24
CARLA
Tuvo que parar a mitad del camino para repostar el depósito del ciclomotor. Era una estación abierta las 24h, automatizada, perdida en medio de la carretera comarcal que subía hacía el pueblo. No había nadie y sintió miedo el rato que estuvo allí sola, esperando que en cualquier momento algún desaprensivo apareciera de la nada para atacarla.
«Esto es una locura. ¿Qué esperas lograr, eh?, ¿qué esperas conseguir, Carla?».
No estaba segura. Necesitaba hablar con su madre, quería saber porqué se había ido ella en lugar de echar a su padre. Quería consolarla y abrazarla, pero sobre todo necesitaba descargar su culpa y confesarle que ella, su hija, tenía parte de responsabilidad.
Cerró el depósito, se arrebujó en el abrigo de cuero y arrancó el ruidoso vehículo, rompiendo la quietud de la noche con el estridente y agudo sonido del ciclomotor.
*
Cuando llegó al cortijo vio el pequeño Lupo de su madre estacionado dentro, sintiendo enseguida una oleada de alivio. Dejó la moto al lado del coche, colocando encima el casco y el abrigo, pues hacía mucho calor. Se extrañó de que los perros no acudieran a recibirla, aunque pudo escucharlos ladrar en la zona de atrás. Fue allí directamente, los acarició y les hizo un par de gestos para calmarlos, tal y como le enseñó su madre. Luego fue a la entrada principal de la vivienda y entró llamando a su madre con voz queda.
Nadie le respondió.
La alarma estaba desconectada y dentro olía a alcohol. Vio el vaso derramado y el charco derretido encima de la mesa.
—¿Mamá? —No podía ocultar la ansiedad en su voz.
Sobre el sofá vio el vestido negro de su madre y el sujetador de talla especial. Lo levantó y vio la mancha de ron en una de las copas, maravillada ante el tamaño de semejante prenda.
—¡Mamá! —llamó en voz alta, asustada y temerosa, pues en su imaginación se había formado una fantasiosa película poco halagüeña.
«El vaso derramado en la mesa; ha habido una pelea, la han atacado y desnudado, la han violado y le han pegado, puede que hasta la hayan…».
—¡¿MAMÁ?! —chilló asustada, corriendo por toda la casa, buscando el cuerpo violado y mutilado de su madre.
—¡¿MAMÁ?! ¡MAMÁ!
Pero no había sangre ni muebles destrozados ni cuerpos desmembrados. Solo la pulcritud y la limpieza de su abuela y el olor a romero que ocultaba el aroma de los «Celtas» que fumaba su abuelo a escondidas. Se detuvo unos segundos con el corazón acelerado, la cara cubierta de sudor y el pecho subiendo y bajando, con la respiración agitada.
«Cálmate Carla, por favor. Cálmate y piensa».
El ruido de un chapoteo llegó desde el exterior y la chica salió de la casa a toda prisa por la puerta de atrás. Los focos externos estaban apagados, pero las luces subacuáticas iluminaban la piscina desde abajo, mostrando la imprecisa y voluminosa figura de su madre flotando boca abajo.
—¿Mamá? —susurró con labios temblorosos.
Dio un par de pasos inseguros hacia la piscina.
—¡MAMÁ! —chilló aterrada, corriendo hacia el borde.
Justo cuando tomaba impulso para saltar el cuerpo de su madre se revolvió, asomando la cabeza y escupiendo agua. Carla se detuvo en el filo de la piscina, con el corazón a punto de saltar fuera de la boca.
—¿Carla? —su madre la miró con una sonrisa ebria, envuelta en una nube etílica, feliz de ver a su hija pequeña.
La chica sufrió un colapso y se le aflojaron las piernas, cayendo sobre el césped llorando y tapándose la cara con las manos.
—¿Carla?, ¡cariño! —Rosa nadó con torpeza, flotando de forma errática, chapoteando con los brazos hasta una escalera cercana a su hija.
La chica siguió llorando con la cara tapada, incapaz de mirar a su madre. Durante unos segundos había estado convencida de que había visto el cadáver ahogado de su progenitora y no podía quitarse esa imagen de la cabeza.
—Ay, mi niña ¿Qué te pasa? —Rosa se acercó a ella con rapidez, caminando desnuda por el césped, borracha—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo… cómo has venido? ¿Qué… Q…?
Antes de llegar hasta su hija se hizo a un lado, eructando y tosiendo de rodillas con las manos apoyadas en el suelo hasta que un vómito líquido salió de su garganta. Las enormes tetas eran tan grandes que los pezones rozaban el césped. Carla la miró y se arrastró hacia ella, sosteniéndole la cabeza mientras la abrazaba por detrás con brazos temblorosos.
Le perturbó el contacto del cuerpo desnudo de su madre, mojado pero caliente, resbaladizo, lleno de grasa y sebo, tan querido y entrañable. Rosa vomitó varias veces, pero solo expulsó agua, ron y bilis. Carla le daba palmaditas en la espalda, sosteniéndole la frente con su pequeña mano.
—Perdóname cielo… —consiguió decir su madre al cabo de un rato—. Lo siento cariño.
Carla quiso decirle que no tenía nada que perdonarle, pero no podía hablar, conmocionada aún por el hecho de haber creído que su madre se había ahogado.
«Podría haber pasado, Carla. Si tú no llegas a aparecer puede que ella no hubiera salido de la piscina y podría haberse ahogado».
—¿Qué hacías ahí metida boca abajo? —consiguió preguntar al fin entre lágrimas, sacudiendo el cuerpo de su madre, enojada— ¡Pensé que te habías ahogado!
Rosa se incorporó un poco y miró a su hija con los ojos irritados y húmedos.
—Se me cayó. La botella. No la encontraba.
Carla miró boquiabierta a su madre. Los rizos oscuros se le pegaban en la frente y en las rubicundas mejillas y la chiquilla pensó que de joven debió de ser muy guapa. Aún lo era.
—¿De qué estas hablando? —inquirió Carla.
—La botella —Rosa se giró y señaló a la piscina antes de seguir hablando— ¿Podrías buscarla tú, por favor?
Fue entonces cuando Carla se percató del tufo a alcohol que echaba el aliento de su madre.
—¿Estás borracha?
—No —dijo Rosa, convencida de ello.
Ambas estaban de rodillas, una frente a la otra. Carla miró de arriba abajo a su madre, siendo consciente de la desnudez de ésta.
—Estas borracha mamá. —Esta vez no era una pregunta.
—No —insistió su madre, guiñando los ojos y meciéndose de un lado a otro.
Carla suspiró mentalmente, aliviada y enfadada.
—Venga, vamos dentro, mamá. Aquí vas a pillar una pulmonía.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Rosa con voz etílica— ¿Has venido a… a ayudarme a buscar la bot… bot… botella?
—Sí mamá.
Carla la ayudó a ponerse en pie, una tarea nada fácil debido al peso de su madre y a lo resbaladiza que era su desnudez.
—Sí —repitió—, he venido a ayudarte a buscar una botella. Dentro de la casa hay muchas, venga vamos.
Cuando Rosa se levantó abrazó a su hija con mucha fuerza, estrujándola. Luego le dio un beso en la frente.
—Te quiero —dijo antes de dirigirse con paso incierto hacia la casa.
Carla le agarró un brazo y la acompañó, turbada y excitada tras sentir el cuerpo desnudo de su madre pegado al suyo, con los enormes pechos balanceándose sobre su vientre. La hija se fijó en que su madre tenía una espesa pelambrera entre las gordas piernas.
La chica intentó llevarla a uno de los dormitorios, pero Rosa se negó, quedándose en el salón con la excusa de que allí era donde estaba la bebida. Se dejó caer en el sofá, haciendo que las maderas y los muelles crujieran peligrosamente bajo su peso. En cuanto apoyó la cabeza en uno de los reposabrazos se durmió en un profundo sueño etílico cercano al desvanecimiento, pues llevaba todo el día sin comer nada.
Carla se quedó a su lado unos instantes, tratando de recuperarse de la impresión y del susto, llorando un poquito de alivio. Luego fue al baño a buscar un par de toallas y se dedicó a secar a su madre.
Mientras le pasaba la toalla por el cuerpo pensó que en los últimos días había visto más desnudos en vivo que en toda su vida. Primero fueron los de su padre y Magdalena, allá en el estanque. Luego fue Esteban, en la cocina y en la ducha. Esa misma mañana le había visto la verga a ese Víctor —«y vaya verga»—, pensó, sonriendo excitada al recordar el gordo manubrio del contratista.
Y ahora estaba mirando la desnudez de mamá.
Carla arrastró la humedad de la barriga de su madre, pensando en lo gorda que estaba y en cuantas dietas fracasadas había probado a lo largo de su vida. Ella siempre la apoyaba y le animaba a seguirlas, pero al final su madre sucumbía y las dejaba.
Para secarle los pechos tuvo que introducir la toalla debajo de las mamas, empujando las tetazas hacia arriba para poder quitarle la humedad que había en el nacimiento de los senos.
«Son enormes… —pensó con envidia—. ¿Cómo debe ser ir por ahí todo el día con esto colgando delante, con todo el mundo mirándolas?».
Carla se fijó entonces en que las caricias de la toalla habían provocado una reacción en su madre, puesto que los pezones, largos y gruesos como dedales, se le habían empitonado. También se dio cuenta por primera vez de que su madre no tenía los pechos simétricos: uno de los pezones estaba ligeramente más levantado que el otro, un poco torcido y apuntando hacia fuera. Las areolas tampoco eran iguales: una de ellas era circular y la otra ligeramente ovalada, de distinto tamaño.
Por alguna razón todo eso le pareció algo increíblemente morboso y erótico.
«De ahí mamaste tú cuando eras un bebé».
Ese pensamiento la excitó. Carla contempló el pecho de su madre y dejó la toalla a un lado. Luego trató de comparar el tamaño de la areola con su mano abierta: la mancha mamaria era casi igual de grande. Era una gigantesca circunferencia irregular cuya superficie —de color pardo oscuro— estaba surcada por venas y bultitos diminutos. El pezón sobresalía un par de centímetros, puede que más.
«Eso lo he chupado yo cuando era un bebé» —volvió a pensar, cachonda.
Carla sintió de nuevo aquel mareo, la extraña percepción de no estar ahí realmente, como si lo viera todo desde una cámara. Se agachó con el corazón acelerado y besó con suavidad la puntita del grueso apéndice.
Era rugoso, tierno y algo duro, cediendo poco a poco a la presión de sus labios, hundiéndose dentro de la areola bajo la presión de su boca.
«¡¿Qué haces Carla?!».
La chica ignoró esa voz y sacó la lengua, lamiendo el carnoso cilindro muy despacio.
«¿Qué estas haciendo?».
No podía evitarlo. Ya no era su madre. Era un cuerpo desnudo. El hermoso cuerpo de una hembra madura llena de curvas y carne trémula. Era un cuerpo vivo, real, que respiraba y se agitaba bajo su contacto vicioso y prohibido. El morbo le nubló la razón y se metió el pezón de su madre en la boca, chupando como hacía cuando era un bebé.
Tiró de él con la boca, mirando embelesada como el pecho se estiraba, subiendo hacia arriba arrastrado por la ventosa en la que se había convertido su boca. Cuando se le escapó se escuchó el suave y líquido sonido de un chupeteo. Eso la excitó mucho más y volvió a chuparle la teta a su madre, mamando con más decisión.
Mientras le chupaba un pezón veía como el otro se endurecía también, sobresaliendo oscuro y largo como una almendra. Carla tuvo la necesidad de tocarlo y lo hizo con los dedos cubiertos de sudor, aumentando su nivel de libido al sentir la dureza cartilaginosa del tieso apéndice.
Su madre gemía levemente y la peste a alcohol le recordó que se estaba aprovechando de su propia madre borracha, pero eso, en lugar de detenerla, le dio más alas, apretando el gigantesco pecho de su madre con la mano, amasando la gelatinosa y blanda carne con el pezón remetido entre sus dedos.
Mientras le masajeaba el pecho notó cómo su propio cuerpo reaccionaba ante los incestuosos actos que estaba cometiendo, puesto que sus pechitos también se endurecieron, así como sus diminutos pezones. El sujetador pronto le estorbó, puesto que el roce de la copa con sus duras lentejitas le producía un placentero dolor. Pero el sujetador no era lo único que le estorbaba.
Sus braguitas eran demasiado pequeñas para la hinchazón que sentía entre los muslos y deseó poder quitárselas para tocarse con libertad. Recordó la paja que se había hecho aquella tarde, fantaseando con comerle el coño a Magdalena, preguntándose si todas las vaginas tenían el mismo olor y sabor.
«Ahora puedes comprobarlo, si quieres».
La idea le golpeó con tanta fuerza que tuvo un breve mareo. El corazón latía como un tambor de guerra en su pecho y su boca se secó, no así su coñito, que se mojó lentamente mientras Carla dejaba de manosear y chupar las gordas tetas de su madre, mirando hacia abajo.
Rosa estaba tumbada en el sofá con una pierna apoyada en el suelo, con la tripa aplastada sobre su abdomen y los pelos del coño asomando entre sus muslos. Carla fue hasta allí.
«No lo hagas Carla».
Pero era inútil. Aquella ya no era su madre. Era una hembra espatarrada, con el coño al aire y las tetazas colgando por los lados, con los pezones tiesos por culpa de los chupetones que le había dado ella. Se inclinó y miró la entrepierna de su madre. Vio que tenía los labios mayores abultados, con los vellos púbicos enredándose alrededor de la vulva, haciéndose más largos y espesos en el monte de Venus. Los rizados pelos estaban humedecidos por el baño de la piscina, brillando y titilando bajo la luz del salón.
Carla se fijó en que las ingles de su madre estaban un poco irritadas, con algunos granitos rojos aquí y allá, con la peluda vulva partida en dos por una raja ligeramente abierta, dejando entrever la carne rosada del interior. Se le había salido un pequeño bulto rugoso, la punta de uno de los labios menores. Carla lo tocó con un dedo tembloroso, moviéndolo a uno y otro lado. La hendidura se abrió un poco más y los labios se despegaron sin abrirse del todo.
Carla se envalentonó y puso dos dedos a cada lado del coño, estirando la piel con delicadeza, abriéndole el papo a su madre casi con reverencia. Los labios menores saltaron fuera y una flor de pellejos y protuberancias se abrió al exterior, permitiendo que el glande del clítoris asomase fuera de su funda.
Carla emitió un jadeo de sorpresa y de morbo: la pepita de su madre era una gorda alubia de color bermellón, regordeta y de aspecto tierno, como un glande chiquito. La incestuosa niña acercó el rostro para olerle la raja a su madre, mareada por el morbo y lo prohibido del acto, sintiendo como su propio clítoris palpitaba erecto entre sus piernas.
Acercó tanto la cara que su nariz rozó los pelos del coño, aspirando lentamente y soltando el aire sobre el sexo abierto de Rosa. El olor era muy parecido al suyo, pero no exactamente el mismo. Al contrario de lo que esperaba, el mejillón de su madre no olía tan fuerte como el suyo, pero Carla intuyó a que eso se debía a que ese chocho estaba seco.
«Seguro que cuando se moja el olor es más fuerte».
Carla le pasó el pulgar por encima de la funda, estirando la piel para que el glande asomase aún más, empinándose tieso hacia arriba y hacia fuera.
Luego lo lamió.
El vientre de su madre se contrajo al notar tan íntimo contacto, temblando ligeramente. Sus muslos también sufrieron un ligero espasmo y Carla retiró la lengua, temerosa de que se despertara.
«Estas loca, estas loca, estas loca…»
Cuando vio que su madre seguía durmiendo volvió a acercarse, metiendo la lengua entre los labios vaginales muy despacio.
«Por aquí he salido yo».
Su lengua aún no detectaba ningún tipo de sabor, si acaso un ligerísimo picor. Decidió entonces ahondar más, buscando las mucosidades que seguramente cubrirían la entrada al conducto vaginal. Para ello le abrió la almeja, descubriendo entonces entre los muchos pliegues y pellejos que allí había ciertos restos blancos y amarillos, como de requesón. El olor a pescado seco, que tanto asociaba ella a sexo masturbatorio, le dio de lleno en la cara, excitando sus sentidos y cayendo sin remedio en un pozo de lujuria irrefrenable. Con un dedo recogió uno de esos pegotes amarillentos y lo olió.
Era rancio, fuerte y sexual.
Carla le lamió el coño a su madre, pasando la lengua muy despacio, saboreando el agrio mejunje que rezumaba de esas entrañas, calientes y perfumadas por el almizcle femenino. Meterle la lengua era un acto tan depravado y sucio que a la chiquilla se le aflojaron las piernas, cayendo de rodillas y temblando como un flan. Su madre gimió en sueños y un nuevo espasmo hizo vibrar sus carnes íntimas.
Su hija apartó la cara y vio como se dilataba el agujero, brillando por la saliva y por la mucosidad que empezaba a surgir de allí. Los espasmos hacían que el clítoris se moviera ligeramente, endureciéndose.
«Se está poniendo cachonda» —pensó con la cabeza ida, mareada.
Luego extendió una mano y le metió un dedo en el coño. Lo dejó metido unos segundos, sintiendo el calor interno de su propia madre, deleitándose con la sensación de tocar el interior de una mujer. Cuando lo sacó un pequeño reguero de flujo blanquecino se escurrió fuera, quedando atrapado en los pelos que Rosa tenía en el perineo, entre la raja y el ano.
Su hija los lamió, saboreando los efluvios prohibidos de su madre con la misma depravación que sentía al lamer sus compresas y tampones usados. El olor era cada vez más intenso y su boca pronto se llenó con el extraño sabor de un sexo ajeno al suyo. La pequeña lengua de Carla recogía con suavidad las mucosas vaginales, lamiendo muy despacio, pues no quería despertar a su madre.
El cunnilingus consiguió excitar del todo a la dormida mujer, provocando que sus labios menores, oscuros y mojados, se hinchasen y se salieran fuera de la raja. La hija los lamió, asqueada por el fuerte sabor agrio y salado de esos mocos que olían ligeramente a orines. Carla, siendo ella también una mujer, sabía exactamente donde y como tocar ese coño, así que con la cabeza totalmente mareada de puro morbo y lujuria le hundió dos dedos en la intimidad abierta de su madre, doblándolos para tocar detrás de la uretra.
Rosa gimió en sueños una vez más, pero la hija siguió tocándole el interior del caliente pozo, pasando la lengua por los lados de la vulva y chupándole el grueso botón con sus labios. La erección de su propia pipa la tenía loca, pues notaba la tiesa protuberancia rozando sus braguitas, pidiendo que la tocasen.
Cuanto más se excitaba más atrevidas eran sus caricias y toqueteos, empujando con fuerza, aumentando el ritmo, pegando su cara totalmente en las carnes ardientes de su madre, jadeando sobre los pelos de ese enorme coño que no dejaba de chorrear líquidos. Las ingles de Rosa comenzaron a transpirar y el sudor resbaló por sus nalgas, mezclándose con el resto de fluidos.
Carla estaba totalmente ida, con la mente obnubilada por la lujuria, ciega de morbo. Sacó los dedos de ese hoyo chorreante y metió su boca allí dentro, chupando con fuerza, aplastando su naricita contra la apestosa almeja, tragándose todo lo que salía de ahí, metiendo y sacando la lengua dentro de esas rugosidades cartilaginosas.
Su lengua se aceleró sobre el inflamado clítoris y sus dedos volvieron a follar ese generoso coño con fuerza, moviéndose más deprisa, alcanzando un ritmo constante, taladrando el resbaladizo mejillón con tanta fuerza que las tetorras de Rosa vibraban y temblaban como gelatina, con los pezones tiesos apuntando hacia todos lados.
Sin saber porqué el recuerdo del fontanero acudió a su cabeza y Carla deseó que ese hombre estuviera ahí con ellas dos. Deseó que ese viejo cerdo comebragas viese lo depravada que era; que viese lo puta y pervertida que podía llegar a ser. Quería que Víctor viera como le estaba comiendo el coño a su propia madre y deseó que ese forzudo macho las follase a las dos, a su madre y a ella también, que metiera su gorda polla en todos sus agujeros y que se corriera en su cara, en sus tetas y en las tetas de su madre.
Pero sobre todo quería que la follase a ella, que la abriera de piernas y la partiese en dos a golpes de nabo.
La voz de Rosa la sorprendió y Carla dio un respingo, apartándose de allí abajo con rapidez con la barbilla mojada de mucosidad.
—Mariola —susurró su madre.
En ese momento los perros ladraron y Carla escuchó el sonido de un motor acercándose al cortijo. Con el corazón desbocado agarró las toallas y tapó a su madre, que guiñaba los ojos y se desperezaba con dificultad. El ruido se hizo más fuerte y luego se detuvo. Los perros siguieron ladrando y Carla vio a través de una ventana el contorno de un todoterreno.
«¿Papá?» —pensó con cierta inquietud, sintiendo como el morbo y la excitación la abandonaban mientras que la vergüenza y el arrepentimiento por lo que acababa de hacer ocupaban su lugar.
Miró a su madre y vio que había vuelto a cerrar los ojos, aunque balanceaba la cabeza a uno y otro lado despacio. Carla recordó el estado en el que la había encontrado y la furia borró cualquier otro sentimiento, pues consideraba a su padre el responsable de ello.
«Le pone los cuernos con una cría y luego la echa de casa para que ella se… se… ¡Se emborrache y muera ahogada?».
Carla se dirigió a la entrada para recibir a su padre y abrió la puerta antes de que él pudiera hacerlo. Los insultos murieron en su garganta al ver a una desconocida en el umbral. La luz de la entrada iluminó a una mujer rubia, madura, muy bella, delgada y con un aire aristocrático a pesar de su corta estatura. Le recordó a cierta actriz americana. Los ojos azulados miraron a Carla con sorpresa y curiosidad. La pequeña no supo qué decir a esa mujer y se quedó callada a pesar de que en su cerebro se agolpaban todo tipo de preguntas.
La voz de su madre la asustó y se dio la vuelta. Rosa estaba detrás de ella, de pie, con las toallas apenas tapando su obeso cuerpo.
—¿Mariola? —dijo su madre.
CONTINUARÁ...
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