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domingo, 16 de mayo de 2021

ESPERMA (27)

27.


ROSA


Recuperó la consciencia poco antes del amanecer, con la pastosa boca oliendo a cloaca y la vejiga a punto de reventar. Milagrosamente la cabeza no le dolía demasiado y pudo levantarse de la cama de invitados del cortijo con un ligero mareo. Se movió a oscuras, tanteando el aire con los dedos flotando frente a ella como fantasmales gusanos. Tropezó con la puerta del baño y soltó una palabrota. Accionó el interruptor de la luz, pero la bombilla no se encendió.

Resignada caminó a oscuras hasta la taza y cuando se quitó la bata tardó un rato en percatarse de que debajo no llevaba bragas. Ni sujetador. Estaba como Dios la trajo al mundo y eso la inquietó un poco, porque no recordaba absolutamente nada de lo sucedido en las últimas horas. Se reclinó en la taza y soltó un chorro larguísimo. Se miró y vio que el pis era oscuro y maloliente. Se limpió el conejo y un breve destello fugaz pasó por su cabeza en forma de recuerdo, pero no consiguió atraparlo.

Era algo sexual relacionado con su sexo. Algo íntimo y erótico, pero sin imágenes. Era el recuerdo de una sensación reciente. Rosa agitó la cabeza y regresó a la cama, somnolienta.

En el colchón había otra persona durmiendo.

Era una mujer y estaba totalmente desnuda excepto por una sencillas braguitas de encaje blanco. Poco a poco el estupor y la sorpresa dio paso al reconocimiento y la incredulidad.

«¿¡Mariola?!».

El recuerdo llegó a trompicones, como retazos sueltos de un tráiler cinematográfico incompleto: la piscina y la ayuda de Carla mientras vomitaba y la acompañaba a la vivienda; el recuerdo de una oscuridad y de un sueño extraño, excitante, prohibido y muy turbador relacionado con su hija.

Después el despertar y la llegada de Mariola a la puerta del cortijo: el abrazo, los besos, las caricias. De nuevo la oscuridad y la imagen de sí misma conducida a través de la casa cogida de la mano de Mariola hasta el baño de la habitación de invitados.

Un rubor floreció en su cara al recordar los vómitos en el pequeño aseo, bilis y saliva sobre las baldosas, con su amiga Mariola sujetándole la cabeza. Después de eso no recordó nada más.

El corazón latió deprisa en el pecho de la mujer al acercarse lentamente a la cama, mirando la estilizada figura que allí reposaba. Mariola dormitaba con el dorso de una mano pegada a su mejilla, como una niña. El cabello rubio, largo y sedoso, se abría alrededor de su cabeza como un halo de rayos solares, atrapando en la oscuridad del dormitorio los escasos reflejos que llegaban del exterior.

La ventana abierta traía el sonido del campo momentos antes del amanecer, así como las fragancias de la sierra de Luégana, fresca, límpida y orgánica.

Rosa se sentó en la cama, dejando que su obesa desnudez se hundiera en el colchón. El somier chirrió como un cerdo en el día de su matanza. Extendió una mano y acarició el rostro de su amiga, pues necesitaba saber que estaba allí de verdad, que era real, que no era una alucinación.

Sus dedos confirmaron la solidez de esa carne, la suavidad de esa piel y la calidez de ese cuerpo. Rosa no quería llorar, pero sintió el picor en los ojos y la vista se nubló debido a la humedad. Se tumbó junto a ella y la cama volvió a hundirse bajo su peso. Su cabeza estaba llena de preguntas e interrogantes, pero apartó su curiosidad a un lado y prefirió aprovechar la dormida presencia de Mariola, disfrutando de la visión y el contacto de ese maravilloso cuerpo.

Rosa apretó su obesidad contra la durmiente, percibiendo el calor corporal que emitía, colocando con suavidad uno de sus enormes muslos llenos de carne y celulitis sobre la delgada pierna de Mariola. Su mano recorrió la cintura y el vientre de su amiga, buscando el nacimiento de las piernas, bajando lentamente por los muslos tersos y sedosos, un poco tostados. 

Las braguitas eran blancas y el triángulo del pubis se adivinaba entre los encajes de la prenda; Rosa lo acarició con cuidado.

Estaba caliente.

Mariola despertó y la mano que había estado apoyada en la mejilla se movió despacio hasta tocar el rostro de Rosa. Los párpados se abrieron y ambas mujeres se miraron a los ojos largo rato en silencio.

—Estás aquí —dijo al fin Rosa sin dejar de acariciar la entrepierna de su amiga.

—Sí.

Rosa hizo la pregunta que le atormentaba desde hacía horas.

—¿Por qué?

Mariola supo que en esas dos palabras había mucho más: no le estaba preguntando solamente por qué estaba allí en esos momentos. Antes de hablar pensó detenidamente las palabras que iba a decir, disfrutando de las caricias que los dedos de Rosa le proporcionaba allí abajo. Su voz llenó la quietud del dormitorio con su tono pausado y grave:

—La otra noche no solo volví a hacer el amor contigo. No fue sólo sexo. La otra noche encontré algo que había perdido mucho tiempo atrás, Rosa, y no me refiero a tu amistad o a tu compañía. Tampoco a nuestros recuerdos compartidos, que nunca he perdido.

«Lo sé, amor mío. Lo sé» —pensó Rosa, aunque no dijo nada, dejando que la voz grave y sensual de su amiga continuase acariciando su rostro.

—Encontré que en la complicidad de tu mirada y de tus gestos se encontraba la comprensión mutua de nuestros deseos sin tapujos, de la libertad de no sentir vergüenza por ser lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos llegar a ser. O por lo que hacemos —Mariola sonrió pensando en la mano que la estaba tocando en esos momentos—. Encontré la seguridad de que podría compartir contigo cualquier detalle de mi vida, por muy nimio y trivial que pudiera ser, y que tú lo aceptarías con júbilo, agradecida por ser partícipe de ello. Encontré la reciprocidad en un espíritu afín, sin miedo, sin condescendencia. Volví a encontrar la pureza de un amor real, Rosa, verdadero…

Hizo una pausa, puesto que las caricias de su amiga le habían enervado y un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando los dedos apretaron alrededor de la vulva.

—Ayer conocí a tu hija, a Carla, y nos vio juntas.

Rosa se detuvo, abrió mucho los ojos y dejó de respirar unos segundos, azorada. Mariola vio su preocupación en el rostro y la acarició para tranquilizarla.

—Está bien, no pasa nada: ella también vio lo que había entre nosotras y lo entendió, cielo —Mariola la besó con dulzura—. Entendió que entre nosotras había un vínculo que iba más allá de la pasión de la carne. Estaba confusa, pero al final lo vio.

—Desde hace un tiempo está confusa, pero es inteligente, como su padre.

—Como su madre —rectificó Mariola bajando la mano por la mandíbula de Rosa, acariciando la papada que se le había formado bajo la barbilla, recorriendo el robusto cuello y buscando el nacimiento de sus senos.

La luz del amanecer estalló en la ventana y el cabello rubio de Mariola se incendió, deslumbrando a Rosa con destellos ambarinos y ocres. La claridad entró en el cuarto y Mariola se excitó al ver la piel lustrosa de los pechos de su amiga, con unas ligeras estrías en el nacimiento de las mamas, con las venas azules surcando la epidermis en un mapa de carreteras lleno de diminutas imperfecciones: granitos enrojecidos, lunares, manchas, algún pelito negro cerca de las areolas…

Era una piel madura, suave, caliente, viva. Diminutas gotas de transpiración despuntaban por los poros de esa piel y Mariola las lamió, saboreando el pecho de su amante, deslizando sus labios por la curvatura del seno para buscar la oscura areola. La voz de Rosa rompió la magia del momento con sus palabras:

—Tengo hambre.

Mariola se rió con uno de los pezones metido en la boca, manchando la teta de saliva. Rosa también rió y sus melones temblaron y se agitaron como un flan.

—Ayer no comí nada, Mariola. Lo siento pero me muero, te lo juro.

Mariola se desperezó estirando los brazos sin dejar de sonreír.

—Vale, yo también tengo que hacer un pipí —dijo usando una expresión que no utilizaba desde que era una niña.

Ambas se levantaron y Rosa se sintió un poco cohibida por mostrar toda su desnudez a la luz del día ante Mariola, así que atrapó una de las sabanas de la cama para taparse las lorzas y los michelines que le colgaban por las caderas. Su amiga se percató del gesto y le quitó la prenda con suavidad.

—No te tapes. Quiero verte.

Rosa dejó que le quitase la sábana y se sonrojó. Mariola se enamoró de esas mejillas coloradas, enmarcadas por los abundantes rizos negros que caían en una maraña sedosa sobre los hombros hasta el nacimiento de los pechos. El corazón de ambas mujeres latieron con fuerza al unísono, acelerados, puesto que Rosa vio el deseo en la mirada de su amiga, ya que ésta sentía muchas ganas de poseer ese enorme cuerpo lleno de carnes sebosas y gruesos michelines, y la vergüenza que Rosa sentía por su opulento físico excitaba a Mariola, puesto que era un signo de su falta de auto confianza, una muestra de debilidad que despertaba el lado más dominante y posesivo de la rubia.

—Odio mi cuerpo —confesó Rosa, algo que jamás hubiera soñado decir en voz alta a nadie—. Soy una cobarde, Mariola. Hace años dejé de amar a Gabriel y creo que dejé de cuidarme con la esperanza de que Gabriel también odiase mi cuerpo, para que fuese él quien diera el primer paso para separarnos, para que él cargase con la culpa de romper nuestra familia.

Se tocó la gorda barriga y sonrió sin humor.

—¿No crees que es de locos? 

Mariola le atrapó el vientre con ambas manos, hundiendo los dedos en las adiposas capas de grasa, amasando toda esa carne con dulzura. El contacto despertó la libido de Rosa y su coño se mojó.

—Puedes cambiar, si lo deseas —le dijo Mariola en voz baja—. Puedo ayudarte. Pero si no, no tienes nada que temer: jamás te odiaré. Ya no. Nunca más.

Rosa no supo qué contestar, pero asintió con la cabeza en silencio. Mariola le dio un piquito en los labios y le agarró la mano, tirando de ella hacia el cuarto de baño.

—Ven, Rosi. Hagamos pipí juntas, ya sabes: «la almeja española nunca mea sola».

La morena se rió a carcajadas, recordando la vieja rima que usaban cuando salían a jugar al monte y les entraban ganas de orinar al aire libre. Siguió a la delgada rubia, admirando como vibraban las carnosas nalgas de su amiga dentro de las bragas.

En el breve trayecto hasta el baño principal de la vivienda —más grande que el de invitados— recordó las veces que se dijeron aquella rima, una excusa en clave para hacerse cunnilingus mutuamente. Solían orinar una frente a la otra y a veces tenían que esperar varios minutos a que a una de ellas le llegase el pis, acuclilladas, mirándose el pubis, con las piernas abiertas y los peluditos chochitos húmedos y expectantes al aire, sintiendo la brisa de la sierra enfriando la humedad de sus labios internos, con las braguitas enrolladas en los tobillos.

Al terminar de hacer pipí usaban la misma excusa morbosa de siempre: no tenían nada para limpiarse, así que tenían que recurrir a la ayuda mutua para hacerlo, limpiándose los pelos del coño con la lengua, turnándose. 

Antes de entrar al baño la humedad ya corría por la parte interna de sus celulíticos muslos. No pudo evitar fijarse en que las braguitas de Mariola también brillaban por los bordes de las ingles.

Cuando entraron al baño Mariola miró a los ojos de su obesa amiga mientras se quitaba las bragas, sonriendo con satisfacción al ver como Rosa desviaba los ojos hacia abajo para mirarle el coño. La rubia se sentó en la taza con los muslos abiertos, carnosos y torneados, perfectos. Tenía los pelos del coño del color del trigo, ligeramente tostados. Tenía la vulva limpia de vellos, pero el monte de Venus era un felpudo recortado de aspecto sedoso y mullido.

Sus exigüos pechos parecían los pectorales de un chaval de trece años: planos hasta casi parecer inexistentes, pero sus erectos pezones despuntaban rabiosos desde las pequeñas areolas, rojas como el vino, pidiendo ser acariciados.

Al abrirse tanto las piernas se la había abierto la raja, mostrando el arrugado interior lleno de carnes rojizas y labios hinchados, tan inflamados que se le habían oscurecido hasta amoratarse, llenos de sangre caliente. Mariola puso una mano sobre su pubis, tirando hacia arriba para que la funda de la pipa se levantase: el precioso granito asomó tieso y rojo. Con la otra mano agarró la muñeca de Rosa y la atrajo hacía ella.

—Ven, cielo. ¿Recuerdas lo que hacíamos en la vieja hacienda de los Bueno?

Rosa asintió cachonda sin poder apartar la vista de esa hendidura carnosa, recordando las calurosas sobremesas escondidas en la abandonada hacienda, meando juntas y comiéndose los peludos coñitos encharcados de pis.

—Verás, Rosi. Hubo algo que siempre quise hacer y no me atreví a pedirte.

—Eso es raro —dijo riendo nerviosa, recordando lo atrevida que era Mariola en aquella época.

—Me daba miedo que pensaras mal de mí, tesoro.

Rosa sostuvo la intensa mirada de su amante durante varios segundos en silencio, percibiendo en esa mirada el deseo inconfesable de Mariola. Sin decirse una sola palabra la madura mujer supo qué era aquello que siempre deseó hacer su compañera, así que se arrodilló ante ella, acercando la cara a ese preciosísimo sexo con los ojos cerrados, esperando a que Mariola relajase el esfínter y vaciase su vejiga en su rostro.

Mariola jadeó con fuerza al ver que su amiga había adivinado la fantasía que siempre tuvo desde que era una adolescente recién salida de la pubertad. El rubor subió por su cara y el diminuto agujero de la uretra escupió el líquido ambarino, bañando las mejillas, la nariz y los labios de Rosa.

No era la primera vez que recibía orina en la cara, puesto que Gabriel, aficionado a usar sus pechos para masturbarse, a veces se dejaba llevar por el morbo de la postura y miccionaba sobre su cabeza después de eyacular en sus tetas. A ella no le gustaba mucho, pero en esta ocasión decidió explotar todos los recursos disponibles a su alcance para que Mariola disfrutase al máximo de ella, aceptando cualquier fantasía, por muy humillante que ésta fuese.

Así que abrió la boca y dejó que su novia —pues así la consideraba ya— le mease dentro.

Mariola dejó escapar un sonoro jadeo que era casi una interjección, pues no esperaba aquello. Mientras meaba en la boca de su gorda amante sintió como le ardía el pecho de excitación, respirando con fuerza mientras se ponía tan cachonda que no pudo evitar acercar aún más el coño a esa boca abierta, agarrando los pelos de su amiga y tirando de ellos, forzando a que pegase los labios a su vulva.

Rosa obedeció y aceptó el humillante ofrecimiento, dejando que Mariola usase su boca como un vulgar urinario, sintiendo como ese coño expulsaba los chorros de ardientes meados directamente en su garganta, con los labios vaginales pegados a sus dientes.

No pudo aguantar mucho tiempo y tuvo que sacar la cabeza de ahí, regurgitando meados y saliva sobre el coño y las ingles de Mariola, pero en un par de segundos se recuperó y volvió a hundir las narices dentro de esa fuente de orina, recibiendo de buena gana el ardiente chorro sobre su lengua. De hecho logró moverla dentro de la raja, buscando el origen del caño con la punta hasta encontrarlo.

A Mariola le gustó mucho sentir la lengua de Rosa lamiéndole el agujero del meato mientras éste seguía expulsando líquidos amarillos, provocándole un estremecimiento que nació en las lumbares y le recorrió toda la espalda. La lujuria despertó en ella con renovada energía y movió las caderas para restregar las ultimas gotas en la oronda cara de su novia.

Rosa despegó el rostro de ese mejillón y el tufo a orines se dispersó por el aseo. Un puente de babas vaginales quedó colgando desde la raja hasta las narices de la gorda, puesto que Mariola, excitada y cachonda como nunca, no había dejado de expulsar flujos por el conducto vaginal. La morena se relamió los labios y se alzó, buscando la boca de la meona. Se besaron con fuerza, intercambiando salivas y restos de excrecencias líquidas, con el fuerte olor a amoníaco del sexo de Mariola flotando alrededor de ellas.

—Eres una cerda —dijo Rosa a Mariola.

Ésta se rió en la boca de su amiga, pero le limpió la cara con la lengua.

—Te amo —dijo, y Rosa sintió que se derretía por dentro, pues sabía que era cierto.

Se levantaron y se ducharon juntas, explorando sus cuerpos hasta el último rincón. La vergüenza de Rosa era superada por el amor y la excitación que sentía en esos momentos, puesto que su amiga y amante no dejaba de toquetear y rebuscar por toda la orografía de su enorme cuerpo, señalando y pellizcando aquellas partes y defectos que más odiaba Rosa de su anatomía, nombrándolas en voz alta, acariciándolas o besándolas:

Los granitos y las rozaduras de las ingles; la marca de nacimiento bajo la axila derecha; la verruga coronada por un insidioso pelito que tenía sobre los lumbares; la piel flácida que le colgaba bajo el brazo, detrás de los bíceps; los pezones desiguales, torcidos y asimétricos; las cicatrices, los cortes y las quemaduras de varias décadas de arduo trabajo.

Y las lorzas, la tripa gorda y tensa, los michelines y los pliegues de grasa sebosa. Y el enorme culo con su piel de naranja cubierto de celulitis. De ahí nacían las dos gigantescas columnas de sebo que eran sus muslos, fuertes y llenos de grasa. Era un cuerpo maduro, curtido y lleno de defectos: era perfecto y Mariola lo amaba con locura.

Bajo el agua volvieron a hacerse el amor, gritando sin miedo en la soledad del cortijo, chillando a voces su locura sexual y entregándose a los juegos prohibidos de su experimentada madurez sin tapujos.

Bajo el agua Mariola recibió su bautismo de orina, devolviendo a Rosa la misma caricia que ella le había hecho en la taza del váter, hundiendo la boca en el peludo mejillón de su robusta amiga y lamiendo la uretra mientras le meaba la garganta, atragantándose con el fuerte néctar que le salía a Rosa del coño.

El ano de Rosa fue dilatado por los dedos de Mariola y luego perforado por uno de los cepillos para el pelo que había por allí, sintiendo la gorda mucha vergüenza al ver que el mango salía ligeramente manchado de restos fecales. La vergüenza se convirtió en un torrente de morbo y lujuria al ver como su amiga se introducía ella también el sucio objeto por el culo aprovechando que estaba lubricado con la mucosa rectal de Rosi, cambiando de agujero alternativamente, penetrando ambos ojetes con el infame instrumento. El agua de la ducha y el jabón que usaron como lubricante sirvieron para limpiar el cepillo, así que no dudaron en proporcionarse placer vaginal con él.

Rosa permitió que Mariola le metiese el ancho cepillo por la parte de las cerdas, flexibles y redondeadas, dilatándole su gordo coño mientras la excitada rubia le comía los enormes pezones, tan tiesos que parecían dátiles maduros, mientras le reventaba la chorreante vagina con el cepillo.

Rosa perdió la cuenta de las veces que se vino por las patas abajo, sufriendo orgasmo tras orgasmo, flotando constantemente en una nube de viciosa lujuria llena de morbosas fantasías y deseos prohibidos, cuánto más excitantes al saber que la otra persona no solo era un cuerpo vivo, sensual y sumamente atractivo, si no que era una persona amada que correspondía con el mismo fervor apasionado que ella mostraba.

Era su amante, su novia, su pareja, su alma gemela. Su vida.

Hubieran estado allí todo el día. Toda la eternidad. Pero Rosa tenía hambre y estaba famélica, así que tras unos interminables orgasmos mutuos dieron por concluida esa bacanal de sexo y pasión.

Rosa salió del baño con una toalla pegada a sus gloriosas tetas, pero Mariola se quedó dentro del aseo, pues quería intimidad para cagar a solas (aunque Rosa sabía que si ella hubiera querido quedarse a mirar como cagaba, Mariola no hubiera puesto ninguna pega).

En el breve trayecto hasta la cocina decidió que no volvería a separarse de Mariola, de que la acompañaría allá a donde ella le pidiese sin importarle las consecuencias. Pensó en sus hijos y una esquirla de hielo se le clavó en el pecho.

«¿Qué clase de madre abandona a sus hijos por lujuria?».

Pero Rosa sabía que no era solo lujuria y que Esteban y Carla ya no eran niños. El chico ya vivía fuera de casa y su pequeña quería estudiar fuera para alejarse de un hogar que se había desmoronado lentamente en los últimos años.

«¿Estás segura de todo eso o simplemente estás buscando una excusa para justificarte, para no sentirte culpable por abandonar a tu familia?».

Rosa contempló cómo la margarina se derretía lentamente sobre la tostada.

«¿Sabes qué? —pensó mientras la mordía con fuerza—. Me importa una mierda si es una excusa o no. No voy a separarme de Mariola. Nunca».

Continuará...


sábado, 8 de mayo de 2021

ESPERMA (26)

26.

 

GABRIEL


En la entrada de la urbanización el guarda de seguridad le miró con recelo, pero no puso muchos impedimentos. Gabriel condujo por las silenciosas rotondas ajardinadas tenuemente iluminadas por focos LED, buscando la casa de Magdalena entre bungalows de diseño «urban friendly» y tríplex bioclimáticos.

Las luces de los jardines daban a todo ese espacio una atmósfera irreal, amenazante. Las casas de lujo despuntaban por encima de las altas vallas camufladas tras oscuros setos, vigiladas por cámaras de seguridad de 360 grados situadas en lo alto de varios postes, aquí y allá.

Magdalena y Luciana vivían en la ladera de una colina, en una zona relativamente apartada de la urbanización, en medio de un pequeño bosquecillo rodeado por un muro de piedra artificial. La casa era una vivienda de tres plantas con un diseño de aluminio, cristal y acero inoxidable. Era una vivienda de lujo y solamente el garaje tenía los mismos metros cuadrados que el piso de Gabriel.

El hombre estacionó a la entrada, fuera del recinto, junto al portón principal. Había estado llamando por teléfono a Magdalena, pero no respondía. Bajó del todoterreno y pulsó el avisador con videocámara que había junto a la puerta.

Nada.

Miró por un resquicio de la valla y vio que la casa estaba a unos cincuenta metros, atravesando un bonito jardín. Había luz en la planta baja, aunque era una luz muy tenue, cálida y cambiante, como el de una chimenea o la emitida por varias velas. Volvió a llamar por teléfono y a pulsar el interfono, con el mismo resultado negativo.

Gabriel estaba inquieto, preocupado. Durante el trayecto su desazón había aumentado, sintiéndose cada vez más y más culpable por haber discutido con Magdalena. Por regla general era un hombre muy sereno que rehuía de los conflictos (jamás había golpeado a un hombre, ni siquiera de joven), en casa se podían contar con los dedos de una mano las veces que se había alzado la voz, y su breve pero intensa discusión con Lena le tenía cada vez más angustiado.

«Necesito hablar con ella. Necesito pedirle perdón, necesito verla».

Le mandó varios mensajes, pero ninguno de ellos había dado acuse de lectura. Esa noche hacía muchísimo calor y tenía la ropa empapada. Los pantalones de color caqui y la camisa blanca le estorbaban y la corbata hacía rato que estaba tirada en la parte de atrás del vehículo. La desesperación y el calor le tenían el pulso aceleradísimo y no pudo soportar más la incertidumbre. Gabriel volvió al coche, arrancó y lo subió a la acera, estacionando lo más cerca posible del muro de piedra.

Se bajó del Volvo y se subió al capó, luego saltó al techo del todoterreno y desde allí se encaramó por encima del muro, ignorando las cámaras. Sin pensar en lo que hacía se descolgó por el otro lado, dejándose caer sobre el césped del jardín interior. Cayó de culo y se manchó los pantalones y la camisa. Tardó un minuto en encontrar las gafas, que se le habían caído con el impacto. Luego se levantó con torpeza y caminó a oscuras por el jardín hacia el ventanal de donde salía la luz de las velas.

Gabriel se acercó al cristal y miró el interior: la estancia estaba en penumbras, pero la luz de varias velas, cirios y candelabros iluminaban el interior con sus erráticas llamas, movidas por alguna corriente. La ecléctica colección de objetos mágicos y esotéricos llamó la atención de Gabriel, un hombre racional y nada espiritual. Nunca había pisado el interior de esa casa, aunque había traído y recogido muchas veces a la amiga de su hija en la puerta de entrada.

Gabriel escrutó las sombras del salón, buscando algún indicio del paradero de Lena cuando algo le llamó la atención: una sombra tenue que flotaba en el aire de forma fantasmagórica.

«Humo».

El hombre observó con más atención y vio que la voluta de humo procedía de detrás de uno de los sillones. Gabriel golpeó el cristal con los nudillos pero nadie respondió. Golpeó más fuerte, pero con el mismo resultado negativo.

—¡Lena! —llamó en voz alta, preocupado—. ¡Magdalena!

Con el ceño fruncido miro alrededor, tratando de localizar alguna entrada alternativa. Rodeó el edificio, buscando alguna puerta o ventana abierta. La localizó en la segunda planta, en la parte de atrás. Gabriel buscó en la zona de la piscina, donde supuso que habría herramientas de jardinería y escaleras de mano. Encontró una de aluminio, pequeña, pero con su estatura bastaría para alcanzar la ventana, aunque tendría que hacer algo de gimnasia y usar piernas y brazos para subir hasta allí.

Estuvo a punto de caer y romperse la crisma cuando sus brazos, desacostumbrados al ejercicio físico, le fallaron durante el acceso a la ventana, resbalando y golpeando la escalera con los pies, que cayó al suelo, dejando a Gabriel colgado con los brazos aferrados al alféizar. Apoyó las plantas de los pies en la fachada y se impulsó hacía arriba, metiendo el cuerpo dentro de la ventana.

Se dejó caer en lo que supuso que era el dormitorio de Lena, dedicando unos segundos a recuperar el aliento con el pulso acelerado y los faldones de la camisa rasgados y sucios. Luego se levantó y bajó al salón a toda prisa, llamando a Magdalena en voz alta.

La encontró detrás del sillón, tirada en el suelo con el quimono abierto mostrando parcialmente su cuerpo desnudo. El bong estaba a sus pies, casi apagado. Tenía los ojos cerrados y un pequeño reguero de saliva caía de sus labios. Al lado de la cabeza, junto a sus rizos pelirrojos había un pequeño charco blanquecino. Gabriel no estaba seguro de si era vómito u otra cosa, pero no le gustó nada la imagen que ofrecía.

—¡Lena! —Gabriel se arrodilló junto a ella y le tocó las mejillas.

Estaban frías.

Gabriel apoyó el oído en el rostro de la chica, tratando de escuchar su respiración. Tras unos angustiosos segundos pudo sentir su aliento, pero muy leve. Puso una mano sobre el pecho de la chica para buscar su pulso. Era muy lento, pero fuerte.

—Lena, cariño —Gabriel la tomó en brazos y le tocó la cara, dándole suaves golpes con los dedos, puesto que eso era lo que solían hacer en las películas—, Magdalena… Despierta…

La chica gimió en sueños, pero no abrió los ojos. Gabriel miró alrededor desesperado mientras mecía a la pequeña, buscando alguna pista para averiguar qué era lo que había tomado para decírselo a los de urgencias cuando los llamase por teléfono.

—¿Gaby?

Gabriel miró el peculiar rostro de la joven, asustado, pero aliviado por escuchar su voz. Lena tenía los ojos entornados, las pupilas dilatadas y la boca exhalaba un aliento agrio y cálido. Tuvo un acceso de tos y Gabriel la puso de lado para evitar que se atragantase si sufría alguna arcada. Cuando terminó de toser y carraspear la joven abrazó el cuello de Gabriel y él la levantó en vilo para acostarla en el sofá.

No pesaba nada y su cuerpecito, febril y suave, temblaba ligeramente entre sus brazos. Una vez acostada el hombre tapó la desnudez de la joven cerrando el quimono. Ella le acarició la cara mientras sonreía.

—Has venido —dijo con voz ronca.

Las luces de las velas danzaban en su jovencísimo rostro, acentuando sus delgadas facciones y la humedad de sus labios.

—Sí, cielo; estoy aquí —Gabriel tomó la mano de Lena entre las suyas, besándola—. Ahora descansa, pero primero tienes que decirme qué has tomado.

—Has venido —volvió a repetir con voz somnolienta.

—Sí, cariño. He venido y no voy a volver a dejarte —la sonrisa de Magdalena se acentuó al oír esas palabras, mostrando sus dientes—. ¿Qué has tomado, cielo? Necesito saberlo.

La chica negó con la cabeza y su sonrisa fluctuó un poco. Su voz sonó pastosa y errática.

—No pasa nnnada, Gaby. Lo escupí. Quise volar muy lejos, fiuuuuuuu… —Imitó el vuelo de un pájaro con los dedos—. Pero luego me acordé del bebé y la escupí toda, toda, toda…

 Gabriel supuso que se indujo el vómito. Magdalena dejó de sonreír e hizo un puchero de forma infantil.

—¿Luciana se enfadará? ¿Se enfadará cuando vea que tomé prestada su morfina?

—No, no se enfadará. Hiciste bien en escupirla cielo. —Gabriel la besó en la frente—. ¿Morfina? ¿Eso has tomado?

Magdalena volvió a sonreír y a mover la cabeza, asintiendo como una boba.

Síííííííí… —susurró colocando un dedo sobre sus labios—. Pero es un sssssecreto.

Gabriel le acarició la frente y el cabello. Estaba muy asustado y tenía miedo de que la chica sufriera alguna recaída o un colapso o convulsiones o cualquiera de todas esas cosas que salen en las películas cuando alguien sufre una sobredosis. La pequeña debió de ver su preocupación en el rostro y se incorporó un poco para darle un beso en la boca, un simple piquito.

El olor agrio y dulzón de la bilis se quedó impregnado en la boca de Gabriel, pero no le importó.

—No pasa nada, Gabriel —dijo la chica con la voz más estable—. Estoy bien… ennn ssssserio. Solo… solo tomé dos… o tres… o no sé, pero las eché… Estoy bien, estoy bien, estoy muy biennn…

La mano de Lena quedó colgando en el aire, lánguida.

—¿Y la pipa? —cuestionó Gabriel pensando en el humeante bong—. ¿Qué había en la pipa?

La chica se encogió de hombros sonriendo bobaliconamente.

—Había María de Almería —dijo riendo al escuchar la tonta rima—. «Había María de Almería, había María de Almería…». —Repitió canturreando.

Gabriel no pudo evitar sonreír también, un poco aliviado al ver que la chica parecía estar recuperándose. Aún así buscó alrededor un teléfono —se había dejado el suyo en el coche— con la intención de llamar a urgencias. No encontró ninguno.

—Magdalena, cielo ¿Hay por aquí algún teléfono? ¿Tú móvil?

La chica hizo otro cómico puchero. Seguía tumbada de costado en el sofá, mirando con ojos de corderita degollada a su amante. 

—¿A quien vas a llamar? —Magdalena entornó los ojos y lo miró simulando estar ofendida y celosa— ¿Prefieres hablar con otra persona antes que conmigo?

—No cielo, no se trata de eso. Tenemos que pedir ayuda, no estás bien.

Magdalena se ofendió mucho más al oír aquello.

—¿Cómo que no estoy bien? ¿Acaso no te gussssto?

La chica tiró del lazo del quimono y dejó que la seda se deslizase por su cuerpo, dejando que la abertura mostrase la piel blanquísima y ligeramente sonrosada de su vientre desnudo. Uno de sus pechos quedó al descubierto, así como sus muslos, delgados y aterciopelados.

Gabriel no pudo evitar mirar su entrepierna. Desde el día del estanque la chiquilla había dejado que le crecieran los pelos del coño, ocultando la raja con un espeso matorral de color rojizo. A pesar de todos esos pelos los labios menores eran tan largos que conseguían sobresalir por fuera de ese césped, quedando expuestos como un pegote de carne arrugada de aspecto tierno.

—¿Ya no te gusta, Gabriel? —la narcotizada chica se acarició los pelos del chocho, tocándose los arrugados bultos que le salían de la raja.

Gabriel sintió que el pulso se le aceleraba.

—No es eso, nena. Las pastillas pueden haberte hecho daño. Tenemos que buscar ayuda.

—¿Ya no te gusto por el bebé? ¿Por eso me gritaste? —Hizo un puchero y miró a Gabriel con ojos vidriosos.

Gabriel la besó de nuevo en los labios.

—Te grité porque soy un imbécil, un cobarde estúpido y un necio. Tu bebé… —Gabriel se corrigió—: Nuestro bebé no hará que deje de amarte.

Magdalena sonrió y aceptó el beso de su hombre abriendo los labios, pues a la niña le gustaba mucho que ese maduro le llenase la boca con su lengua gorda y babosa.

Cuando despegaron sus bocas Magdalena miró a Gabriel con más seriedad. Su voz era somnolienta, pero había determinación en ella.

—Voy a tenerlo, Gaby.

El hombre aceptó su decisión mientras le acariciaba el rostro con ternura.

—Lo sé, Magdalena. Quiero estar contigo… —volvió a corregirse—: con vosotros. Juntos los tres… si tú me aceptas.

La chica extendió una mano y buscó el paquete de Gabriel, localizando a tientas la zona inferior, sopesando el tamaño y la consistencia de las pelotas de su amante a través del pantalón.

Gabriel gruñó al sentir el contacto, pero se dejó toquetear por esa mano de pequeños dedos.

—Siento haberte gritado —se disculpó mirando fijamente los ojos esmeralda de Lena—. Lo hice porque tenía miedo. Aún lo tengo, cariño. Tengo miedo de repetir los mismos errores que cometí con Rosa. Tengo miedo de no hacerte feliz.

Magdalena cerró los ojos mientras acariciaba los testículos de Gabriel con una mano y su coñito con la otra, tirando de sus labios vaginales como si fueran chicle, respirando lentamente, permitiendo que Gabriel le acariciase el cuello y los pechos mientras trataba de entender las palabras de ese maduro tan atractivo para ella. La droga navegaba por su organismo, enviándola en un constante vaivén onírico, perdiéndose entre la consciencia y los sueños. Gabriel, excitado, siguió hablando de rodillas, declarando su amor incondicional a esa muchacha varias décadas menor que él.

—Eres la persona más increíble y sorprendente que he conocido nunca. Sé que eres una jovencísima criatura con toda una vida por delante por descubrir y disfrutar, y me encantaría formar parte de ella todo el tiempo que tú estés dispuesta a darme.

Magdalena hizo un mohín mientras sonreía, feliz, cachonda y drogada, incapaz de hablar, pues sentía la lengua abotargada. Mientras se tocaba el coño con una mano podía sentir en la otra cómo crecía el abultamiento de la bragueta de Gaby.

—Te amo, Magdalena. Soy un señor mayor, casado y feo, pero estoy enamorado de ti hasta las trancas y seguiré estándolo hasta que te hartes de mí, e incluso más allá.

La pequeña acarició la cara de Gabriel con la mano con la que se había estado tocando el coño, dejando un rastro húmedo en las mejillas del hombre.

—¿Me querrás cuando me crezca la barriguita? —preguntó con voz mimosa.

Gabriel le aseguró que sí mientras le chupaba los dedos. La otra mano de Lena no dejaba de acariciarle los cojones y el duro paquete.

—¿Me harás el amor con nuestro bebé dentro de mí?

—Sí.

—¿Me harás el amor ahora?

Gabriel dudó unos instantes, pues aún estaba un poco preocupado por la salud de la chica, pero las caricias testiculares le habían excitado hasta un punto de no retorno.

—Si tú quieres, sí.

Lena sonrió mostrando sus dientes de conejo, acercando su boca a los labios de Gabriel, rodeados éstos por la incipiente barba de un día; el contacto de esas mejillas le rascó como si fuera una lija, pero eso la excitó mucho, pues consideraba el vello facial un símbolo de madurez y masculinidad. Le metió la lengua en la boca y lamió la cavidad bucal de Gabriel, acariciando con la punta de su lengua los dientes y el paladar de ese baboso maduro, que no dejaba de generar salivas que ella recogía con mucho placer. Gaby era aficionado a chuparle la lengua a esa chiquilla, y le gustaba atrapar ese juguetón apéndice con su boca, tirando de ella y dejando que se escurriera de entre sus labios lentamente.

Mientras se comían las bocas Gabriel bajó una mano y la metió entre los muslos de la chica, acariciando la peluda vulva haciendo círculos concéntricos, gozando con la sensación de sentir en las yemas de los dedos esa carne blandita y jugosa. Tenía muchísimas ganas de metérsela, de follarla y hacer que se corriera de placer una y otra vez, pues para él no había nada más satisfactorio para su hombría que ser capaz de llevar al orgasmo a esa hermosa y joven criatura, tan llena de vitalidad, de amor y ternura.

Magdalena se incorporó en el sofá y trató de ayudarle a desvestirse, pero sus manos flotaban pesadas y descoordinadas, incapaces de realizar acciones tan sencillas como desabrochar un botón, así que se dedicó a contemplar cómo Gabriel se desvestía sentada frente a él, abierta de piernas y enseñándole el conejo, apretándose las tetitas con una mano y tirándose de los labios del coño con la otra.

Las velas del salón iluminaron el cuerpo desnudo del excitado macho, un hombre maduro de cuerpo espigado, un poco enclenque y fofo, con el pecho y el vientre cubiertos por una fina capa de vellos rubios. La piel era blanca, algo rojiza por el sol del verano, pero los ojos eran azules, casi grises, y las canas que se adivinaban en las sienes volvían loca a Magdalena.

La polla estaba tiesa y empinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, apuntando a la joven narcotizada con el circuncidado cipote, baboso, brillante y de aspecto resbaladizo.

Gabriel le separó los delgados muslos, arrimando el nabo a la peluda raja, tanteando a ciegas, sosteniéndose la verga con una mano para guiarla entre esos pelos tan suaves y sedosos. La apretada almeja se abrió lentamente, permitiendo que la gorda cabeza de la polla pasase al interior de la intrincada vagina de la chiquilla, resbalando por el rugoso conducto vaginal hasta el fondo.

Gabriel la folló despacio, disfrutando de cada centímetro de ese preñado chochito, gozando del calor interno, del roce y de los espasmos que allí dentro apretaban su falo. Magdalena gemía y se mordía los labios, retorciéndose los pezones y arañando la espalda y los brazos de Gabriel. Poco a poco el ritmo aumentó y la lujuria movió a Gabriel a darle más y más fuerte, golpeando la raja de Lena con las pelotas, hundiendo la tranca en ese pozo baboso con saña, gruñendo y jadeando sobre los cabellos de la pequeña.

El sudor comenzó a florecer en los cuerpos y la transpiración lubricó los vientres y las ingles de ambos amantes, facilitando el acto y provocando sonoros ruidos sexuales. El sonido de los muelles del sofá se intensificó, los golpes de cadera fueron más rápidos y Gabriel bombeó como un martillo pilón, aplastando su cuerpo desnudo contra la frágil y delgada muchachita una y otra vez, con pasión, atrapando las pequeñas manos de Magdalena con las suyas.

Entrelazaron los dedos y subieron los brazos por encima de la cabeza de Magdalena, con las manos apretadas y chorreando de sudor. Gabriel le mordió el cuello, le chupó la delicada barbilla y la besó con fuerza mientras le hundía el miembro sin descanso, acelerando el ritmo hasta que las minúsculas tetas de la niña se bambolearon frenéticas y los pezones se convirtieron en un borrón de color rojo.

Magdalena chilló de placer cuando le vino el orgasmo, derramándose sobre el tieso mástil, mojando la piel del sofá de líquidos femeninos. Gabriel siguió follándola con fuerza, loco de pasión, escuchando el morboso chapoteo que salía de allí abajo. De ahí también le vino el tufo a coño, fuerte y penetrante, elevando su libido hasta el punto de hacerle sacar la chorreante polla de esa pequeña gruta, pues tenía ganas de meter la nariz ahí dentro y oler toda esa peste directamente de la raja abierta.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que Magdalena se había desvanecido nuevamente. Trató de despertarla, pero fue inútil. La droga y el clímax la habían sumido en un profundo estado letárgico.

«Está tan drogada que podría hacer con ella lo que quisiese» —pensó Gabriel mientras restregaba el endurecido pito por la vulva abierta de Lena, dejando que los labios externos abrazasen el tronco de su rabo.

Luego se colocó de rodillas frente a ella, levantándole las caderas para acceder mejor a las pringosas ingles. Los pelos del coño se le habían apelmazado, llenos de cremosos mocos, apestando a bacalao seco, orines y sudor. El clítoris era una grano tieso, rojo, erecto y sobresaliente. Gabriel, en lugar de comerle el coño se centró en pasarle la lengua por los pelos del culo, chupándole el perineo y apretando la punta de la lengua contra el cerrado esfínter.

Lena tenía el ojete oscuro y rojizo, muy prieto y algo peludo. El hombre le limpió con la lengua toda la suciedad que allí pudiera haber, maravillado una vez más por la fortuna que tenía de lamer una parte tan íntima y secreta de esa chiquilla. La joven núbil siguió durmiendo, ajena a la violación anal que la lengua de Gabriel le estaba perpetrando.

El maduro escupió varias veces en ese cerrado anillo, apretando un dedo en el centro del carnoso esfínter, abriéndole el agujerito del culo poco a poco. Le costó bastante tiempo y esfuerzo meterle el dedo, puesto que la chica apretaba el ojete por acto reflejo, pero el morbo de Gabriel superó esa barrera y al cabo de un rato consiguió sentir el calor interno del culo de Magdalena. Mientras movía el dedo dentro y fuera la chica se despertó, gimiendo y protestando.

Se asustó un poco al ver lo que le estaba haciendo su novio cuarentón, pero en seguida se excitó mucho, porque ese tipo de cosas era lo que ella siempre había deseado de un amante experimentado y maduro como Gabriel. Ella siempre fantaseaba con que ese padre de familia, adulto y mucho mayor que ella, tuviera oscuras y morbosas fantasías, y el hecho de que le hubiera metido un dedo en el culo sin su permiso, aprovechándose de su indefensa situación, la puso como una perra en celo.

—¿Qué haces, Gaby? —preguntó haciéndose la ofendida, colocando una mano sobre el brazo de Gabriel, intentando detenerlo de forma teatral—. ¿Te estás aprovechando de mí?

Por respuesta el hombre probó a meterle un segundo dedo y Magdalena, que estaba muy cachonda, aflojó los músculos rectales, facilitando así la penetración.

La chica había probado en otras ocasiones a meterse cosas por ahí, pero siempre habían sido objetos delgados y finos como bolígrafos, lápices o uno de sus pequeños deditos, por lo que ya tenía algo de experiencia en abrirse y relajarse el recto; aún así, sentir los dos dedos de un hombre adulto metidos por donde ella hacía caca le provocó un fuerte e intenso vahído, haciendo que su almeja volviera a mojarse.

Su mano bajó hasta su vulva, frotándose los abultados labios mayores, exprimiéndose el coño con ganas, con el corazón acelerándose y jadeando muy fuerte, pues sabía que Gabriel iba a sodomizarla, que de un momento a otro iba a meterle la polla por ese agujero y que ella no tendría más remedio que permitirlo. Sentía temor y algo de reluctancia, pero deseaba darle placer al hombre del que se había enamorado. Además, también sentía curiosidad por sentir la verga de su novio dentro de los intestinos.

El tercer dedo le hizo un poco de daño, pero lo calmó acelerando la paja que se estaba haciendo.

—Métela, Gabriel —suplicó la nena, pues sentía que le iba a venir un orgasmo y quería correrse mientras le daban por el culo.

El hombre siguió durante unos segundos más penetrando ese pozo, girando los dedos en el interior, rotando la muñeca despacio para dilatar la mucosa y abrirle el culo. Cuando sacó los dedos arrojó un fuerte salivazo y lo restregó por ahí, acercando luego la cabeza hinchada de su verga, apretando el capullo y forzando la prieta entrada.

Magdalena gimió y se quejó con los ojos cerrados, tratando de relajarse lo suficiente para que le entrase todo eso. Gabriel agarró las piernas de Magdalena y las levantó para que su cadera se elevase, abriéndolas al mismo tiempo, empujando y aflojando, metiendo poco a poco el carajo en el esfínter. La cabeza entró y la dejó ahí unos segundos, dejando que la inexperta chica sintiera el enorme bálano llenando su entrada secreta.

Magdalena contraía y aflojaba el vientre, conteniendo la respiración, sufriendo de forma placentera la dilatación rectal que el empuje de Gabriel, constante y firme, ejercía contra ese conducto tan estrecho. No llegó a introducirle todo el pene, solo hasta la mitad, procediendo entonces a un suave y lentísimo mete y saca, moviendo apenas un par de centímetros adentro y afuera. Magdalena gritó de gusto y morbo al notar como le abrían las entrañas, sintiendo la polla de ese adulto baboso de sienes plateadas follarle su virginal culito.

La niña se restregó el inflamado coño con salvaje ímpetu, restregándose la gorda pipa con dedos encharcados, reventándose la funda del clítoris con saña. Su agujero vaginal era una presa abierta que no dejaba de expulsar mucosas repletas de diminutas pompitas, así como algún que otro grumo blanquecino. Todo eso se escurrió hacia abajo, lubricando el pene de Gabriel mientras entraba y salía del ojete. El aire se escapaba de allí dentro, produciendo sonidos poco románticos pero increíblemente eróticos y morbosos.

La peste a coño mojado elevó la libido del macho, provocando que ahondase más en los intestinos de la niña, acelerando también la cadencia, dándole por el culo con rabia, sin compasión, gruñendo y gimiendo, castigando el prieto ojete con fuerza, estrujando los delgados muslos de Magdalena con las manos convertidas en garras, estrujando la delicada y sonrosada piel hasta enrojecerla. Su rostro se convirtió en la máscara de un viejo vicioso, de un cabrón en celo, de un sátiro de ojos azules y profundas arrugas masculinas, un loco ciego de deseo y lujuria al que le corrían las babas por las comisuras de los labios hasta la barbilla.

Magdalena se corrió al ver esa cara, pues supo que era ella la responsable de que ese padre de familia tan respetable y educado se hubiera convertido en un salvaje lascivo, en un bestia baboso y empapado de sudor, desesperado por reventar a pollazos el culo de una cría décadas menor que él.

La vejiga se le aflojó y no pudo evitar que su uretra expulsase chorritos de meados mientras los espasmos vaginales le destrozaban el coño. Los gritos de Magdalena se confundieron con los guturales gruñidos de Gabriel, que al ver cómo el chochito de la chiquilla escupía los meados se corrió él también, pues no pudo soportar la tremenda ola de morbo que le llegó al sentir cómo el pis le mojaba el vientre.

Se corrió dentro del culo, arrojando potentes descargas que ardieron dentro de las tripas de la muchacha, llenándole el intestino de cremoso esperma, hundiendo la larga polla hasta que los cojones se agolparon en las nalgas, exprimiendo las gordas pelotas contra la suave piel de ese culo recién desvirgado.

Se dejó caer sobre Lena, buscando las feas y ridículas tetitas de la chica para estrujarlas, puesto que estaba enamorado de esos dos bultos y se moría de ganas por pellizcarle las dos gominolas rojas que eran los pezones de esa angelical criatura.

Se besaron largo rato, con la verga metida en el culo, macerándose con el semen y la mucosa rectal, esperando a que el cilindro masculino disminuyese de tamaño. Cuando le extrajo la verga Gabriel no pudo evitar mirar el enrojecido y castigado pozo, viendo como se le escurría la nata por allí. Estaba ligeramente sucia de materia fecal, pero no le dio asco. Recordó entonces la afición de su joven novia a chupar su esperma, así que plantó el amorcillado pene debajo del chorreante agujero, recogiendo con la punta de la pija los goterones que de ahí colgaban.

Agarró a la joven preñada de los pelos y le ofreció el pene cubierto de crema masculina para que lo chupase.

—Está sucio —dijo Magdalena torciendo un poco la nariz antes de metérselo en la boca, chupando el apestoso glande con muchas ganas y mirando a su novio a los ojos mientras lo hacía.

Gabriel se dedicó a acariciar el precioso cabello rojo de esa pequeña puerca mientras se limpiaba el rabo con su boca, viendo como le lamía el esperma manchado recién salido de su culo. A pesar de la circuncisión el pellejo se le subía a veces, arrugado y tierno, provocando que entre esos pliegues quedasen restos. Magdalena los limpió a conciencia, disfrutando del chicloso rabo y del regordete capullo, poniendo morritos y dando besos tiernos en ese apestoso cipote.

«Esta cosa me ha dejado preñada —pensó la putita con cierta ensoñación, pues aún perduraba en su cerebro restos de la droga—. Esta cosa ha entrado en mi boca, en mi chochito y en mi culo».

Mientras chupaba la verga de Gabriel sintió que se excitaba de nuevo, sintiendo de repente una oleada de amor hacia ese hombre que le acariciaba el cabello y las mejillas con ternura.

«Ahora es mío. Mi hombre. El padre de mi bebé. Ahora me pertenece».

La idea de ser la compañera y la dueña de ese macho adulto, de un hombre maduro y curtido por los años, le dio una sensación de poder y superioridad tan grande que casi le provocó otro orgasmo.

—Eres mío, Gabriel —le dijo mirándole a los ojos mientras se pasaba el glande por las pecas de la cara, sonriendo con su carita de conejo y su nariz de cerdita—. Eres mío.

Gabriel miró a esa mujer con cuerpo de niña y supo que estaba perdido para siempre, que nunca conseguiría desprenderse del irresistible embrujo de esa hechicera y que moriría por ella y por su hijo nonato sin dudarlo si fuera necesario.

El aliento de la chiquilla le calentó los huevos cuando habló con ellos pegados a la boca:

—¿Sabes? Creo que a partir de ahora tendrás que hacérmelo por detrás más veces —dijo con voz de niña inocente—. Tengo miedo de que le hagas daño al bebé con esta picha tan larga. ¿Me harás ese favor, Gabriel? ¿Me la meterás por el culo cuando tenga la barriga gorda para no hacerle daño a nuestro hijo?

Gabriel, mareado por el morbo y el reciente orgasmo, no pudo articular palabra, así que asintió con la cabeza mientras notaba como le volvía a crecer la polla sobre la cara de esa adorable putilla.


CONTINUARÁ...

Esperma 27

(c)2021 Kain Orange


domingo, 2 de mayo de 2021

ESPERMA (25)

25.


MARIOLA


Aquella tarde, después de recibir la llamada de Samantha anunciando la muerte de Josephine, Mariola hizo el equipaje y se subió al todoterreno de alquiler, saliendo de Luégana sin mirar atrás, rumbo al aeropuerto. Tuvo muchísima suerte con los horarios y probablemente llegaría a tiempo al funeral de su amiga, aunque debería esperar varias horas hasta la llegada del primer vuelo hacia Madrid —de ahí saldría el avión hacia Costa Rica al día siguiente—. Solo llevaba un pequeña maleta, pues solía viajar con lo puesto y adquiría la ropa en los lugares de destino: prendas baratas, cómodas y prescindibles. Antes de regresar a casa las entregaba en algún punto de recogida para gente necesitada.

Ya era madrugada y estaba a punto de embarcar cuando recibió la llamada de Rosa. Mariola se quedó mirando el teléfono sin atreverse a descolgar. El corazón latía muy deprisa dentro de su pecho mientras decidía qué hacer. ¿Por qué la llamaba a estas horas, de madrugada?

Un calor comenzó a subir desde su pecho hasta las mejillas y sintió cómo se le erizaban los vellos de la nuca.

«Es Rosa, tu Rosi. Es ella quién desea hablar contigo en mitad de la noche».

Pero no se atrevía a contestar. Sabía que en cuanto oyera de nuevo la voz de su amante estaría perdida, que no sería capaz de apartar de su cabeza la imagen del cuerpo sudoroso de Rosa, desnudo sobre la mesa del salón de su madre, entregada totalmente a ella.

El teléfono seguía sonando, insistente.

«¿Cómo pudiste dudar de ella? ¿Cómo has podido pensar siquiera en volver a abandonarla?».

Justo cuando iba a aceptar la llamada ésta se cortó. El altavoz volvió a anunciar la inminente salida del avión y Mariola palmeó el móvil con nerviosismo, temblando de emoción, tratando de encontrar entre los menús la opción para devolver la llamada a Rosa.

Tardó unos preciosos segundos y cuando escuchó la voz de su amante sintió que las piernas se convertían en flan.

Rosa estaba en Luégana. Había salido de noche de casa y había acudido a ella en persona hasta el pueblo para verla, para estar con ella. Mariola sentía el corazón desbocado, las palmas de las manos transpirando a chorros y la vista un poco nublada.

«Por Dios, ¿qué me pasa? Parezco una chiquilla de doce años que acaba de ver a su ídolo musical en persona».

Con voz trémula trató de hablar con ella, pero no conseguía expresarse con claridad. Quería decirle que la aguardara, que la perdonase por no haber estado allí como le prometió, que iría en seguida, que la amaba, que siempre la amó y que siempre lo haría. Que era una cobarde y que tuvo miedo de que algún día Rosa pudiera culparla por pedirle que abandonase a su familia para irse con ella.

Quiso decirle que fue una ruin y una irresponsable por pedirle que huyese con ella a Costa Rica y que estaba arrepentida, pues no tenía derecho a ponerla en semejante tesitura. Quería decirle que estaba dispuesta a ser ella la que sacrificase su vida y su trabajo, quedándose aquí, con ella.

Quería decir todo eso y mucho más, pero Rosa colgó de forma abrupta y Mariola quedó con la palabra en la boca, agitada y sumamente preocupada. Tomó una decisión y dejó atrás la zona de embarque, regresando al mostrador de Avis dónde le volvieron a dar las llaves del mismo todoterreno. Sin detenerse a pensar en lo que hacía, con el corazón golpeando su pecho y el sudor recorriendo sus sienes puso rumbo de nuevo a Luégana. Con suerte la encontraría en el viejo cortijo de los padres de Rosa, cerca del arroyo de Las Pozas.

«¿Y si no está allí?».

La buscaría. No le costaría mucho trabajo encontrarla. Le preguntaría a los padres si fuera necesario, iría hasta la ciudad, hasta la puerta de su casa y allí…

«¿Allí qué? ¿Qué harás, Mariola?, ¿qué haréis?».

Los ojos le escocieron y se restregó los párpados con fuerza.

«No lo sé. Solo sé que no puedo abandonarla otra vez».


Magdalena


Los mantras tibetanos armonizaban con el sonido de los cuencos metálicos, llenando la atmósfera del salón de un ambiente místico y purificador acentuado por la cálida luz de las velas aromáticas, que iluminaban la sala arrojando sombras danzarinas sobre las paredes. Aquí y allá había objetos de todo tipo: figuras de peltre, máscaras africanas, vasijas de medio oriente, piedras oceánicas, tapices celtas y otras parafernalias afines al hermetismo y la superchería de nueva ola: pirámides magnéticas, esferas cuánticas, atrapasueños, manos de Fátima, estatuas de Ganesha y de Shiva, elefantes, budas y espadas japonesas sobre pequeños bonsais…

Magdalena aspiraba la fuerte mezcla que había en la cazoleta del bong, dejándose llevar por la marihuana de Almería, potenciada por una píldora de codeína que se había tomado unos minutos antes, tratando de volar a algún lugar lejos de ahí. Se había puesto una sencilla bata japonesa, una especie de quimono de seda que acariciaba su delgado cuerpo con libidinosa desfachatez. La prenda era un regalo de su madre y era la pieza más cara del vestuario de Magdalena. Debajo no llevaba nada y la abertura de la prenda mostraba la piel blanca y limpia de la joven, con la sombra de los pezones bailando sobre su pecho al ritmo de las velas. La «maría» se la había dejado su madre, una hippy de mentalidad abierta y aficionada a la New Age, al esoterismo y al sexo tántrico. Era bisexual y desde la muerte de su marido no había vuelto a tener una pareja estable, aunque sí muchos amantes de ambos sexos.  

Magdalena y su madre Luciana vivían con cierta comodidad gracias a la pensión de viudedad y a las rentas que heredó de su difunto padre, un importante legislador muerto cuando ella era pequeña en un accidente de tráfico. La madre de Magdalena era una escaparatista e interiorista freelance de cierto éxito, lo que le dejaba mucho tiempo libre para dedicarse a sus «aficiones cósmicas», como las llamaba Lena. Luciana, amante del esoterismo, la astrología, la cartomancia y otras supercherías, magufadas y pseudo filosofías, solía organizar reuniones tántricas donde el incienso no era la única resina que se quemaba y se inhalaba.

Luciana (o Lucy), era una señora de treinta y muchos años, pelirroja y delgada, como Lena, muy guapa, de ojos claros y con un hermoso cuerpo estilizado. En general tenía un aire aristocrático sin llegar a pecar de snob y le gustaba vestir con ropa outlet de grandes marcas o imitaciones de famosos modistas. En aquellos momentos estaba de viaje en una «gira astral» de tres días. Magdalena sabía que probablemente estaría en alguna bacanal orgiástica promovida por algún gurú religioso, rodeada de drogas psicodélicas y masajistas asiáticas. Lucy confiaba en la madurez precoz de su hija y no temía dejar sola a la pequeña Magdalena, acostumbrada a las «fiestas depurativas» de su madre y sus esporádicas ausencias.

Mientras fumaba la chica trataba de relajarse y tomar en perspectiva la discusión que había tenido con Gabriel, huyendo de la autocompasión y centrándose en la empatía, buscando las razones por las que el hombre que ella amaba había reaccionado de esa manera. A pesar de su juventud Lena tenía una gran inteligencia emocional y eso la hacía más empática y receptiva a los conflictos, tratando siempre de encontrar la fuente de esos enfrentamientos para poder afrontarlos y solucionarlos de la mejor forma posible (aunque ella no lo pensaba con esas palabras).

En esta ocasión le fue más difícil, puesto que la congoja que sentía en el pecho era demasiado grande. Las últimas semanas había estado en una nube de romanticismo y sensualidad tan gloriosa que la reacción de Gabriel la pilló totalmente desprevenida, acentuada también por el rechazo anterior de su amiga Carla.

«Está celosa —pensó tras exhalar una larga columna de humo—, tiene celos de nosotros y la entiendo, pero Gabriel…».

Lena era una cría, pero no era tonta. Sabía que lo que Gabriel y ella estaban haciendo no estaba bien visto, no solo por la infidelidad del hombre hacia su esposa, si no por la diferencia de edad que había entre ellos. Era la típica historia de la Lolita que seduce al maduro padre de familia, como en la novela de Nabokov o en aquella película de Kevin Speacy. Era algo prohibido y la sociedad los rechazaría y los señalaría con el dedo (sobre todo a Gabriel) cuando su romance viera la luz.

«¿Es eso es lo que le ha asustado, la vergüenza de verse expuesto ante todo el mundo como un viejo verde, como un adúltero que babea detrás de las jovencitas?».

La droga le hacía efecto, relajando sus músculos y envolviendo su cabeza en una suave y ondulante marea de bienestar hipnótico que la arrastraba poco a poco hacía una sensualidad a flor de piel. Era la segunda cazoleta que se fumaba. La primera le había servido para borrar las lágrimas y la depresión, puesto que a Magdalena el THC le subía la euforia, levantándole el ánimo y haciéndola reír sin motivo. Pero la segunda, combinada con la codeína, la estaba sumiendo en un nube de sensaciones libidinosas, casi afrodisíacas.

Aún así, una pequeña esquirla racional atravesó esa nube:

«Se ha asustado por tu embarazo, Magda. Todo ha ido bien mientras eras un chochito donde meter su picha con libertad, pero en cuanto le has dicho que estabas preñada… ay, amiga, eso ya no le ha gustado».

Lena agitó la cabeza, tratando de apartar esa voz de su mente, pero fue inútil:

«Y es normal que se haya asustado. Se ha asustado porque tú ya has decidido tener al bebé, ¿no?. Si quisieras abortar te habrías callado, lo habrías mantenido en secreto y habrías hecho lo que había que hacer; pero si se lo has dicho es porque deseabas tenerlo y querías que él lo supiera. Joder, incluso fuiste a casa de Carla con la intención de que ella te apoyase frente a su padre porque sabías que él podría reaccionar así».

Lena trataba de acallar a esa voz, tal y como hacían a veces sus amigos con ella cuando le entraba un ataque de verborrea, pero era inútil, puesto que era ella misma quien se estaba sermoneando.

«Confiésalo Lena: tú misma buscaste el embarazo. Te negaste desde el primer día a usar preservativos porque sabías que eso volvía loco a Gaby, pero también porque buscabas quedarte preñada de él. Pudiste haber pillado pastillas del día después, pero no lo hiciste porque querías un bebé. Querías SU bebé. Después de tantos años detrás de él necesitabas algo para atarlo definitivamente a tu lado, para retenerlo y asegurarte de tenerlo junto a ti».

Magdalena sintió que le ardían los ojos, y no era por el humo. Se levantó y fue al dormitorio de su madre, buscando en los lugares secretos el alijo de las drogas. Conocía a su vieja y sabía que en algún lado debía de tener sustancias más fuertes, las que usaba en las celebraciones y misas esotéricas. No tuvo que buscar mucho. Encontró un pequeño bolso junto con los consoladores, las bolas chinas y el plug anal de su madre. Dejó a un lado esas cosas y miró dentro del pequeño bolso.

Luciana, conocedora de los riesgos de las sobredosis o las mezclas exóticas de distintos fármacos, tenía etiquetadas todas las sustancias, pues tenía miedo de que algún amigo o amante ocasional las mezclase por error o se confundiera de dosis.

Cocaína, morfina y algo de metanfetamina en un par de botellitas individuales. También había una piedra de polen marroquí, un poco de hash turco y la bolsa con los cogollos de marihuana almeriense, prácticamente vacía.

«No deberías tomar nada, Magdalena. Recuerda al bebé».

Tomó un comprimido de morfina y lo llevó a la cocina. Allí lo trituró con dos cucharitas de café y la inhaló, deseando que le hiciera efecto rápido, pues no quería seguir escuchándose a sí misma. Luego regresó al salón, dejando que el quimono se le abriese por delante para sentir su desnudez acariciando el aire.

El opioide llegó al riego sanguíneo a través de sus pulmones y de ahí al cerebro, activando su centro sensorial y provocándole un subidón. Su corazón bajó de ritmo y su respiración se hizo más lenta. Se tumbó en el sofá y la prenda se abrió, dejando al descubierto su desnudez. Allí comenzó a soñar, decidiendo que no necesitaba a Gabriel. Que sería libre. Que tendría un bonito bebé y lo cuidarían su madre y ella juntas. Vivirían felices y ella tendría muchos amantes, como su mamá.

Pensar en los amantes de su madre le trajo el recuerdo del contorsionista iraní. Eso le hizo reír a carcajadas.

Brahmir era un faquir ayurvédico que practicaba el yoga tántrico (o eso decía él), se acostaba con su madre y una noche Magdalena bajó para espiarlos mientras practicaban yoga en el salón. El tío se había desnudado y había retorcido su cuerpo de tal manera que tenía la cabeza metida entre sus piernas, chupándose la polla a si mismo. Magdalena consiguió sofocar el ataque de risa que le entró cuando vio a ese tío haciéndose la autofelación, pero la hilaridad dio paso al estupor y la excitación cuando vio a su madre aprovechar la postura de Brahmir para lamerle el culo e introducirle un dedo en el ano.

Acostada en el sofá, con la droga navegando por su cerebro y con el quimono apenas tapando su cuerpo, Magdalena deseó a Gaby. Quería tener a ese hombre maduro junto a ella, necesitaba sentir sus manos recorriendo su piel, quería ver la mirada llena de deseo en esos ojos azules y su boca entre sus muslos. La pequeña Lena quería hacer lo mismo que hizo su madre con ese exótico faquir, tocarlo y corromperlo, volverlo loco de placer y humillarlo sexualmente.

Cuando estaban a solas, justo después de hacer el amor, Magdalena solía hacer preguntas muy indiscretas a Gabriel, interrogándolo sobre su vida sexual con Rosa, obligándolo a que le contase los secretos de alcoba que marido y mujer compartían en la intimidad de la cama. A la chica le ponía muy cachonda imaginar a la madre de Carla haciendo todas esas cosas y disfrutaba mucho viendo como Gabriel se sonrojaba contándolas.

La niña también sentía un poco de celos, sobre todo cuando Gabriel le explicaba los juegos sexuales que realizaba con los enormes pechos de su mujer, y Magdalena sentía mucha rabia por no poder masturbar con sus tetas a su novio. La chiquilla le hacia muchas preguntas y él las contestaba con reluctancia, pero excitado, pues sabía que sus respuestas calentaban la imaginación de esa pequeña zorrita.

Magdalena trató de tocarse, pero el recuerdo de la voz de Gabriel acusándola de romper su matrimonio la deprimió. La discusión telefónica se transformó en su narcotizada cabeza en una pelea ruin y déspota, en un sinsentido lleno de voces y gritos. La droga magnificó la depresión de la chica y Magdalena sintió que necesitaba evadirse más lejos. 

Así que regresó al dormitorio de su madre a buscar más píldoras.


GABRIEL


El accidente no fue grave —un pequeño alcance con el vehículo que le precedía— pero el pesado Volvo de Gabriel tardó demasiado en frenar y el enorme frontal se hundió en el maletero del taxi, abollándolo. Fue culpa de Gabriel, que iba distraído con la cabeza llena de reproche, culpa y vergüenza. También había ira, canalizada al principio hacia la pobre Magdalena, pero poco a poco, conforme iban transcurriendo los minutos, Gabriel dirigía esa rabia hacia sí mismo, arrepintiéndose de haberse enfadado con la chiquilla.

El golpe se produjo en el centro de la ciudad, en un cruce señalizado por semáforos y Gabriel no se percató de que el taxi se había detenido con luz ámbar, frenando demasiado tarde. El taxista se quejó y despotricó al ver que le habían dañado el parachoques trasero y uno de los pilotos. Rellenaron los formularios y el taxista siguió su camino con la pieza de atrás colgando torcida.

El morro del Volvo estaba un poco chafado, nada grave, pero Gabriel no estaba con ánimo de volver a conducir. Se quedó dentro del vehículo, con el aire acondicionado en marcha, ya que la noche era especialmente calurosa. Había estacionado a un lado de la vía, frente a una farmacia. Las luces de neón y las lámparas de sodio de las farolas iluminaban el asfalto y las solitarias aceras, creando sombras intermitentes sobre el rostro compungido de Gabriel.

«¿Qué estas haciendo? ¿Qué crees que vas a solucionar persiguiendo a tu hija y a tu esposa?».

Apoyó la frente contra el volante, tratando de ordenar sus ideas.

«Aún puedo arreglarlo. Puedo pedirle perdón. Puedo solucionarlo, olvidar a esa chiquilla y empezar de cero con Rosa».

Pero eran palabras vacías, una esperanza hueca sin sentido.

«¿Empezar de cero, Gabriel? Vosotros ya empezasteis una vez de cero. Te enamoraste de Rosa por sus tetas y por su energía, por su pasión por la vida y por ese carácter salvaje, indomable. La dejaste preñada y os obligasteis a formar una familia porque eso era lo correcto, porque eráis jóvenes, inexpertos e inmaduros.

»Fuisteis felices un tiempo, pero Rosa tiene razón, Gabriel, y tú lo sabes: hace muchos años que debisteis de tomar un rumbo por separado. Lo que estás haciendo ahora es huir hacia delante, escapar de tu responsabilidad, buscar una excusa para no enfrentarte a la verdad».

Gabriel negó con la cabeza, apretando los labios.

«¿Verdad? ¿Qué verdad, eh? ¿Que tengo miedo de las habladurías, de pasar vergüenza, de ser señalado por mis conocidos, de ser repudiado por mis hijos? ¿O acaso me estas diciendo que tengo miedo de ese bebé, que tengo miedo de Magdalena y su embarazo, que tengo miedo de enfrentarme a la posibilidad de volver a ser padre?».

Se echó hacía atrás y rio en voz alta, sin pizca de humor, como un loco.

«No. Tienes miedo de volver a fracasar como hiciste con Rosa».

Gabriel parpadeó incrédulo. Sus manos comenzaron a transpirar y su corazón se aceleró.

«Amas a esa chica en secreto desde hace años; has sido más feliz en las últimas semanas que en los últimos diez años de matrimonio y te aterra comprometerte con Magdalena, de no ser lo suficientemente hombre como para hacer que ella no caiga en la monotonía y la desidia, como hiciste con Rosa.

»Simplemente tienes miedo de hacerla infeliz».

Gabriel miró hacia un lado, contemplando el escaparate iluminado de la farmacia. En uno de los expositores había artículos para bebé. Pensó en Magdalena y en las cosas que le dijo. Recordó las palabras suplicantes de la pobre chiquilla, pidiéndole perdón por algo en lo que ella no tenía ninguna culpa. Gabriel sintió un profundo asco hacia sí mismo y arrancó el Volvo con rabia, embragando demasiado deprisa y provocando que el coche se calase.

Soltó una palabrota y volvió a arrancar. Dio media vuelta y enfiló hacia las afueras, allá donde Magdalena y su madre vivían en una lujosa urbanización.


CARLA


Carla regresaba a casa en taxi. Había dejado el ciclomotor en la pequeña parada del pueblo, incapaz de volver a rehacer el largo camino de vuelta a casa en ese ruidoso trasto. Durante el breve trayecto desde el cortijo hasta el pueblo pensó en las cosas que habían pasado desde que abrió la puerta a esa mujer.

Su madre aún seguía ebria y la desconocida la ayudó a regresar al sofá, poniendo especial cuidado en sostener las toallas de forma púdica, tapando las vergüenzas de su madre. La hermosa rubia se percató en seguida del estado de embriaguez en el que se encontraba Rosa, pidiendo entonces a Carla que buscase algo de abrigo y mirase si había algo de café preparado y algún analgésico.

Carla obedeció, dejándose guiar por esa mujer de voz agradable y calmada, dejando que ella tomase las riendas de la situación de forma espontánea. Le llevó una bata de su abuela y preparó algo de café instantáneo. Cuando regresó de la cocina con una pequeña bandeja se quedó paralizada en el umbral del salón, viendo a su madre besando en los labios a esa mujer, abrazándola con fuerza.

Tenía lágrimas en los ojos y su boca se abría y se cerraba con suavidad sobre los labios de la enigmática rubia. Aquello no era un beso de amiga, no era un piquito amistoso. Era un beso entre amantes.

Mariola detectó la presencia de Carla y se apartó de su madre, dejando un pequeño puente de saliva entre ambas bocas. Carla regresó a la cocina con la bandeja aún en la mano, confusa y aturdida, con la sensación de que estaba a punto de sufrir un ataque de risa histérica ante lo que le estaba pasando.

«Esto ya es imposible. No puede ser. Debo de estar soñando».

Dejó caer la bandeja en el fregadero, volcando las tazas y el café, tapándose la boca con una mano, sofocando las carcajadas.

«Primero pillo a mi padre follando con mi mejor amiga, luego le chupo la polla a mi hermano, después pillo al fontanero masturbándose con mis bragas, hace un rato le he comido el coño a mi propia madre (que había estado a punto de morir ahogada) y ahora… ahora ella… ella…».

Carla rio en voz alta, incapaz de contener la histeria ante esa broma cósmica.

—¿Carla?

La voz, sensual y calmada, con un cierto deje extranjero, vino acompañada por el contacto de una mano cálida y suave sobre su hombro. Carla se giró sobresaltada, tapándose de nuevo la boca sin poder dejar de reír… o llorar, porque la risa se había transformado en una especie de lloro espasmódico.

Mariola estaba junto a ella, seria, hermosa, con los largos cabellos enmarcando el altivo rostro, acentuando la desnudez de un cuello exquisito.

Carla no podía hablar, sonreía y lloraba al mismo tiempo, negando con la cabeza, sin saber qué decir a esa desconocida, incapaz de procesar todo lo que le estaba pasando.

La mujer pareció comprender lo que le estaba sucediendo a la chica y le tomó las dos manos, apretándolas levemente. Luego le habló muy despacio, vocalizando y marcando las pausas.

—Me llamo Mariola. Viví en Luégana antes de que tú nacieras y tu madre y yo éramos muy amigas. Éramos amantes. Nos separamos hace décadas y nos volvimos a reencontrar dos días atrás.

Carla seguía negando con la cabeza en silencio mientras lloraba, bloqueada.

Mariola hizo el amago de acercarse más a ella, pero Carla le apartó las manos con brusquedad.

—Esto no está pasando —consiguió decir al fin, quitándose las lágrimas de la cara con un movimiento feroz—. No es real. No es real…

—Carla… —Comenzó a decir Mariola en voz baja, pero la pequeña la interrumpió, alzando la voz y señalando detrás de la mujer, hacia el salón.

—Aquella es mi madre y acabo de sacarla de la piscina a punto de ahogarse borracha perdida. ¿Sabes por qué? Porque mi padre… ¡Mi padre! Le pone los cuernos con mi mejor amiga, ¿entiendes? Y ahora… ahora resulta que ella también… ¿Que también tiene una amante…? 

Carla echó la cabeza hacia atrás, soltando una carcajada histérica, colocando las manos sobre su cabeza. Mariola volvió a tomar las muñecas de Carla, pues deseaba que hubiera contacto físico para poder transmitirle confianza. Luego volvió a hablar con el mismo tono pausado.

—Siento mucho que nos hayamos conocido de esta manera. En cierta manera creo que también soy culpable de lo que le ha pasado a tu madre esta noche.

Carla dejó que esa mujer la tomase de las manos, pero siguió agitando la cabeza en señal de negativa sin dejar de sollozar y sonreír al mismo tiempo. Mariola siguió hablando, tratando de resumir lo que había pasado.

—Ella acudió a mi esperando que yo cumpliera un promesa que le hice, pero no me encontró aquí. Creo que se sintió dolida y traicionada, pues ya la abandoné una vez en otra ocasión. Eso ha debido de afectarla, llevándola a hacer algo que no hubiera hecho de ninguna otra manera.

«Esto es una mierda —pensó Carla—. Yo no sé de qué narices habla esta tía. Esto no está pasando. ¡Esto no está pasando!».

Carla se zafó de Mariola y fue al salón. Su madre estaba otra vez durmiendo la mona sobre el sofá. La hija se acercó a ella con la intención de despertarla y pedirle explicaciones, pero algo la detuvo. Carla se acababa de dar cuenta de que era ella quien se había inmiscuido en la vida de todas estas personas: su madre y Mariola, su padre y Magdalena, su hermano y su novio universitario. Todos ellos tenían en común algo más que ser amantes: Carla.

Fue ella quien hizo dudar a Esteban de su sexualidad con sus juegos de alcoba, obligándolo a huir de casa por miedo a perder a su novio universitario. Fue ella quien permitió y alentó a su amiga Magdalena a que conquistase a su padre, permitiendo además que consumaran su amor en el estanque, disfrutando ella también de ello, facilitando la discusión de esa noche y la ruptura de sus padres.

También había sido ella quien había probado el sexo prohibido de su propia madre, y ahora estaba dispuesta a inmiscuirse entre ella y esta mujer —«¡su amante!»— para impedir que disfrutasen de lo que ella carecía.

«¿De qué careces, Carla? ¿Qué es eso que te falta y que todas estas personas poseen y tú deseas? ¿Por qué estás celosa?».

Miró a su madre: los rizos húmedos pegados sobre su rostro, amado y querido. En la placidez del sueño sonreía levemente, con las mejillas arreboladas. Miró a su amante, esa tal Mariola, tan bella como una actriz de cine, con los ojos húmedos posados sobre el cuerpo semidesnudo de su madre. Había algo en esa mirada que le hizo sentirse como una intrusa, como si estuviera interrumpiendo una energía que emanaba de esas dos personas.

«Celos. Celos de Esteban y sus amantes y sus vídeos; celos de papá y Magdalena; celos de mamá y… de esta mujer».

Mariola se acercó a ella, pero Carla se apartó.

«Celos, celos de todos ellos, de su sexualidad, de su libertad».

Carla pensó en Miguel y lo odió como nunca había odiado a nadie en toda su vida. Se inclinó y besó a su madre en la mejilla, después salió de allí sin mirar atrás, con una pregunta martillándole la cabeza constantemente: «¿Qué es eso que te falta y todos ellos tienen, Carla?».

Encontró la respuesta justo antes de dormirse en el asiento de atrás del taxi, camino de casa, mientras pensaba en los ojos color miel de Víctor, en su sonrisa, en sus viajes y en su cuerpo lleno de músculos y grasa.


MIGUEL


La chica dijo que se llamaba Damaris y a Miguel le llamó la atención su pose altiva, su esbelto cuerpo apretado en un ceñido traje de noche y su cuello largo, blanco y delgado. Damaris parecía una de esas modelos anoréxicas de mirada lánguida y apática, esas que llevan la indolencia por bandera y los andares de una diva pasada de vueltas.

Dijo que estaba celebrando su decimonoveno cumpleaños a solas porque «sus padres no comprendían la vaguedad de una existencia discriminada por los cambiantes flujos artísticos de las nuevas tecnologías». Lo que venía a significar que ella quería ser una influencer instagramer y sus padres no le habían querido comprar el carísimo equipo audiovisual que ella necesitaba. Se había escapado de casa y estaba fumando heroína de baja calidad a las puertas del antro de moda en aquellos momentos.

Miguel le echó el ojo y no tardó mucho en lograr que subiera al deportivo. Ya habían pasado dos días desde su tropiezo con Desiré, la madura prostituta, y Miguel había estado viajando desde entonces, conduciendo el Mazda sin rumbo fijo por la costa, aprovechando los últimos días de vacaciones en la empresa de su padre.

Nunca había estado en esa ciudad y lo primero que hizo fue informarse sobre cuales eran los barrios más problemáticos, buscando en ellos alguna vieja zorra que se dejara pegar por cuatro perras. Fue durante esa búsqueda que llegó a las puertas de ese antro, tropezando con Damaris, la niña de papá enfadada con la vida, jugando a ser mala y con ganas de que le dieran caña.

Miguel le dio más de lo que ella hubiera querido.

Deshacerse del cadáver de una chica de diecinueve años no era nada complicado ni difícil. Lo jodido es lograr que nadie sepa que lo has hecho tú. Miguel aprendió esa noche lo tremendamente complicado que era hacer eso. De hecho, estaba seguro de que era prácticamente imposible. Para empezar, era muy probable que lo hubieran visto hablando con la chica antes de que esta subiera a su coche. Solo con eso la cagada ya era monumental. Pero encima el precoz e inepto asesino había dejado tantas huellas y evidencias de su crimen que le parecería un milagro si la policía no le echaba el guante en menos de cuarenta y ocho horas.

La estranguló en el coche y consiguió tener una erección plena durante unos segundos al sentir en sus manos los últimos y trágicos estertores de la pobre chica. Trató de violar el cadáver, pero no consiguió mantener la erección el tiempo suficiente y lo dejó por imposible. Después se asustó un poco, pero no por lo que había hecho —en su mente de psicópata no había espacio para la empatía, el arrepentimiento o la conciencia—  si no por que no había tomado precauciones y temía contagiarse con alguna venérea.

Si había algo a lo que Miguel tuviera miedo era a las enfermedades, sufriendo una fobia visceral hacia los hospitales y los centros médicos.

Para deshacerse del cadáver optó por un clásico: arrojarlo por un acantilado y dejar que las rocas, el mar y los peces hicieran el resto. Luego limpió el Mazda a fondo y dejó de preocuparse por la policía.

«Lo que sea, será» —pensó mientras ponía rumbo hacía la ciudad donde vivía Carla, su ex novia, a la que consideraba culpable de su impotencia.

Continuará...

Esperma 26

(c)2021 Kain Orange


jueves, 29 de abril de 2021

ESPERMA (24)

 24


CARLA


Tuvo que parar a mitad del camino para repostar el depósito del ciclomotor. Era una estación abierta las 24h, automatizada, perdida en medio de la carretera comarcal que subía hacía el pueblo. No había nadie y sintió miedo el rato que estuvo allí sola, esperando que en cualquier momento algún desaprensivo apareciera de la nada para atacarla.

«Esto es una locura. ¿Qué esperas lograr, eh?, ¿qué esperas conseguir, Carla?».

No estaba segura. Necesitaba hablar con su madre, quería saber porqué se había ido ella en lugar de echar a su padre. Quería consolarla y abrazarla, pero sobre todo necesitaba descargar su culpa y confesarle que ella, su hija, tenía parte de responsabilidad.

Cerró el depósito, se arrebujó en el abrigo de cuero y arrancó el ruidoso vehículo, rompiendo la quietud de la noche con el estridente y agudo sonido del ciclomotor.


*


Cuando llegó al cortijo vio el pequeño Lupo de su madre estacionado dentro, sintiendo enseguida una oleada de alivio. Dejó la moto al lado del coche, colocando encima el casco y el abrigo, pues hacía mucho calor. Se extrañó de que los perros no acudieran a recibirla, aunque pudo escucharlos ladrar en la zona de atrás. Fue allí directamente, los acarició y les hizo un par de gestos para calmarlos, tal y como le enseñó su madre. Luego fue a la entrada principal de la vivienda y entró llamando a su madre con voz queda.

Nadie le respondió.

La alarma estaba desconectada y dentro olía a alcohol. Vio el vaso derramado y el charco derretido encima de la mesa.

—¿Mamá? —No podía ocultar la ansiedad en su voz.

Sobre el sofá vio el vestido negro de su madre y el sujetador de talla especial. Lo levantó y vio la mancha de ron en una de las copas, maravillada ante el tamaño de semejante prenda.

—¡Mamá! —llamó en voz alta, asustada y temerosa, pues en su imaginación se había formado una fantasiosa película poco halagüeña.

«El vaso derramado en la mesa; ha habido una pelea, la han atacado y desnudado, la han violado y le han pegado, puede que hasta la hayan…».

—¡¿MAMÁ?! —chilló asustada, corriendo por toda la casa, buscando el cuerpo violado y mutilado de su madre.

—¡¿MAMÁ?! ¡MAMÁ!

Pero no había sangre ni muebles destrozados ni cuerpos desmembrados. Solo la pulcritud y la limpieza de su abuela y el olor a romero que ocultaba el aroma de los «Celtas» que fumaba su abuelo a escondidas. Se detuvo unos segundos con el corazón acelerado, la cara cubierta de sudor y el pecho subiendo y bajando, con la respiración agitada.

«Cálmate Carla, por favor. Cálmate y piensa».

El ruido de un chapoteo llegó desde el exterior y la chica salió de la casa a toda prisa por la puerta de atrás. Los focos externos estaban apagados, pero las luces subacuáticas iluminaban la piscina desde abajo, mostrando la imprecisa y voluminosa figura de su madre flotando boca abajo.

—¿Mamá? —susurró con labios temblorosos.

Dio un par de pasos inseguros hacia la piscina.

—¡MAMÁ! —chilló aterrada, corriendo hacia el borde.

Justo cuando tomaba impulso para saltar el cuerpo de su madre se revolvió, asomando la cabeza y escupiendo agua. Carla se detuvo en el filo de la piscina, con el corazón a punto de saltar fuera de la boca.

—¿Carla? —su madre la miró con una sonrisa ebria, envuelta en una nube etílica, feliz de ver a su hija pequeña.

La chica sufrió un colapso y se le aflojaron las piernas, cayendo sobre el césped llorando y tapándose la cara con las manos.

—¿Carla?, ¡cariño! —Rosa nadó con torpeza, flotando de forma errática, chapoteando con los brazos hasta una escalera cercana a su hija.

La chica siguió llorando con la cara tapada, incapaz de mirar a su madre. Durante unos segundos había estado convencida de que había visto el cadáver ahogado de su progenitora y no podía quitarse esa imagen de la cabeza.

—Ay, mi niña ¿Qué te pasa? —Rosa se acercó a ella con rapidez, caminando desnuda por el césped, borracha—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo… cómo has venido? ¿Qué… Q…?

Antes de llegar hasta su hija se hizo a un lado, eructando y tosiendo de rodillas con las manos apoyadas en el suelo hasta que un vómito líquido salió de su garganta. Las enormes tetas eran tan grandes que los pezones rozaban el césped. Carla la miró y se arrastró hacia ella, sosteniéndole la cabeza mientras la abrazaba por detrás con brazos temblorosos.

Le perturbó el contacto del cuerpo desnudo de su madre, mojado pero caliente, resbaladizo, lleno de grasa y sebo, tan querido y entrañable. Rosa vomitó varias veces, pero solo expulsó agua, ron y bilis. Carla le daba palmaditas en la espalda, sosteniéndole la frente con su pequeña mano.

—Perdóname cielo… —consiguió decir su madre al cabo de un rato—. Lo siento cariño.

Carla quiso decirle que no tenía nada que perdonarle, pero no podía hablar, conmocionada aún por el hecho de haber creído que su madre se había ahogado.

«Podría haber pasado, Carla. Si tú no llegas a aparecer puede que ella no hubiera salido de la piscina y podría haberse ahogado».

—¿Qué hacías ahí metida boca abajo? —consiguió preguntar al fin entre lágrimas, sacudiendo el cuerpo de su madre, enojada— ¡Pensé que te habías ahogado!

Rosa se incorporó un poco y miró a su hija con los ojos irritados y húmedos.

—Se me cayó. La botella. No la encontraba.

Carla miró boquiabierta a su madre. Los rizos oscuros se le pegaban en la frente y en las rubicundas mejillas y la chiquilla pensó que de joven debió de ser muy guapa. Aún lo era.

—¿De qué estas hablando? —inquirió Carla.

—La botella —Rosa se giró y señaló a la piscina antes de seguir hablando— ¿Podrías buscarla tú, por favor?

Fue entonces cuando Carla se percató del tufo a alcohol que echaba el aliento de su madre.

—¿Estás borracha?

—No —dijo Rosa, convencida de ello.

Ambas estaban de rodillas, una frente a la otra. Carla miró de arriba abajo a su madre, siendo consciente de la desnudez de ésta.

—Estas borracha mamá. —Esta vez no era una pregunta.

—No —insistió su madre, guiñando los ojos y meciéndose de un lado a otro.

Carla suspiró mentalmente, aliviada y enfadada.

—Venga, vamos dentro, mamá. Aquí vas a pillar una pulmonía.

—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Rosa con voz etílica— ¿Has venido a… a ayudarme a buscar la bot… bot… botella?

—Sí mamá.

Carla la ayudó a ponerse en pie, una tarea nada fácil debido al peso de su madre y a lo resbaladiza que era su desnudez.

—Sí —repitió—, he venido a ayudarte a buscar una botella. Dentro de la casa hay muchas, venga vamos.

Cuando Rosa se levantó abrazó a su hija con mucha fuerza, estrujándola. Luego le dio un beso en la frente.

—Te quiero —dijo antes de dirigirse con paso incierto hacia la casa.

Carla le agarró un brazo y la acompañó, turbada y excitada tras sentir el cuerpo desnudo de su madre pegado al suyo, con los enormes pechos balanceándose sobre su vientre. La hija se fijó en que su madre tenía una espesa pelambrera entre las gordas piernas.

La chica intentó llevarla a uno de los dormitorios, pero Rosa se negó, quedándose en el salón con la excusa de que allí era donde estaba la bebida. Se dejó caer en el sofá, haciendo que las maderas y los muelles crujieran peligrosamente bajo su peso. En cuanto apoyó la cabeza en uno de los reposabrazos se durmió en un profundo sueño etílico cercano al desvanecimiento, pues llevaba todo el día sin comer nada.

Carla se quedó a su lado unos instantes, tratando de recuperarse de la impresión y del susto, llorando un poquito de alivio. Luego fue al baño a buscar un par de toallas y se dedicó a secar a su madre.

Mientras le pasaba la toalla por el cuerpo pensó que en los últimos días había visto más desnudos en vivo que en toda su vida. Primero fueron los de su padre y Magdalena, allá en el estanque. Luego fue Esteban, en la cocina y en la ducha. Esa misma mañana le había visto la verga a ese Víctor —«y vaya verga»—, pensó, sonriendo excitada al recordar el gordo manubrio del contratista.

Y ahora estaba mirando la desnudez de mamá.

Carla arrastró la humedad de la barriga de su madre, pensando en lo gorda que estaba y en cuantas dietas fracasadas había probado a lo largo de su vida. Ella siempre la apoyaba y le animaba a seguirlas, pero al final su madre sucumbía y las dejaba.

Para secarle los pechos tuvo que introducir la toalla debajo de las mamas, empujando las tetazas hacia arriba para poder quitarle la humedad que había en el nacimiento de los senos.

«Son enormes… —pensó con envidia—. ¿Cómo debe ser ir por ahí todo el día con esto colgando delante, con todo el mundo mirándolas?».

Carla se fijó entonces en que las caricias de la toalla habían provocado una reacción en su madre, puesto que los pezones, largos y gruesos como dedales, se le habían empitonado. También se dio cuenta por primera vez de que su madre no tenía los pechos simétricos: uno de los pezones estaba ligeramente más levantado que el otro, un poco torcido y apuntando hacia fuera. Las areolas tampoco eran iguales: una de ellas era circular y la otra ligeramente ovalada, de distinto tamaño.

Por alguna razón todo eso le pareció algo increíblemente morboso y erótico.

«De ahí mamaste tú cuando eras un bebé».

Ese pensamiento la excitó. Carla contempló el pecho de su madre y dejó la toalla a un lado. Luego trató de comparar el tamaño de la areola con su mano abierta: la mancha mamaria era casi igual de grande. Era una gigantesca circunferencia irregular cuya superficie —de color pardo oscuro— estaba surcada por venas y bultitos diminutos. El pezón sobresalía un par de centímetros, puede que más.

«Eso lo he chupado yo cuando era un bebé» —volvió a pensar, cachonda.

Carla sintió de nuevo aquel mareo, la extraña percepción de no estar ahí realmente, como si lo viera todo desde una cámara. Se agachó con el corazón acelerado y besó con suavidad la puntita del grueso apéndice.

Era rugoso, tierno y algo duro, cediendo poco a poco a la presión de sus labios, hundiéndose dentro de la areola bajo la presión de su boca.

«¡¿Qué haces Carla?!».

La chica ignoró esa voz y sacó la lengua, lamiendo el carnoso cilindro muy despacio.

«¿Qué estas haciendo?».

No podía evitarlo. Ya no era su madre. Era un cuerpo desnudo. El hermoso cuerpo de una hembra madura llena de curvas y carne trémula. Era un cuerpo vivo, real, que respiraba y se agitaba bajo su contacto vicioso y prohibido. El morbo le nubló la razón y se metió el pezón de su madre en la boca, chupando como hacía cuando era un bebé.

Tiró de él con la boca, mirando embelesada como el pecho se estiraba, subiendo hacia arriba arrastrado por la ventosa en la que se había convertido su boca. Cuando se le escapó se escuchó el suave y líquido sonido de un chupeteo. Eso la excitó mucho más y volvió a chuparle la teta a su madre, mamando con más decisión.

Mientras le chupaba un pezón veía como el otro se endurecía también, sobresaliendo oscuro y largo como una almendra. Carla tuvo la necesidad de tocarlo y lo hizo con los dedos cubiertos de sudor, aumentando su nivel de libido al sentir la dureza cartilaginosa del tieso apéndice.

Su madre gemía levemente y la peste a alcohol le recordó que se estaba aprovechando de su propia madre borracha, pero eso, en lugar de detenerla, le dio más alas, apretando el gigantesco pecho de su madre con la mano, amasando la gelatinosa y blanda carne con el pezón remetido entre sus dedos.

Mientras le masajeaba el pecho notó cómo su propio cuerpo reaccionaba ante los incestuosos actos que estaba cometiendo, puesto que sus pechitos también se endurecieron, así como sus diminutos pezones. El sujetador pronto le estorbó, puesto que el roce de la copa con sus duras lentejitas le producía un placentero dolor. Pero el sujetador no era lo único que le estorbaba.

Sus braguitas eran demasiado pequeñas para la hinchazón que sentía entre los muslos y deseó poder quitárselas para tocarse con libertad. Recordó la paja que se había hecho aquella tarde, fantaseando con comerle el coño a Magdalena, preguntándose si todas las vaginas tenían el mismo olor y sabor.

«Ahora puedes comprobarlo, si quieres».

La idea le golpeó con tanta fuerza que tuvo un breve mareo. El corazón latía como un tambor de guerra en su pecho y su boca se secó, no así su coñito, que se mojó lentamente mientras Carla dejaba de manosear y chupar las gordas tetas de su madre, mirando hacia abajo.

Rosa estaba tumbada en el sofá con una pierna apoyada en el suelo, con la tripa aplastada sobre su abdomen y los pelos del coño asomando entre sus muslos. Carla fue hasta allí.

«No lo hagas Carla».

Pero era inútil. Aquella ya no era su madre. Era una hembra espatarrada, con el coño al aire y las tetazas colgando por los lados, con los pezones tiesos por culpa de los chupetones que le había dado ella. Se inclinó y miró la entrepierna de su madre. Vio que tenía los labios mayores abultados, con los vellos púbicos enredándose alrededor de la vulva, haciéndose más largos y espesos en el monte de Venus. Los rizados pelos estaban humedecidos por el baño de la piscina, brillando y titilando bajo la luz del salón.

Carla se fijó en que las ingles de su madre estaban un poco irritadas, con algunos granitos rojos aquí y allá, con la peluda vulva partida en dos por una raja ligeramente abierta, dejando entrever la carne rosada del interior. Se le había salido un pequeño bulto rugoso, la punta de uno de los labios menores. Carla lo tocó con un dedo tembloroso, moviéndolo a uno y otro lado. La hendidura se abrió un poco más y los labios se despegaron sin abrirse del todo.

Carla se envalentonó y puso dos dedos a cada lado del coño, estirando la piel con delicadeza, abriéndole el papo a su madre casi con reverencia. Los labios menores saltaron fuera y una flor de pellejos y protuberancias se abrió al exterior, permitiendo que el glande del clítoris asomase fuera de su funda.

Carla emitió un jadeo de sorpresa y de morbo: la pepita de su madre era una gorda alubia de color bermellón, regordeta y de aspecto tierno, como un glande chiquito. La incestuosa niña acercó el rostro para olerle la raja a su madre, mareada por el morbo y lo prohibido del acto, sintiendo como su propio clítoris palpitaba erecto entre sus piernas.

Acercó tanto la cara que su nariz rozó los pelos del coño, aspirando lentamente y soltando el aire sobre el sexo abierto de Rosa. El olor era muy parecido al suyo, pero no exactamente el mismo. Al contrario de lo que esperaba, el mejillón de su madre no olía tan fuerte como el suyo, pero Carla intuyó a que eso se debía a que ese chocho estaba seco.

«Seguro que cuando se moja el olor es más fuerte».

Carla le pasó el pulgar por encima de la funda, estirando la piel para que el glande asomase aún más, empinándose tieso hacia arriba y hacia fuera.

Luego lo lamió.

El vientre de su madre se contrajo al notar tan íntimo contacto, temblando ligeramente. Sus muslos también sufrieron un ligero espasmo y Carla retiró la lengua, temerosa de que se despertara.

«Estas loca, estas loca, estas loca…»

Cuando vio que su madre seguía durmiendo volvió a acercarse, metiendo la lengua entre los labios vaginales muy despacio.

«Por aquí he salido yo».

Su lengua aún no detectaba ningún tipo de sabor, si acaso un ligerísimo picor. Decidió entonces ahondar más, buscando las mucosidades que seguramente cubrirían la entrada al conducto vaginal. Para ello le abrió la almeja, descubriendo entonces entre los muchos pliegues y pellejos que allí había ciertos restos blancos y amarillos, como de requesón. El olor a pescado seco, que tanto asociaba ella a sexo masturbatorio, le dio de lleno en la cara, excitando sus sentidos y cayendo sin remedio en un pozo de lujuria irrefrenable. Con un dedo recogió uno de esos pegotes amarillentos y lo olió.

Era rancio, fuerte y sexual.

Carla le lamió el coño a su madre, pasando la lengua muy despacio, saboreando el agrio mejunje que rezumaba de esas entrañas, calientes y perfumadas por el almizcle femenino. Meterle la lengua era un acto tan depravado y sucio que a la chiquilla se le aflojaron las piernas, cayendo de rodillas y temblando como un flan. Su madre gimió en sueños y un nuevo espasmo hizo vibrar sus carnes íntimas.

Su hija apartó la cara y vio como se dilataba el agujero, brillando por la saliva y por la mucosidad que empezaba a surgir de allí. Los espasmos hacían que el clítoris se moviera ligeramente, endureciéndose.

«Se está poniendo cachonda» —pensó con la cabeza ida, mareada.

Luego extendió una mano y le metió un dedo en el coño. Lo dejó metido unos segundos, sintiendo el calor interno de su propia madre, deleitándose con la sensación de tocar el interior de una mujer. Cuando lo sacó un pequeño reguero de flujo blanquecino se escurrió fuera, quedando atrapado en los pelos que Rosa tenía en el perineo, entre la raja y el ano.

Su hija los lamió, saboreando los efluvios prohibidos de su madre con la misma depravación que sentía al lamer sus compresas y tampones usados. El olor era cada vez más intenso y su boca pronto se llenó con el extraño sabor de un sexo ajeno al suyo. La pequeña lengua de Carla recogía con suavidad las mucosas vaginales, lamiendo muy despacio, pues no quería despertar a su madre.

El cunnilingus consiguió excitar del todo a la dormida mujer, provocando que sus labios menores, oscuros y mojados, se hinchasen y se salieran fuera de la raja. La hija los lamió, asqueada por el fuerte sabor agrio y salado de esos mocos que olían ligeramente a orines. Carla, siendo ella también una mujer, sabía exactamente donde y como tocar ese coño, así que con la cabeza totalmente mareada de puro morbo y lujuria le hundió dos dedos en la intimidad abierta de su madre, doblándolos para tocar detrás de la uretra.

Rosa gimió en sueños una vez más, pero la hija siguió tocándole el interior del caliente pozo, pasando la lengua por los lados de la vulva y chupándole el grueso botón con sus labios. La erección de su propia pipa la tenía loca, pues notaba la tiesa protuberancia rozando sus braguitas, pidiendo que la tocasen.

Cuanto más se excitaba más atrevidas eran sus caricias y toqueteos, empujando con fuerza, aumentando el ritmo, pegando su cara totalmente en las carnes ardientes de su madre, jadeando sobre los pelos de ese enorme coño que no dejaba de chorrear líquidos. Las ingles de Rosa comenzaron a transpirar y el sudor resbaló por sus nalgas, mezclándose con el resto de fluidos.

Carla estaba totalmente ida, con la mente obnubilada por la lujuria, ciega de morbo. Sacó los dedos de ese hoyo chorreante y metió su boca allí dentro, chupando con fuerza, aplastando su naricita contra la apestosa almeja, tragándose todo lo que salía de ahí, metiendo y sacando la lengua dentro de esas rugosidades cartilaginosas.

Su lengua se aceleró sobre el inflamado clítoris y sus dedos volvieron a follar ese generoso coño con fuerza, moviéndose más deprisa, alcanzando un ritmo constante, taladrando el resbaladizo mejillón con tanta fuerza que las tetorras de Rosa vibraban y temblaban como gelatina, con los pezones tiesos apuntando hacia todos lados.

Sin saber porqué el recuerdo del fontanero acudió a su cabeza y Carla deseó que ese hombre estuviera ahí con ellas dos. Deseó que ese viejo cerdo comebragas viese lo depravada que era; que viese lo puta y pervertida que podía llegar a ser. Quería que Víctor viera como le estaba comiendo el coño a su propia madre y deseó que ese forzudo macho las follase a las dos, a su madre y a ella también, que metiera su gorda polla en todos sus agujeros y que se corriera en su cara, en sus tetas y en las tetas de su madre.

Pero sobre todo quería que la follase a ella, que la abriera de piernas y la partiese en dos a golpes de nabo.

La voz de Rosa la sorprendió y Carla dio un respingo, apartándose de allí abajo con rapidez con la barbilla mojada de mucosidad.

—Mariola —susurró su madre.

En ese momento los perros ladraron y Carla escuchó el sonido de un motor acercándose al cortijo. Con el corazón desbocado agarró las toallas y tapó a su madre, que guiñaba los ojos y se desperezaba con dificultad. El ruido se hizo más fuerte y luego se detuvo. Los perros siguieron ladrando y Carla vio a través de una ventana el contorno de un todoterreno.

«¿Papá?» —pensó con cierta inquietud, sintiendo como el morbo y la excitación la abandonaban mientras que la vergüenza y el arrepentimiento por lo que acababa de hacer ocupaban su lugar.

Miró a su madre y vio que había vuelto a cerrar los ojos, aunque balanceaba la cabeza a uno y otro lado despacio. Carla recordó el estado en el que la había encontrado y la furia borró cualquier otro sentimiento, pues consideraba a su padre el responsable de ello.

«Le pone los cuernos con una cría y luego la echa de casa para que ella se… se… ¡Se emborrache y muera ahogada?».

Carla se dirigió a la entrada para recibir a su padre y abrió la puerta antes de que él pudiera hacerlo. Los insultos murieron en su garganta al ver a una desconocida en el umbral. La luz de la entrada iluminó a una mujer rubia, madura, muy bella, delgada y con un aire aristocrático a pesar de su corta estatura. Le recordó a cierta actriz americana. Los ojos azulados miraron a Carla con sorpresa y curiosidad. La pequeña no supo qué decir a esa mujer y se quedó callada a pesar de que en su cerebro se agolpaban todo tipo de preguntas.

La voz de su madre la asustó y se dio la vuelta. Rosa estaba detrás de ella, de pie, con las toallas apenas tapando su obeso cuerpo.

—¿Mariola? —dijo su madre.


CONTINUARÁ...

Esperma 25

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