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viernes, 17 de julio de 2020

Sofía crece (3) parte V

20.

Bertín.


Bertín conducía de regreso a casa antes de tiempo. El tráfico a esa hora era insufrible y hacía muchísimo calor, pero el aire del BMW le refrescaba el pecho lampiño y musculado, metiéndose a través de los botones desabrochados de la camisa de seda.
Esa mañana no había ido al trabajo, en su lugar había estado reunido con un abogado. Era un tipo obeso, con unos cercos de sudor enormes en las axilas y unas gafas ridículamente pequeñas que desentonaban con el rostro de bulldog lleno de papadas. La reunión había ido muy bien y el abogado le aseguró que el divorcio iba a ser muy rápido y beneficioso para él.
—Bertín, Bertín, Bertín —el gordo tenía la costumbre de empezar las frases repitiendo las palabras—, le aseguro que pocas veces he tenido la suerte de encontrarme con un caso tan fácil como el suyo.
—Me alegra oír eso. —El marido de Noelia estaba sentado en un cómodo sillón de piel, con una pierna cruzada mientras jugaba con una sortija, girándola como si la quisiera desenroscar del dedo.
—Sí, sí, créeme. No podremos usar las conversaciones… —hizo el gesto de comillas con los dedos—, «picantes», ni los correos que consiguió el detective, aunque podríamos contactar con alguna de sus amantes virtuales y quizás convencerla para que haga alguna declaración. De todas formas las transcripciones servirán para presionar a tu mujer y que reconozca su… homosexualidad, una faceta de la que ella jamás te había hablado, ¿no es así?
Bertín asintió con la cabeza.
—Bien, bien —continuó el abogado—, ocultar su orientación sexual no es precisamente una muestra de confianza y de respeto hacía su marido. Tengo un amigo psicólogo que nos puede ayudar con eso, ya sabes: ella está confusa, no sabe lo que realmente quiere, prefiere estar con mujeres y abandona sus deberes maritales, etc, etc, etc… —El abogado movió las manos por encima de su cabeza.
—¿Y si ella sólo se casó conmigo para tener un niño en un hogar acomodado con la intención de abandonarme más tarde, llevándose a mi hijo para irse a vivir con alguna novia?
El abogado, sin dejar de sonreír, observó atentamente a Bertín varios segundos.
—Eso… eso es un poco traído por los pelos; un poco… novelesco, Bertín. Además, son conjeturas con muy poco fundamento. —El rostro del abogado se animó—. Debemos centrarnos en cosas más sólidas, como lo de su amante.
—Carlos.
—Sí, sí, exacto, exacto… —consultó sus papeles—, Carlos, el amante. El amante es importante. Muy importante de hecho. En este caso sí que podremos usar las pruebas que recogió el detective. Con esto y con algo de presión por el tema de los mensajes eróticos ya tendríamos prácticamente ganado el caso.
—Quiero echarla de mi casa, José. No sólo quiero ganar el caso —Bertín se apoyó en la mesa del abogado—. Quiero verla en la calle y sin un sólo céntimo. Me mintió. Me ha mentido toda la vida.
—Lo sé, lo sé, lo dejaste muy claro: una contingencia agresiva, sin concesiones. —José y sus tres papadas buscaron algo en la pantalla del ordenador—. Veamos… Sí, aquí: las pruebas clínicas de fertilidad. Con el tema de su esterilidad las probabilidades a tu favor aumentan notablemente… aunque tendremos que trabajar un poco ese tema.
—Ya te lo dije y se lo puedo repetir a quien sea necesario. Tener un hijo con mis genes era algo de vital importancia. Noelia lo supo desde el primer día que nos conocimos.
—Bueno, bueno, bueno, pero ella no tiene la culpa de que no pueda tener hijos, un juez podría…
—¿Y si ella me mintió a propósito? —le interrumpió con vehemencia—. ¿Y si ella sabía desde el primer momento que era estéril y me lo ocultó?
José, el abogado, le volvió a mirar extrañado, siempre sonriendo.
—¿Por qué iba a hacer eso?
Bertín, al que se le estaba pasando el efecto de la cocaína, decidió que ya estaba harto de estar ahí metido. El gordo le asqueaba. Bertín no sabía que le daba más asco, si los gordos o los maricas, y estaba cada vez más convencido de que José, el abogado de la triple papada, era ambas cosas. Sólo había que ver cómo lo miraba detrás de esas ridículas gafas, sonriendo todo el rato con esa dentadura llena de dientes falsos, asomando la lengua roja y soltando gotitas de saliva cada vez que hablaba.
«Parece que al gordito se le cae la baba con solo mirarte, ¿eh?».
Pero el abogado era competente y Nuria, la amante de Bertín, se lo recomendó con mucha insistencia, ya que fue este abogado el que se encargó de su divorcio. «¿Has visto alguna vez esas viñetas en las que una vaca se cae a un río lleno de pirañas?» —le dijo Nuria—, «pues el esqueleto de la vaca era mi marido cuando José acabó con él».
—De acuerdo —Bertín se levantó—, vamos con ello. Solo di qué tengo que hacer y dónde tengo que firmar.
Arreglaron el papeleo, se despidieron y antes de salir del edificio preguntó por el baño para volver a meterse un par de «tiros». Se miró al espejo y contempló el mismo rostro de siempre. Prácticamente no había cambiado desde los veinticinco años. Un tipo afortunado. Noelia, en cambio, sí que había cambiado, era más gordita y el trabajo a la intemperie le había cincelado algunas arrugas alrededor de los ojos y la boca.
«Por lo menos las tetas las sigue teniendo igual de tiesas y gordas».
El tamaño de sus pechos fue lo primero que le atrajo de ella. Se la folló cuando tenía veinte y pocos años y ella aseguró que era su primera vez. Se casaron poco después y Bertín accedió a su petición de no tener hijos hasta terminar sus estudios de psicología.
Esa fue la primera cuña en su matrimonio. Lo único que él quería era un hijo de su propia sangre y a las primeras de cambio ya le estaba poniendo pegas. Joder. Puta tortillera. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?. 
La estridencia de un cláxon le arrancó del hilo de sus pensamientos cuando cambió de carril sin poner los intermitentes. Bertín le mostró al otro conductor el dedo medio.
«Que te den por el culo, chupapollas», vocalizó en silencio, procurando que el otro tipo le leyera perfectamente los labios.
A Bertín no le gustaba la faceta lésbica de su mujer. Pensaba que la homosexualidad, ya sea en hombres o mujeres, era algo innatural, algún tipo de desviación patológica incurable. Bertín se hacía pajas viendo tías follando entre ellas y lo consideraba normal, pero una cosa es fantasear y otra tener que vivir con una mujer que no respeta el orden natural de las cosas. Pero lo del tal Carlos no lo entendía. A lo mejor estaba enamorada. Bertín soltó una carcajada llena de cinismo.
«Otro tonto al que ha engañado. Déjalo, ya se llevará una sorpresa».
Cuando llegó a su destino introdujo el BMW en su plaza de garaje y aprovechó para meterse otras dos rayas antes de subir a casa.

21.

Noelia y Bertín.

Los párpados se negaban a abrirse. Noelia gesticuló, moviendo los músculos de la cara, frunciendo el ceño y apretando los dientes hasta que consiguió abrir los ojos. Seguía estando en su dormitorio, encima de la cama. Le dolía el cuello y se lo frotó de forma distraída. Intentó levantarse pero le fallaron las piernas y volvió a caer sobre las sábanas. Poco a poco se le iban activando zonas del cerebro y tomó conciencia de que estaba sola en el cuarto.
«Quino no está».
Las almohadas y los cojines estaban allí, pero ni rastro del bebé. Se levantó, esta vez sin problemas, y miró alrededor. Tampoco estaban las cosas del niño.
—¿Francesca? —Intentó alzar la voz, pero le dolía la garganta.
Salió del dormitorio llamando a su sobrina desde el pasillo, pero nadie le respondió.
Entonces recordó las manos.
«Dios mío».
La mano grande que le tapó la boca y los dedos fuertes que le apretaron el cuello.
—¿¡QUINO, CHESCA!?
Fue a la cocina, dando voces y llamando a su sobrina; el horno y las verduras aún estaban calientes. Miró el reloj que había en la pared y calculó que había estado unos 20 minutos sin sentido. Volvió al pasillo gritando el nombre de Francesca y vio que la puerta del baño estaba abierta.
Entró a la carrera.
No había nadie. Miró en la bañera, pero estaba vacía, aunque alrededor del desagüe había un cerco de espuma. El suelo también estaba mojado, con pequeños charcos de agua. Una de las toallas grandes estaba tirada en el suelo. Noelia la agarró y comprobó que estaba húmeda, como si alguien la hubiese usado hacía poco tiempo.
El corazón le latía a mil por hora y le temblaban las piernas. Recorrió el resto de habitaciones y no encontró nada. Fue a la entrada principal, abrió la puerta y llamó por el rellano de la escalera a su sobrina. Nadie le contestó. Regresó al interior, buscó su móvil y estuvo casi cinco minutos intentado encontrar el número de la policía, usando el buscador con manos temblorosas, navegando por páginas inútiles. Al final cayó en la cuenta de que lo más rápido era marcar el 112.
Habló sentada en el sofá del salón, tan nerviosa que no supo muy bien explicar qué había pasado, aturullándose y tartamudeando constantemente, pero la chica que le atendió consiguió que se calmara un poco y al final Noelia le dijo que la habían atacado en su propia casa y que necesitaba a la policía. Cuando colgó se apartó las lágrimas de la cara con un gesto nervioso y llamó a Carlos, pero una voz mecánica le dijo que ese número estaba apagado o fuera de cobertura.
Noelia oyó el sonido de la cerradura de la puerta principal y se incorporó aterrada de un salto, apretando el teléfono contra su pecho. Cuando vio que era Bertín el que abría la puerta dejó escapar un gemido y se abalanzó hacía él, llorando y estrechándolo entre sus brazos. Bertín, sorprendido, levantó las manos y dejó que le abrazase. Luego la apartó con cierta brusquedad.
—Hey, hey, tranquila, ¿a qué viene esto?, ¿qué ha sucedido?
Noelia se restregó los ojos con el dorso de la mano y habló deprisa, sin pausa.
—Alguien ha entrado en casa, nos han atacado y se los han llevado. No se dónde están ni quien ha sido porque no he podido ver nada, pero he llamado a la policía, todo fue muy rápido y yo…
Bertín la interrumpió.
—Para. Tranquilízate y habla más despacio porque no me estoy enterando de nada. ¿De qué estás hablando? ¿A quién se han llevado?
—Quino y mi sobrina. De ellos. Ya no están… ellos… ellos… —se apartó el pelo, nerviosa. Cerró los ojos con fuerza e intentó calmarse—; ellos estaban huyendo de alguien y los traje a casa. Íbamos a comer y yo… —Noelia sollozó con fuerza, sorbiendo por la nariz—, yo estaba con Quino cuando alguien me atacó.
—¿Cómo?, ¿quién? —Bertín comenzó a transpirar. No entendía nada y sentía los latidos del corazón golpeando las venas de las sienes. La coca estaba llegando a su punto álgido y esa inútil no hacía nada más que cacarear cosas sin sentido.
—No sé quién me atacó. No lo vi. Me… me hizo algo y perdí el sentido. Cuando desperté ya no estaban —Noelia apretó los brazos de Bertín y le miró con ojos vidriosos—. ¡Sólo tiene dos años!
—¿Has llamado a la policía?
—Sí. Llegaran de un momento a otro.
Bertín la apartó a un lado y se dirigió al salón. Dejó sus cosas y se frotó las sienes. Le estaba empezando a doler la cabeza.
—Dices que trajiste a tu sobrina a casa.
—Sí, ella me llamó asustada y me pidió ayuda.
—Tu sobrina te pidió ayuda —repitió con voz átona—. Ayuda para qué.
—No… no me lo dijo —Noelia suspiró con fuerza y se sentó en el sofá del salón, con las piernas juntas, apretando las rodillas—. Aún no puedo creerlo. Es de locos. Me… me hicieron algo aquí —se frotó el cuello—, y perdí el conocimiento.
—¿Trajiste a una mujer a casa?
Noelia miró a su marido al detectar hostilidad en sus palabras.
—Yo no «traje» a una mujer a casa. Acompañé a la hija de mi hermana y a mi sobrino de dos años a nuestra vivienda porque necesitaban ayuda. ¿Qué te pasa, a qué viene ese tono?
—¿Has dicho la hija de tu hermana? —Bertín recordó algo y señaló a su mujer con un dedo—. ¿Esa no era la drogadicta?
—Tuvo problemas con las drogas hace tiempo, sí.
—Y la has metido en mi casa.
Noelia miró a su esposo y no le gustó lo que vio.
«Ha adoptado una posición agresiva de total animadversión y está buscando un enfrentamiento directo, ¿qué coño le pasa?».
—Bertín, no deseo discutir contigo. Estoy alterada y creo que deberíamos esperar a que llegue…
¡¿ALTERADA!? —bramó con furia—, ¿¡TÚ!?
A Noelia, a quien jamás le había gritado Bertín, le pilló totalmente desprevenida esa explosión de rabia.
—¡¿Noelia alterada?! ¿Cómo es posible? ¿No puedes dominar tus nervios? —Bertín se acercó a ella y la señaló con un dedo tembloroso—. ¿Por qué no usas uno de esos trucos psicológicos de la universidad, eh? Eres una experta, ¿no?, una come cocos frustrada como tú debe de tener un montón de trucos guardados. Seguro que durante todos estos años has debido de usarlos conmigo sin que yo me enterase.
Noelia lo intentó por todos los medios, pero al final no pudo evitar que de sus ojos cargados cayesen las lágrimas.
—No sé a qué viene esto, Bertín. Pero no voy a seguir hablando contigo.
—¡Perfecto! —Bertín alzó los brazos—. Yo tampoco quiero oírte hablar, pero seguro que a ti sí que te interesa lo que voy a decirte.
—Bertín, no voy a escucharte.
Noelia se levantó del sofá, pero su marido la tomó por los hombros y la obligó a sentarse de nuevo. Noelia se deshizo de él y le apuntó con un dedo.
—No te atrevas a volver a tocarme Bertín.
—Tranquila Noelia. No volvería a tocarte ni con un palo de tres metros. No quiero que me contagies cualquier enfermedad que hayas contraído follando con Carlos o con una de esas putas de Tinder.
Noelia sintió que se le iba la sangre de la cara.
Bertín disfrutó del momento. Dejó que su mujer asimilara lo que acababa de oír mientras él se dirigía al mueble bar para servirse un Macallan con un solo cubito de hielo.
Sin mirar a su marido Noelia le hizo la pregunta en voz baja.
—¿Desde cuando lo sabes?
Bertín miró a su mujer a través del vaso. En realidad no quería beber, no quería que el alcohol interfiriese con la coca pero necesitaba tener algo entre las manos. Algo helado, a ser posible.
—¿Saber el qué, lo de Carlos o lo de las putas? —Bertín agitó la bebida delante de él—. Da igual. Lo de tu… desviación lo sospechaba desde hace mucho. Las miradas, las sonrisas, las bromitas, los toqueteos con tus amigas… Reconozco que no llegué a estar seguro del todo por esa puñetera manía que tenéis las mujeres de daros besos, abrazos y caminar agarradas de la mano como si tal cosa, con el rollo ese de la amistad femenina —sin poder evitarlo Bertín le dio un sorbo a la bebida antes de continuar—, eso sin contar con la costumbre de ir siempre juntas al baño. ¿Qué coño hacéis ahí? ¿Comparáis el tamaño del conejo, os ayudáis a cambiar el tampón o qué?
Noelia negaba con la cabeza sin atreverse aún a mirarle a la cara.
—Bertín, no quiero seguir hablando contigo. Ahora no. Por favor.
Su marido le ignoró.
—Te vi con él, con el inquilino de la casa de tus padres. Os vi en el centro comercial. No es que me importase mucho porque ya sabes que desde hace un año lo nuestro se va a la mierda, pero me sentí herido en mi orgullo masculino. Así que contraté a un detective para que recopilase pruebas. Lo gracioso fue que este investigador descubrió otras facetas tuyas más interesantes, como esa afición tuya a la bollería.
—Por favor, Bertín. Ahora no. Esto ahora no. Ese niño…
—¡Me importa una mierda! —Bertín hizo el amago de tirarle el vaso a su mujer, pero se contuvo. Ella no se dio cuenta del gesto—. ¡Podrías habérmelo dicho! «Tengo un amante, Bertín, tengo un amante y me gustan las mujeres. No quiero seguir follando contigo». ¡Así de fácil! Pero no, oh, no. Tú tenías que ocultarlo, tenías que mentir y engañar a tu marido. ¿Eso te hace superior, eh, Noelia? ¿Engañar a la figura masculina te empodera? «oh, mirad, le pongo los cuernos a mi marido. Él es un cornudo… ¡y yo soy una puta!».
Noelia miró a Bertín a los ojos. Iba a responder a sus ataques pero entonces se fijó en las pupilas dilatadas, los ojos inyectados en sangre, el temblor de la barbilla y el rechinar de dientes; el sudor corría por sus sienes y tenía el cuello al rojo vivo.
«Está colocado. Por amor de Dios, está hasta arriba».
Noelia se levantó y sin dejar de mirarle negó con la cabeza.
—Bertín, basta. Voy a mi cuarto a esperar a que venga la policía. Se acabó.
Bertín se dirigió hacía ella apretando el vaso con fuerza suficiente como para hacerlo estallar entre sus dedos. Noelia se había girado y le estaba dando la espalda. Bertín la alcanzó en el pasillo y alzó el brazo con intención de agarrarla del cabello para arrastrarla de vuelta al salón tirándole de los pelos, pero en el último segundo entró en razón.
«¡¿Qué cojones haces, imbécil!? ¿Quieres echarlo todo a perder, gilipollas? ¡Cálmate, idiota!, además, ¿a qué a venido decirle todo eso? José te advirtió que no dijeras nada todavía, que había que evitar que ella moviera ficha con antelación. ¡Eres subnormal!».
El timbre del interfono sonó en ese momento y Noelia se giró, sorprendiendo a Bertín detrás de ella.
—Es la policía, Bertín. ¿Me dejas que vaya a abrir, por favor?
Bertín la miró durante largo rato, respirando con fuerza por la nariz. Al cabo de varios segundos se apartó y dejó que pasase a su lado. Bertín cerró los ojos y terminó lo que quedaba del vaso de un trago.
Noelia habló a través del interfono, pulsó un botón y dejó la puerta abierta antes de volver al salón a esperar a la policía. Bertín entró a la estancia, dejó el vaso encima del mueble bar, cogió sus cosas y se encaminó hacía la salida.
—No me esperes para la cena —dijo.
—Bertín, ellos también querrán hablar contigo.
Bertín la ignoró y salió dejando la puerta abierta.

22.

Rusky.

«Quince o veinte minutos» —pensó mientras dejaba inconsciente a Noelia—, «ese es todo el tiempo del que dispongo antes de que despierte. Suficiente».
Miró a Quino, que aún seguía durmiendo, y dudó durante varios segundos, pero al final decidió encargarse primero de la madre. Se encaminó hacía la puerta del baño y tanteó el pomo, comprobando que no estaba echado el pestillo. Entro muy despacio.
La drogadicta estaba en la bañera, con los ojos cerrados y el agua prácticamente cubriendo todo su cuerpo. Los dos pezones, gordos y rojos, asomaban por la superficie rodeados de espuma. Sin esperar a comprobar si dormía o no, Rusky pasó dentro y agarró a Francesca de las orejas, retorciéndolas, despertándola de golpe y obligándola a salir de la bañera. Sin darle tiempo a reaccionar Rusky le golpeó debajo de las tetas, justo en la costilla fisurada. Había visto el hematoma y sabía que ese era un punto débil.
La pequeña fisura que tenía en la costilla se abrió y se astilló; los bordes mellados del hueso se clavaron en el pulmón. El dolor llegó como un relámpago y Chesca se dobló por la cintura, tosiendo y escupiendo. Mientras estaba doblada Rusky le agarró del cuello y le puso una toalla en la cara, ahogándola.
Francesca se asfixiaba. El pulmón se le estaba llenando de líquidos y sangre, no mucho, pero sí lo suficiente como para hacer reaccionar involuntariamente a su diafragma, provocándole arcadas y toses. El agua se mezcló con las lágrimas que le caían desde unos ojos aterrorizados e inyectados en sangre.
Rusky le estrujó la toalla en la cara, comprimiendo la nariz y la boca con saña. El piercing le rasgó el labio.
—¿Tienes la droga aquí?
Cheska no oyó a Rusky. Su cerebro era un globo rojo con todas las alarmas encendidas, recibiendo señales de dolor desde todos los puntos de su castigado cuerpo.
Rusky le quitó la toalla de la cara y le apretó el cuello, estrujándole la tráquea.
—¿Tienes la droga aquí? —repitió.
Esta vez Chesca le escuchó, pero no pudo entender lo que le estaba preguntando. Quería decírselo, pero le era imposible pronunciar una sola palabra, así que negó moviendo la cabeza con pequeños gestos.
Rusky volvió a ponerle la toalla en la cara y la golpeó de nuevo en la costilla rota. El alarido de Francesca se perdió en la gruesa tela.
—¿Tienes la droga aquí? —preguntó por tercera vez mientras le apartaba la toalla de la cara. La voz de Rusky no dejaba ver ninguna emoción.
Francesca, gimoteando y arrasada por lágrimas de puro pánico, señaló con un dedo tembloroso sus ropas, que estaban en el suelo, metidas en una bolsa de plástico. Rusky la arrastró hasta allí y removió las prendas con el pie, descubriendo un teléfono móvil y un par de papelinas de plata.
Rusky le golpeó en la cara con la mano abierta, procurando darle en una de las orejas, que ya estaban doloridas de los tirones. El golpe fue tan violento que Francesca resbaló y cayó al suelo, golpeándose el codo herido.
—El paquete. ¿Dónde está?
A Chesca le hubiera gustado hablar, pero el pánico le tenía bloqueado el cerebro. El dolor del pecho era espantoso y no podía pensar en nada. Quería gritar pero no lograba llenar los pulmones de aire. El cuello le dolía muchísimo y cada vez que gemía o sollozaba sentía que algo se le rasgaba por dentro.
—¿Lo tienes aquí?
Rusky se acercó a ella y observó el cuerpo de ese trozo de carne lloroso tirado en el suelo. Cuando la sacó de la bañera le había visto el piercing en el coño y pensó en arrancárselo de un tirón, pero no quería dejar rastros de sangre.
«Control».
La drogadicta, aterrorizada, se arrastró por el suelo hasta un rincón, mirando al monstruo de Frankenstein que tenía delante con ojos enloquecidos, tosiendo con dificultad y gimiendo como un perrillo. Rusky se agachó y su cara llena de cicatrices flotó hasta quedar a pocos centímetros del magullado rostro de Francesca.
—Tu hijo está en el cuarto de al lado. —La drogata giró la cabeza hacía la puerta del baño y de su garganta salió un patético «nooooo», sollozando entre mocos y babas de color rosa. Rusky sonrió. La sangre debía de estar entrando en el pulmón.
—Responde moviendo la cabeza. El paquete con la droga que robaste, ¿está aquí?
Chesca, que aún estaba bajo los efectos de la heroína, tardó un par de segundos en entender lo que le estaba preguntando, pero al cabo movió la cabeza, negando. El aliento de Rusky le golpeó en la cara cuando el monstruo de Frankenstein habló de nuevo.
—Está escondido —dijo Rusky. No era una pregunta, pero Chesca asintió con la cara llena de lágrimas y mocos.
El monstruo miró el reloj de oro y se incorporó. Fue hasta el montón de ropas de Cheska y tomó las papelinas y el teléfono móvil de la chica.
—Tienes dos minutos para vestirte. No tardes o mataré a tu hijo.
Rusky le dio la espalda a ese despojo humano y regresó al dormitorio de Noelia. Comprobó que ésta seguía inconsciente y luego se sacó del bolsillo un rollo de cinta americana.
«Niños. Débiles, ruidosos y poco prácticos. No obedecen nunca y sólo saben llorar y gritar».
En otras circunstancias Rusky hubiera matado al niño de una forma rápida y eficaz, pero no confiaba en la drogadicta. Mientras el bebé estuviera vivo podría usarlo como aliciente para que la chica colaborase. Rusky, que carecía de empatía, no comprendía por qué la gente era capaz de arriesgar su propia vida por sus hijos o familiares. Para él, el concepto de amor incondicional era algo ilógico e innatural. Aún así, él lo usaba como herramienta.
«Control».
Rusky se agachó sobre Quino.


23.

Chesca.

«Dos minutos dos minutos dos minutos…».
Su cerebro recibía señales de dolor desde cada rincón de su maltratado cuerpo, pero en lo único que podía pensar era en esas dos palabras.
«Dos minutos mi Quino mi pobrecito Quino mi Bebito».
Gimiendo y sollozando sin cesar se arrastró hasta el montón de ropa. Las palizas habían vuelto. Con Gorka adquirió los hábitos de sumisión para evitarlas, obedeciendo sin rechistar para que los dientes y los huesos siguieran en su sitio, pero esto era mil veces peor. Frankenstein era un monstruo. No era humano. En los ojos del monstruo no había atisbo de humanidad y ella sabía que no mentía cuando hablaba de matar a su hijo.
Prescindiendo de la ropa interior se puso los pantalones apretando unos dientes teñidos de rojo, resistiendo el terrible dolor que le abrasaba las entrañas al inclinarse. Los mocasines elásticos no tenían cordones, pero aún así no pudo colocárselos hasta el tercer intento. Las manos le temblaban de una manera horrible, como las de una vieja octogenaria atacada por el Parkinson. Se pasó la camiseta por encima de la cabeza y metió el resto de cosas en la bolsa de plástico.
«Dos minutos dos minutos mi pobre Joaquin…».
Un breve destello de lucidez le atravesó la mente.
«Tita Noe. El monstruo ha debido matarla —de su inflamada garganta se escapó un gemido ronco—. La ha matado y en cuanto tenga el paquete me matará a mi y a Quino».
Francesca miró en torno suyo desesperada, con la sensación de que el tiempo de gracia había pasado ya. Echó un vistazo rápido a la puerta para asegurarse de que Frankenstein no la veía y tomó una decisión.

Continuará...

©2020 Kain Orange

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