12.
VICTOR
La mampara era un modelo estándar de cristal esmerilado y al momento supo que no tendría problemas en encontrar repuesto. Las medidas también eran normales y no habría que hacer algo especial. Prácticamente no tendría que hacer nada, tan solo pedir el cristal a medida con el kit del marco y las bisagras e instalarlo.
Aún así, una vez que acabó de tomar notas, revisó bien todo el entorno, buscando grietas en el sellado o defectos en los rieles, y tomando otras medidas por precaución. Tuvo que cerrar parcialmente la puerta del baño, dejándola entornada para poder moverse.
Detrás de la puerta había una canasta con ropa sucia.
«No, Víctor, no empieces con eso».
Pero el corazón comenzó a bombear muy deprisa dentro de su enorme pecho de barril.
Encima del montón de ropa había una bolsa de malla con el nombre «Carla» impreso en él. Lucía, la exmujer de Víctor, también solía separar sus prendas más delicadas e íntimas en una red parecida para hacer la colada.
Un rubor súbito subió por el cuello de Víctor, encendiendo su cara y provocándole una repentina transpiración. Su corazón parecía que iba a salir volando de un momento a otro.
«No, Víctor. Te van a pillar y te vas a meter en un lío de los gordos».
El hombre echó un fugaz vistazo a la puerta de Carla, que aún seguía cerrada.
«Ha echado el pestillo. Si decide salir de su cuarto yo oiré el ruido al abrirlo antes de que lo haga».
«Pero no oirás una mierda si cierras del todo la puerta del baño».
Víctor decidió arriesgarse cerrándola parcialmente, dejando una abertura de unos diez centímetros, para poder oír a esa chica si decidía salir de su cuarto. Además, él estaría oculto tras la puerta del baño y ella no vería nada, a no ser que entrase dentro.
Los latidos de su corazón golpeaban su pecho de tal manera que casi le producía dolor físico; sentía el escroto encogido y su respiración sonaba demasiado fuerte dentro del baño.
Víctor se agachó y abrió la redecilla con dedos temblorosos. Dentro había un par de sábanas apelotonadas. Víctor tomó una y la olió: desprendía un leve aroma a sudor mezclado con un ligerísimo perfume floral. Víctor manoseó la sábana y la acarició con sus barbudas mejillas, oliendo el sudor que había impregnado allí.
Luego tomó la otra sábana y en cuanto la acercó a su rostro sintió un fuerte olor a sexo. Víctor extendió la tela, buscando el origen de ese aroma entre las arrugas hasta que vio dos pequeñas manchas oscuras, apenas dos rastros desvaídos de color rojizo pardusco.
«Sangre».
Las dos manchitas estaban rodeadas por otra humedad más grande, con pequeños rastros amarillentos y blanquecinos. De allí provenía el fuerte olor a pescado seco y sudor rancio.
Víctor no tenía una verga especialmente grande. Era de longitud media, nada especial, pero el grosor que llegaba a adquirir su pija en erección era algo remarcable, muy por encima de la media.
En esos momentos le pareció que su polla debía de tener el grosor de una bombona de butano. Oler esas manchas le produjeron un erección bestial y la bragueta apenas pudo contener tanta carne.
Ciego de morbo y lujuria, sin importarle las consecuencias y sin pensar en lo que hacía, Víctor sacó la lengua y lamió todo eso. Había visto a la dueña de esas manchas y la cabeza le daba vueltas con solo pensar en esa chiquilla de aspecto virginal.
Se imaginó el cuerpo menudo y delgadito de piel lechosa, desnudo y cubierto de sudor, deslizándose sobre esa sábana, dejando en ella los efluvios de su joven sexo.
Su conciencia le avisaba constantemente de que se detuviera, de que dejara eso, pero no podía.
No podía dejar de pensar en que el aroma que entraba en su nariz había salido del coñito de esa muchacha, que las manchas de sangre seca que estaba lamiendo eran de la raja de una chica preciosa de ojos castaños y tetitas respingonas.
Estaba a punto de cometer la locura de masturbarse allí mismo cuando algo cayó de entre los pliegues de la sábana. Era un minúsculo pantalón de deporte.
Víctor lo tomó y mucho antes de acercarlo a la cara le llegó el pestazo a coño. El pantaloncito estaba encharcado, sucio e impregnado con los restos aun pegajosos de mucosidades blanquecinas. Olía a orines y a bacalao seco; también tenía varios pelos de coño enredados y apegotonados por el interior.
El hombre, excitado como pocas veces en su vida, sacó la lengua y lamió todo eso, mareado por el morbo de probar el sabor de las intimidades de Carla. Su lengua arrastró pelitos oscuros, restos resecos y cremosas sustancias, agrías, ácidas y saladas.
Se restregó la prenda por la cara, esnifando y lamiendo con fuerza hasta que abrió la boca y se metió la parte mas sucia dentro para chuparla y morderla, exprimiendo con sus dientes el pantalón para sacarle todo el jugo posible.
Ciego de lujuria, Víctor se sacó la gruesa polla y envolvió el pantalón alrededor de ella, pegando la zona más viscosa en el glande. Después comenzó a masturbarse, lubricando el cipote con los mocos vaginales de esa chiquilla, temblando por el morbo y la tensión ante la posibilidad de ser descubierto.
Con la otra mano agarró la sábana más sucia y se metió en la boca las manchas oscuras, chupando la tela y embriagándose con el rancio sabor y la peste a coño sucio.
Sus enormes dedos estrujaban el apestoso pantalón alrededor del cipote con rabia, frotando como un animal, machacándose el grueso nabo sin cesar.
La terrible cabeza de su polla, enorme y roja como un fresón, pronto comenzó a chasquear y chapotear, embadurnada con la crema vaginal de la dulce Carla. El movimiento se aceleró y la fricción comenzó a quemarle el tronco del rabo, abultado por las hinchadas venas que lo recorrían.
Víctor, ahogando un terrible gruñido de placer, se corrió como un semental, soltando cuatro o cinco chorrazos espesos de nata líquida dentro de la prenda.
Los espasmos post-orgásmicos casi le hicieron perder el equilibrio y tuvo que apoyarse en la mampara de la ducha con una mano.
«DIOOOOOOOSSS».
La corrida había sido tan fuerte que le dolía el interior de la polla.
En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Víctor se guardó la verga dentro de la bragueta a toda prisa, metiendo luego las dos sábanas y el pantalón embadurnado de esperma en la redecilla.
«Un día de estos te vas a buscar la ruina».
Con el corazón a punto de saltar por su boca, Víctor se recompuso un poco y recogió sus cosas. Por el resquicio de la puerta vio pasar a la chica en dirección al recibidor. Víctor frunció el ceño, extrañado.
«No he oído el ruido del pestillo ni el de la puerta de su dormitorio…».
Luego echó un último vistazo al baño, confiando en que su semen se secase lo suficiente como para confundirse con las manchas anteriores.
CARLA
Carla no pudo ver todo lo que hizo ese hombre detrás de la puerta del baño, pero sí lo suficiente.
Al principio pensó en salir huyendo a su habitación y llamar a sus padres, a la policía, al ejército… ¡Un pervertido! Ese hombre, al que había dejado pasar libremente a su casa, estaba haciendo algo repugnante, inmoral, depravado… ilegal.
Pero en cuanto vio a ese tiparraco bajándose la bragueta la sensación de irrealidad volvió a golpearla. Era como si lo viera todo desde el punto de vista de otra persona, como si ella no estuviera ahí realmente.
Sintió su corazón latiendo muy deprisa y la boca seca; notó un súbito escozor en las palmas de las manos, que comenzaron a sudar, y en el estómago empezaron a revolotear polillas.
Reflejado en el espejo vio un grueso pene con un diámetro considerable, gordo como un salchichón y surcado de venas hinchadas cómo raíces de árbol. El soberbio trabuco estaba coronado por un glande de aspecto rocoso, macizo.
«¡Ve a tu habitación AHORA MISMO!» —pensó su lado más sensato.
Pero en lugar de ello Carla se inclinó hacia un lado y se puso de puntillas, buscando en el espejo una visión más clara de lo que sucedía ahí.
«Antes ese cerdo se ha metido tus sábanas sucias en la boca. ¡Está loco!».
Pero en seguida su parte más mórbida acalló a esa Carla escandalizada y asustada:
«Y tú chupaste los kleenex manchados con el semen de tu propio hermano».
Los latidos de su corazón eran tan fuertes que pensó que le iba a dar un ataque ahí mismo. El miedo, el morbo, la curiosidad… todo eso y mucho más revoloteaba por su cerebro en un confuso caos de sentimientos encontrados.
Cuando ese desconocido comenzó a masturbar su gorda polla con sus pantalones usados Carla sintió un vahído tan fuerte que tuvo que apoyarse en una pared cercana.
«Mi fantasía. Joder. Es mi fantasía».
Sentía como la sangre le hinchaba la vulva y los labios menores, que palpitaban con gran excitación.
Carla cerró los ojos.
«Pues que me follaría»
Abrió los párpados y dio un paso hacia la puerta. Quería abrirla, pasar dentro y hacer lo mismo que hizo el día anterior con su hermano, pero esta vez ella estaba segura de que ese tío le iba a meter la polla por todos los agujeros que ella quisiese.
Y más. Mucho más.
«Y puede que también te golpee y quiera matarte después. Como hizo Miguel».
Tras pensar eso Carla retrocedió instintivamente, pero en ese momento escuchó un largo gemido, señal inequívoca de un orgasmo. Carla no pudo resistir la tentación de mirar y vio como la cremosa sustancia de ese hombre se derramaba copiosamente en sus pantalones sucios.
Instantes después sonó el timbre de la puerta.
Se llevó las manos a la boca ahogando un grito mientras su corazón seguía una alocada carrera hacia el infarto.
«Me cago en la puta».
Fue deprisa hacía la puerta principal y al mirar por la mirilla vio que se trataba de su amiga de la infancia, Lena.
«Gracias a Dios…».
Respiró profundamente un par de veces para calmarse y abrió la puerta.
—Tenemos que hablar —dijo Lena apartando a un lado a Carla y deslizando su anoréxico cuerpo dentro de la vivienda.
—¿Qué haces aquí?
—Necesito hablar contigo, no quiero hacerlo, pero lo necesito —Lena hablaba muy deprisa, gesticulando con las manos mientras se dirigía hacía el cuarto de Carla, seguida por ella.
—Espera, Lena. No estoy sola, hay…
—Hola… —dijo Víctor asomando su voluminoso cuerpo fuera del baño.
Estaba visiblemente agitado, con la cara ruborizada y con las sienes y la frente perladas de sudor. Las dos chicas se detuvieron.
—Ya he acabado —continuó, mirando alternativamente a Carla y la delgada chica pelirroja que acababa de llegar.
Carla le miró con el ceño fruncido.
La chica se encontraba en una disyuntiva. Por un lado ese hombretón desconocido de aspecto rudo y pendenciero le asustaba (siempre le causaron respeto ese tipo de hombres), máxime aún con el recuerdo cercano de lo que le hizo Miguel (un desagradable evento que quería borrar de su mente a toda costa); pero por otro lado estaba muy, muy excitada, porque esa exuberante criatura llena de músculos y grasa era el compendio físico de la mayoría de sus fantasías, acrecentado por el hecho de que aparentemente ambos compartían gustos y fetichismos comunes.
«Además, nadie que tenga unos ojos tan bonitos puede ser malo…» —pero enseguida apartó ese pensamiento tan ridículamente cursi y su lado más precavido prevaleció, decidiendo que ese hombre podía ser un peligro potencial.
—¿Necesita algo más antes de marcharse? —preguntó con antipatía.
Magdalena, miró de arriba abajo al vigoroso y panzudo currante, echándole después a su amiga una mirada cómplice: Lena conocía la morbosa atracción de Carla hacia ese tipo de brutos.
El hombre carraspeó un par de veces antes de hablar, nervioso.
—No… No necesito nada más, gracias. Tengo… —Se agachó para tomar sus herramientas—, tengo todo lo que necesito.
Al agacharse Carla le miró el escote de su camisa, entreviendo unos abultados pectorales cuadriculados, muy morenos y con mucho vello. Los tendones y músculos de sus brazos se tensaron al levantar la pesada maleta, y Carla también observó que sus enormes bíceps estaban recorridos por algunas venas muy marcadas.
«Su polla también» —recordó sin poder evitarlo.
—Le daré un presupuesto a tus padres —dijo el contratista—; creo que no habrá problema en poner la puerta nueva.
Víctor sonrío ligeramente y la blancura de sus dientes volvió a resaltar en esa cara llena de pelos enredados.
«Sí, ya hablaré yo con ellos también, cerdo».
—¿Vais arreglar el baño? —intervino Lena—. Ya era hora.
—No sé si llegaremos a arreglarlo —dijo Carla con evidente animosidad—, ya veremos.
La sonrisa de Víctor vaciló y miró a Carla frunciendo un poco el ceño.
«Sí, marrano, he visto lo que has hecho —pensó mientras se cruzaba de brazos—. Reza para que mis padres no llamen a la policía cuando se lo cuente».
—¿Es usted roquero o algo por el estilo? —preguntó Lena, mirando divertida las enormes patillas de Víctor.
—¿Eh?… —tartamudeó confuso el hombretón—. No, no… es solo que me gustan así.
—Si ha terminado ya puede marcharse —dijo Carla en un tono cortante.
Lena la miró extrañada al oír el tono que estaba usando con ese hombre.
Víctor sostuvo la mirada de Carla, confuso ante ese repentino cambio de humor, tan diferente al del que tenía cuando le abrió la puerta. Al cabo de unos segundos asintió con la cabeza y se despidió.
—Si tus padres dan el visto bueno, puede que… que nos veamos mañana.
Carla no contestó. Le siguió hasta la salida y se aseguró de cerrar la puerta.
—Guau… —exclamó Lena gesticulando con la boca—, ¿Qué ha sido eso, tía? Has estado un poco borde con él, ¿no?
Carla no tenía intención de contarle a su amiga lo que había visto, al menos no por ahora. Le dolía la cabeza otra vez, estaba conmocionada, alterada… y cachonda. Lo último que necesitaba ahora mismo era a la histriónica de Magdalena dando vueltas a su alrededor.
«No sé a quien pretendes engañar, Carla. Lo que quieres es estar a solas con todo ese esperma y hacerte una paja mientras lo chupas».
—¿A qué has venido? —preguntó Carla de mal humor, tratando de apartar esas ideas de su cabeza.
—Ha pasado algo —dijo Lena mirando muy seria a su amiga a través de unas gafas con mucha graduación—. Necesito contárselo a alguien.
—¿Y por qué no…? —comenzó Carla, pero su amiga la interrumpió agarrándola de los brazos y mirándola con mucha vehemencia.
—No quería decírtelo a ti —Lena comenzó a hablar muy deprisa, aumentando su nerviosismo conforme iba hablando, impidiendo que Carla la interrumpiese—. Tú eres la última persona a la que se lo diría, bueno, quizás no la última, pero sí una de las últimas. Ya sé que eso es raro, porque eres mi mejor amiga y deberías ser tú la primera a la que debería querer decírselo. Pero precisamente porque eres mi mejor amiga no debería hacerlo (ya sé que eso es una incongruencia), pero aunque no compartas los motivos por los que he hecho lo que he hecho, espero que al menos los entiendas y me des un poco de apoyo, porque si no tengo eso no sé que es lo que…
—¡Vale! Lena, vale. Para un momento, respira y responde: ¿qué te ha pasado, qué es eso que dices que has hecho?
—Me acuesto con tu padre.
CONTINUARÁ...
(C)2021 Kain Orange
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