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lunes, 29 de marzo de 2021

ESPERMA (12)

 12.


VICTOR


La mampara era un modelo estándar de cristal esmerilado y al momento supo que no tendría problemas en encontrar repuesto. Las medidas también eran normales y no habría que hacer algo especial. Prácticamente no tendría que hacer nada, tan solo pedir el cristal a medida con el kit del marco y las bisagras e instalarlo.

Aún así, una vez que acabó de tomar notas, revisó bien todo el entorno, buscando grietas en el sellado o defectos en los rieles, y tomando otras medidas por precaución. Tuvo que cerrar parcialmente la puerta del baño, dejándola entornada para poder moverse.

Detrás de la puerta había una canasta con ropa sucia.

«No, Víctor, no empieces con eso».

Pero el corazón comenzó a bombear muy deprisa dentro de su enorme pecho de barril.

Encima del montón de ropa había una bolsa de malla con el nombre «Carla» impreso en él. Lucía, la exmujer de Víctor, también solía separar sus prendas más delicadas e íntimas en una red parecida para hacer la colada.

Un rubor súbito subió por el cuello de Víctor, encendiendo su cara y provocándole una repentina transpiración. Su corazón parecía que iba a salir volando de un momento a otro.

«No, Víctor. Te van a pillar y te vas a meter en un lío de los gordos».

El hombre echó un fugaz vistazo a la puerta de Carla, que aún seguía cerrada.

«Ha echado el pestillo. Si decide salir de su cuarto yo oiré el ruido al abrirlo antes de que lo haga».

«Pero no oirás una mierda si cierras del todo la puerta del baño».

Víctor decidió arriesgarse cerrándola parcialmente, dejando una abertura de unos diez centímetros, para poder oír a esa chica si decidía salir de su cuarto. Además, él estaría oculto tras la puerta del baño y ella no vería nada, a no ser que entrase dentro.

Los latidos de su corazón golpeaban su pecho de tal manera que casi le producía dolor físico; sentía el escroto encogido y su respiración sonaba demasiado fuerte dentro del baño.

Víctor se agachó y abrió la redecilla con dedos temblorosos. Dentro había un par de sábanas apelotonadas. Víctor tomó una y la olió: desprendía un leve aroma a sudor mezclado con un ligerísimo perfume floral. Víctor manoseó la sábana y la acarició con sus barbudas mejillas, oliendo el sudor que había impregnado allí.

Luego tomó la otra sábana y en cuanto la acercó a su rostro sintió un fuerte olor a sexo. Víctor extendió la tela, buscando el origen de ese aroma entre las arrugas hasta que vio dos pequeñas manchas oscuras, apenas dos rastros desvaídos de color rojizo pardusco.

«Sangre».

Las dos manchitas estaban rodeadas por otra humedad más grande, con pequeños rastros amarillentos y blanquecinos. De allí provenía el fuerte olor a pescado seco y sudor rancio.

Víctor no tenía una verga especialmente grande. Era de longitud media, nada especial, pero el grosor que llegaba a adquirir su pija en erección era algo remarcable, muy por encima de la media.

En esos momentos le pareció que su polla debía de tener el grosor de una bombona de butano. Oler esas manchas le produjeron un erección bestial y la bragueta apenas pudo contener tanta carne.

Ciego de morbo y lujuria, sin importarle las consecuencias y sin pensar en lo que hacía, Víctor sacó la lengua y lamió todo eso. Había visto a la dueña de esas manchas y la cabeza le daba vueltas con solo pensar en esa chiquilla de aspecto virginal.

Se imaginó el cuerpo menudo y delgadito de piel lechosa, desnudo y cubierto de sudor, deslizándose sobre esa sábana, dejando en ella los efluvios de su joven sexo.

Su conciencia le avisaba constantemente de que se detuviera, de que dejara eso, pero no podía.

No podía dejar de pensar en que el aroma que entraba en su nariz había salido del coñito de esa muchacha, que las manchas de sangre seca que estaba lamiendo eran de la raja de una chica preciosa de ojos castaños y tetitas respingonas.

Estaba a punto de cometer la locura de masturbarse allí mismo cuando algo cayó de entre los pliegues de la sábana. Era un minúsculo pantalón de deporte.

Víctor lo tomó y mucho antes de acercarlo a la cara le llegó el pestazo a coño. El pantaloncito estaba encharcado, sucio e impregnado con los restos aun pegajosos de mucosidades blanquecinas. Olía a orines y a bacalao seco; también tenía varios pelos de coño enredados y apegotonados por el interior.

El hombre, excitado como pocas veces en su vida, sacó la lengua y lamió todo eso, mareado por el morbo de probar el sabor de las intimidades de Carla. Su lengua arrastró pelitos oscuros, restos resecos y cremosas sustancias, agrías, ácidas y saladas.

Se restregó la prenda por la cara, esnifando y lamiendo con fuerza hasta que abrió la boca y se metió la parte mas sucia dentro para chuparla y morderla, exprimiendo con sus dientes el pantalón para sacarle todo el jugo posible.

Ciego de lujuria, Víctor se sacó la gruesa polla y envolvió el pantalón alrededor de ella, pegando la zona más viscosa en el glande. Después comenzó a masturbarse, lubricando el cipote con los mocos vaginales de esa chiquilla, temblando por el morbo y la tensión ante la posibilidad de ser descubierto.

Con la otra mano agarró la sábana más sucia y se metió en la boca las manchas oscuras, chupando la tela y embriagándose con el rancio sabor y la peste a coño sucio.

Sus enormes dedos estrujaban el apestoso pantalón alrededor del cipote con rabia, frotando como un animal, machacándose el grueso nabo sin cesar.

La terrible cabeza de su polla, enorme y roja como un fresón, pronto comenzó a chasquear y chapotear, embadurnada con la crema vaginal de la dulce Carla. El movimiento se aceleró y la fricción comenzó a quemarle el tronco del rabo, abultado por las hinchadas venas que lo recorrían.

Víctor, ahogando un terrible gruñido de placer, se corrió como un semental, soltando cuatro o cinco chorrazos espesos de nata líquida dentro de la prenda.

Los espasmos post-orgásmicos casi le hicieron perder el equilibrio y tuvo que apoyarse en la mampara de la ducha con una mano.

«DIOOOOOOOSSS».

La corrida había sido tan fuerte que le dolía el interior de la polla.

En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Víctor se guardó la verga dentro de la bragueta a toda prisa, metiendo luego las dos sábanas y el pantalón embadurnado de esperma en la redecilla.

«Un día de estos te vas a buscar la ruina».

Con el corazón a punto de saltar por su boca, Víctor se recompuso un poco y recogió sus cosas. Por el resquicio de la puerta vio pasar a la chica en dirección al recibidor. Víctor frunció el ceño, extrañado.

«No he oído el ruido del pestillo ni el de la puerta de su dormitorio…».

Luego echó un último vistazo al baño, confiando en que su semen se secase lo suficiente como para confundirse con las manchas anteriores.


CARLA


Carla no pudo ver todo lo que hizo ese hombre detrás de la puerta del baño, pero sí lo suficiente.

Al principio pensó en salir huyendo a su habitación y llamar a sus padres, a la policía, al ejército… ¡Un pervertido! Ese hombre, al que había dejado pasar libremente a su casa, estaba haciendo algo repugnante, inmoral, depravado… ilegal.

Pero en cuanto vio a ese tiparraco bajándose la bragueta la sensación de irrealidad volvió a golpearla. Era como si lo viera todo desde el punto de vista de otra persona, como si ella no estuviera ahí realmente.

Sintió su corazón latiendo muy deprisa y la boca seca; notó un súbito escozor en las palmas de las manos, que comenzaron a sudar, y en el estómago empezaron a revolotear polillas.

Reflejado en el espejo vio un grueso pene con un diámetro considerable, gordo como un salchichón y surcado de venas hinchadas cómo raíces de árbol. El soberbio trabuco estaba coronado por un glande de aspecto rocoso, macizo.

«¡Ve a tu habitación AHORA MISMO!» —pensó su lado más sensato.

Pero en lugar de ello Carla se inclinó hacia un lado y se puso de puntillas, buscando en el espejo una visión más clara de lo que sucedía ahí.

«Antes ese cerdo se ha metido tus sábanas sucias en la boca. ¡Está loco!».

Pero en seguida su parte más mórbida acalló a esa Carla escandalizada y asustada:

«Y tú chupaste los kleenex manchados con el semen de tu propio hermano».

Los latidos de su corazón eran tan fuertes que pensó que le iba a dar un ataque ahí mismo. El miedo, el morbo, la curiosidad… todo eso y mucho más revoloteaba por su cerebro en un confuso caos de sentimientos encontrados.

Cuando ese desconocido comenzó a masturbar su gorda polla con sus pantalones usados Carla sintió un vahído tan fuerte que tuvo que apoyarse en una pared cercana.

«Mi fantasía. Joder. Es mi fantasía».

Sentía como la sangre le hinchaba la vulva y los labios menores, que palpitaban con gran excitación.

Carla cerró los ojos.

«Pues que me follaría»

Abrió los párpados y dio un paso hacia la puerta. Quería abrirla, pasar dentro y hacer lo mismo que hizo el día anterior con su hermano, pero esta vez ella estaba segura de que ese tío le iba a meter la polla por todos los agujeros que ella quisiese.

Y más. Mucho más.

«Y puede que también te golpee y quiera matarte después. Como hizo Miguel».

Tras pensar eso Carla retrocedió instintivamente, pero en ese momento escuchó un largo gemido, señal inequívoca de un orgasmo. Carla no pudo resistir la tentación de mirar y vio como la cremosa sustancia de ese hombre se derramaba copiosamente en sus pantalones sucios.

Instantes después sonó el timbre de la puerta.

Se llevó las manos a la boca ahogando un grito mientras su corazón seguía una alocada carrera hacia el infarto.

«Me cago en la puta».

Fue deprisa hacía la puerta principal y al mirar por la mirilla vio que se trataba de su amiga de la infancia, Lena.

«Gracias a Dios…».

Respiró profundamente un par de veces para calmarse y abrió la puerta.

—Tenemos que hablar —dijo Lena apartando a un lado a Carla y deslizando su anoréxico cuerpo dentro de la vivienda.

—¿Qué haces aquí?

—Necesito hablar contigo, no quiero hacerlo, pero lo necesito —Lena hablaba muy deprisa, gesticulando con las manos mientras se dirigía hacía el cuarto de Carla, seguida por ella.

—Espera, Lena. No estoy sola, hay…

—Hola… —dijo Víctor asomando su voluminoso cuerpo fuera del baño.

Estaba visiblemente agitado, con la cara ruborizada y con las sienes y la frente perladas de sudor. Las dos chicas se detuvieron.

—Ya he acabado —continuó, mirando alternativamente a Carla y la delgada chica pelirroja que acababa de llegar.

Carla le miró con el ceño fruncido.

La chica se encontraba en una disyuntiva. Por un lado ese hombretón desconocido de aspecto rudo y pendenciero le asustaba (siempre le causaron respeto ese tipo de hombres), máxime aún con el recuerdo cercano de lo que le hizo Miguel (un desagradable evento que quería borrar de su mente a toda costa); pero por otro lado estaba muy, muy excitada, porque esa exuberante criatura llena de músculos y grasa era el compendio físico de la mayoría de sus fantasías, acrecentado por el hecho de que aparentemente ambos compartían gustos y fetichismos comunes.

«Además, nadie que tenga unos ojos tan bonitos puede ser malo…» —pero enseguida apartó ese pensamiento tan ridículamente cursi y su lado más precavido prevaleció, decidiendo que ese hombre podía ser un peligro potencial.

—¿Necesita algo más antes de marcharse? —preguntó con antipatía.

Magdalena, miró de arriba abajo al vigoroso y panzudo currante, echándole después a su amiga una mirada cómplice: Lena conocía la morbosa atracción de Carla hacia ese tipo de brutos.

El hombre carraspeó un par de veces antes de hablar, nervioso.

—No… No necesito nada más, gracias. Tengo… —Se agachó para tomar sus herramientas—, tengo todo lo que necesito.

Al agacharse Carla le miró el escote de su camisa, entreviendo unos abultados pectorales cuadriculados, muy morenos y con mucho vello. Los tendones y músculos de sus brazos se tensaron al levantar la pesada maleta, y Carla también observó que sus enormes bíceps estaban recorridos por algunas venas muy marcadas.

«Su polla también» —recordó sin poder evitarlo.

—Le daré un presupuesto a tus padres —dijo el contratista—; creo que no habrá problema en poner la puerta nueva.

Víctor sonrío ligeramente y la blancura de sus dientes volvió a resaltar en esa cara llena de pelos enredados.

«Sí, ya hablaré yo con ellos también, cerdo».

—¿Vais arreglar el baño? —intervino Lena—. Ya era hora.

—No sé si llegaremos a arreglarlo —dijo Carla con evidente animosidad—, ya veremos.

La sonrisa de Víctor vaciló y miró a Carla frunciendo un poco el ceño.

«Sí, marrano, he visto lo que has hecho —pensó mientras se cruzaba de brazos—. Reza para que mis padres no llamen a la policía cuando se lo cuente».

—¿Es usted roquero o algo por el estilo? —preguntó Lena, mirando divertida las enormes patillas de Víctor.

—¿Eh?… —tartamudeó confuso el hombretón—. No, no… es solo que me gustan así.

—Si ha terminado ya puede marcharse —dijo Carla en un tono cortante.

Lena la miró extrañada al oír el tono que estaba usando con ese hombre.

Víctor sostuvo la mirada de Carla, confuso ante ese repentino cambio de humor, tan diferente al del que tenía cuando le abrió la puerta. Al cabo de unos segundos asintió con la cabeza y se despidió.

—Si tus padres dan el visto bueno, puede que… que nos veamos mañana.

Carla no contestó. Le siguió hasta la salida y se aseguró de cerrar la puerta.

—Guau… —exclamó Lena gesticulando con la boca—, ¿Qué ha sido eso, tía? Has estado un poco borde con él, ¿no?

Carla no tenía intención de contarle a su amiga lo que había visto, al menos no por ahora. Le dolía la cabeza otra vez, estaba conmocionada, alterada… y cachonda. Lo último que necesitaba ahora mismo era a la histriónica de Magdalena dando vueltas a su alrededor.

«No sé a quien pretendes engañar, Carla. Lo que quieres es estar a solas con todo ese esperma y hacerte una paja mientras lo chupas».

—¿A qué has venido? —preguntó Carla de mal humor, tratando de apartar esas ideas de su cabeza.

—Ha pasado algo —dijo Lena mirando muy seria a su amiga a través de unas gafas con mucha graduación—. Necesito contárselo a alguien.

—¿Y por qué no…? —comenzó Carla, pero su amiga la interrumpió agarrándola de los brazos y mirándola con mucha vehemencia.

—No quería decírtelo a ti —Lena comenzó a hablar muy deprisa, aumentando su nerviosismo conforme iba hablando, impidiendo que Carla la interrumpiese—. Tú eres la última persona a la que se lo diría, bueno, quizás no la última, pero sí una de las últimas. Ya sé que eso es raro, porque eres mi mejor amiga y deberías ser tú la primera a la que debería querer decírselo. Pero precisamente porque eres mi mejor amiga no debería hacerlo (ya sé que eso es una incongruencia), pero aunque no compartas los motivos por los que he hecho lo que he hecho, espero que al menos los entiendas y me des un poco de apoyo, porque si no tengo eso no sé que es lo que… 

—¡Vale! Lena, vale. Para un momento, respira y responde: ¿qué te ha pasado, qué es eso que dices que has hecho?

—Me acuesto con tu padre.

CONTINUARÁ...

ESPERMA 13

(C)2021 Kain Orange

viernes, 26 de marzo de 2021

ESPERMA (11)

 11.


CARLA


Carla se levantó ligeramente indispuesta. Era lunes y antes de salir de la cama ya sabía que ese día no podría ir a la biblioteca, tal y como tenía previsto.

«Ni a la biblioteca ni a ningún otro sitio» —pensó con amargura.

Aunque era muy temprano sus padres ya se habían ido a trabajar. Le dolía la cabeza y la garganta, y sospechó que la ducha de agua caliente de la tarde anterior fue la culpable.

«La ducha y tu costumbre de dormir en pelotas con la ventana abierta».

No poder ir a la biblio le molestaba, ya que dentro de pocos días comenzaban las clases y ella necesitaba ponerse las pilas con los estudios.

Tuvo un momento de déjà vu cuando palmeó la mesita que había al lado de su cama para buscar el teléfono móvil y comprobar las notificaciones.

Había un escueto mensaje de Esteban, despidiéndose de ella camino de la universidad.

Su amiga Lena (Magdalena) la esperaba en la biblioteca.

Su madre, que durante la cena anterior estuvo muy rara y apenas comió, le decía algo sobre un fontanero.

Su padre le recordaba lo del regalo para el próximo cumpleaños de mamá.

Carla ignoró todo aquello. La noche anterior había sido calurosa y salió de la cama en cueros, arrastrando las sábanas empapadas de sudor. Sabía que estaba sola en casa y se paseó desnuda, buscando en el botiquín del baño algo para calmar su incipiente jaqueca.

«Paracetamol, Ibuprofeno, Nitroglicerina… Plutonio…, lo que sea».

Encontró el Enantyum que usaba su madre para el dolor menstrual y se tragó tres comprimidos. Pensar en la regla le recordó que aún tenía que hacer su colada del día anterior.

«Ya habrá tiempo. El año que viene, por ejemplo».

Cuando enfermaba siempre se ponía de mal humor.

Antes de salir del baño se miró en el espejo: bajita, delgada, de pechos pequeños, ojos castaños (con ojeras) y cabello por los hombros, también castaño. La piel era blanca y los pelos del chocho oscuros.

«¿Qué vas a hacer con lo de tu hermano, guapa?» —Le preguntó a la jovencita del espejo.

Pero aún no tenía una respuesta para eso.

Físicamente Esteban no era su tipo y tampoco es que ella estuviera enamorada de él o algo de eso. Era educado, ordenado, limpio, homosexual y algo misógino. En general era buen tío, aunque tenía un poco de mal genio.

Ella creía tener muy claro que lo que hicieron el día anterior no era nada sentimental, si no algo físico, atávico…

«¿Estás segura de todo eso, o simplemente estás tratando de convencerte a ti misma?».

Carla contempló el jovencísimo cuerpo de la chica del espejo y trató de ponerse en la piel de Esteban, recordando lo que hicieron juntos en ese mismo baño la tarde anterior.

«Carlo, así me llamó. En su fantasía yo era un chico. Si me permitió tocarle fue porque yo, en su mente, dejé de ser Carla».

Hacía calor ahí dentro y la chica del espejo comenzó a transpirar.

«Esteban no se excitó por que tú fueras tú, se puso palote porque se inventó una fantasía en la que Carla ni siquiera existía… a pesar de que tú estabas allí mismo, metiéndose su polla en la boca».

Un rubor afloró a las mejillas de la chica reflejada.

«Tú fuiste un simple medio para lograr un fin, como esos kleenex que robas a tu hermano de vez en cuando».

La leve carcajada sonó más bien como un sollozo. La jaqueca aumentó y se llevó una mano a la cabeza.

«¿Eso fui ayer? ¿Algo para usar y tirar? ¿Una mala metáfora?, ¿Un pañuelo usado?».

Cerró los ojos con fuerza, pues no quería llorar.

«Tú también lo usaste a él».

Pero Carla sabía que eso no era correcto. Ella disfrutó con Esteban, no con una fantasía imaginaria. Ella gozó con el hecho de chuparle la polla a su hermano, disfrutó con él, el hermano real, y no con un avatar ficticio inventado por su calenturienta imaginación.

«No, eso no es cierto —replicó la chica del espejo—, no disfrutaste con tu hermano. Disfrutaste con una POLLA, independientemente de si era de tu hermano o de cualquier otro. Gozaste por el morbo de meterte un rabo en la boca y tragarte el esperma recién salido de una verga. En esos momentos te hubiera importado una puñetera mierda si esa pija era la de tu hermano, del vecino o del Papa de Roma».

Carla apretó aún más los párpados, cerrando los puños con los brazos estirados muy pegados a su cuerpo, conteniendo las lágrimas a duras penas y sintiendo como la cabeza le latía con un dolor sordo en las sienes.

«Le comiste la polla a tu hermano porque tuviste la oportunidad de hacerlo. Porque la tenías ahí, delante de ti. Se la chupaste de la misma manera que se la hubieras chupado a cualquier otro tío al que tuvieras el valor de ligarte si no fuera por el pánico que te dan los extraños desde que Miguel casi te mata».

Carla no quería seguir escuchando lo que le decía la chica del espejo y se tapó los oídos con las manos.

«Si no tienes novio es porque te da miedo de que aquello vuelva a suceder».

«¡Cállate!».

Carla entró a la ducha y abrió el grifo de golpe, sintiendo el chorro de agua fría como una maza en el rostro, ahogando así sus sollozos.

*

Más tarde trató de desayunar, pero el dolor de garganta solo le permitió tomar un poco de zumo. La jaqueca había disminuido, pero se notaba febril y transpiraba constantemente. Para estar cómoda se vistió únicamente con una camiseta que le estaba grande y un pequeño pantalón de deporte.

Trató de distraerse leyendo y estudiando, pero le era imposible concentrarse. La televisión y facebook le dieron aun más dolor de cabeza y al final optó por tumbarse de nuevo en la cama, cacharreando con el smartphone, pero su cabeza siempre daba vueltas al mismo asunto y sus pensamientos volvían irremediablemente a los acontecimientos del día anterior.

Sin poder evitarlo se excitó.

Sea cuales fueran los motivos por los que ella se metió en la ducha con su hermano, era innegable que disfrutó muchísimo con lo que sucedió allí, al menos el tiempo que duró el acto en sí.

No podía apartar de su cabeza la visión del miembro de Esteban justo antes de entrar en su boca; o la presión que notó en el paladar cuando se la chupaba; o lo caliente que estaba el semen recién ordeñado. Eran tantas y tantas las sensaciones que no era capaz de centrarse en una sola.

«No puedo creer que estés a punto de hacerte una paja pensando en eso».

Carla cada día estaba más convencida de que era una enferma mental, una ninfómana, una pervertida o algo por el estilo, porque todo aquello no podía ser normal.

Su mano ya estaba bajando hacía la entrepierna cuando sonó una notificación en el móvil. Carla le echó un vistazo.

«Hablando de pervertidas…»

Era su amiga Lena, preguntándole por qué no había ido a la biblioteca. Clara le respondió escuetamente y volvió a tumbarse en la cama con un brazo cruzado sobre el rostro, pensando en su hermano Esteban y en la mamada que ella le hizo.

Sin poder evitarlo fantaseó con la posibilidad de repetirlo. Pero esta vez ella llegaría hasta el final, vaya que sí. Se arrodillaría ante él y volvería a meterse la pija en la boca, como ayer, pero esta vez, antes de que ese mariquita se corriese, se metería ella misma la polla por el agujero del coño.

Su hermano pondría el grito en el cielo, pero cuando sintiese alrededor de su pene el estrecho coñito de su virginal hermana, tan apretado y caliente como un ojete, él se la follaría como dios manda.

Carla trató de imaginar cómo sería sentir su coño llenarse de esperma, cómo sería sentir un cilindro de carne caliente entrando y saliendo, con la cabeza gorda frotándole las paredes internas y ensanchando la vagina a su paso.

Carla imaginó todas esas cosas y otras muchas más subida a horcajadas sobre una almohada, con el pantalón puesto, frotando su coño contra el cojín adelante y atrás sin cesar, sintiendo como le ardía el conejo debido a la fricción.

Los flujos que rezumaba el pantalón sirvieron para aceitar el constante meneo, manchando la cobertura de la almohada con una sustancia bastante aromática. A Carla le gustaba mucho el olor a bacalao de su chocho y de vez en cuando se mojaba la mano con eso y se la acercaba a la cara para olerlo mejor.

En su fantasía Carla obligaba a su hermano a comerle la raja mientras ella le insultaba agarrándole de los pelos:

«¡Come coño, maricón! Méteme la lengua hasta la barriga y cómete mis meados, sarasa de mierda».

Estaba a punto de correrse cuando sonó el timbre de la puerta principal, dejándola con el coño mojado, dolorido y abierto.

«Por favor, ahora no».

Agarró una faldita corta que tenía por ahí y se la puso por encima del pantalón para ocultar la mancha de la entrepierna. Luego salió descalza de su cuarto y echó un vistazo por la mirilla de la puerta principal.

En el descansillo había un señor mayor vestido con ropa de trabajo. Era gordo y tenía unas patillas ridículamente grandes que le ocultaban las mejillas. En una de sus enormes manazas tenía una pesada maleta de herramientas. Entonces Carla recordó el mensaje que le había enviado su madre sobre un fontanero.

«Mierda».


Víctor.


Aunque era bastante tarde, Rosa, la mujer que necesitaba una mampara nueva para la ducha, contestó a sus mensajes. Quedaron en que él se pasaría a lo largo de la mañana del día siguiente (lunes) para ver el baño y tomar medidas de la ducha y así hacerle un presupuesto. Ambos se sorprendieron agradablemente cuando descubrieron que eran prácticamente vecinos, puesto que vivían en la misma urbanización, cruzando la calle.

La sospecha comenzó cuando Víctor vio que la señora vivía en una cuarta planta.

Esa misma noche salió a la calle y contrastó la dirección de esa mujer con la ventana de la octogenaria leprosa con síndrome de Diógenes que tiraba compresas usadas a la calle.

No había lugar a dudas: eran la misma.

Para cerciorarse contó las ventanas varias veces, comparando la distribución de la fachada con la de su propio bloque de viviendas, gemelo a ese.

«Me cago en todo».

Víctor se tiró toda la noche elucubrando todo tipo de teorías. Sabía que todo eso de los algodones y la sangre podía tener una explicación lógica y pueril (por ejemplo que los había tirado un niño pequeño), pero por alguna estúpida razón no podía quitarse de la cabeza la idea de una mujer mayor, fea, sucia y con problemas psíquicos allí encerrada, revolcándose en la basura.

«Tú eres tonto, tío. En serio, deja de pensar eso».

Pero su cabeza se empeñaba en volver a eso una y otra vez y apenas pudo dormir en toda la noche.

Al día siguiente estaba convencido de que al abrirse la puerta se encontraría con una repugnante vieja envuelta en harapos, sucia y apestando a basura podrida, con el cabello revuelto enredado entre restos de comida y rodeada de gatos infestados de parásitos.

La vivienda sería un horror, un estercolero lleno de inmundicias con las habitaciones atestadas de detritus y bolsas de basura. Y el hedor sería insoportable.

Así que casi no pudo evitar un suspiro de alivio cuando le recibió una muchacha muy joven, limpia y aseada.

Era bajita, (apenas le llegaba al pecho) y era muy bonita. La chica, precavida, no abrió del todo la puerta.

—Hola —saludó Víctor—, ¿Está Rosa? Venía por lo de la mampara de la ducha.

La chica negó con la cabeza, agitando levemente su melena de color castaño.

—No —dijo escuetamente.

Parecía agitada, nerviosa. Se había ruborizado y su rostro encendido contrastaba con el blanco de su piel.

«Parece asustada».

—Anoche estuve hablando con ella, con Rosa, y me dijo que podría pasarme hoy, para tomar medidas.

Víctor sonrió y el blanco de sus dientes resaltó entre sus pobladas mejillas.

—Puedo venir en otro momento —añadió al ver la expresión dubitativa de la chica.

El hombre se dio cuenta de que la muchacha transpiraba y que unas gotas de sudor perlaban sus sienes y el nacimiento del cuello.

—Perdone —dijo al fin la pequeña—, no hay problema. Mi madre me mandó un mensaje. Adelante, por favor.

—Gracias —dijo pasando al lado de Carla mientras ésta terminaba de abrir la puerta del todo.

Víctor dio unos pasos en el interior de la vivienda y se detuvo en el estrecho recibidor, esperando a que la chica le guiase.

Ella, cabizbaja, pasó a su lado, rozando uno de sus brazos. Víctor no pudo evitar fijarse en que no usaba sostén. La muchacha caminó hacia el baño y el fontanero la siguió. La joven iba descalza y la visión de sus delicados pies caminando sobre el piso le pareció una imagen terriblemente erótica.

—¿Rosa es tu madre? —preguntó Víctor mientras le miraba también el culo a la chica.

La corta falda resaltaba la perfecta redondez de unas nalgas jóvenes y de aspecto turgente.

—Sí, es mi madre. Está… Está trabajando. El baño es éste.

La voz detonaba nerviosismo.

«Tú y tus malditas patillas —pensó Víctor—, que pareces un bandolero piojoso del siglo diecinueve y asustas a todo el mundo».

—Gracias.

Víctor sonrió, clavando sus ojos color miel en los de Carla. El hombre vio que eran marrones, con unas pequeñas vetas verdes.

La muchacha pareció turbarse y su sonrojo aumentó.

—Me llamo Víctor, por cierto —dijo ampliando la sonrisa y alzando una enorme manaza cubierta de callos y pequeñas cicatrices.

La muchacha dudó unos segundos y luego le apretó levemente los dedos.

—Carla.

Víctor se ahorró decir algo como «¡qué nombre más bonito!» o cualquier cumplido por el estilo. La chica estaba incómoda, casi parecía indispuesta y sus siguientes palabras lo confirmaron.

—Perdone, pero no me encuentro bien —dijo sin acritud—. ¿Necesita alguna cosa?

—No, no, tranquila —dijo Víctor mientras dejaba las herramientas en el suelo—, solo tomaré medidas. No tardaré mucho.

Carla asintió y dijo algo en voz baja: «vale».

El robusto hombre contempló a la chica y dedujo que debajo de esa camiseta debía de haber un cuerpo delgado y esbelto, perfectamente proporcionado.

Carla señaló a una puerta cercana.

—Estaré ahí, por si necesita alguna cosa.

—Descuida —dijo Víctor agitando una mano frente a él—, tardaré poco. No te molestaré.

Carla entró a una habitación (Víctor supuso que era su cuarto) y cerró la puerta. Luego escuchó el sonido del pestillo de seguridad interior.

«Chica precavida» —pensó exhalando un suspiro.

Fue entonces, mientras miraba a la puerta cerrada, cuando se dio cuenta de que según la distribución de la vivienda, esa debía de ser la habitación desde donde tiraron los algodones y, quizás, la compresa manchada.

«Pero eso no quiere decir que fueran de ella, o que los tirase ella».

Aún así…

Víctor sacudió la cabeza y se centró en el trabajo.


CARLA


En el descansillo había un señor mayor vestido con ropa de trabajo. Era gordo y tenía unas patillas ridículamente grandes que le ocultaban las mejillas. En una de sus enormes manazas tenía una pesada maleta de herramientas. Entonces Carla recordó el mensaje que le había enviado su madre sobre un fontanero.

«Mierda».

Carla seguía mirando por la mirilla de la puerta, tratando de recordar exactamente qué ponía el mensaje que le envió su madre, sin decidirse aún a abrir la puerta a ese extraño. La verdad que el tío le daba un poco de miedo.

«Madre mía, vaya patillas. ¿De dónde ha salido éste tío?».

Era un hombre maduro, de unos cincuenta años. Era muy grande, con mucha barriga, un pecho enorme y una espalda grandísima. A pesar de las enormes y ridículas patillas que le cubrían las mejillas su cara no era desagradable.

Aún así Carla solo abrió la puerta unos centímetros.

—Hola —dijo el desconocido. Tenía una voz profunda y grave, acorde con ese corpachón—. ¿Está Rosa? Venía por lo de la mampara de la ducha.

No —dijo Carla.

La chica se fijó en que el fontanero tenía unos bonitos ojos color ámbar y se ruborizó sin venir a cuento.

—Anoche estuve hablando con ella, con Rosa, —dijo Víctor—, y me dijo que podría pasar hoy para tomar medidas.

El hombre mostró una sonrisa blanca que hizo su mirada aún más cálida, dándole un aspecto más afable.

De repente, Carla se dio cuenta de que ese tío era el arquetipo de hombre que siempre poblaba sus fantasías más sucias y el corazón comenzó a latirle muy deprisa.

«Maduro, rellenito, grande, fuerte… hasta tiene los brazos llenos de pelos… y vaya brazos. Uno de esos es tan grande como mi pierna».

Carla se puso muy nerviosa y el hombre debió de notar algo.

—Puedo venir en otro momento —dijo.

Carla estaba excitada.

La paja que ese hombre había interrumpido le había dejado el chocho caliente y húmedo, pero ese tío seguía dándole un poco de miedo, ya que parecía un poco bruto a pesar de tener un rostro agradable y una mirada inteligente. Sea como fuese, la temperatura pareció subir en la entrada de su casa y Carla comenzó a transpirar, sintiendo que también le subía la temperatura por ahí abajo.

«Decide de una vez lo que vas a hacer, chica, pero tu madre te va a matar si le dices que no has dejado pasar al fontanero porque te daban miedo sus patillas».

—No —dijo al fin—, no hay problema. Mi madre me mandó un mensaje. Adelante, por favor.

—Gracias.

Carla le dio paso y cerró la puerta tras él, mirándolo de arriba abajo con disimulo. Era mucho más alto que ella y tenía una barriga prominente. En realidad todo en él era prominente: los brazos, las piernas, el cuello, la espalda…

A la chica le recordó la caricatura de uno de esos forzudos de circo, con los bigotes retorcidos y unas pesas redondas. O más bien a esos chalados de la lucha libre norteamericana… pero con algo más de grasa y vello por el cuerpo.

Carla pasó delante para enseñarle el baño, pero al cruzarse con él no pudo resistir la tentación de rozar uno de esos brazos, peludos y musculados.

«Estás enferma, tía» —pensó por enésima vez.

—¿Rosa es tu madre? —preguntó Víctor detrás de ella.

—Sí, es mi madre.

De repente recordó que no llevaba sujetador y se puso más nerviosa todavía.

—Está… Está trabajando. El baño es éste.

—Gracias.

El hombre sonrió de nuevo y miró a Carla. La chica admiró las arrugas que se extendían desde los bordes de sus ojos, realzando la madurez que había detrás de esa mirada color miel.

Increíblemente el sonrojo de Carla aumentó todavía más.

—Me llamo Víctor, por cierto —dijo el hombre ofreciéndole la mano.

—Carla —dijo ella apretando apenas la mano de Víctor.

Era una manaza terrible, el doble de grande que la de Carla. Tenía los dedos y las palmas llenas de durezas y pequeñas cicatrices. Las uñas eran irregulares, pero limpias.

El contacto de esos dedos fue electrificante para ella. En seguida notó el calor y la fortaleza de esa mano ruda y de aspecto fuerte, sintiendo un vacío repentino en el estómago al imaginar esos dedos metiéndose dentro de ella.

«Estás enferma, Carla. Este tío podría ser tu padre… qué coño, podría ser tu abuelo».

El calor seguía subiendo dentro de su cuerpo y notó cómo la transpiración bajaba de su cuello y se metía entre sus tetas. Eso le recordó otra vez que no llevaba sujetador y que con esa camiseta se le notaba el movimiento de las lolas sueltas, marcando pezones.

—Perdone, pero no me encuentro bien —dijo Carla con la idea de volver a su cuarto para cambiarse de ropa—. ¿Necesita alguna cosa?

—No, no, tranquila, solo tomaré medidas. No tardaré mucho.

—Vale —susurró Carla.

La chica señaló a su puerta.

—Estaré ahí, por si necesita alguna cosa.

«Mierda, ¿eso ha sonado a invitación?».

—Descuida, tardaré poco. No te molestaré.

Carla entró a su cuarto y echó el pestillo de seguridad, apoyando la espalda en la puerta y cerrando los ojos.

Por su cabeza no hacía nada más que pasar todo tipo de ideas y fantasías en las que ella y ese hombre eran los protagonistas. Tenía el corazón a mil por hora y la jaqueca comenzó a palpitar en sus sienes de nuevo.

«Sola en casa con un desconocido… ¿Sabes cuantas películas porno empiezan así?».

Al abrir los ojos lo primero que vio fue la almohada encima de su cama, arrugada y húmeda, y le entraron muchas de continuar donde lo había dejado, pero le daba miedo hacer ruido.

«Hacer ruido y que ese viejo de cincuenta tacos te oiga haciéndote una paja, que se ponga cachondo y que entre para echarte una mano, ¿no?».

«Estás enferma».

«O también podrías salir tú ahí fuera y decirle que tienes ganas de hacer pis, pero que no se preocupe, que no hace falta que interrumpa su trabajo, que no te importa hacerlo delante de él… y de paso que te limpie el coño cuando termines de mear».

«Para, Carla, no sigas».

Pero Carla no podía parar. Sabía que ese viejo grandullón con pinta de bruto estaba a escasos metros de ella, que estaban solos y que si ella lo desease podrían hacer todas las locuras que quisieran.

Su mano bajó y se metió entre sus muslos, tocándose la almeja por encima de la falda y el pantalón corto.

Mientras se tocaba no dejaba de fantasear situaciones morbosas y sucias en las que ese hombre, Víctor, le hacía de todo. Sentía el coño hinchado y mojadísimo; tenía la almeja a punto de estallar y… y se dio cuenta de que realmente tenía ganas de mear.

Eso era un problema, porque a Carla le daba miedo Víctor. Una cosa era fantasear y otra muy distinta la realidad. Y la realidad era que Carla tenía miedo de estar a solas en casa con un desconocido. Aunque ella estaba convencida (casi) de que ese tío era inofensivo, el miedo seguía ahí.

«Miguel también parecía inofensivo».

Carla retorció las piernas, aguantándose el pis apoyada aún en la puerta.

«Esto es ridículo. Te estabas haciendo un paja pensando en ese hombre, ¿y ahora tienes miedo de salir a mear por culpa suya? ¿En tu propia casa?».

Carla se dio la vuelta y quitó el pestillo despacio, sin hacer ruido.

«Esto es ridículo» —pensó de nuevo.

Abrió la puerta unos centímetros y espió el pasillo. La puerta del baño estaba abierta y de ahí le llegaban los sonidos que hacía Víctor trabajando.

Carla salió sin hacer ruido y fue al otro baño de la casa, que estaba en la otra dirección.

«Estás en tu casa, tía. Pareces una cría, ese hombre no te va a hacer daño».

Allí echó una meada rápida tratando de no hacer mucho ruido. Al regresar, vio que la puerta del baño donde estaba el fontanero se había cerrado parcialmente, quedando entornada.

Carla tuvo otro momento de déjà vu, el segundo de ese día.

«Esto es lo mismo que hace dos noches, cuando espié a Esteban».

Carla detectó movimiento por debajo de la puerta y una idea flotó sobre ella: «Puede que él también esté haciendo pis».

La calentura subió por su cuerpo y las palmas de sus manos comenzaron a transpirar.

Se acercó un poco, pero desde su posición solo veía las baldosas de la pared, así que se desplazó a un lado. Al cambiar de ángulo pudo ver parte del espejo, donde se reflejaba a Víctor trabajando detrás de la puerta.

Carla siguió espiándolo a cierta distancia, con el corazón latiendo a toda prisa en el pecho, fantaseando con la posibilidad de verle la picha a ese hombretón.

«Estas enferma, en serio».


CONTINUARÁ...

ESPERMA 12

(c)2021 Kain Orange

miércoles, 24 de marzo de 2021

ESPERMA (10)

10.

VÍCTOR


Víctor intentó alcanzar el manguito tras la caldera eléctrica, pero el espacio entre la enorme cuba de metal lacado y la pared del baño era demasiado estrecho. Resoplando por el esfuerzo en mantener una postura incómoda volvió a meter el brazo allí detrás, a ciegas, usando sólo el tacto y la intuición. Sus enormes dedos, fuertes y gordos como salchichas, apresaron el tubo flexible y subieron por él hasta encontrar la válvula de cierre.

«Te tengo».

Rezó para que el pequeño grifo no estuviese soldado a causa de la cal o el óxido y apretó en el sentido de las agujas del reloj para cortar el suministro de agua hacia la caldera.

La válvula de corte no se movió ni un milímetro.

«Me cago en la puta».

Víctor extrajo con dificultad el brazo de allí atrás, masajeándose el voluminoso bíceps para mejorar la circulación. A sus cincuenta años se encontraba en forma. Aunque le sobraban bastantes kilos estaba fuerte y sano, pero el imbécil que colocó el termo no tenía ni puñetera idea, dejando apenas espacio para maniobrar en las tomas de agua. Llevaba más de cuarenta minutos trasteando allí atrás, en un espacio ridículamente estrecho, entre la bañera y un mueble empotrado, con el enorme brazo, grande como un jamón, incrustado en unos escasos centímetros de anchura.

«Es la última vez que le hago un favor a alguien».

Pero Víctor sabía que se estaba engañando a sí mismo. En cuanto un amigo o conocido le llamase para ayudarle con alguna avería, él no dudaría en acudir. Electricidad, albañilería, fontanería… chapuces y pequeños arreglos (y a veces no tan pequeños), que él aceptaría realizar con un apretón de manos entre bromas y cervezas.

Su ex-mujer nunca soportó esa faceta de él.

—Es tu tiempo libre, pero lo usas en trabajar. Cóbralo tal y como harías a un cliente de verdad. Eres demasiado bueno y la gente se aprovecha de ti.

Víctor sabía que ella tenía razón, pero no podía evitar echar un cable a sus amigos.

Mientras rebuscaba en la caja de herramientas pensó que Lucía, su ex, fue una experta en explotar ese carácter bondadoso suyo y que fue ella, precisamente, quien más se aprovechó de él, pero pensar en ella le ponía de mal humor, así que volvió a concentrarse en el trabajo.

El sudor recorría su rostro moreno de mandíbula prominente, una cara ancha y robusta enmarcada por unas enormes patillas que cubrían sus mejillas. Era un estilo que Víctor adoptó cuando vio al personaje de Lobezno en los X-Men, hacía muchos años. Aunque él se parecía más a un baterista de Rock que a Hugh Jackman. Su aspecto a veces asustaba a la gente cuando acudía a hacer algún trabajo.

Algunos de sus amigos le llamaban «el Algarrobo», como el viejo bandolero de ficción.

Víctor se rapaba al cero para disimular sus entradas y las canas alrededor de las sienes, lo que le daba aún más aspecto de tipo duro (o eso creía él). Los ojos color miel, inteligentes y cálidos, estaban hundidos bajo unas cejas espesas.

El cuerpo de Víctor tenía forma de barril, con un pecho amplio y de aspecto poderoso, con una tripa prominente debido en gran parte a los fuertes músculos abdominales que había debajo de la abundante capa de grasa. La palabra robusto le encajaba más que la de gordo. Dedicaba cuatro días a la semana a mover grandes pesos en el gimnasio, pero también le gustaba la buena comida y la cerveza. 

Víctor pensó que en esos momentos le vendría bien una. Estaba harto de destrozarse el hombro ahí detrás.

Llevaba puestos unos recios vaqueros de trabajo y una ligera camiseta blanca, sucia y deshilachada de tantas veces que la había usado. Era una de sus favoritas porque le encantaba la forma en la que las cortas mangas se ceñían alrededor de sus gordos brazos, realzando sus hinchados bíceps y tríceps.

«Sí, nenas, mirad qué fuerte estoy».

Mientras cerraba la válvula, desconectaba los manguitos y vaciaba la caldera de agua, pensó en los favores y regalos que a veces le hacían sus amigos a cambio de sus servicios, aunque él nunca pedía nada a cambio; él decía que lo hacía por ayudar, y era cierto.

—De tan bueno que eres pareces tonto —decía su ex.

En alguna parte del lujoso dúplex en el que estaba trabajando se escuchaba el sonido de un televisor y el trajín de una cocina. Víctor estaba allí haciéndole un favor a un amigo común de los dueños de esa casa, dueños a los que él no conocía de nada, y se sorprendió gratamente al conocer a la hermosa mujer que le abrió la puerta aquella mañana de domingo. Era una joven de treinta y tantos muy educada y muy guapa, que estaba preparando el almuerzo mientras el marido estaba con los niños de compras en un centro comercial.

Para Víctor, este tipo de situaciones siempre le parecieron el inicio de un mal guión para una película porno.

«La señora de la casa se queda a solas con el fontanero y éste acaba desatascando las cañerías de la parienta».

Lo gracioso es que era un guión que a veces se hacía realidad.

«No me importaría que se hiciera realidad con la señora de esta casa».

Era una señora muy hermosa.

El termo seguía vaciándose y Víctor cambió el cubo mientras pensaba en la mujer que le había abierto la puerta: una morenaza de tetas grandes y con una figura llena de curvas. Una tía cañón embutida en un ligero vestido de verano, mostrando las largas y morenas piernas. A Víctor no le costaría mucho trabajo fantasear con ella.

«Probablemente lo haga esta noche».

Víctor torció un poco el gesto al pensar en eso.

«Mira en lo que te has convertido, chaval, en un pobre viejo cincuentón cuya mayor aspiración sexual es fantasear con una madre mientras se hace una paja a solas».

Víctor se encogió de hombros.

«Mejor solo que mal acompañado» —pensó recordando a la bruja de Lucía.

Unos pasos le advirtieron de que alguien se acercaba por el pasillo.

—Perdone —dijo una voz femenina tras él—, voy a salir un momento, ¿necesita algo?

Víctor estuvo a punto de decir: «sí, una mamada», pero en lugar de eso dijo que no, que no tardaría mucho en terminar.

—Bien —dijo la dueña de la casa sonriendo—. En la cocina hay agua fresca. Si lo desea también puede tomar cerveza fría del frigorífico.

—Muchas gracias, puede que acepte una —Víctor no pudo evitar mirarle los pechos. Había mucho que mirar.

—Por favor, no tenga reparos en tomar las que desee. Le estamos muy agradecidos por haberse tomado la molestia en venir un domingo.

—No hay por qué darlas. Juanjo y yo nos conocemos desde hace mucho y ya sabe lo que se dice: los amigos de mis amigos también son mis amigos.

La chica, cuyo nombre Víctor había olvidado, asintió mostrando su blanquísima dentadura en una amplia sonrisa.

—No le molesto más.

Víctor alzó un brazo en señal de despedida y admiró el contoneo de las generosas nalgas de la mujer mientras se iba por el pasillo.

Cuando la mujer salió de la casa Víctor salió del baño y fue en busca del dormitorio principal. Una vez allí abrió los cajones de los distintos muebles hasta encontrar la ropa interior de la mujer. Durante varios minutos admiró las delicadas prendas, oliendo y acariciando la suave tela de las bragas, sobando la parte interior de los sujetadores de grandes copas y lamiendo el forro interno de las tangas.

En el fondo del cajón descubrió un dildo y Víctor también lo olió y manoseó durante un rato, tratando de imaginarse el coño de esa mujer perforado por el cilindro de goma.

Cuando acabó tuvo especial cuidado en dejar todo exactamente tal y como lo encontró. Dentro del amplio dormitorio había un cuarto de baño y Víctor entró allí también. Al lado de la puerta había un cesto de mimbre para la ropa sucia.

«Eres un guarro» —pensó mientras lo abría.

Sabía que lo que hacía no estaba bien. Sabía que era una guarrada, incluso sospechaba que podría ser un delito, pero no podía evitarlo. También sabía que había ciertos riesgos sanitarios, pero la morbosidad que recorría su voluminosos cuerpo en esos momentos le cegaban la razón.

«Estás enfermo Víctor. Das pena. Mira en lo que te has convertido. En un puto viejo pervertido. Por Dios, no necesitas esta mierda. Busca una novia, joder, que aún eres joven».

Mientras pensaba en todo eso su mano había estado rebuscando en el cesto de mimbre. Apenas había ropa dentro, pero la que encontró le puso el corazón a mil.

Víctor extrajo unas braguitas blancas de algodón. Unas sencillas, sin encajes, con el dibujo de un lazo por delante. También había ropa de hombre, que no tocó, y un sujetador. Víctor buscó el forro interno de las bragas y vio una mancha amarilla que desprendía bastante olor a coño. También había algunos pelos diminutos enroscados en la delicada prenda. 

Víctor olió la mancha y luego le pasó la lengua varias veces pensando en el cuerpazo de esa hermosa mujer.

Le hubiera gustado masturbarse, pero había perdido demasiado tiempo. Antes de regresar al trabajo echó un vistazo al interior del sostén. Tenía ligeras manchas de sudor y dos pequeños círculos de humedad secos en el centro de ambas copas, allí donde los pezones habían dejado un poco de líquido.

Dejó todo tal y como lo encontró y regresó junto a la caldera, excitado y empalmadísimo, aunque antes pasó por la cocina y se hizo con un par de latas de cerveza.

«En serio, tío, das asco y das pena. Eres patético».

Sabía que en cuanto llegase a su casa se haría una paja pensando en esa cesta de mimbre. También sabía que después de correrse la depresión post-orgasmo le haría arrepentirse de lo que había hecho y se sentiría como una mierda. Pero también sabía que se le pasaría en seguida y que a la primera oportunidad volvería a hacerlo de nuevo.

«Búscate una mujer, Víctor. Haz como Manuel y busca .una en un puticlub, la sacas de la prostitución y te casas con ella. Te hartarías de oler coño y dejarías de esnifar las bragas meadas de estas buenas mujeres».

Víctor se bebió la primera lata de un trago y luego abrió la segunda. A veces Víctor odiaba a Víctor, sobre todo cuando se ponía a sermonearlo de esa manera.

«Eres atractivo, tío. Aféitate esas patillas de mierda, deja la cerveza y haz tres días de cardio a la semana para bajar esa tripa. En tres meses parecerás el puto Dwayne Johnson de los huevos y tendrás todos los chochos que quieras. ¿Qué coño te ha pasado tío? Antes te encantaba salir de ligoteo».

Víctor estrujó la segunda lata, vacía, y soltó un potente eructo. Luego pasó los enormes brazos alrededor del pesado termo y tanteó el peso. Aún quedaba algo de agua dentro.

«Lucía. La puñetera Lucía. Eso es lo que me ha pasado».

Víctor aún seguía empalmado, con el grueso rabo estirando la tela de los vaqueros, cuando la puerta de la casa se abrió y entró la mujer anunciando su llegada. Cuando la chica entró al baño él no hizo nada para ocultar su abultada bragueta.

«Si la ve mejor para ella».

—¿Todo bien por aquí? —preguntó la chica con una sonrisa.

—Sí. En seguida acabo —Víctor señaló las dos latas arrugadas en el suelo, al lado de las herramientas—. Me tomé la libertad de tomar un par de esas.

—Por supuesto —la mujer se inclinó para tomar las latas y le regaló al fontanero una gloriosa vista de sus dos ubres colgando dentro del escote—. ¿No quiere quedarse a comer? Mi marido no tardará en venir.

«Me quedaría a comer coño. El tuyo, claro».

—No, gracias. No puedo. He quedado —mintió.

—Muy bien, como desee.

La mujer miró atentamente a Víctor sin dejar de sonreír.

—Me gusta tu estilo —dijo la mujer señalando el rostro de Víctor—. Me gustan tus patillas.

—Y a mi las tuyas —replicó Víctor absurdamente.

La mujer regresó a la cocina entre carcajadas y lo dejó confuso y empalmado.

Víctor terminó el trabajo justo cuando llegó el marido acompañado de dos criaturas de corta edad. El hombre insistió en que se quedase a comer, pero Víctor rechazó la oferta con una excusa inventada. El tipo parecía algo nervioso, probablemente dudaba sobre como devolverle el favor por el cambio de caldera. Víctor se despidió y les dejó una tarjeta, por si tenían algún problema con el termo.

También dejo caer entre líneas que podrían hablar de él si algún conocido necesitaba algún trabajo de reparación. Darle publicidad sería una forma de devolverle el favor.

Antes de salir de la casa la mujer le sorprendió dándole dos besos en las pobladas mejillas. Al hacerlo sus prominentes pechos rozaron a Víctor y el recuerdo de ese contacto le acompañó durante todo el día.

A Víctor le hubiera gustado detenerse en algún bar a tapear, pero Tobías, el viejo bulldog francés medio ciego que le dejó su exmujer, le esperaba en casa y estaría desesperado por salir a la calle.

Vivía en una vieja urbanización de grandes bloques de viviendas familiares, rodeados de parques y jardines que a esa hora estaban llenos de familias paseando, jugando bajo la sombra de los árboles o tomando el sol en el césped, disfrutando en general de un hermoso domingo de finales de verano.

«Tú podrías estar ahí —pensó Víctor mientras circulaba despacio buscando un sitio donde aparcar la furgoneta a la sombra—. Tú podrías haber estado ahí, con Lucía, Fabio y el puto Tobías».

Sí, una familia feliz.

Fabio era el hijo de Lucía, producto de una relación anterior. El chaval nunca se acostumbró a llamarlo papá y siempre le llamó por su nombre de pila o, más frecuentemente, «tío».

«Eh, tío, pásame el ketchup. Eh, tío, ¿qué me vas a regalar por navidad? Eh, tío, dame dinero para el finde. Eh, tío, ¿me das algo para tabaco?».

Víctor lo intentó, bien lo sabe Dios; intentó llegar a él, intentó guiarlo y educarlo; mostrarle las opciones que le daba la vida y aprender a distinguir aquellas que realmente podían dañarlo, a él y a su entorno. Lo intentó, pero siempre estaba Lucía en medio, desbaratando y tergiversándolo todo.

«Eres un libro lleno de clichés, Víctor: el fontanero follamadres y la bruja de su exmujer malcriando a su hijastro. ¿Ahora viene la parte en la que culpas a ella de todo lo malo que te ha pasado en la vida?».

Víctor a veces odiaba a Víctor.

*

El viejo Tobías no le recibió en la puerta, pero al menos se dignó a levantar el rabo un par de veces cuando Víctor lo llamó por su nombre. El chucho era un pequeño bulldog francés cruzado con… bueno… cruzado con algún otro tipo de perro. Al menos Víctor esperaba que fuese un perro, aunque muchas veces lo dudaba.

El feo animal sufría de cataratas y su torpeza aumentaba día tras día, pero al menos el chucho podía moverse bastante bien y no hacía sus cosas fuera de lugar.

«Hora de las cacas».

Cuando fue al rincón de Tobías descubrió consternado los restos de una gasa de algodón desperdigados por el suelo. Eran los restos de la compresa manchada de sangre que Tobías se encontró en la calle la madrugada anterior.

Aquella noche Víctor no podía dormir a causa del calor y decidió sacar al perro para relajarse un poco. El chucho se encontró con la compresa en mitad de la acera, cerca de una farola, justo en el bloque de enfrente de dónde ellos vivían.

En cuanto Tobías mordió la gasa Víctor supo que no habría forma humana de que el puñetero bicho abriera la boca. Mientras lo intentaba algo cayó cerca de él.

Durante un instante pensó que era un copo de nieve, pero momentos después cayeron algunos más y Víctor reconoció que eran algodones. Se agachó para coger uno y vio que estaba manchado de sangre. 

Lo soltó en seguida totalmente asqueado y luego miró hacía arriba, buscando la ventana por donde habían tirado los algodones. Fue desde una cuarta planta y Víctor contó las ventanas y balcones para tratar de localizar al dueño de semejante asquerosidad. El bloque era gemelo al suyo, perteneciente a la misma urbanización, y sabía que podía localizar el piso exacto fijándose en la distribución de su propio bloque.

«Hay que ser cerdo, joder».

Entonces vio a Tobías y la «presa» que aún tenía en la boca.

«¿Serán de la misma persona, los algodones y la compresa? ¿Será la misma sangre… del mismo sitio?».

Era asqueroso.

«¿Quien tira a la calle compresas usadas? Una enferma mental, obviamente. Y además debe ser muy marrana».

De repente asoció esas cosas con una perturbada, una pobre infeliz con síndrome de diógenes, una señora mayor al borde de la menopausia, encerrada con su propia basura, rodeada de inmundicias y tirando su regla por la ventana.

Víctor quería quitarle a Tobías la compresa que tenía en la boca porque no podía soportar que esa… esa cosa, hubiera estado entre los muslos de una señora enferma y repulsiva, pero no hubo manera de que el estúpido perro soltara la compresa.

Hasta ahora.

El chucho se había dedicado toda la mañana a mordisquear la tela y ahora tenía el salón lleno de restos desperdigados.

«Ojalá te haya contagiado la lepra».


Ya era noche cerrada cuando la hermosa mujer de esa mañana le llamó por teléfono.

Durante unos momentos Víctor tuvo la esperanza de que le fuera a hacer una proposición indecente, pero ella tan solo le llamaba porque una amiga suya necesitaba un contratista de confianza.

—Ahora mismo mi amiga no está en la ciudad —dijo la mujer—, pero puedo darle su número.

—Claro —respondió Víctor un poco alicaído: había tenido la esperanza de que la mujer se pusiera a decirle guarradas por teléfono—. ¿Sabe de qué se trata?

—Sí, es algo sobre una ducha. Una mampara de cristal a la que le falta una puerta.

—De acuerdo, deme su teléfono y me pondré en contacto con ella.


CONTINUARÁ.

(C)2021 Kain Orange


viernes, 19 de marzo de 2021

ESPERMA (9)

9. 

Rosa y Mariola.


Mariola atrapó el rubicundo rostro de Rosa con ambas manos y la besó en los labios. Rosa, dubitativa al principio, terminó por aceptar el beso, flotando en un mar de sensaciones olvidadas, sintiendo el angosto cuerpo de Mariola apretándose contra ella, captando la tibieza que desprendía su piel a través de la ropa. Ambas abrieron la boca al unísono, arrojándose el aliento una dentro de la otra, seguidas por las lenguas, que no tardaron en enzarzarse en una lucha llena de saliva, suspiros y jadeos entrecortados.

Cuando Mariola se apartó el cuerpo de Rosa parecía hecho de gelatina: toda ella temblaba, agitada y conmovida por las oleadas de excitación que le llegaban desde el bajo vientre, erizándole la piel.

—¿Hacemos «teatro»? —susurró Mariola mientras tomaba las viejas páginas pornográficas, recordando el antiguo juego que practicaban siendo adolescentes.

La carcajada de Rosa iba cargada de nerviosismo y excitación a partes iguales, pero asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra, pues aún estaba conmocionada por haber sentido una vez más la boca de Mariola entre sus labios después de treinta años de separación.

«¿Cómo he podido vivir treinta años sin ella?».

Mariola le mostró las páginas a Rosa, señalando con un dedo largo y sensual la primera fotografía: dos chicas desnudándose mutuamente.

Rosa aceptó, nerviosa y preocupada por la reacción de Mariola cuando la viese desnuda, pues sentía vergüenza de sus gordas y rollizas carnes. Aún así, no puso ningún reparo cuando su amiga se acercó a ella y comenzó a desabrochar los botones de la blusa uno a uno. Cuando acabó, le abrió la prenda y dejó que ésta cayese al suelo.

—Estoy gorda —dijo con sencillez Rosa, sin saber por qué.

Los ojos de Mariola recorrieron el cuerpo de su amiga: los grandes pechos, encerrados en un enorme sostén; el abultado vientre, pálido y de aspecto turgente; las voluptuosas caderas, anchas y en forma de pera…

—Eres preciosa —jadeó Mariola antes de continuar desnudándola, desabrochando el sujetador y liberando los senos de su amiga, que cayeron sobre la curva de su vientre con los cilíndricos pezones apuntando hacia abajo, rodeados de una extensa e irregular areola de color oscuro.

Mariola se agachó y le quitó las zapatillas de deporte y los calcetines. Luego agarró el borde de los leggings y los deslizó por los grandes muslos hasta sacarlos por los pies. Mariola se sintió halagada al ver la leve mancha de humedad que había en la parte interna.

Luego le quitó la última prenda mirando en todo momento a su amiga a los ojos, bajándole las bragas con la cabeza alzada para no perder el contacto visual en ningún momento. Después dio un paso atrás y contempló el cuerpo de la avergonzada Rosa durante una eternidad, dejando que las sucesivas oleadas de lujuria y deseo recorrieran su vientre.

En esa mirada Rosa detectó una verdad incontestable:

«Me desea. Me desea como nadie me ha deseado jamás en toda mi vida».

—Te toca —susurró Mariola.

Rosa, agitada por la excitación y el bochorno que le producía el estar totalmente desnuda frente a Mariola, se acercó a ella y colocó las manos sobre sus hombros, deslizando las mangas del vestido y bajando el amplio escote hasta la cintura. Los diminutos pechos de Mariola quedaron expuestos. Eran dos simples montículos blancos en cuyo centro despuntaban dos pezones de color carmesí, rodeados de una pequeña areola rosada.

Rosa continuó deslizando la sencilla prenda hacia abajo, liberando los brazos de Mariola. Su amiga era tan delgada que la parte superior del vestido pasó sin dificultad por las caderas, cayendo por las piernas hasta llegar al suelo. Cuando Rosa se agachó para quitarle las zapatillas no pudo evitar mirarle el sexo: la vulva era una simple hendidura de labios rosados, con un precioso tapiz ensortijado de color tostado en el monte de venus.

Rosa sintió envidia de ese cuerpo de vientre plano y piernas torneadas.

Mariola se giró levemente para tomar la página con las fotos, enseñándole de paso las nalgas a su amiga.

—Segunda —dijo mostrando a las dos modelos besándose entre caricias.

—Esa era fácil —recordó Rosa.

Mariola tomó a su amiga de las mejillas y la besó de nuevo, apretando su cuerpo desnudo contra ella.

De repente el tiempo dejó de existir y el resto del mundo desapareció para las dos amantes. Sintieron la desnudez de sus cuerpos pegados uno contra el otro y comenzaron a moverse al unísono, restregándose una contra la otra, abrazándose y palpando sus carnes mutuamente sin dejar de besarse.

Los gemidos llenaron el viejo salón y el perfume sexual que desprendían sus cuerpos las envolvió. La transpiración se convirtió en sudor y en pocos minutos estuvieron cubiertas por una pátina oleosa que favoreció la fricción de sus cuerpos.

Las caricias eran cada vez más atrevidas y las manos acudían sin remedio a las zonas prohibidas por el juego.

—Aún no… —gimió Mariola al sentir los dedos de Rosa entre sus muslos—, aún no…

Rosa la ignoró y le tocó las delicadas carnes que asomaban fuera de su vulva.

—No… —dijo Mariola mientras se apartaba de ella—, aún no.

Una vez más tomó la página y mostró la tercera fotografía: una chica morena abriendo su sexo para recibir la lengua de su compañera, de cabellos rubios.

«¿Por qué estamos jugando a esto, Mariola? —pensó fugazmente Rosa—. Ya somos adultas, no necesitamos estos juegos».

Pero en seguida supo la respuesta: «Porque puede que esta sea la última vez que estemos juntas, y este juego es el último vínculo que nos queda de aquellos años».

—Sí —dijo Rosa jadeando—. Sigamos.

Mariola sonrió y Rosa quiso morir de amor al ver de nuevo los dos hoyuelos formarse en las comisuras de sus labios.

—Ahí —dijo Mariola señalando el sofá.

Rosa movió su desnudez hasta el viejo sofá y Mariola contempló cómo se balanceaban sus posaderas, grandes y con celulitis, pero con unas redondeces muy bien marcadas, resultado de años de duro trabajo y largas caminatas en el pueblo.

Rosa se acomodó en el sofá y se abrió de piernas ante Mariola, ruborizándose una vez más sin poder evitarlo, consciente de que su sexo, tras dos partos, también había sufrido cambios. Luego se separó los labios menores, tal y como indicaba la fotografía.

 A su memoria le vino el recuerdo de una Rosa muchísimo más joven, tumbada sobre una vieja toalla a la sombra de un cañaveral, oculta entre acequias y riachuelos lodosos, esperando con los ojos cerrados y las piernas abiertas.

Mariola se arrodilló ante ella y sus diminutos senos vibraron al hacerlo.

—He tenido hijos —dijo Rosa nuevamente de forma absurda.

El comentario era tan bobo que ambas se echaron a reír, liberando un poco la tensión sexual que había entre ellas.

—Eres preciosa —dijo Mariola mientras posaba sus labios en el monte de venus.

Rosa mantuvo los labios internos estirados, tal y como aparecía la modelo de la foto, facilitando el acceso a su amante y mostrando el intrincado interior, lleno de recovecos y carnosos laberintos; pero Mariola ignoró la palpitante abertura que le ofrecía su amiga y se dedicó a lamerle los pelos del coño, espesos y negros como la noche.

Le gustaba chuparlos, atraparlos con los dientes y tirar de ellos, proporcionando a Rosa un dolor de indescriptible placer. La dilatada raja rezumaba líquidos que corrían hacía abajo, impulsados por espasmos vaginales que Mariola sentía en su lengua como pequeños temblores.

—Por favor… —suplicó Rosa.

Mariola atendió el ruego y metió su lengua en el interior, lamiendo la hinchada raja desde abajo hacía arriba, una y otra vez, recogiendo todo lo que expulsaba Rosa por ahí.

Mariola, inevitablemente, comparó la madurez de ese sexo con aquel otro virginal que tantas veces lamió a escondidas. Seguía siendo abultado y carnoso, rodeado de vello y con la incipiente alubia de color bermellón asomando por la parte superior de la raja.

Pero el interior era más enrevesado, más rugoso, más distendido… repleto de tiernos secretos que vibraban bajo las caricias de su lengua.

El aroma almizclado que apestaba esa cavidad flotó sobre el rostro de Mariola, aumentando su lujuria y despertando su deseo de volver a saborear la protuberancia carnosa que latía bajo la arrugada caperuza.

Los labios atraparon el tieso clítoris de Rosa y los jadeos de su voluptuosa amiga se transformaron en gemidos, y estos, en gritos.

Los espasmos dilataron aún más la vagina, exhibiendo ante Mariola el estrecho agujero de la uretra y el comienzo del cuello uterino, anegados ambos de flujo. Mariola introdujo allí sus dedos sin dejar de absorberle el dolorido botón, perforando las carnes íntimas con exasperante lentitud, una y otra vez, sin descanso, girando la muñeca y rotando los dedos dentro del coño.

Entonces el juego se rompió y ambas olvidaron las infantiles normas y reglas, dejándose llevar al fin por el deseo pasional de su experimentada madurez.

Rosa sujetó la muñeca de su amiga y la obligó a que profundizase aún más, tirando con fuerza para que le taladrase el agujero del coño lo más hondo posible, percibiendo al poco tiempo cómo los dedos de su amiga alcanzaban el útero.

La otra mano libre se paseó por el delgado pecho de Mariola, jugando con los gruesos pezones de ésta, puntiagudos y erectos, apretándolos hasta que dolor y placer se mezclaron en los sentidos de Mariola, proyectando corrientes de éxtasis desde sus pequeños pechos hasta su coño.

De repente el cuerpo de Rosa se agitó y los pliegues de sus caderas temblaron cuando le sobrevino el potente orgasmo, derramando pequeños chorros sobre el brazo y la cara de Mariola.

Ésta extrajo la mano empapada y se subió a horcajadas sobre uno de los grandes y carnosos muslos, aplastando su vulva en las celulíticas carnes cubiertas de sudor, friccionando su coño adelante y atrás mientras sostenía el rubicundo rostro de Rosa con ambas manos para besarla, tragándose los últimos gemidos de su orgasmo.

—Te amo —le dijo con la boca pegada a la suya—. Te amo, te amo, te amo… —repetía una y otra vez sin dejar de restregar la viscosa almeja contra la pierna, besándole los labios sin cesar.

El cabello rubio de Mariola cubrió sus rostros como una cortina de hilos dorados, pegándose a sus mejillas empapadas de sudor y lágrimas.

Rosa atrapó la cintura de Mariola: era tan delgada que casi podía abarcarla completamente con sus manos. Luego la guió para que ambas amantes pudieran acoplarse cómodamente sobre el viejo sofá, entrelazando sus muslos para que sus sexos se tocasen mutuamente.

Mariola quedó en una posición elevada, con el coño profundamente hundido en la encharcada y mullida vulva de Rosa, tratando de introducirse la gorda pepita de su amiga en el coño.

Los chochos resbalaron uno contra el otro, aceitados con el viscoso flujo que salía de sus rajas.

Mariola, experta en estas lides, se movía como una serpiente, arqueando su espalda y moviendo su cadera adelante y atrás, restregando los cartilaginosos labios de su apretado coño contra la peluda almeja de Rosa, gozando con la sensación que le producían esos pelos refregándose en su papo.

Cuando se separaban, las mucosidades colgaban de sus labios internos, creando un viscoso puente entre las dos almejas. Rosa recogía esos flujos con la mano y se los daba a Mariola para que los chupase. El sabor de sus jugos íntimos la catapultó a un intenso orgasmo, meándose literalmente en el coño y en la barriga de Rosa.

—Dámelo… —suplicó la voluptuosa amante—, dámelo todo…

Mariola despegó su sexo de la otra raja y la restregó por el cuerpo de Rosa, subiendo hasta colocarse a horcajadas sobre su cabeza, aplastando el coño en su cara, abriéndose su estrecho agujero para que su amante gozase con el sabor de su corrida.

Era el primer coño que Rosa se comía en treinta años y el fortísimo olor que desprendían los bajos de su amiga la marearon y la ascendieron a una maravillosa nube.

—Cómetelo, cariño… —le suplicó Mariola en un susurro, estirándose los labios menores—. Vamos, tesoro, cómetelo… 

Rosa le chupó las babas que le salían de allí y se atiborró de flujos calientes, metiéndose después en la boca los colgantes labios de ese hermoso mejillón, chupándolos con tanta fuerza que pareciera que se los fuera a arrancar de cuajo. Mariola, extasiada y fuera de sí, cerró los ojos y abrió la boca en un grito silencioso mientras se le escurría un hilo de saliva por la comisura de su boca.

Rosa aprovechó la postura para estrujarle las carnosas nalgas, apretando ese liviano cuerpo contra su cara aún más fuerte, metiéndole la lengua lo más profundo posible en la vagina a Mariola, tratando inútilmente de lamerle el útero.

Un nuevo orgasmo sacudió el pequeño cuerpo de Mariola, expulsando por el coño una viscosa crema que cayó irremisiblemente en la boca de su amante, donde fue recibida y lamida con sumo placer.

Jadeos, gritos y gemidos se confundían en el salón mientras que afuera, en el exterior, en un mundo ajeno a ellas, la tarde avanzaba, cubriendo de penumbras y sombras el interior de la casa.

Los orgasmos se sucedieron uno tras otro, y las dos amantes, insaciables, se cobraron los intereses de treinta años de insoportable frustración, llegando con sus cuerpos a lugares donde jamás se hubieran atrevido a ir con otra persona.

Acabaron agotadas sobre la gran mesa del salón, vacía de cuadros y candelabros, pero cubierta de efluvios y de pasión. Abrazadas desnudas, una frente a la otra, los muslos entrelazados y los sexos unidos, como cuando eran unas chiquillas. Las respiraciones eran agitadas y sentían los cuerpos aun convulsos, con las intimidades irritadas y doloridas.

La tarde había dado paso a la noche y el sudor refulgía sobre sus pieles en la oscuridad de la casa. La temperatura también había bajado, pero se tenían la una a la otra para darse calor.

Allí, tumbadas sobre la vieja mesa, abrazadas como dos chiquillas, se susurraron promesas de amor y confesaron sus pecados.

—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo Rosa con inquietud.

Mariola movió la cabeza afirmativamente.

—La gente del pueblo lo sospechó —dijo Rosa—. Aún sospechan, los más viejos, sobre todo aquellos que conocían a tus padres.

—Lo sé —dijo Mariola con voz neutra mientras dibujaba círculos concéntricos en las areolas de Rosa con un dedo.

—Se lo merecía, Mariola.

—Lo sé —volvió a repetir.

Rosa tenía miedo de preguntar, pero necesitaba saberlo.

—¿Cómo lo hiciste? —dijo en un susurro apenas audible.

El dedo de Mariola se posó encima de uno de los pezones de Rosa, empujándolo hacía dentro y moviéndolo en círculos, jugando con él de forma distraída.

—Fue fácil. Primero cogí a escondidas la escopeta de caza de mi padre y la oculté entre las cañas, cerca del «puentecico». Después volví a casa, me ofrecí a él y lo llevé hasta allí…

Rosa guardo silencio a la espera de que Mariola continuase mientras ésta se empeñaba en desenroscar su pezón de la areola.

—…Lo llevé hasta allí, me arrodillé, le bajé los pantalones, saqué la escopeta de entre las cañas y le disparé por debajo de la boca. Luego puse el arma en sus manos… Suicidio con arma de fuego. ¿Sabes qué fue lo más difícil de todo, Rosi?

Rosa no dijo nada.

—Lo más difícil fue volver a subirle los pantalones a ese hijo de puta.

Rosa buscó los ojos de su amiga en la oscuridad, pero solo distinguió el fulgor de sus lágrimas que corrían desde sus párpados cerrados.

—Te culpé Rosa —dijo en un sollozo—. Te culpé a ti de todo lo que me hizo.

Rosa abrió la boca, incrédula.

—¿Yo? Yo no…

Mariola la silenció con un beso.

—No, Rosi, claro que no, pero aún así yo te hice responsable… y te odié, Rosa —pronunció el nombre con la voz rota por un sollozo—. Te odié, amor mío. Te odié porque necesitaba culpar a alguien de… de lo que me hizo.

—El único culpable fue él. Sólo él.

—Lo sé, cielo, lo sé… —dijo acariciando el rostro de Rosa con vehemencia—. Ahora lo sé. Hace años que lo sé. Pero entonces yo era sólo una chiquilla…

Ambas guardaron silencio, reconfortándose mutuamente con el contacto carnal de sus cuerpos.

—¿Qué fue lo que te escribí en aquella carta? —preguntó de improviso Mariola.

Rosa hizo memoria:

—Que uno del pueblo de al lado se sobrepasó contigo y quedaste embarazada. Cuando tu padre se enteró te dio una paliza de muerte que te dejó en el hospital un mes. Allí tuviste un aborto. Cuando te dieron de alta tu padre se sintió culpable por lo que había hecho y se suicidó. Tu madre te culpó de su muerte y te echó de casa.

Rosa guardó silencio y los latidos de ambos corazones casi se podían escuchar en la quietud de la noche.

De repente la voz de Mariola surgió de la oscuridad, escupiendo las palabras sin pausa, mecánicamente, sin emoción alguna.

—Mi madre sospechaba de nosotras y un día nos siguió. Nos espió mientras tú hacías algo más que acariciarme. Se lo dijo a mi padre, conocedora de la fobia que él sentía hacia las tortilleras. Pero ella le convenció de que mi homosexualidad era una enfermedad. Le dijo que la única forma de curar esta enfermedad era que yo entrase en contacto carnal con un hombre. Así que ella me encerró con él. Me encerraba todos los días. Me obligaba a entrar en el dormitorio de mis padres y ella nos encerraba con llave, esperando fuera.

—Dios mío.

—Nos espiaba. Mi madre nos espiaba por la cerradura mientras mi padre me violaba. Yo veía su sombra moverse por debajo de la puerta y el brillo de su mirada por el ojo de la cerradura.

—Mariola…

—Duró algo más de un mes. Ese mes en el que dejé los estudios y tú y yo no pudimos vernos. Mi padre me violó a diario hasta que tuve mi primera falta.

Rosa no supo qué decir. La temperatura seguía bajando mientras las primeras horas de la noche avanzaban.

—Cuando le dije a la loca de mi madre que yo estaba embarazada ella se alegró, porque pensó que al fin me había curado, así que dejó de encerrarme con papá… El problema fue que mi padre le había cogido el gusto a eso de follarme todos los días. Así que un día me harté y le salté la tapa de los sesos.

Rosa le limpió las lágrimas con los dedos.

—¿Por qué no pediste ayuda?

—¿A quién, Rosi? ¿Ayuda? ¿Para qué? ¿Por qué? Yo era prácticamente una niña y las niñas obedecen a sus padres. Estaba confusa, Rosi, estaba confusa, aterrada, avergonzada…

Mariola se derrumbó y descargó su pena sobre el cuello de Rosa, empapándolo de lágrimas entre fuertes sollozos, apretando su delgadez contra las rubicundas y tiernas carnes de su amante y amiga, calmando su dolor con la tibieza que desprendía el cuerpo de Rosa.

—¡Te odié, Rosi! —exclamó entre sollozos—. Te culpé a ti, porque mi madre te vio hacerme eso… Te culpé y te odié… y no pasará ni un solo día en el resto de mi vida en el que me arrepienta por ello, por que tú eras lo único bueno que tuve, lo único puro, lo único verdadero… y lo perdí, Rosa, te perdí…

La voz de Mariola se quebró y no pudo seguir. Rosa la atrajo hacía sí, acariciando su cabello.

—Tranquila, shhhh, tranquila… —susurró mientras la arrullaba, tal y como hacía cuando Carla era una niña y acudía a su cama tras sufrir una pesadilla—, ahora todo está bien, Mariola, ahora todo irá bien…

El móvil de Rosa sonó de repente en alguna parte de la casa y ambas mujeres regresaron al mundo real.

—Gabriel debe estar preocupado —dijo Rosa mientras se despegaba del cuerpo de Mariola.

—Adelante, ve —dijo mientras se secaba las lágrimas y trataba de sonreír.

Rosa la besó en los labios y bajó de la mesa (con cierta dificultad) y buscó su móvil mientras se cubría con la blusa.

No era Gabriel, si no una amiga del trabajo. Le llamaba para preguntarle si aún estaba interesada en arreglar la mampara de la ducha.

—Hoy he conocido a un tipo bastante bueno. Es el amigo de unos conocidos y te hará un buen precio. ¿Te interesa?

Rosa, impaciente por terminar la conversación le dijo que sí y colgó. Después envió un mensaje a Gabriel con una excusa cualquiera para que no se preocupara. Cuando acabó vio que Mariola estaba terminando de vestirse.

—Me ducharé en el hostal —dijo.

De repente Rosa se aterrorizó ante la posibilidad de que aquella fuera la última vez que estuvieran juntas y el desánimo le aplastó el pecho como una losa.

—No creo que pueda volver a pisar esta casa jamás —continuó Mariola—. La venderé —dijo echando un vistazo alrededor—, o quizás le pegue fuego.

Rosa se vistió deprisa en la oscuridad y se acercó a Mariola.

—¿Qué harás después? —dijo sin ocultar su ansiedad.

—Regresar a casa.

—¿A dónde?

—A San José.

—¿San José en Almería? —preguntó con cierta angustia, ya que era demasiado lejos.

—San José en Costa Rica.

Mariola se acercó a Rosa y le acarició la mejilla al ver su expresión de asombro y decepción.

—Hace años que me afinqué allí, buscando un lugar tranquilo donde escribir… y olvidar.

—¿Cuando?… —Rosa tragó saliva con dificultad—, ¿Cuando te vas?

Mariola negó con la cabeza, un gesto que Rosa apenas pudo distinguir en la oscuridad que las envolvía.

—No lo sé. Pronto.

De repente Mariola tomó a Rosa de las manos y le habló con vehemencia.

—Ven conmigo.

—¿Qué?

—Ven conmigo, Rosa. Juntas, tú y yo y nadie más.

—No, Mariola, no sigas. Tú sabes que eso no va a pasar. Esas cosas solo pasan en las telenovelas.

—Lo sé, yo he escrito algunas.

Rosa se dio cuenta de que lo decía en serio.

—No puedo Mariola. Es bonito que pienses en mí de esa manera. Es agradable sentirse así… querida, deseada… amada… Gracias, Mariola, pero no podría separarme de mi familia.

—Sí, sí que podrías —insistió su amiga—. Te conozco.

Rosa negó con la cabeza, pero no dijo nada más.

—De acuerdo, Rosi. Vamos, te acompaño hasta la salida del pueblo. Por ahí tengo mi hostal.


*


—¿Qué pasó con el bebé? —preguntó Rosa mientras caminaban por las angostas y solitarias calles, rodeadas por el incesante ruido nocturno de los grillos.

Era noche cerrada y los pasos de las dos amantes resonaban contra las empedradas callejuelas del pueblo, estrechas y apenas iluminadas. 

—No hubo bebé —dijo Mariola al fin—. Después de matar a ese cabrón regresé a casa y cogí todo el dinero que pude encontrar, así como las joyas y el oro que guardaba mi vieja. Esperé a mi madre y le dije lo que le había hecho a mi padre. Ella se asustó. Sin mi padre ella no era nadie, una cobarde, desequilibrada y enferma. Le dije que si lo contaba la mataría a ella también.

Mariola giró la cabeza para mirar a Rosa sin dejar de caminar.

—Y no mentía. Lo hubiera hecho, Rosa… Deseaba hacerlo. Me largué del pueblo y en la capital encontré un sitio donde me quitaron… Me quitaron eso que había puesto mi padre dentro de mí.

—¿Y la policía?

—Supongo que la vieja les contó un versión más o menos parecida a lo que yo te escribí, pero sin hospitales ni médicos. Ella sabía que si contaba lo que me habían hecho la encerrarían.

—¿Y la policía no…? —comenzó Rosa, pero Mariola la interrumpió con delicadeza, apoyando una mano en su brazo.

—En otro momento Rosa. Te lo contaré todo, si quieres, pero no ahora.

Habían llegado al Hostal, uno de los pocos edificios modernos que había en el pueblo. En ese momento Rosa deseó que Mariola la invitase a subir a su habitación, pero en cambio Mariola rebuscó en su bolso y le dio una tarjeta, luego la abrazó y le habló al oído.

—Me quedaré una semana más. Estaré por aquí por si cambias de opinión.

Luego la besó con suavidad en la mejilla y entró en el portal.

Rosa, profundamente conmovida, leyó la sencilla tarjeta. Había un correo electrónico, un número de teléfono y un nombre: «María Ola, Novelist & Writer».


CONTINUARÁ…

ESPERMA 10

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