Tranquila… ya… ya he terminado…
Gabriel se giró, turbado y avergonzado, con un fuerte rubor en el rostro que se confundió con el quemado del sol.
Lena estaba allí, en el sendero, bajo las sombras de las cañas y los matorrales. Llevaba un vestido amarillo que le cubría hasta las rodillas y se había recogido el espléndido cabello en una cola. Los rizos rojos flotaban tras ella como una nube durante un atardecer.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gabriel mientras se peleaba con la cremallera-, ¿Y Carla?
—Ella se ha quedado en la piscina. Yo tenía ganas de pasear.
Gabriel salió de entre las cañas y se acercó a ella. Antes de llegar vio que la chica no llevaba sujetador debajo del vestido, pues los pezones se marcaban con demasiada claridad.
—No te molesta que te acompañe, ¿verdad? —dijo Lena sonriendo.
Las encías y los dientes conejiles aparecieron en esa cara alargada llena de pecas y Gabriel se acordó de aquella vieja serie infantil, «Pippi Långstrump».
—No… —tartamudeó Gabriel—, no, claro que no me molesta. Tenía pensado llegar hasta la zona de los embalses, a ver si habría alguno lo bastante profundo como para bañarme.
—¿Y por qué no en la piscina?
—Quería andar un poco primero, como tú —respondió echando a caminar.
Lena lo siguió hasta ponerse a su lado.
MAGDALENA
Un hombre alto y una chica de corta estatura, ambos delgados, uno rubio y la otra pelirroja. Caminaban despacio, procurando ir siempre por el lado más sombreado, aunque el sudor pronto empapó sus prendas. Gabriel trataba de evitar mirar el escote a Magdalena, pero sin mucho éxito. A pesar de la diferencia generacional, ambos eran inteligentes y siempre tenían algo que contarse. A ambos les unía el amor por los libros e intercambiaron impresiones sobre sus últimas lecturas y autores favoritos. También charlaron sobre los estudios de Lena (que pensaba opositar dentro de unos años), y sobre las anécdotas que a veces adornaban el aburrido y monótono trabajo de Gabriel.
El hombre conocía un poco sobre la flora del entorno y de vez en cuando le señalaba alguna planta, nombrándola por su nombre. El sol se filtraba entre las hojas de los árboles y las cañas, dibujando un entramado de claroscuros en los cuerpos sudorosos y cargados de feromonas de ambos caminantes. El bochorno se hacía más intenso cuanto más bajaban por el pequeño barranco, haciendo que la ropa se pegase aún más a sus cuerpos.
Los regordetes pezones de Magdalena eran como dos pequeñas gominolas transparentadas en la tela amarilla de su vestido, y Gabriel tenía que hacer grandes esfuerzos para no mirarlas cuando hablaba con ella, aunque de vez en cuando lo hacía con disimulo cuando se quitaba las gafas para secarse el sudor del rostro.
Magdalena se detuvo un momento para volver a retocarse los rizos de la coleta. Al levantar los brazos uno de sus pechitos quedó a la vista a través de la sisa de la manga y Gabriel se lo quedó mirando largo rato, enamorado de ese pequeño y algo flácido abultamiento. Magdalena se hizo la tonta y se dejó mirar con impunidad. Cuando acabó de hacerse la coleta avanzó unos metros a paso ligero, apartándose un poco del camino.
—No mires Gaby, voy a hacer pipí.
Antes de que el hombre pudiera reaccionar la chica se metió las manos debajo del vestido, se bajó el bikini y se agachó delante de él, expulsando un ruidoso y prolongado chorro de orina. El proceso fue muy rápido, pero el hombre pudo vislumbrar una mata de pelos rojizos y un abultamiento rosado de aspecto rugoso entre los muslos.
Cuando acabó, la chica se quitó la parte inferior del bikini y se limpió el coño con él.
—No tengo bolso, ¿me lo guardas? —le pidió a Gabriel ofreciéndole la prenda.
Gabriel, visiblemente agitado, aceptó el diminuto bañador sin saber qué decir y lo contempló durante unos instantes. Luego fue tras la chica, que se había adelantado varios metros.
Al girar un recodo del camino vio a Lena cerca de un extenso remanso de agua.
—¡Mira Gabriel!
Lena se había descalzado y estaba chapoteando sobre el barro de la orilla.
El hombre también se descalzó y se quitó el gorro y las gafas, dejando todo en la orilla. Luego entró en el estanque, deseando que el agua refrescase sus piernas y le bajase la temperatura, pues no podía aguantar más la excitación que había estado endureciendo su pene todo el camino.
Lo cierto es que el embalse que se había formado en el sendero era bastante amplio y profundo, aunque el agua no les llegaba más arriba de las rodillas.
—¡Qué fresquita! —decía Lena mientras recogía agua con las manos y se la echaba por encima de la nuca.
La chica estaba inclinada y Gabriel podía verle el flacucho trasero asomando por debajo del vestido: dos semicírculos estrechos con una linea central oscura, con la insinuación de unos pelitos anaranjados asomando por debajo.
Cuando Lena se giró Gabriel vio que el agua le había empapado todavía más el vestido amarillo, pegándose a su cuerpo como una segunda piel. Las costillas y el vientre plano, con un par de músculos abdominales marcados, resaltaban tanto como sus dos pechitos, con los pezones arrugados y gordos como tuercas despuntando por delante.
También se le había mojado la parte de abajo y Gabriel podía ver como se le había transparentado la vulva, gruesa y de labios arrugados, así como la mata de pelos rojos que la bordeaba.
Magdalena se quedó allí de pie en silencio, metida con el agua hasta las rodillas, dejando que Gabriel mirase todo lo que él quisiera. Ella también le miró, primero a los ojos azules y luego a su paquete, comprobando con satisfacción el precioso abultamiento que rellenaba la bragueta.
Los dos se miraron en silencio un par de minutos, sabiendo a qué partes del cuerpo estaba mirando cada uno, excitándose mutuamente con las miradas mientras el ambiente del estanque los envolvía con su cálida humedad.
—Antes no estabas meando —afirmó Magdalena—, vi lo que hacías.
Gabriel no pudo negar lo evidente y no dijo nada.
—¿En quien pensabas? —preguntó Lena—, ¿en tu mujer?
Gabriel lo negó agitando la cabeza.
—¿En mi? —preguntó Lena.
—Sí.
—¿Solamente en mi?
Gabriel confesó la verdad sin saber porqué, algo avergonzado.
—Y con Carla.
Lena no pareció sorprenderse. Luego sonrió y le dio la espalda, volviendo a agacharse para arrojar agua sobre su cuerpo, enseñándole las nalgas y la hendidura del trasero por debajo del vestido. Detrás suya escuchó el chapoteo de unos pasos y notó la presencia de Gabriel, a escasos centímetros de ella.
Las manos de Gaby, grandes y calientes, rodearon su cinturita desde atrás y la atrajo hacia él de espaldas. Lena sintió la erección pegada a sus lumbares, pues Gabriel era mucho más alto que ella.
—Yo también —confesó Magdalena en un susurro—, yo también pienso a veces en Carla cuando estoy haciendo eso… y en ti. Sobre todo pienso en ti.
Gabriel, sin pensar en lo que hacía ni en lo que decía, dejándose llevar por el instinto y la espontaneidad de su corazón, acercó sus labios al oído de la pequeña y susurró: «te quiero».
Magdalena se derritió al sentir el calor del aliento de ese hombre maduro acariciando su oído, pronunciando unas palabras tan deseadas y esperadas en secreto durante años; años llenos de fantasías y juegos masturbatorios en las que ellos dos eran los protagonistas.
La mano de Gabriel, grande y con unos dedos largos y fuertes, recorrieron el vientre plano de la chica, subiendo hasta apresar una de sus tetitas, amasándola sobre el vestido, estrujando con suavidad, apretando y aflojando, exprimiendo y pellizcando con dulzura el carnoso pezón, duro como un guijarro.
Gabriel apretó su paquete contra la espalda de Lena, restregándolo de arriba abajo, estrujando su virilidad contra las escuálidas nalgas de la chica. Las diminutas tetas eran un juguete a manos del maduro padre de familia, puesto que Gabriel había colocado la otra mano también en el otro pecho, abarcando de esa forma todo el pectoral de Magdalena con ambas manos abiertas.
La chica estaba a merced de ese hombre, sintiéndose manoseada y toqueteada con una pasión desaforada. Los dedos estrujaban y apretaban, mientras que las palmas de las manos se restregaban contra los pezones, que se doblaban bajo la firme presión que ejercía Gabriel mientras los movía en círculos.
Gabriel atrapó el pecoso rostro de la pelirroja, obligando a la chica a girar su cara de conejito. Magdalena abrió su boca, desesperada por recibir entre sus labios los experimentados besos de Gabriel. Éste la besó con ternura al principio, chupándole la boca con suavidad hasta que le introdujo la lengua, llenándole la cavidad bucal con el goloso apéndice, gordo, hinchado, cargado de saliva.
Magdalena, con piernas temblorosas, le chupaba la lengua a su hombre, pues así lo consideraba ya, besándole con pasión, girando su cuerpo para acceder mejor a su boca, atragantándose de lengua y saliva.
—Repítelo… —consiguió decir la chiquilla entre besos y gemidos—, dímelo otra vez…
—Te quiero… —gimió Gabriel en su boca sin dejar de manosearla por todos lados.
Magdalena le quitó la camisa y comenzó a desabrocharle el pantalón a Gabriel mientras que éste, ciego de lujuria, le bajaba el escote y dejaba sus tetitas al aire.
Las areolas, de color rojizo y cubiertas de pequeñas protuberancias de aspecto rugoso, abarcaban casi toda la superficie de sendos pechos, flácidos y del tamaño de una manzana pequeña. Los pezones eran unos botones gordos, arrugados, desproporcionadamente grandes en comparación con los diminutos senos.
El hombre inclinó la cabeza para besarle el cuello y bajar hasta su pecho, metiéndose las mamas en la boca, chupando alternativamente cada una con firmeza, aspirando y haciendo el vacío.
Eran tan pequeñas que le cabían completamente dentro de la boca. Los rugosos pezones, gordos como dátiles y rojos como la sangre, estaban duros y tremendamente sensibles a los chupetones que le daba Gabriel con gran maestría, acostumbrado a mamar de las ubres de su mujer.
Los pantalones del excitado macho cayeron al agua y Magdalena liberó el pene de su prisión, saltando tieso e insolente en el aire: un mástil de carne duro y rocoso con una cabeza circuncidada de color morado, recorrido por un mapa de venas y arterias hinchadas. La pequeña y delgada mano de Lena agarró el anhelado miembro y lo friccionó de manera inexperta mientras le tocaba los hinchados cojones por debajo.
Los dedos de Gabriel tiraron de su vestido para quitárselo por abajo y desnudarla completamente, dejándola a su merced como Dios la trajo al mundo.
Lena miró a los ojos de su maduro amante mientras lo pajeaba, viendo como ese padre de familia la devoraba con la mirada, recorriendo su cuerpo desnudo de arriba hasta abajo, contemplando embelesado al fin su coño.
Magdalena tenía un llamativo chochito de labios extensos, muy largos y sobresalidos, que le colgaban unos centímetros fuera de la vulva. También le sobresalía la caperuza que cubría el glande del clítoris, gordo y puntiagudo. Toda esa carne molluda resaltaba aún más en las escuálidas caderas e ingles de la chica, especialmente con esa mata de pelos colorados enredándose alrededor de la raja y sobre el monte de venus.
—¿Te gusta? —susurró con voz de niña buena.
—Es precioso… —dijo Gabriel admirando los escasos pelos que rodeaban su coño, aunque por arriba había un césped ensortijado más abundante.
—Tócamelo… —suplicó toda cachonda mientras le hacía una paja con una mano, orgullosa de comprobar cómo esa experimentada verga estaba así de tiesa por ella.
Gabriel le metió una mano por debajo y atrapó uno de los labios colgones, estirándolo un poco y recogiendo las babas vaginales que le estaban saliendo a la chiquilla por allí abajo. Magdalena expulsaba una viscosidad con muchas pompas, como si estuviera enjabonada. El hombre no pudo evitar introducir el dedo entre esos extraordinarios labios y perforar el orificio íntimo hasta el fondo, dejando que el pulgar rozase la caperuza.
—Ahhh… ay… —gimió Lena, sintiendo el dedo metido en su interior tocándola por dentro, acariciando las paredes de su estrecha vagina rítmicamente, entrando y saliendo, una y otra vez…
Gabriel siguió follándole el acuoso coño a la chiquilla con su dedo mientras que ésta le masturbaba con las dos manos, tirando de la tiesa pija con mucha torpeza, pues Magdalena estaba totalmente mareada de puro gozo, gimiendo con los ojos cerrados y la boca abierta, soltando ocasionalmente algún agudo gritito de placer.
A Gabriel le causó mucha impresión el gran tamaño que tenía el clítoris de Magdalena. Era casi como un pene en miniatura, pero acabado en punta, como una guindilla. Al retraer el pellejito de la caperuza con el pulgar sentía ese grueso apéndice tembloroso y resbaladizo, con una dureza tan tierna que le entraron muchas ganas de chuparlo.
Así que le apartó las manos de su polla y se puso de rodillas en el agua, abrazando los muslos blanquísimos y suaves de Magdalena y atrayendo ese hermosísimo conejo de pelos rojos a su cara.
A Gabriel le excitó mucho ver que a esa chica tan joven y delgada, de aspecto frágil y etéreo, le apestase el coño con un fuerte aroma a sexo y orines. Nunca hubiera imaginado que esa dulce pelirroja pudiera expulsar unos olores tan intensos y embriagadores. Sin dudarlo, le abrió los largos labios y accedió al interior de tan íntimo y apestoso agujero con su gorda lengua, penetrando las viscosas paredes a fuerza de profundas y largas lamidas.
Las fuertes chupadas que le proporcionaba el experimentado hombre al joven coñito elevaron el placer de Magdalena hasta el Nirvana, arqueando la espalda y alzando la cabeza hacía arriba, entregando su vientre a ese caballero de lengua voraz.
—Ay… ay… ay… —se quejaba gimiendo entre espasmos vaginales, aferrada a los hombros y al escaso cabello de Gabriel.
La boca masculina, experta en comerle el gordo y peludo conejo a su mujer, pronto le arrancó a su joven amante un prolongado orgasmo, lleno de temblores e intensas palpitaciones, regando la cara de su amante de flujos viscosos.
Eso excitó mucho a Gabriel, que se elevó en toda su estatura, colocándose en pie y agarrando con facilidad a Magdalena, subiéndola a horcajadas sobre su vientre, moviendo a continuación el liviano cuerpo de la chica para dirigir la chorreante almeja sobre su tiesa y empinada polla, dejando caer a la muchacha con suavidad, perforando las entrañas de Magdalena lentamente.
Lena sintió como esa larga barra la empalaba, abriéndose paso en su interior como una espada al rojo vivo, abriéndole las carnes y llenando su gruta de un placer insoportable.
—Ahhhh… ay… ahhh… —gemía mientras su hombre le aferraba las nalgas con manos como garras, moviendo su delgadito cuerpo arriba y abajo con ellas.
Gabriel tenía un pija muy larga y delgada, coronada por un grueso ceporro gordo como una ciruela; Magdalena, en cambio, tenía una estrecha vagina de cuello corto y sentía cómo la punta del nabo le tocaba el cérvix en cada embestida, estrujándole la entrada del útero con doloroso placer.
La pequeña amante se aferró a Gabriel con todos sus miembros, cerrando sus delgadas piernas alrededor de la cintura del padre de su mejor amiga, abrazando el cuello de Gabriel con unos brazos temblorosos, gimiendo, jadeando y llorando de placer sobre el masculino pecho cubierto de vellos.
El tieso vástago pronto quedó embadurnado de viscosas sustancias, facilitando así la penetración, permitiendo a Gabriel follarse a Magdalena con más ímpetu, taladrando y perforando las tiernas y estrechas carnes de la virginal criatura sin compasión, logrando en poco tiempo alcanzar un orgasmo salvaje.
Magdalena le arañó la espalda dando agudos gritos de placer cuando sintió las abundantes eyaculaciónes de Gabriel inundarle la cavidad vaginal. La espesa y ardiente nata le quemó las entrañas mientras Gabriel gritaba de puro gozo, soltando abundantes chorros de esperma en su interior, pues llevaba varias semanas de abstinencia y sus hinchados cojones se vaciaron completamente dentro de ese apretado coño.
Al hombre le fallaron las rodillas y se arrastró hasta la orilla con la chica aún empalada por su miembro. Tropezó y cayó sobre el fango, dejándose caer de espaldas sobre la mullida y corta vegetación que allí crecía. Ambos rieron nerviosos y excitados, ella aún encima de él, con el pene metido en el coño.
La luz del sol pasó por un claro entre las hojas e iluminó el hermoso cuerpecito de Lena, rodeándolo de un aura que resaltaba la extrema blancura de su piel, tenuemente rosada.
Magdalena se dejó caer sobre Gabriel, apoyando la mejilla en el pecho del hombre, palpando y acariciando el cuerpo maduro, moviéndose lentamente, agitando las caderas para reanimar la virilidad que latía entre sus muslos, pues deseaba seguir disfrutando del cuerpo de ese macho experimentado.
En general el cuerpo de Gabriel tenía un aspecto algo fofo, poco tonificado: el pecho hundido, cubierto de una fina capa de vello tostado; los brazos delgados; el vientre algo abultado; la calvicie incipiente… pero a la chica le atraía muchísimo ese aire entrañable y paternal que emitía Gabriel.
El hombre creía estar en el paraíso, sintiendo la sudorosa desnudez de Magdalena resbalando sobre su cuerpo. La abrazó y la besó una y otra vez, con ternura, acariciando su delicado rostro y susurrando palabras que hasta entonces sólo le había dicho a su esposa en otro tiempo. En otro mundo.
Para Magdalena todo aquello era un sueño hecho realidad del que no quería despertar nunca, pero un repentino crujido en las cañizas cercanas les alertó, recordándoles que estaban cerca de un sendero y que podían ser vistos por alguien.
Ambos se levantaron con prontitud y recogieron sus ropas (algunas del fondo del estanque), y se vistieron con ellas empapadas, confiando en que el sol las secase durante el camino de regreso.
Carla, que había seguido a su amiga y había visto a escondidas como su padre se la follaba, también tuvo que regresar al cortijo con las bragas empapadas.
CONTINUTARÁ...
(C) 2021 KAIN ORANGE
Vengo a dejar constancia que vi que eliminaste esta parte de Todorelatos y lo vine a leer.
ResponderEliminarY me gusto.
Sigue escribiendo y regalandonos buenas y morbosas historias.