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sábado, 8 de mayo de 2021

ESPERMA (26)

26.

 

GABRIEL


En la entrada de la urbanización el guarda de seguridad le miró con recelo, pero no puso muchos impedimentos. Gabriel condujo por las silenciosas rotondas ajardinadas tenuemente iluminadas por focos LED, buscando la casa de Magdalena entre bungalows de diseño «urban friendly» y tríplex bioclimáticos.

Las luces de los jardines daban a todo ese espacio una atmósfera irreal, amenazante. Las casas de lujo despuntaban por encima de las altas vallas camufladas tras oscuros setos, vigiladas por cámaras de seguridad de 360 grados situadas en lo alto de varios postes, aquí y allá.

Magdalena y Luciana vivían en la ladera de una colina, en una zona relativamente apartada de la urbanización, en medio de un pequeño bosquecillo rodeado por un muro de piedra artificial. La casa era una vivienda de tres plantas con un diseño de aluminio, cristal y acero inoxidable. Era una vivienda de lujo y solamente el garaje tenía los mismos metros cuadrados que el piso de Gabriel.

El hombre estacionó a la entrada, fuera del recinto, junto al portón principal. Había estado llamando por teléfono a Magdalena, pero no respondía. Bajó del todoterreno y pulsó el avisador con videocámara que había junto a la puerta.

Nada.

Miró por un resquicio de la valla y vio que la casa estaba a unos cincuenta metros, atravesando un bonito jardín. Había luz en la planta baja, aunque era una luz muy tenue, cálida y cambiante, como el de una chimenea o la emitida por varias velas. Volvió a llamar por teléfono y a pulsar el interfono, con el mismo resultado negativo.

Gabriel estaba inquieto, preocupado. Durante el trayecto su desazón había aumentado, sintiéndose cada vez más y más culpable por haber discutido con Magdalena. Por regla general era un hombre muy sereno que rehuía de los conflictos (jamás había golpeado a un hombre, ni siquiera de joven), en casa se podían contar con los dedos de una mano las veces que se había alzado la voz, y su breve pero intensa discusión con Lena le tenía cada vez más angustiado.

«Necesito hablar con ella. Necesito pedirle perdón, necesito verla».

Le mandó varios mensajes, pero ninguno de ellos había dado acuse de lectura. Esa noche hacía muchísimo calor y tenía la ropa empapada. Los pantalones de color caqui y la camisa blanca le estorbaban y la corbata hacía rato que estaba tirada en la parte de atrás del vehículo. La desesperación y el calor le tenían el pulso aceleradísimo y no pudo soportar más la incertidumbre. Gabriel volvió al coche, arrancó y lo subió a la acera, estacionando lo más cerca posible del muro de piedra.

Se bajó del Volvo y se subió al capó, luego saltó al techo del todoterreno y desde allí se encaramó por encima del muro, ignorando las cámaras. Sin pensar en lo que hacía se descolgó por el otro lado, dejándose caer sobre el césped del jardín interior. Cayó de culo y se manchó los pantalones y la camisa. Tardó un minuto en encontrar las gafas, que se le habían caído con el impacto. Luego se levantó con torpeza y caminó a oscuras por el jardín hacia el ventanal de donde salía la luz de las velas.

Gabriel se acercó al cristal y miró el interior: la estancia estaba en penumbras, pero la luz de varias velas, cirios y candelabros iluminaban el interior con sus erráticas llamas, movidas por alguna corriente. La ecléctica colección de objetos mágicos y esotéricos llamó la atención de Gabriel, un hombre racional y nada espiritual. Nunca había pisado el interior de esa casa, aunque había traído y recogido muchas veces a la amiga de su hija en la puerta de entrada.

Gabriel escrutó las sombras del salón, buscando algún indicio del paradero de Lena cuando algo le llamó la atención: una sombra tenue que flotaba en el aire de forma fantasmagórica.

«Humo».

El hombre observó con más atención y vio que la voluta de humo procedía de detrás de uno de los sillones. Gabriel golpeó el cristal con los nudillos pero nadie respondió. Golpeó más fuerte, pero con el mismo resultado negativo.

—¡Lena! —llamó en voz alta, preocupado—. ¡Magdalena!

Con el ceño fruncido miro alrededor, tratando de localizar alguna entrada alternativa. Rodeó el edificio, buscando alguna puerta o ventana abierta. La localizó en la segunda planta, en la parte de atrás. Gabriel buscó en la zona de la piscina, donde supuso que habría herramientas de jardinería y escaleras de mano. Encontró una de aluminio, pequeña, pero con su estatura bastaría para alcanzar la ventana, aunque tendría que hacer algo de gimnasia y usar piernas y brazos para subir hasta allí.

Estuvo a punto de caer y romperse la crisma cuando sus brazos, desacostumbrados al ejercicio físico, le fallaron durante el acceso a la ventana, resbalando y golpeando la escalera con los pies, que cayó al suelo, dejando a Gabriel colgado con los brazos aferrados al alféizar. Apoyó las plantas de los pies en la fachada y se impulsó hacía arriba, metiendo el cuerpo dentro de la ventana.

Se dejó caer en lo que supuso que era el dormitorio de Lena, dedicando unos segundos a recuperar el aliento con el pulso acelerado y los faldones de la camisa rasgados y sucios. Luego se levantó y bajó al salón a toda prisa, llamando a Magdalena en voz alta.

La encontró detrás del sillón, tirada en el suelo con el quimono abierto mostrando parcialmente su cuerpo desnudo. El bong estaba a sus pies, casi apagado. Tenía los ojos cerrados y un pequeño reguero de saliva caía de sus labios. Al lado de la cabeza, junto a sus rizos pelirrojos había un pequeño charco blanquecino. Gabriel no estaba seguro de si era vómito u otra cosa, pero no le gustó nada la imagen que ofrecía.

—¡Lena! —Gabriel se arrodilló junto a ella y le tocó las mejillas.

Estaban frías.

Gabriel apoyó el oído en el rostro de la chica, tratando de escuchar su respiración. Tras unos angustiosos segundos pudo sentir su aliento, pero muy leve. Puso una mano sobre el pecho de la chica para buscar su pulso. Era muy lento, pero fuerte.

—Lena, cariño —Gabriel la tomó en brazos y le tocó la cara, dándole suaves golpes con los dedos, puesto que eso era lo que solían hacer en las películas—, Magdalena… Despierta…

La chica gimió en sueños, pero no abrió los ojos. Gabriel miró alrededor desesperado mientras mecía a la pequeña, buscando alguna pista para averiguar qué era lo que había tomado para decírselo a los de urgencias cuando los llamase por teléfono.

—¿Gaby?

Gabriel miró el peculiar rostro de la joven, asustado, pero aliviado por escuchar su voz. Lena tenía los ojos entornados, las pupilas dilatadas y la boca exhalaba un aliento agrio y cálido. Tuvo un acceso de tos y Gabriel la puso de lado para evitar que se atragantase si sufría alguna arcada. Cuando terminó de toser y carraspear la joven abrazó el cuello de Gabriel y él la levantó en vilo para acostarla en el sofá.

No pesaba nada y su cuerpecito, febril y suave, temblaba ligeramente entre sus brazos. Una vez acostada el hombre tapó la desnudez de la joven cerrando el quimono. Ella le acarició la cara mientras sonreía.

—Has venido —dijo con voz ronca.

Las luces de las velas danzaban en su jovencísimo rostro, acentuando sus delgadas facciones y la humedad de sus labios.

—Sí, cielo; estoy aquí —Gabriel tomó la mano de Lena entre las suyas, besándola—. Ahora descansa, pero primero tienes que decirme qué has tomado.

—Has venido —volvió a repetir con voz somnolienta.

—Sí, cariño. He venido y no voy a volver a dejarte —la sonrisa de Magdalena se acentuó al oír esas palabras, mostrando sus dientes—. ¿Qué has tomado, cielo? Necesito saberlo.

La chica negó con la cabeza y su sonrisa fluctuó un poco. Su voz sonó pastosa y errática.

—No pasa nnnada, Gaby. Lo escupí. Quise volar muy lejos, fiuuuuuuu… —Imitó el vuelo de un pájaro con los dedos—. Pero luego me acordé del bebé y la escupí toda, toda, toda…

 Gabriel supuso que se indujo el vómito. Magdalena dejó de sonreír e hizo un puchero de forma infantil.

—¿Luciana se enfadará? ¿Se enfadará cuando vea que tomé prestada su morfina?

—No, no se enfadará. Hiciste bien en escupirla cielo. —Gabriel la besó en la frente—. ¿Morfina? ¿Eso has tomado?

Magdalena volvió a sonreír y a mover la cabeza, asintiendo como una boba.

Síííííííí… —susurró colocando un dedo sobre sus labios—. Pero es un sssssecreto.

Gabriel le acarició la frente y el cabello. Estaba muy asustado y tenía miedo de que la chica sufriera alguna recaída o un colapso o convulsiones o cualquiera de todas esas cosas que salen en las películas cuando alguien sufre una sobredosis. La pequeña debió de ver su preocupación en el rostro y se incorporó un poco para darle un beso en la boca, un simple piquito.

El olor agrio y dulzón de la bilis se quedó impregnado en la boca de Gabriel, pero no le importó.

—No pasa nada, Gabriel —dijo la chica con la voz más estable—. Estoy bien… ennn ssssserio. Solo… solo tomé dos… o tres… o no sé, pero las eché… Estoy bien, estoy bien, estoy muy biennn…

La mano de Lena quedó colgando en el aire, lánguida.

—¿Y la pipa? —cuestionó Gabriel pensando en el humeante bong—. ¿Qué había en la pipa?

La chica se encogió de hombros sonriendo bobaliconamente.

—Había María de Almería —dijo riendo al escuchar la tonta rima—. «Había María de Almería, había María de Almería…». —Repitió canturreando.

Gabriel no pudo evitar sonreír también, un poco aliviado al ver que la chica parecía estar recuperándose. Aún así buscó alrededor un teléfono —se había dejado el suyo en el coche— con la intención de llamar a urgencias. No encontró ninguno.

—Magdalena, cielo ¿Hay por aquí algún teléfono? ¿Tú móvil?

La chica hizo otro cómico puchero. Seguía tumbada de costado en el sofá, mirando con ojos de corderita degollada a su amante. 

—¿A quien vas a llamar? —Magdalena entornó los ojos y lo miró simulando estar ofendida y celosa— ¿Prefieres hablar con otra persona antes que conmigo?

—No cielo, no se trata de eso. Tenemos que pedir ayuda, no estás bien.

Magdalena se ofendió mucho más al oír aquello.

—¿Cómo que no estoy bien? ¿Acaso no te gussssto?

La chica tiró del lazo del quimono y dejó que la seda se deslizase por su cuerpo, dejando que la abertura mostrase la piel blanquísima y ligeramente sonrosada de su vientre desnudo. Uno de sus pechos quedó al descubierto, así como sus muslos, delgados y aterciopelados.

Gabriel no pudo evitar mirar su entrepierna. Desde el día del estanque la chiquilla había dejado que le crecieran los pelos del coño, ocultando la raja con un espeso matorral de color rojizo. A pesar de todos esos pelos los labios menores eran tan largos que conseguían sobresalir por fuera de ese césped, quedando expuestos como un pegote de carne arrugada de aspecto tierno.

—¿Ya no te gusta, Gabriel? —la narcotizada chica se acarició los pelos del chocho, tocándose los arrugados bultos que le salían de la raja.

Gabriel sintió que el pulso se le aceleraba.

—No es eso, nena. Las pastillas pueden haberte hecho daño. Tenemos que buscar ayuda.

—¿Ya no te gusto por el bebé? ¿Por eso me gritaste? —Hizo un puchero y miró a Gabriel con ojos vidriosos.

Gabriel la besó de nuevo en los labios.

—Te grité porque soy un imbécil, un cobarde estúpido y un necio. Tu bebé… —Gabriel se corrigió—: Nuestro bebé no hará que deje de amarte.

Magdalena sonrió y aceptó el beso de su hombre abriendo los labios, pues a la niña le gustaba mucho que ese maduro le llenase la boca con su lengua gorda y babosa.

Cuando despegaron sus bocas Magdalena miró a Gabriel con más seriedad. Su voz era somnolienta, pero había determinación en ella.

—Voy a tenerlo, Gaby.

El hombre aceptó su decisión mientras le acariciaba el rostro con ternura.

—Lo sé, Magdalena. Quiero estar contigo… —volvió a corregirse—: con vosotros. Juntos los tres… si tú me aceptas.

La chica extendió una mano y buscó el paquete de Gabriel, localizando a tientas la zona inferior, sopesando el tamaño y la consistencia de las pelotas de su amante a través del pantalón.

Gabriel gruñó al sentir el contacto, pero se dejó toquetear por esa mano de pequeños dedos.

—Siento haberte gritado —se disculpó mirando fijamente los ojos esmeralda de Lena—. Lo hice porque tenía miedo. Aún lo tengo, cariño. Tengo miedo de repetir los mismos errores que cometí con Rosa. Tengo miedo de no hacerte feliz.

Magdalena cerró los ojos mientras acariciaba los testículos de Gabriel con una mano y su coñito con la otra, tirando de sus labios vaginales como si fueran chicle, respirando lentamente, permitiendo que Gabriel le acariciase el cuello y los pechos mientras trataba de entender las palabras de ese maduro tan atractivo para ella. La droga navegaba por su organismo, enviándola en un constante vaivén onírico, perdiéndose entre la consciencia y los sueños. Gabriel, excitado, siguió hablando de rodillas, declarando su amor incondicional a esa muchacha varias décadas menor que él.

—Eres la persona más increíble y sorprendente que he conocido nunca. Sé que eres una jovencísima criatura con toda una vida por delante por descubrir y disfrutar, y me encantaría formar parte de ella todo el tiempo que tú estés dispuesta a darme.

Magdalena hizo un mohín mientras sonreía, feliz, cachonda y drogada, incapaz de hablar, pues sentía la lengua abotargada. Mientras se tocaba el coño con una mano podía sentir en la otra cómo crecía el abultamiento de la bragueta de Gaby.

—Te amo, Magdalena. Soy un señor mayor, casado y feo, pero estoy enamorado de ti hasta las trancas y seguiré estándolo hasta que te hartes de mí, e incluso más allá.

La pequeña acarició la cara de Gabriel con la mano con la que se había estado tocando el coño, dejando un rastro húmedo en las mejillas del hombre.

—¿Me querrás cuando me crezca la barriguita? —preguntó con voz mimosa.

Gabriel le aseguró que sí mientras le chupaba los dedos. La otra mano de Lena no dejaba de acariciarle los cojones y el duro paquete.

—¿Me harás el amor con nuestro bebé dentro de mí?

—Sí.

—¿Me harás el amor ahora?

Gabriel dudó unos instantes, pues aún estaba un poco preocupado por la salud de la chica, pero las caricias testiculares le habían excitado hasta un punto de no retorno.

—Si tú quieres, sí.

Lena sonrió mostrando sus dientes de conejo, acercando su boca a los labios de Gabriel, rodeados éstos por la incipiente barba de un día; el contacto de esas mejillas le rascó como si fuera una lija, pero eso la excitó mucho, pues consideraba el vello facial un símbolo de madurez y masculinidad. Le metió la lengua en la boca y lamió la cavidad bucal de Gabriel, acariciando con la punta de su lengua los dientes y el paladar de ese baboso maduro, que no dejaba de generar salivas que ella recogía con mucho placer. Gaby era aficionado a chuparle la lengua a esa chiquilla, y le gustaba atrapar ese juguetón apéndice con su boca, tirando de ella y dejando que se escurriera de entre sus labios lentamente.

Mientras se comían las bocas Gabriel bajó una mano y la metió entre los muslos de la chica, acariciando la peluda vulva haciendo círculos concéntricos, gozando con la sensación de sentir en las yemas de los dedos esa carne blandita y jugosa. Tenía muchísimas ganas de metérsela, de follarla y hacer que se corriera de placer una y otra vez, pues para él no había nada más satisfactorio para su hombría que ser capaz de llevar al orgasmo a esa hermosa y joven criatura, tan llena de vitalidad, de amor y ternura.

Magdalena se incorporó en el sofá y trató de ayudarle a desvestirse, pero sus manos flotaban pesadas y descoordinadas, incapaces de realizar acciones tan sencillas como desabrochar un botón, así que se dedicó a contemplar cómo Gabriel se desvestía sentada frente a él, abierta de piernas y enseñándole el conejo, apretándose las tetitas con una mano y tirándose de los labios del coño con la otra.

Las velas del salón iluminaron el cuerpo desnudo del excitado macho, un hombre maduro de cuerpo espigado, un poco enclenque y fofo, con el pecho y el vientre cubiertos por una fina capa de vellos rubios. La piel era blanca, algo rojiza por el sol del verano, pero los ojos eran azules, casi grises, y las canas que se adivinaban en las sienes volvían loca a Magdalena.

La polla estaba tiesa y empinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, apuntando a la joven narcotizada con el circuncidado cipote, baboso, brillante y de aspecto resbaladizo.

Gabriel le separó los delgados muslos, arrimando el nabo a la peluda raja, tanteando a ciegas, sosteniéndose la verga con una mano para guiarla entre esos pelos tan suaves y sedosos. La apretada almeja se abrió lentamente, permitiendo que la gorda cabeza de la polla pasase al interior de la intrincada vagina de la chiquilla, resbalando por el rugoso conducto vaginal hasta el fondo.

Gabriel la folló despacio, disfrutando de cada centímetro de ese preñado chochito, gozando del calor interno, del roce y de los espasmos que allí dentro apretaban su falo. Magdalena gemía y se mordía los labios, retorciéndose los pezones y arañando la espalda y los brazos de Gabriel. Poco a poco el ritmo aumentó y la lujuria movió a Gabriel a darle más y más fuerte, golpeando la raja de Lena con las pelotas, hundiendo la tranca en ese pozo baboso con saña, gruñendo y jadeando sobre los cabellos de la pequeña.

El sudor comenzó a florecer en los cuerpos y la transpiración lubricó los vientres y las ingles de ambos amantes, facilitando el acto y provocando sonoros ruidos sexuales. El sonido de los muelles del sofá se intensificó, los golpes de cadera fueron más rápidos y Gabriel bombeó como un martillo pilón, aplastando su cuerpo desnudo contra la frágil y delgada muchachita una y otra vez, con pasión, atrapando las pequeñas manos de Magdalena con las suyas.

Entrelazaron los dedos y subieron los brazos por encima de la cabeza de Magdalena, con las manos apretadas y chorreando de sudor. Gabriel le mordió el cuello, le chupó la delicada barbilla y la besó con fuerza mientras le hundía el miembro sin descanso, acelerando el ritmo hasta que las minúsculas tetas de la niña se bambolearon frenéticas y los pezones se convirtieron en un borrón de color rojo.

Magdalena chilló de placer cuando le vino el orgasmo, derramándose sobre el tieso mástil, mojando la piel del sofá de líquidos femeninos. Gabriel siguió follándola con fuerza, loco de pasión, escuchando el morboso chapoteo que salía de allí abajo. De ahí también le vino el tufo a coño, fuerte y penetrante, elevando su libido hasta el punto de hacerle sacar la chorreante polla de esa pequeña gruta, pues tenía ganas de meter la nariz ahí dentro y oler toda esa peste directamente de la raja abierta.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que Magdalena se había desvanecido nuevamente. Trató de despertarla, pero fue inútil. La droga y el clímax la habían sumido en un profundo estado letárgico.

«Está tan drogada que podría hacer con ella lo que quisiese» —pensó Gabriel mientras restregaba el endurecido pito por la vulva abierta de Lena, dejando que los labios externos abrazasen el tronco de su rabo.

Luego se colocó de rodillas frente a ella, levantándole las caderas para acceder mejor a las pringosas ingles. Los pelos del coño se le habían apelmazado, llenos de cremosos mocos, apestando a bacalao seco, orines y sudor. El clítoris era una grano tieso, rojo, erecto y sobresaliente. Gabriel, en lugar de comerle el coño se centró en pasarle la lengua por los pelos del culo, chupándole el perineo y apretando la punta de la lengua contra el cerrado esfínter.

Lena tenía el ojete oscuro y rojizo, muy prieto y algo peludo. El hombre le limpió con la lengua toda la suciedad que allí pudiera haber, maravillado una vez más por la fortuna que tenía de lamer una parte tan íntima y secreta de esa chiquilla. La joven núbil siguió durmiendo, ajena a la violación anal que la lengua de Gabriel le estaba perpetrando.

El maduro escupió varias veces en ese cerrado anillo, apretando un dedo en el centro del carnoso esfínter, abriéndole el agujerito del culo poco a poco. Le costó bastante tiempo y esfuerzo meterle el dedo, puesto que la chica apretaba el ojete por acto reflejo, pero el morbo de Gabriel superó esa barrera y al cabo de un rato consiguió sentir el calor interno del culo de Magdalena. Mientras movía el dedo dentro y fuera la chica se despertó, gimiendo y protestando.

Se asustó un poco al ver lo que le estaba haciendo su novio cuarentón, pero en seguida se excitó mucho, porque ese tipo de cosas era lo que ella siempre había deseado de un amante experimentado y maduro como Gabriel. Ella siempre fantaseaba con que ese padre de familia, adulto y mucho mayor que ella, tuviera oscuras y morbosas fantasías, y el hecho de que le hubiera metido un dedo en el culo sin su permiso, aprovechándose de su indefensa situación, la puso como una perra en celo.

—¿Qué haces, Gaby? —preguntó haciéndose la ofendida, colocando una mano sobre el brazo de Gabriel, intentando detenerlo de forma teatral—. ¿Te estás aprovechando de mí?

Por respuesta el hombre probó a meterle un segundo dedo y Magdalena, que estaba muy cachonda, aflojó los músculos rectales, facilitando así la penetración.

La chica había probado en otras ocasiones a meterse cosas por ahí, pero siempre habían sido objetos delgados y finos como bolígrafos, lápices o uno de sus pequeños deditos, por lo que ya tenía algo de experiencia en abrirse y relajarse el recto; aún así, sentir los dos dedos de un hombre adulto metidos por donde ella hacía caca le provocó un fuerte e intenso vahído, haciendo que su almeja volviera a mojarse.

Su mano bajó hasta su vulva, frotándose los abultados labios mayores, exprimiéndose el coño con ganas, con el corazón acelerándose y jadeando muy fuerte, pues sabía que Gabriel iba a sodomizarla, que de un momento a otro iba a meterle la polla por ese agujero y que ella no tendría más remedio que permitirlo. Sentía temor y algo de reluctancia, pero deseaba darle placer al hombre del que se había enamorado. Además, también sentía curiosidad por sentir la verga de su novio dentro de los intestinos.

El tercer dedo le hizo un poco de daño, pero lo calmó acelerando la paja que se estaba haciendo.

—Métela, Gabriel —suplicó la nena, pues sentía que le iba a venir un orgasmo y quería correrse mientras le daban por el culo.

El hombre siguió durante unos segundos más penetrando ese pozo, girando los dedos en el interior, rotando la muñeca despacio para dilatar la mucosa y abrirle el culo. Cuando sacó los dedos arrojó un fuerte salivazo y lo restregó por ahí, acercando luego la cabeza hinchada de su verga, apretando el capullo y forzando la prieta entrada.

Magdalena gimió y se quejó con los ojos cerrados, tratando de relajarse lo suficiente para que le entrase todo eso. Gabriel agarró las piernas de Magdalena y las levantó para que su cadera se elevase, abriéndolas al mismo tiempo, empujando y aflojando, metiendo poco a poco el carajo en el esfínter. La cabeza entró y la dejó ahí unos segundos, dejando que la inexperta chica sintiera el enorme bálano llenando su entrada secreta.

Magdalena contraía y aflojaba el vientre, conteniendo la respiración, sufriendo de forma placentera la dilatación rectal que el empuje de Gabriel, constante y firme, ejercía contra ese conducto tan estrecho. No llegó a introducirle todo el pene, solo hasta la mitad, procediendo entonces a un suave y lentísimo mete y saca, moviendo apenas un par de centímetros adentro y afuera. Magdalena gritó de gusto y morbo al notar como le abrían las entrañas, sintiendo la polla de ese adulto baboso de sienes plateadas follarle su virginal culito.

La niña se restregó el inflamado coño con salvaje ímpetu, restregándose la gorda pipa con dedos encharcados, reventándose la funda del clítoris con saña. Su agujero vaginal era una presa abierta que no dejaba de expulsar mucosas repletas de diminutas pompitas, así como algún que otro grumo blanquecino. Todo eso se escurrió hacia abajo, lubricando el pene de Gabriel mientras entraba y salía del ojete. El aire se escapaba de allí dentro, produciendo sonidos poco románticos pero increíblemente eróticos y morbosos.

La peste a coño mojado elevó la libido del macho, provocando que ahondase más en los intestinos de la niña, acelerando también la cadencia, dándole por el culo con rabia, sin compasión, gruñendo y gimiendo, castigando el prieto ojete con fuerza, estrujando los delgados muslos de Magdalena con las manos convertidas en garras, estrujando la delicada y sonrosada piel hasta enrojecerla. Su rostro se convirtió en la máscara de un viejo vicioso, de un cabrón en celo, de un sátiro de ojos azules y profundas arrugas masculinas, un loco ciego de deseo y lujuria al que le corrían las babas por las comisuras de los labios hasta la barbilla.

Magdalena se corrió al ver esa cara, pues supo que era ella la responsable de que ese padre de familia tan respetable y educado se hubiera convertido en un salvaje lascivo, en un bestia baboso y empapado de sudor, desesperado por reventar a pollazos el culo de una cría décadas menor que él.

La vejiga se le aflojó y no pudo evitar que su uretra expulsase chorritos de meados mientras los espasmos vaginales le destrozaban el coño. Los gritos de Magdalena se confundieron con los guturales gruñidos de Gabriel, que al ver cómo el chochito de la chiquilla escupía los meados se corrió él también, pues no pudo soportar la tremenda ola de morbo que le llegó al sentir cómo el pis le mojaba el vientre.

Se corrió dentro del culo, arrojando potentes descargas que ardieron dentro de las tripas de la muchacha, llenándole el intestino de cremoso esperma, hundiendo la larga polla hasta que los cojones se agolparon en las nalgas, exprimiendo las gordas pelotas contra la suave piel de ese culo recién desvirgado.

Se dejó caer sobre Lena, buscando las feas y ridículas tetitas de la chica para estrujarlas, puesto que estaba enamorado de esos dos bultos y se moría de ganas por pellizcarle las dos gominolas rojas que eran los pezones de esa angelical criatura.

Se besaron largo rato, con la verga metida en el culo, macerándose con el semen y la mucosa rectal, esperando a que el cilindro masculino disminuyese de tamaño. Cuando le extrajo la verga Gabriel no pudo evitar mirar el enrojecido y castigado pozo, viendo como se le escurría la nata por allí. Estaba ligeramente sucia de materia fecal, pero no le dio asco. Recordó entonces la afición de su joven novia a chupar su esperma, así que plantó el amorcillado pene debajo del chorreante agujero, recogiendo con la punta de la pija los goterones que de ahí colgaban.

Agarró a la joven preñada de los pelos y le ofreció el pene cubierto de crema masculina para que lo chupase.

—Está sucio —dijo Magdalena torciendo un poco la nariz antes de metérselo en la boca, chupando el apestoso glande con muchas ganas y mirando a su novio a los ojos mientras lo hacía.

Gabriel se dedicó a acariciar el precioso cabello rojo de esa pequeña puerca mientras se limpiaba el rabo con su boca, viendo como le lamía el esperma manchado recién salido de su culo. A pesar de la circuncisión el pellejo se le subía a veces, arrugado y tierno, provocando que entre esos pliegues quedasen restos. Magdalena los limpió a conciencia, disfrutando del chicloso rabo y del regordete capullo, poniendo morritos y dando besos tiernos en ese apestoso cipote.

«Esta cosa me ha dejado preñada —pensó la putita con cierta ensoñación, pues aún perduraba en su cerebro restos de la droga—. Esta cosa ha entrado en mi boca, en mi chochito y en mi culo».

Mientras chupaba la verga de Gabriel sintió que se excitaba de nuevo, sintiendo de repente una oleada de amor hacia ese hombre que le acariciaba el cabello y las mejillas con ternura.

«Ahora es mío. Mi hombre. El padre de mi bebé. Ahora me pertenece».

La idea de ser la compañera y la dueña de ese macho adulto, de un hombre maduro y curtido por los años, le dio una sensación de poder y superioridad tan grande que casi le provocó otro orgasmo.

—Eres mío, Gabriel —le dijo mirándole a los ojos mientras se pasaba el glande por las pecas de la cara, sonriendo con su carita de conejo y su nariz de cerdita—. Eres mío.

Gabriel miró a esa mujer con cuerpo de niña y supo que estaba perdido para siempre, que nunca conseguiría desprenderse del irresistible embrujo de esa hechicera y que moriría por ella y por su hijo nonato sin dudarlo si fuera necesario.

El aliento de la chiquilla le calentó los huevos cuando habló con ellos pegados a la boca:

—¿Sabes? Creo que a partir de ahora tendrás que hacérmelo por detrás más veces —dijo con voz de niña inocente—. Tengo miedo de que le hagas daño al bebé con esta picha tan larga. ¿Me harás ese favor, Gabriel? ¿Me la meterás por el culo cuando tenga la barriga gorda para no hacerle daño a nuestro hijo?

Gabriel, mareado por el morbo y el reciente orgasmo, no pudo articular palabra, así que asintió con la cabeza mientras notaba como le volvía a crecer la polla sobre la cara de esa adorable putilla.


CONTINUARÁ...

Esperma 27

(c)2021 Kain Orange


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