Buscar este blog

martes, 27 de abril de 2021

ESPERMA (23)

 23


MARIOLA


El lunes por la mañana, mientras Víctor iba a casa de Carla por primera vez y ésta se masturbaba pensando en su hermano, Mariola habló por teléfono con su asesor legal y zanjó el asunto de la herencia. Su abogado puso el grito en el cielo cuando ella le explicó lo que quería hacer y trató de hacerle cambiar de idea, pero Mariola fue intransigente. Cuando acabó salió del pueblo, visitando aquellos lugares que Rosa y ella solían usar a escondidas para darse amor y cariño.

Salió vestida con un caftán marroquí de color blanco y recorrió los exteriores del pueblo buscando recuerdos y memorias perdidas: la vereda de la vieja acequia; el puentecico de la Tomasa, cerca de donde mató a su padre; el cortijo de los Bueno, ahora derruido y cubierto de escombros; la caseta del pozo chico, donde Mariola perdió el himen cuando Rosa exploró su vagina con dedos temblorosos, un poco asustada al ver la sangre, pero excitada cuando la pequeña Mariola le pidió que le curase «la herida» con un beso allí abajo.

Fue un beso muy largo.

No era solo sexo. No fueron solo los juegos eróticos y masturbatorios de dos niñas atravesando la pubertad. Lo suyo iba más allá de eso y de la amistad. Se lo contaban todo. Absolutamente todo. Sueños, vivencias, fantasías, problemas y anécdotas. Entre ellas dos no hubo secretos y juntas aprendieron el valor de contar con un alma gemela de espíritu afín y de un amor puro, sincero.

A lo largo de su vida Mariola tuvo muchas amantes y alguna relación esporádica, pero nunca encontró a nadie con esa complicidad, esa intuición empática tan intensa como con Rosa. Con ella solo bastaba un gesto o una mirada, una caricia, una sonrisa o un guiño para leerse el pensamiento.

Lo que sucedió dos noches atrás solo fue un sucedáneo de lo que podrían llegar a alcanzar juntas. Mariola pensaba en toda la experiencia que ambas habían acumulado a lo largo de los años y la forma en la que podrían ponerla en práctica. Ya no serían unas niñas asombradas y cohibidas por los cambios físicos de sus cuerpos, no serían unas chiquillas comparando el tamaño de sus incipientes pechos o tocándose la pelusa que les crecía entre las piernas. Serían mujeres adultas, plenas y experimentadas y volverían a contárselo todo.

Todo.

Vivencias, problemas, anécdotas, recuerdos, sueños, pecados, deseos… y fantasías inconfesables. No tendrían secretos entre ellas y juntas volverían a explorar sus cuerpos, pero sin miedo ni tapujos, como mujeres enamoradas. Como amantes.

Mariola visitó el viejo erial de Claudio, una solitaria plataforma empedrada con losas de pizarra en lo alto de una colina. Allí Rosa le torció y le rompió el tabique de la nariz a un niño mayor que ellas que se atrevió a pellizcarle un pecho a Rosa. A su edad le habían crecido demasiado las tetas y llamaba mucho la atención, sobre todo entre los niñatos y los críos del colegio.

«Y también entre los adultos» —recordó Mariola con un poco de asco, pensando en su padre.

Tuvieron que salir corriendo de allí, pues el niñato comenzó a apedrearlas mientras su nariz, hinchada y retorcida, expulsaba chorros de sangre oscura. Escaparon y se escondieron muy juntas en la boca de un desagüe bajo una acequia, riendo en voz baja a oscuras, cuchicheando ocultas tras la vegetación que tapaba la entrada. Allí Mariola le preguntó dónde la habían tocado y Rosa se lo mostró, levantándose la camisa y exhibiendo el sujetador de tamaño adulto, bajándolo un poco para que su amiga viese la marca del pellizco.  

Rosa permitió que su compañera de juegos le acariciase el pecho con la excusa de tocar el leve hematoma, aunque Mariola se aprovechó de la situación y metió los dedos dentro, buscando el tierno pezón, bajando un poco la tela hasta verle el nacimiento de una areola oscura y abultada. Cuando le tocó el pezón se asombró al percibir el gran tamaño de ese apéndice, a diferencia del suyo, mucho más pequeño. Se lo comentó a Rosa, ofreciéndole la oportunidad de que lo comprobase por ella misma abriéndose la blusa y dejando que le metiera la mano en el escote.

Mariola no usaba sostén y la pequeña Rosa se topó con dos senos apenas desarrollados. Las caricias despertaron la precoz lujuria de Mariola y terminó por bajarle del todo el sujetador a su amiga, liberando los voluminosos pechitos, blancos y erectos, muy grandes para su edad. Asombrada por el tamaño, Mariola se los tocó sin pudor.

Rosa tenía las tetas muy duras, tiesas y levantadas, desafiando la gravedad. Sus regordetes pezones casi apuntaban hacía arriba. Las areolas eran grandes y oscuras, ligeramente abultadas. La morena chiquilla se dejó manosear por esa pequeña rubia de ojos claros, sintiendo en su interior un calor que subía desde su pecho hasta su cuello, ruborizándola. En su bajo vientre también surgió una húmeda calentura, extraña y e inquietantemente placentera. 

Mariola también dejó que su amiga le tocase sus pequeños bultitos, aunque en aquella lejana época solo eran dos hinchadas areolas con sus correspondientes pezones. Poco más le crecerían, al contrario que a Rosa, que con el paso de los años sus mamas habían seguido creciendo, alcanzando un tamaño extraordinario.

Rosa también sintió curiosidad por esas extrañas y diminutas mamas, abriéndole del todo la blusa para mirarle los endurecidos guijarros a Mariola, dos botones sonrosados, erectos, arrugados y duros como garbanzos. Mariola tenía las areolas bufadas, sobresaliendo de su pecho como dos pequeñas cúpulas y Rosa sintió ganas de jugar con ellas, cogiéndolas con los dedos, apretándolas, moviéndolas y pellizcándolas suavemente con una mano temblorosa.

El cuerpo de la pequeña Mariola reaccionó a esos contactos y notó la humedad de su interior manchando sus prendas íntimas. 

Las chiquillas se tocaron mutuamente los senos, maravilladas por cómo reaccionaban sus cuerpos a esas caricias, a esos toqueteos, besos y lamidas, puesto que el instinto pronto las llevó a sustituir los dedos por las lenguas, dándose allí el primer beso «de verdad» en las bocas, con los pechos desnudos rozándose unos contra los otros. 

Así dejaron pasar los minutos, dándose besos y sobándose las tetas, sin saber muy bien cómo culminar todas aquellas caricias, sintiendo el insoportable calor de sus inflamados sexos palpitando húmedos entre sus piernas. Mariola, más avezada y resuelta, trató de ir más allá, buscando bajo las faldas de Rosa un contacto más íntimo.

Sus dedos lograron tocar la abultada hinchazón que latía allí abajo, mullida y blanda, caliente y húmeda. La joven vulva se abrió dentro de las braguitas y Mariola pudo percibir la blandura viscosa de los labios internos a través de la tela.

Rosa se apartó, asustada al sentir algo nuevo: un escozor vibrante, un espasmo placentero y ardiente que le recorrió los lumbares hasta el estómago. No fue un orgasmo, pero sí una insinuación de lo que podría llegar a ser. Las caricias terminaron ahí. Se vistieron avergonzadas, agitadas, cachondas y felices de haber compartido un secreto tan íntimo y personal.

Aquella misma noche Rosa alcanzó su primer y verdadero orgasmo en la cama de Mariola, masturbada por su amiga en la oscuridad de la habitación bajo las calurosas sábanas, abrazadas una a la otra, desnudas, gimiendo y susurrando en voz baja, tocándose los coñitos la una a la otra. Los vellos púbicos de Rosa eran muy largos y la corrida de la niña se quedó allí pegada y apelmazada hasta la mañana siguiente, donde fue limpiada por la boca de Mariola a escondidas mientras Rosa dormía.

Fue la primera vez que se comía un coño.

«Fue el primero de muchos —recordó Mariola con nostalgia—. Dos días después me metió los dedos y me desvirgó».

No pudo evitar humedecerse al recordar el torpe cunnilingus que la pequeña Rosa le hizo después de romperle el himen accidentalmente, limpiando la «herida» con su inexperta lengua, asustada, cohibida y avergonzada, pero tan cachonda que no pudo dejar de lamer ese chochito recién desvirgado hasta que Mariola tuvo un orgasmo tan intenso que cerró los muslos de golpe, apresando la cabeza de la chiquilla con ellos, apretando su rajita llena de pelitos encharcados contra el ruborizado rostro de Rosi.

Mariola siguió excitándose al recordar cómo se comieron los coños la noche anterior. También recordó el terrible y delicioso cambio que habían sufrido las tetas de Rosa, rememorando el tacto rugoso de los gruesos y largos pezones de su vieja amiga, así como el peso y la blandura de esas grandes moles de carne, suaves y cálidas, tan distintas a las que tocó en aquella acequia, un millón de años atrás.

Volvió a pensar por enésima vez si no cometió un error al pedirle a Rosa que fuese con ella a Costa Rica. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué darle esa esperanza? ¿Realmente creía que esa mujer lo dejaría todo por ella?

«¿En qué estabas pensando, Mariola?».

Se agachó y arrancó una ramita de un arbusto que crecía entre las pizarras. La brisa levantó el vuelo de su vestido y sintió el aire fresco besando sus braguitas, evaporando la humedad de su entrepierna.

«Pensaba en nosotras, en el tiempo que nos fue arrebatado, en lo que pudimos haber sido y en la posibilidad de recuperarlo ¿Acaso no puedo soñar con eso?».

Se puso en pie y volvió a pensar en Rosa. No podía dejar de hacerlo. Quería estar con ella, quería abrazarla de nuevo, besarla y hablar con ella de sus vidas, de sus sueños y sus fantasías. Necesitaba recuperar de nuevo esa complicidad y anoche estaba convencida de que Rosa también lo deseaba.

«¿Hasta el punto de abandonarlo todo para ir contigo al otro lado del mundo?».

La razón le decía que no, pero el corazón…

El sonido del móvil la sobresaltó. Mientras rebuscaba en su bolso tuvo la certeza de que era Rosi quien llamaba, pero no fue así. Era de la agencia editorial que se encargaba de organizar su trabajo. Mariola tenía varios proyectos en marcha: un guion televisivo (compartido con otros cuatro guionistas), dos novelas largas a medio concluir y una serie de artículos semanales para medios digitales, entre otras pequeñas colaboraciones de distinta índole. Se había tomado dos semanas de vacaciones y sabía que la llamada debía de ser por algo muy importante.

¿Yes? —saludó un poco inquieta.

—¿María? —Reconoció la voz de Samantha, la relaciones públicas de su editorial. Sonaba lejana y con interferencias—. Sorry about the time, but something happen the last night.

Hi Sammy, don’t worry about the time, it’s sunlight here. What’s happens?

I'm sorry to tell you bad news… —Dejó pasar unos momentos antes de continuar—. It’s about Josephine.

Mariola cerró los ojos y suspiró mentalmente. Josephine era su agente literaria desde hacía más de una década. Fueron amantes y hubo una época en la que creyó que podrían llegar a ser algo más, pero la afición de Josephine a la cocaína, el alcohol y las fiestas interminables fueron una carga que Mariola no estuvo dispuesta a compartir.

It’s so bad? —inquirió Mariola con preocupación.

Samantha tardó demasiado en responder y Mariola supo entonces lo que le iba a decir. Se dejó caer con suavidad sobre el erial, apoyándose en un viejo almendro y sentándose sobre la pizarra recalentada por el sol de la mañana.

She was found this midnight in his bed… —Mariola escuchó como la chica sollozaba—. I’m so, so sorry, María. She… She just…

A Samantha se le quebró la voz y no pudo seguir.

It’s okey, Sammy —consoló Mariola—. I know.

Esperó unos segundos a que se recuperase antes de interrogarla.

What… What was this time? —preguntó notando el escozor de las lágrimas en los ojos—. Cocaine, heroine, oxy,…? 

None —mintió la chica—. A stroke. His heart just stopped while sleeping.

Mariola supo que mentía, pero no dijo nada, pues sabía que la familia tenía derecho a ocultar los detalles de la muerte de su amiga. Recordó que Josephine solo tenía cincuenta y cuatro años, la mayoría de los cuales se los había pasado jugando con todo tipo de sustancias recreativas. Josephine fue una hippy en su juventud y una fiera de las raves en su madurez. Alternaba las anfetaminas con los opiáceos, usando los primeros para subir al infierno y los segundos para bajar al paraíso. Sus fiestas eran legendarias en San José.

«Infarto… ¿Y cual de todas las golosinas que solía tomar lo provocó, Sammy?»

—We wonder if you could come here, María. The funeral will be in two days.

Mariola titubeó indecisa. Sabía que si volvía a Costa Rica sería para no regresar, pues nada la ataba aquí ya, excepto Rosa; a ella le dijo que esperaría una semana, pero lo hizo en un impulso, en un acto espontáneo surgido de la nostalgia y la fogosidad del momento. Ahora se dio cuenta de que fue un error.

Of course —contestó con los ojos cerrados—. I’ll be there.

Se despidieron y Mariola contempló la ramita que aún conservaba en la mano. Había estado jugando con ella mientras hablaba y la savia le había manchado las yemas de los dedos. Era un brote de romero: el intenso aroma le trajo un torrente de recuerdos de su niñez, no todos ellos agradables. La brisa se intensificó y una ráfaga de viento le arrancó la hierba de entre los dedos, que se alejó volando más allá de la sierra de Luégana hasta perderse de vista.


ROSA


Cuando salió del Volkswagen se sorprendió por el calor que hacía esa madrugada en el cortijo. Una bolsa de aire caliente se había establecido en la sierra y Rosa percibía en la atmósfera esa inquietud previa a una tormenta, aunque no había nubes en el estrellado firmamento. La brisa era caliente y le acariciaba los desnudos muslos con lascivia, moviéndole el vuelo del vestido. Era negro y se confundía con la oscuridad que reinaba a la entrada de la hacienda.

Los perros salieron a recibirla, dejando de ladrar en cuanto reconocieron el olor de Rosa. Ésta hizo un gesto y en seguida se calmaron, obedientes. Eran tres grandes perros mestizos que usaban de guarda y otros dos más pequeños, falderos. Rosa se había encargado de educarlos y sentía mucho cariño por todos ellos.

Hace muchos años tuvieron una perrita en casa (en realidad era de Carla), y Rosa enseñó a su hija como educarla correctamente. Cuando murió decidieron no volver a tener otra mascota en casa, una decisión tomada no solamente desde el corazón, si no desde la razón, ya que cada vez tenían menos tiempo libre, unos por el trabajo y otros por los estudios.

Comprobó que los comederos y bebederos estuvieran llenos y cerró la verja, encerrándolos en el amplio recinto de atrás, pues quería estar sola.

Entró a la vivienda, desconectó la alarma y se preparó un ron con cola, con mucho hielo. Se sentó en el sofá del salón con las luces apagadas, escuchando la brisa y el sonido de los grillos nocturnos, bebiendo largos tragos hasta acabar la copa en pocos minutos. Se sirvió otra usando los mismos hielos, que apenas se habían derretido, tratando de no pensar en nada, tratando de no pensar en Gabriel, en Esteban, en Carla y en Mariola. 

Mariola, delgada y asquerosamente hermosa, con los ojos claros abiertos de par en par, embelesados y llenos de deseo al ver a su gorda amante desnuda.

Rosa dio un trago, apartando esa imagen de la cabeza.

«¿Sabes a dónde va ir a parar todo este azúcar, Rosi?».

Sonrió y miró hacia abajo, consciente de que ese gesto haría que bajo su barbilla apareciese una papada. Se miró la gorda tripa y la pellizcó.

«Sí, sí que lo sé. Aquí —pensó mientras pinzaba una molla con los dedos—, justamente aquí. Y este trago va a ir a parar aquí».

Bebió y se pellizcó otra zona, notando que el alcohol le estaba subiendo demasiado rápido, pero eso era lo que quería. Desgraciadamente la bebida no la alejó de los pensamientos que quería evitar, volviendo a pensar en Mariola.

«¿De verdad creíste que iba a llevarte contigo a Costa Rica? ¿Quién coño querría a una vieja gorda como tú?».

Bebió con demasiado ímpetu y la bebida se escurrió por las comisuras de los labios, manchándole el vestido.

«¿En serio pensabas abandonar a tus hijos y al adúltero de tu marido para largarte al otro lado del mundo con tu novia? Eres tonta de remate».

Se levantó del sofá y al tratar de poner el vaso en la mesa se le volcó, derramando la bebida y los hielos. Sentía el calor del alcohol en el pecho subiéndole hasta la cabeza. Era una sensación muy, muy agradable. También sentía la humedad de la mancha de su vestido, extendiéndose poco a poco. Rosa se quitó la ropa, quedándose en ropa interior.

El gigantesco sujetador de color crema también se había manchado de ron y cola y Rosa se lo quitó, dejando que sus pechos se descolgaran por encima de la tripa. Volvió a sentarse, apoyándose en el respaldo del sofá, lo que provocó que sus pechos se escurrieran hacia los lados. Ella sintió ese peso tirando de ella, estirando el nacimiento de sus senos. Luego siguió bebiendo, pero esta vez directamente de la botella, dando sorbos muy pequeños.

«¿Qué vas a hacer ahora, Rosi?».

Con mano distraída se recolocó las mamas, tratando de centrarlas sobre su vientre, pero en cuanto colocaba una la otra caía hacia un lado, así que decidió sujetárselas con una mano mientras bebía con la otra, acariciándose un pezón sin pensar en ello.

«¿Qué voy a hacer? Fácil. Voy buscarme un pisito de alquiler, voy a dejar a ese adúltero follaniñas que se encargue él solito de llevar la casa, que cuide de nuestros hijos y que se lleve a esa zorrita traicionera a vivir con ellos si quiere».

Rosa alzó la botella y el ron se escurrió por su barbilla nuevamente, pero a ella no le importó.

«Voy a apuntarme a un gimnasio, voy a hacer dieta, voy a operarme estas cosas que me cuelgan y voy a viajar hasta San José, Costa Rica, para buscar a cierta "Novelist & Writer" para restregarle en la cara lo que se ha perdido, para preguntarle por qué… ¿por qué…? ¿¡Por qué?!…»

—¡¿POR QUÉ?! —chilló en la oscura soledad del salón.

Algunos perros ladraron al escucharla, pero en seguida se calmaron.

Rodó fuera del sofá, ebria, y se levantó apoyándose en la mesa. Su mano resbaló en el charco y se golpeó el pecho contra la superficie, manchándose las tetorras de cola y de ron. Hacía muchísimo calor allí dentro y decidió lavarse en la piscina.

Salió al exterior con la botella en la mano, vestida únicamente con las bragas y los zapatos. Afuera hacía casi más calor que dentro, a pesar de ser noche cerrada. Accionó las luces acuáticas de la piscina y la superficie relumbró con un fantasmal fulgor esmeralda. Se descalzó y se tiró al agua con la botella aún agarrada a la mano.

Cuando salió a la superficie aún sostenía el ron, pero las bragas se le habían enrollado hasta la mitad de los muslos. Le entró un ataque de risa y buscó el borde de la piscina, apoyando la botella sobre el césped y tratando de quitarse las bragas por debajo del agua sin dejar de reír.

Cuando la prenda subió flotando a la superficie la risa se había convertido en llanto.


Continuará...

Esperma 24

(c)2021 KainOrange

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los comentarios no están moderados y pueden ser anónimos.