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miércoles, 29 de julio de 2020

Sofía crece 3, parte X


40.

Sofía.

El centro comercial estaba bastante concurrido a pesar de ser día laboral. Era verano y había mucho turista y veraneante que aprovechaba la media jornada para ir a la playa por la tarde, pasando antes por el supermercado a comprar viandas playeras. Sofía no recordó cuando fue la última vez que fue a la playa. Al pensar en probarse su antiguo bañador se sonrojó.
«Con esta tripita y este culo parecería una morcilla».
Miró a Carlos, que caminaba a su lado, y pensó que no le importaría ir a la playa con él.
«Haría top-less para verle la cara que pondría cuando me viese las tetitas».
¿Se pondría cachondo? Seguro que sí. A los hombres les gustan las tetas. Las suyas eran pequeñas, pero muy firmes y duras.
«Con el aire del mar se me pondrían los pezones tiesos. Luego me tumbaría boca abajo, me metería el bañador en la raja del culo y le pediría que me diese crema en…».
—¿Sofía? —era la voz de una mujer.
La chica se detuvo en seco. Carlos dio un par de pasos más antes de detenerse y girarse para ver a la dueña de la voz.
—¡¿Sofía?! ¿Qué haces aquí?
Sofía se giró.
—¿Mamá?
«No puede ser».
Su madre iba con un carro de la compra cargado hasta arriba y miraba alternativamente a su hija y al hombre desconocido que la acompañaba.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Sofía.
—Eso te acabo de preguntar yo. ¿Dónde has estado metida todo el día? —miró a Carlos y frunció el ceño. Luego se dirigió de nuevo a su hija—. ¿Sabes que los de tutoría nos han llamado hoy?
«Mierda».
—¿Tutoría? No, no sé nada de eso… mamá, de verdad. He estado… he tenido que saltarme las clases hoy. La hija de Alberto —señaló a su acompañante—, es mi compañera en el trabajo de final de curso y… y estamos en su casa, terminando el trabajo porque estamos muy retrasadas, pero necesitábamos… necesitamos algunos materiales. El papá de Celeste nos ha traído en su coche.
Carlos giró la cabeza muy despacio hacía Sofía. Ella le miró de reojo, pero no dijo nada más. Carlos miró a la madre y le ofreció la mano.
—Hola, soy Alberto, el padre de Celeste.
La madre dejó en el aire la mano de Carlos durante varios segundos hasta que se la estrechó brevemente tomándola por los dedos, aunque ella no se presentó.
—¿Se puede saber por qué no has llamado en toda la mañana? ¿Y qué quiere decir eso de que no sabes nada de tutoría? ¡Llevas faltando casi todo el semestre!
Sofía se hizo la sorprendida.
—¡¿Que qué?! ¡Imposible! Pero si no he parado de estudiar en clase. Estamos terminando el curso y vamos a tope. Debe ser un error, mamá, de verdad. Mira, si tengo aquí los libros y todo.
Sofía metió la mano en la mochila y le enseñó fugazmente los dos libros de bolsillo que había cogido esa mañana.
La madre miró atentamente a su hija con el ceño fruncido, la sorpresa había pasado al enojo y éste, poco a poco, a la ira.
—Te han abierto un expediente, Sofía. Llevan días intentando ponerse en contacto contigo. No has ido ni un solo día en los últimos tres meses, nos has mentido a nosotros, has mentido al instituto, has falsificado nuestras firmas, ¡y les diste un número de teléfono de contacto que no era el nuestro para hacerte pasar por tus padres!
«No, no, no, no…».
La madre miró a Carlos, aunque las palabras eran dirigidas a su hija.
—Dentro de dos días tenemos una vista con el instructor del expediente, aunque ya te digo que no importará lo que diga —volvió a mirar a Sofía—: para ti se acabó. La semana que viene te vas a trabajar al semillero de tu tía.
Sofía se quedó de piedra, sin saber qué decir, con la cara ruborizada y los muslos temblando. Carlos carraspeó.
—Disculpad, pero tengo que ir a por Celeste. —Antes de irse le echó una mirada bastante elocuente a Sofía y ella lo odió con todas sus fuerzas.
«Huye, cobarde».
Los clientes pasaban al lado de ellas, ajenos a la pequeña tragedia.
—¿No tienes nada que decir? —la madre golpeó el carrito con las dos manos—. Tampoco hace falta que digas nada —miró a la espalda de Carlos, que se alejaba hacia la zona de restauración—. ¿Y ese quien es, eh?, ¿tu nuevo novio? ¿No es un poco mayor para ti? ¿Eso es lo que has estado haciendo todas estas semanas mientras tus padres se mataban a trabajar para pagarte los estudios? ¡¿Follando con uno que podría ser tu padre?! —Varias cabezas se giraron hacía la voz.
Sofía estaba ruborizada hasta las orejas, le temblaba la barbilla y tenía los ojos vidriosos.
«No es justo, no es justo».
—¿No puedes esperar a que te lo explique en casa, mamá? ¿Tienes que avergonzarme en público?
—¿Explicar? ¿Qué tienes que explicar? ¡No hay nada que explicar! Esta todo muy claro, hija mía. Si tanto te picaba el chocho te podías haber buscado a uno de tu instituto, ¡así al menos no hubieras faltado a las clases!
Sofía escuchó un par de risas cerca.
—¿Podrías bajar la voz, por favor, mamá? —Sofía se apartó un par de lágrimas con la palma de la mano–. ¿Podríamos ir a otro sitio?
—Claro que vamos a ir a otro sitio. A casa. A casa, Sofía, que ya está bien, ¡ya esta bien de que nos tomes por tontos! ¡Que estamos hartos de que hagas lo que te de la gana!
—Eso, ¡grita! Grita fuerte, que se entere todo el mundo. ¡Grita! ¡Eso es lo único que sabes hacer bien! ¡Tú y papá! ¡Yo sí que estoy harta de vosotros, de vuestras peleas y de vuestra mala leche!
—A mi no me grites, eh —dijo su madre mientras le apuntaba con un dedo.
—¿Por qué no? Ya deberías estar acostumbrada, mamá.
Un guarda de seguridad se acercó.
—Disculpen, ¿les importaría bajar el tono de voz? Están en un espacio público.
La madre de Sofía se encaró con él.
—Yo hablaré con mi hija como a mi me dé la gana, y haga el favor de no meterse donde no le llaman.
—No mamá, a mi no me vas a hablar como a ti te dé la gana, eso se acabó. Ya no soy ninguna niña.
La madre se volvió hacía ella.
—¡Tú te callas! —Algunos curiosos se pararon alrededor.
El segurata insitió.
—Señora, no grite a la muchacha, que la está dejando en evidencia.
—Pero bueno, ¿quien te has creído que eres tú, mamarracho?
Sofía contempló como su madre y el de seguridad iban escalando poco a poco el nivel de violencia verbal.
«Esto no me puede estar pasando».
Hastiada, con los ojos bañados en lágrimas, los dejó allí discutiendo entre ellos y corrió hacía los servicios públicos. Se encerró en uno de los cubículos y lloró de forma desconsolada hasta que le dolió la garganta.
«Soy un fracaso. No valgo para nada. ¿Qué hago aquí? No valgo para estudiar, ni para trabajar, ni para nada. Solo pierdo el tiempo, dando vueltas, engordando, soñando despierta y haciéndome pajas por las noches. No tengo amigas, ni novio, ni futuro… No soy nada».
«Nada».

 41.

Carlos.

Aquello era demasiado violento. Le hubiera gustado quedarse para apoyar a la muchacha, pero apenas la conocía y estaba claro que su presencia allí solo empeoraría la situación.
«Noelia hubiera sabido manejarla. Hubiera calmado a la madre y consolado a la chica, incluso les hubiera aconsejado sobre cómo solucionar ese embrollo».
Echó un vistazo alrededor de la galería comercial, buscando el logotipo del cáctus sonriente del «Taco Mío». Cuando lo encontró miró las mesas que había fuera pero no vio a nadie que conociese. Pasó dentro del restaurante y escogió una mesa mediana. Estaba convencido de que Sofía se libraría de su madre y que se uniría a ellos tarde o temprano.
«Esa chica tiene una fijación por Noelia. Nadie va a casa de una amiga sin conocer su dirección, y si Noelia no se la dijo fue porque no se tenían tanta confianza. Aunque se equivocó de dirección, Sofía debió de averiguarla por otros medios».
        Esa tenacidad le recordó un poco a él mismo, cuando era periodista y ejercía de redactor y tenía que indagar e investigar para documentarse.
—Carlos.
La voz de Noelia le llegó desde atrás. Se giró y la vio a pocos pasos. Estaba muy atractiva. Sin decir nada más se abrazaron y él no pudo evitar la erección al sentir entre sus brazos las curvas familiares y turgentes. Se besaron sin lengua y se miraron a los ojos. Una vez más hablaron al mismo tiempo.
—Carlos, siento muchísimo no haber estado ahí, han pasado…
—He decidido acudir a ese especialista, no puedo…
Ambos se callaron sin dejar de mirarse a los ojos, sonriendo. Noelia le volvió a besar.
—Pidamos algo primero.
Carlos le tomó de la mano y ella apretó sus dedos con fuerza.
«Dile que la amas, Carlos. Díselo hoy, ahora. No esperes más, tío».
Se sentaron a la mesa y Carlos abrió la boca, pero Noelia se adelantó.
—¿Dónde está Sofía?
Carlos torció el gesto y negó con la cabeza.
—Hmmm… Verás, se ha encontrado con alguien conocido en la entrada. Su madre.
Noelia reflexionó durante dos segundos y alzó las cejas.
—¿Su madre?
—Sí. El encuentro no ha sido muy feliz que digamos ¿Sabías que la chica lleva meses sin acudir al instituto?
Noelia se tapó la boca con la mano.
—Oh, no. Su madre lo ha descubierto.
—¿Tú lo sabías? —Carlos se sorprendió.
—Sí… No… bueno, lo sospechaba. Ella iba siempre al parque en horas lectivas, pero no quise preguntarle para que no se sintiera…
Llegó una chica para tomarles nota y la interrumpió. Carlos pidió algo contundente con mucha carne y Noelia ensalada. Carlos retomó la conversación.
—Igual deberías haberle preguntado. La cosa parece sería. La han expedientado y la madre quiere que deje los estudios para ponerla a trabajar.
Noelia se frotó las sienes y cerró los ojos.
—Mierda. Pobrecilla. Eso la va a dejar muy mal.
Carlos la observó.
—Exactamente, ¿de qué va lo vuestro? ¿Sois amigas de verdad o simplemente era algún rollo tipo hermana mayor/hermana pequeña?
        Noelia miró por el ventanal, viendo pasar a la gente cargada de compras. Carlos no lo sabía, pero ella estaba pensando en la discusión con Bertín y en sus «novias» de Tinder, las chicas con las que quedaba de vez en cuando o con las que se masturbaba a través de mensajes y vídeos. Al cabo de unos segundos miró a Carlos.
—Verás, precisamente de eso también quería hablarte, de mi… situación con esa chica. Es algo complicado, Carlos, y no sé si este es el lugar más indicado para hablar de ello, pero hoy han pasado muchas cosas —Noelia rió con amargura—, cosas increíbles. Creo que necesitas saber algo sobre mí, algo que te he ocultado y que… —Noelia respiró con fuerza—, es algo que de alguna manera tiene que ver con esa chica.
—Me he perdido Noelia.
La mujer pasó un brazo por encima de la mesa y le tomó la mano.
—No quiero perderte, Carlos. Sé que al principio solo eras una especie de… experimento —Carlos se rió—, un sujeto con tendencias destructivas y un cacao mental muy atractivo…
—Gracias.
—…Que despertó mi espíritu maternal y mis ganas de… de arreglar esto —Noelia le dio un golpecito en la frente con un dedo—, pero ya sabes que me he encariñado contigo.
—Noelia…
Ella le apretó aún más la mano.
—Sí, Carlos, tú sabes que me gustas mucho más allá de lo físico… Y sé que el sentimiento es mutuo, aunque te de miedo reconocerlo…
—¡¿Noelia?! —La voz, masculina, no era de Carlos.

42.

Noelia.

Noelia se giró hacía el origen de la voz y sintió el impacto de un puño en la mejilla. Calló hacía atrás, tirando del brazo de Carlos y arrastrándolo al suelo con ella involuntariamente. Algo se movió dentro de su boca, probablemente un empaste. La sangre tenía un sabor metálico muy desagradable.
Escuchó gritos alrededor y percibió mucho movimiento. Abrió los ojos y pudo ver como se acercaba un zapato de piel marrón directamente hacía su cara. Por puro acto reflejo giró la cabeza y la patada le alcanzó en el oído izquierdo. Noelia chilló.
¡PUTA!
Bertín se agachó y le agarró la camiseta, tirando de ella mientras lanzaba su mano abierta contra la cara de su mujer. Carlos se incorporó en el suelo y consiguió cogerle el brazo antes de que la golpease. Bertín giro su rostro enloquecido hacía Carlos, soltó la camiseta de su mujer y le dio un puñetazo en la cara con esa mano.
Nuria, desde fuera del local, gritaba a su amante con todas sus fuerzas, con el cuello lleno de tendones.
—¡¡PARA, BERTÍN, PARA!!
Carlos y Bertín se enzarzaron en el suelo, agarrándose y dándose ostias y patadas al tuntún, en un caos de brazos y piernas. Algunos clientes trataron de separarlos mientras que otros atendían a Noelia. La cara se le estaba hinchando y el oído le sangraba debido a un feo corte en la oreja. Estaba mareada, pálida y cubierta por un sudor frío. La ayudaron a incorporarse y pudo ver como Bertín tenía cogido a Carlos por el cuello, con una rodilla puesta sobre su pecho mientras los espontáneos trataban de quitarlo de encima.
Noelia empujó a los que la estaban sosteniendo y dio una zancada hacia Bertín, golpeándole la cabeza con el pie.
—¡Hijo de puta, suéltalo!
Un par de guardias de seguridad acudieron alertados por el tumulto y trataron de separarlos, pero Bertín y Carlos siguieron con la refriega hasta que llegaron más guardas, esta vez acompañados por los dos policías asignados al centro comercial.
—¡CERDA, BOLLERA DE MIERDA, LESBIANA! —Bertín estaba fuera de sí— ¡¿No tenías bastante con hacerle la tijera a esas putas?! ¡También me tienes que poner los cuernos con este come mierdas!
Bertín se deshizo de los guardas que lo tenían sujeto y agarró lo primero que vio encima de la mesa, el bolso de Noelia, y se lo tiró a la cabeza. Ella se giró, pero no le dio tiempo a esquivarlo. El bolso le dio en la espalda y se abrió, haciendo que todo el contenido del mismo rodase por el suelo.
Uno de los guardas sacó la porra y le propinó un golpe a Bertín en el brazo, pero éste se revolvió, le arrancó la porra de la mano y comenzó a darle golpes con ella. Carlos le hizo la zancadilla y Bertín calló de rodillas. Los policías consiguieron reducirlo. Otra pareja del Cuerpo acudió y siguiendo las indicaciones de los guardas de seguridad tomaron a Noelia y a Carlos y se los llevaron, junto a Bertín, hasta las dependencias de seguridad del centro comercial.
Nuria había desaparecido, alejándose de toda aquella locura y diciéndose a si misma que jamás volvería a acercarse a Bertín.


43.

Sofía.

Salió del cubículo deprimida y triste. Mientras se lavaba la cara contempló su imagen en el espejo.
«Fea, gorda, inútil. Sin trabajo, sin estudios, sin amigos, sin nada. Sólo tus libros y tu caligrafía».
Pensó en Carlos y en cómo se lo encontró esa mañana.
«Un tío como ese se despierta desnudo al lado de una chica y ni siquiera intenta acercarse a ella… Eres tan fea y tan inútil que no sirves ni para que te violen».
Sofía estuvo así varios minutos, auto compadeciéndose y dejando que la desdicha le carcomiese el alma.
«Carlos al menos tuvo el valor de intentar quitarse de en medio».
Sofía pensó que esa salida podría ser factible también para ella. No tenía nada que perder. Nadie la iba a echar de menos tampoco.
«Noelia sí».
«¿Seguro?».
«No, no estoy segura, pero podrías comprobarlo. Habla con ella. Habla con ella una última vez, después puedes hacer lo que quieras. No hay prisa».
Al salir de los baños públicos escuchó un tumulto proveniente de la zona de restauración. Sofía fue hasta allá y descubrió que precisamente en el «Taco Mío» había una trifulca. A pocos metros de la puerta se detuvo espantada al reconocer las voces y gritos de dos de las personas.
«¡¿Noelia, Carlos…?!».
Desde allí pudo ver el resto de la riña, totalmente conmocionada. Excepto las peleas verbales de sus padres, nunca había presenciado la violencia física entre adultos. Era algo dantesco y bochornoso, irreal. Se quedó sin habla y no supo reaccionar. Ninguno de ellos se percató de su presencia. Cuando todo acabó, Sofía, llorando, se acercó a la mesa donde habían estado sentados y habló con los empleados para decirles que era amiga de ellos. Luego recogió las pocas pertenencias de Noelia que habían quedado olvidadas por el suelo.
La voz de un chico joven la sorprendió.
—¡Hey! ¿Eso es tuyo?
Sofía se incorporó asustada, con los objetos apretados contra su pecho. Era un chaval de unos veinte años, muy alto, delgado y de espalda ancha. También tenía un serio problema de acné. Sofía se apartó las lágrimas de la cara antes de hablar.
—Son de una amiga. Ha tenido una pelea y se le han caído.
Tony la miró desde arriba, con el ceño fruncido.
—¿Tu amiga, la de la pelea?
Sofía se encogió de hombros.
—Sí, Noelia —Sofía ignoró al chico y siguió buscando por el suelo.
—¿Tu amiga se llama Noelia? Yo me había citado aquí con una mujer que también se llama igual. Me dijo que había quedado con unos amigos. ¿Eras tú?
La chica dejo de buscar y miró a Tony fijamente.
—¿Tú la conoces? 
—Más o menos. La conocí esta mañana. Me dijo que viniese aquí. Teníamos que hablar de algo importante. Yo también he visto la pelea, pero… no quise meterme.
El chico no era guapo, pero tampoco era muy feo. El problema era esa cara llena de granos.
—Yo también quería hablar con ella, pero se los han llevado detenidos.
—¿Detenidos? No, los habrán metido en la sala de seguridad, para hablar con ellos primero. Yo lo sé porque… —Tony apartó la mirada, azorado—, bueno, porque es lo que suelen hacer. —Tony no quiso decir que a él le pillaron alguna que otra vez robando—. Yo vi la pelea. Al que seguro que sí detienen es al que iba bien vestido. Ese empezó todo. Le dio fuerte a tu amiga, ¿sabes?
Un teléfono sonó cerca. Era una melodía estándar. Sofía y Tony miraron alrededor y la chica descubrió un móvil tras una maceta, en el suelo. Se agachó y lo reconoció como el móvil de Noelia. Miró el contacto de la llamada entrante. 
«¿Francesca? ¿Quien será?». 
Pulsó el icono de llamada y se llevó el teléfono al oído.
—¿Diga?
Al principio no escuchó nada más que ruido y estática, así que salió fuera del local, a la galería. La recepción mejoró y Sofía escuchó la voz de una chica. Sonó muy cercana, estridente, muy fuerte pero con interferencias, con un tono de pánico tan crudo y desesperado que Sofía se asustó.
—¡¡…TITA NOE, NICO LO TIENE, LO TIENE NICO, ME HA MATADO EN LA QUILLA, TITA NOE, TIT…!
La llamada se cortó.
Sofía miró con ojos espantados a Tony. El chico la miró extrañado, con curiosidad.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. Parecía que alguien estaba gritando.
—No… No lo sé. Era una chica joven. Gritaba y creo que lloraba. Una broma pesada, seguro.
Tony abrió los ojos como platos.
—¿Una chica joven? ¿Qué ha dicho?
Sofía se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—No sé, cosas sin sentido.
El chico se acercó a Sofía y le quitó el móvil de las manos.
—¡Hey! ¡¿Qué haces?!
El teléfono usaba un bloqueo sencillo, sin huella, solo había que deslizar el dedo por la pantalla. Tony buscó en el historial de llamadas.
—¡Francesca! ¡Era ella! —miró a Sofía—. ¿Qué te ha dicho?
—No lo sé, gritaba cosas raras. Devuélveme eso, por favor.
—No, mira, esto es muy importante. Esta chica es la sobrina de Noelia. Yo la atropellé y luego la acusaron de robar a su tía. Tiene un bebé y están desaparecidos…
Tony se calló al ver la expresión de enfado de Sofía.
—¿Me devuelves el móvil, por favor? —repitió.
—Sí, claro, lo siento —Tony le dio el móvil—. Perdona. Por favor, ¿podrías recordar lo que ha dicho esa chica?
Sofía negó con la cabeza.
—No lo sé. Parecía asustada. Me ha dado miedo. Decía…
«Nico».
—Dijo que lo tenía Nico. «Lo tiene Nico, lo tiene Nico», quizás decía «chico». Luego dijo que la habían matado.
Tony abrió la boca, incrédulo.
—¿Que la habían matado?
—Sí, eso creo que dijo. Dijo «me ha matado en la quilla», o puede que dijera «en la silla». No lo sé. Fue muy raro. A lo mejor dijo «me han atado a la silla» o algo así.
Tony se pasó las manos por la cabeza, intentando pensar. Sofía miró el móvil.
«Francesca. ¿Quien será?».
—¿Quien es esa chica? —preguntó a Tony—. Pareces conocerla.
—Ella es… —Tony recapacitó—. Es una historia larga y complicada.
—Puedes contármela, tengo tiempo.
—¡Pero ella a lo mejor no! —Tony agitó las manos, nervioso—. Tu amiga me dijo… —miró al techo con los puños cerrados, dudando de si debía decirlo—, me dijo que a Francesca podían haberla secuestrado. ¡Sé como suena, lo sé!, es una locura, pero eso fue lo que me dijo y yo la creo, sobre todo después de esa llamada —Tony, que jamás había tocado a una chica, le puso las manos en los hombros a Sofía—. Por favor, confía en mi. Tenemos que hablar con tu amiga, con Noelia. 
Sofía se encogió de hombros mientras negaba con la cabeza.
—¿Un secuestro? Eso es muy grave, si es verdad habría que hablar con la policía, no con Noelia.
Tony soltó a Sofía y se pasó la mano por el cabello, nervioso, caminando por la galería a grandes trancos, pensando.
—La policía no hará nada. No nos creerá. Tu amiga Noelia habló con ellos cuando desapareció Francesca y le dijeron que era una ladrona. Yo no sé toda la historia, por eso vine aquí, para que ella me la contase. Sé que la policía piensa que Francesca robó a tu tía y huyó, pero tu amiga piensa que en realidad la secuestraron, ¡no me mires así!, eso fue lo que ella me dijo.
—Tú la crees.
—Sí.
—Todo esto es muy raro, tío, deberíamos… —Sofía se calló cuando miró a los ojos de Tony.
«Está a punto de llorar. Madre mía, está a punto de echarse a llorar».
Tony tenía los ojos vidriosos, inyectados en sangre y con los lacrimales cargados. Se mordía el labio constantemente y se agarraba las manos con nerviosismo. Sofía se acercó a él y le puso una mano en el brazo.
—Oye, tranquilo. Está bien, yo te creo.
—Sí, tú me crees, pero la policía no lo hará. ¿Qué le voy a decir? «Hola señor policía, resulta que me he encontrado este móvil, que por cierto, es de una mujer que acaban de detener por una pelea en un restaurante, y resulta que ha llamado una chica acusada de robo diciendo unas palabras sin sentido. Yo creo que era una llamada de auxilio porque pienso que está secuestrada. No, señor agente, no la conozco de nada. Bueno, sí, de haberla atropellado esta mañana, a ella y a su bebé».
Cuando terminó de hablar dos lágrimas intentaban bajar por sus mejillas, pero los granos dificultaban el viaje.
Sofía lo miró en silencio durante largo rato.
—¿La atropellaste? —dijo al fin.
Tony puso los ojos en blanco y por primera vez sonrió. Sofía pensó que tenía una sonrisa muy atractiva.
—Sí, la atropellé. Fue un accidente. Ya te dije que era una historia larga.
Sofía reflexionó mientras le daba vueltas al móvil.
«Todo esto es muy raro. No me entero de nada. Esto es de locos. El tío de la pelea debía de ser el marido de Noelia. Había una chica fuera que gritó su nombre. Además, todas esas cosas horribles que le dijo…».
«Puta, lesbiana, bollera…».
El corazón de Sofía se aceleró.
«Entonces era cierta mi corazonada, no eran imaginaciones mías, yo le atraía».
Tony le estaba preguntando algo.
—Perdona, ¿podrías repetirlo?
—He dicho que me llamo Tony.
Sofía pareció azorada.
—Yo soy Sofía.
—Sofía, creo que voy a buscarla por mi cuenta. A Francesca.
—¿Tú solo?
—Sí… bueno, conozco a alguien que me puede echar una mano, pero necesitaría ese móvil.
Sofía frunció el ceño.
—No. El móvil es de Noelia.
—Lo necesito, Sofía. No soy un ladrón. Lo devolveré, pero es la única pista que tengo.
—No —Sofía apretó el teléfono contra su pecho—. Si quieres yo te acompaño, pero el móvil no te lo doy.
Tony y Sofía se enfrentaron, él, mucho más alto, la miraba desde arriba y ella intentaba no desviar la mirada hacia un grano especialmente gordo que tenía el chico en la frente.
—Vale —accedió finalmente Tony—. Voy a llamar a Cándido, él me echará un cable. Quizás tengamos que ir a su casa.
Sofía dudó. «¿Qué pasa con Carlos y Noelia? ¿Los voy a dejar así, sin más?». Luego pensó que no podía hacer nada al respecto. Tampoco sabía qué iban a hacer los de seguridad con ellos y cuanto tiempo tardarían en salir, si es que lo hacían.
«Además, te mueres de curiosidad por conocer la historia de esa Francesca y lo de ese secuestro, el robo, el atropello y todo lo demás».
—De acuerdo —dijo al fin—, te acompaño.
Tony suspiró aliviado.
—Gracias, Sofi.
La chica lo miró con el gesto torcido. Era la primera vez que la llamaban así. 
—Oye, ¿quien es ese Cándido? —preguntó Sofía.
—Bueno, Cándido es un amigo… especial. No te asustes cuando lo veas.
Se encaminaron a la salida y al llegar al destartalado Citroen de Tony oyeron la sirena de una ambulancia.
—Creo que esa es para tu amiga —dijo Tony.
Sofía sintió una punzada en el pecho: «No debería irme. Tendría que buscarla y darle el móvil, seguro que lo necesita».
Pero algo le hizo seguir adelante: abandonarla y llevarse el móvil era una especie de mezquina venganza. Sofía tenía celos, celos de Carlos y de las otras chicas.
«Ese hombre, su marido, la llamó lesbiana y bollera. “¡¿No tenías bastante con hacerle la tijera a esas putas?!”, eso le dijo».
Sofía pensó que, aunque no se consideraba lesbiana, no le hubiera importado dejar que Noelia frotase su vulva contra la suya.
—Vámonos, Tony. Ya tiene a alguien que se ocupará de ella —dijo pensando en Carlos.
El chico arrancó el coche y Sofía se dejó llevar en silencio hacia el sol de la tarde.

Continuará...

©2020 Kain Orange

lunes, 27 de julio de 2020

Sofía crece (3), parte IX



36.

Rusky.

Faltaba poco para llegar al Baluarte y Rusky cambió la música clásica por una emisora de rock, dándole más volumen. El rock le decía tanto como el resto de la música: nada. Pero al menos así no tendría que escuchar las toses de Francesca, cada vez más frecuentes, ni los gemidos del gusano que tenía detrás. Los lloriqueos y los llantos le estaban haciendo perder el control.
De repente la música dejó de sonar y el Bluetooth del Mercedes le avisó de que tenía una llamada entrante. Rusky frunció el ceño y miró el número. Muy pocas personas conocían su teléfono, menos de una docena. Cuando reconoció al interlocutor miró a su derecha para observar a la pordiosera.
«No le queda mucho de vida. No importa lo que oiga».
Aún así, le pareció oportuno advertirla. Sin mediar palabra le descargó el puño en la cara sin dejar de conducir. Francesca gritó y se llevó las manos al rostro. De la nariz comenzó a brotar sangre.
—Voy a atender esa llamada. Si hablas te reviento la cara.
La drogata se quedó encogida, con los brazos tapándose la cabeza, llorando y gimiendo. La sangre le corría por la boca y bajaba por el cuello en dos chorretones desde las fosas nasales.
«Control, Rusky. Contrólate. Aún la necesitas viva».
El manos libres seguía sonando pero Rusky lo ignoró y le tiró a Francesca un paquete de pañuelos de papel que tenía en el salpicadero.
—No manches la tapicería.
Mientras ella trataba de sacar un pañuelo con manos temblorosas Rusky atendió la llamada.
—Habla.
—Hola. Soy yo —el interlocutor era un hombre.
—Sí, ya lo he visto. ¿Qué quieres? —La voz de Rusky denotaba impaciencia.
—Verás, resulta que los del Cuerpo han recibido un aviso y un par de compañeras han estado atendiendo a una mujer… la misma por la que tú pediste información.
—Ajá. Sigue.
—Bueno —carraspeó ligeramente—, parece ser que la dirección que te di no era correcta.
Rusky miró a Francesca.
—No importa. Ya lo solucioné.
—Sí, sobre eso quería preguntarte —la voz del hombre sonó dubitativa—. Verás, esta mujer llamó por la desaparición de una chica y su bebé, pero luego resultó que había sido un simple caso de robo.
—Sigue.
—Bueno… No sé de qué va todo este asunto, supongo que tú… Quiero decir que no sé si tienes algo que ver, pero estamos cerca de la casa de la chica desaparecida y nos han pedido que echemos un vistazo… Oye, no sé como decirte esto…
—Puedes hablar, no temas.
—Verás… tan solo quería avisarte, por si tú tenías algo que ver —carraspeó otra vez—, para que sepas que vamos allá, a la casa de esa chica —hizo una pausa—. Oye, ¿sabes qué nos vamos a encontrar allí?, ¿será muy feo? Lo digo por si quieres que lo retrase y darte algo tiempo.
Rusky volvió a mirar a Francesca. Ella lo miraba aterrorizada, con las manos sosteniendo varios pañuelos de papel empapados de sangre sobre su cara.
—Nada, no habrá nada, tranquilo. Además, allí no habrá nadie para abriros la puerta y vosotros no podéis entrar, eso es cosa de la judicial, no tenéis jurisdicción.
—Ya lo sé, es un favor que hacemos, nada oficial. Haremos algunas preguntas a los vecinos… pero también quería… ya sabes… asegurarme de que tú y yo estamos bien.
«Por eso me ha llamado. Tiene miedo de mi, pero también tiene miedo de que lo delate si me cogen o que sus compañeros de la policía local descubran que es un soplón de los rusos».
—Tranquilo —a Rusky le hubiera gustado imprimir a su voz seguridad y confianza, pero no sabía como hacerlo. Su voz sonaba átona, sin emoción alguna—.Tú y yo estamos bien y en esa casa no hay nada por la que preocuparse. Está todo bajo control.
«Siempre y cuando no abran la trampilla que hay debajo de la lavadora».
—Vale… —el policía respiró con fuerza—. Me quitas un peso de encima.
—Muy bien. Una cosa: no vuelvas a llamarme si yo no te llamo primero.
Colgó sin esperar respuesta.
Por el rabillo del ojo miró a la drogadicta.
«Si es lista habrá adivinado que Gorka está muerto».
Eso le recordó que aún tenía que tirar la bolsa del MacDonald`s con el despojo de Gorka que había dentro.
Pero luego pensó que sería buena idea enseñárselo a la drogata antes de cortarle las tetas.

36.

Noelia.


Noelia estaba en la ducha, enjabonándose las tetas, cuidando especialmente la zona de debajo, justo donde se unen con el abdomen. Allí se le acumulaba siempre el sudor y se le irritaba con la banda del sujetador.
«Me las voy a operar. Son demasiado grandes y dentro de unos años el dolor de espalda me va a matar».
Había decidido darse una ducha rápida en el baño pequeño, para no eliminar las «pistas» que pudiera haber en el otro, por si acaso.
«Eso es paranoia, y lo sabes».
Noelia se encogió de hombros y siguió restregándose los pechos.
Pensó en hacerse una paja rápida, para aliviar tensiones, pero no quería que se le hiciera muy tarde. Había quedado con Carlos y Sofía en el «Taco mío», un restaurante de comida mejicana no franquiciada. Los menús eran ricos, aunque a ella no le iba el picante.
Se puso unos vaqueros y una camiseta blanca que le resaltaba el busto de una manera escandalosa, pero era lo más cómodo que tenía a mano. Dos disparos de perfume, un poco de carmín y dos pasadas con la escoba por la cara. No tenía tiempo para los ojos.
Iba a arrancar al pequeño Fiat cuando le llegó una llamada entrante.
«¿Tony?».

37.

Tony.

—Hola, soy yo… Marco Antonio.
—¿Perdón?
—Tony, quiero decir —«¿Por qué me pongo tan nervioso?»—. Soy Tony.
—Dime, Tony. ¿Has hablado ya con la policía?
—¿La policía? No, aún no. No me ha llamado.
Se hizo el silencio mientras Noelia reflexionaba.
—No le dieron importancia —dijo ella—, cuando les hablé de ti y del accidente ellos pensaron que fue una casualidad; una casualidad que mi sobrina aprovechó para reforzar su plan de robarnos…
—¿Entonces… ahora qué?
Noelia tardó mucho tiempo en responder. Tony no lo sabía, pero ella estaba pensando si realmente debería sincerarse con ese pobre chaval. Al final decidió que el chico parecía lo suficientemente preocupado como para merecer un poco de información.
—Entonces puede que a ti no te llamen y a ella la buscarán por robo en lugar de por ser víctima de… bueno —Noelia se resistía a decir la palabra—, de secuestro o algo por el estilo.
—¿Secuestro? ¡Secuestro! ¡Pero eso es muy serio! ¡Es algo muy grave!
—Sí, lo es, pero también… es complicado, Tony. Mira, veo que te estás implicando en esto, que te has preocupado por mi sobrina y su hijo, y eso te honra… pero esto… ahora mismo no tengo tiempo.
—No me cuelgue, señora, por favor —las manos de Tony sudaban y sentía un tembleque en las rodillas tan fuerte que le hacía daño—. Me gustaría saber… Me gustaría saber qué ha pasado y a lo mejor yo podría ayudar, de alguna manera.
Se hizo un silencio de varios segundos, roto sólo por la respiración agitada del chico.
—Tony, lo siento. No puedo ayudarte. Además ahora tengo una cita.
—Usted cree que Francesca es buena. Aunque fuera verdad que le ha robado usted la perdonaría, porque sabe que es buena, ¿me equivoco?
Silencio.
—Tony, tengo que dejarte.
—Cuando estuvo embarazada fue a los servicios sociales para desintoxicarse. Eso no lo haría una mala persona, además…
—¿Cómo sabes tú eso? —le interrumpió.
—Bueno, he estado buscando por internet. Estaba preocupado. Usted me dijo que ella había desaparecido y… —Tony habló muy rápido—, y usted parecía muy asustada por teléfono y me dijo que necesitaba ayuda, así que miré un poco por la red pensando en obtener algo de información, pero en realidad… —tomó aire—. En realidad no sé porqué lo hice.
Otro silencio, esta vez tan largo que Tony apartó el móvil de la cara para comprobar si aún estaba en línea.
—¿Qué más averiguaste de ella? —preguntó Noelia.
—Que se libró de ir a la cárcel en un par de ocasiones y que denunció dos veces a su pareja por malos tratos, pero retiró ambas denuncias. Dejó la secundaria cuando se quedó embarazada, aunque era buena estudiante y…
—Está bien —Noelia le interrumpió y Tony creyó oír un sollozo—. ¿Sabes donde está el «Taco Mío»?
—Sí, en el centro.
—He quedado con unos amigos allí para dentro de… veinte minutos. Si quieres puedes venir. Yo te contaré lo que pasó y tú me dices lo que sabes sobre ella.
Tony abrió la boca para decirle que él pensaba que su tía debería de conocer mejor que él la vida de su sobrina, pero algo le dijo que era mejor tener la boca cerrada.
—El «Taco Mío». Yo tardaré un poco, pero iré.
—Vale… Nos vemos.
—Gracias Noelia. —Pero ella ya había colgado.

38.

Simas.

Simas entró al pequeño apartamento en silencio y tiró sobre la vieja mesa de la cocina las bolsas del supermercado. Era un lituano de mediana edad con la piel tan blanca que casi parecía albino, con el pelo rubio claro, los ojos azules y un bigote pasado de moda que le daba un aire de mosquetero. Comenzó a colocar la compra en las desvencijadas estanterías de madera, aunque casi todo eran latas de conserva y bolsas de «snacks». William, el compañero de Simas, asomó la cabeza por la puerta y puso los ojos en blanco al ver las latas de comida envasada.
—Joder —dijo—, ¿otra vez latas?
William era un dominicano veinteañero de piel negra tostada; tenía unas facciones indias muy marcadas, con una dentadura natural blanquísima y la cabeza rapada al cero. Simas, sin dejar de colocar las cosas, le miró y se encogió de hombros.
        —Sabes que aquí no podemos tener comida de verdad. Las cucarachas y los ratones se la comen.
William se acercó y buscó entre las bolsas algo de cerveza. Tomó una lata y la abrió para beberla en tragos largos. Estaba caliente y espumosa, pero no le importó.
—Manito —soltó un eructo—, esto sabe a meada de vieja.
Simas le miró de reojo.
—Tú sigue bebiendo esa mierda y tu barriga sí que será de vieja. —Simas apenas tenía acento. Llevaba muchísimos años trabajando en España para los Troskys y además se le daban bien los idiomas.
William se levantó la camiseta y se dio unas palmadas en los abdominales, marcados y fibrosos.
—Habló la envidia, papi. —Tomó otra lata de cerveza caliente y se la llevó a la salita donde tenían el televisor y la Nintendo.
Se acercó a una de las ventanas y apartó la cortina para mirar a la calle. La cortina en realidad era una toalla gigante robada de la piscina de un hotel y sujeta con clavos. Estaban en una cuarta planta y allá abajo, en la calle, había un grupo de moros haciendo cosas de moros, con sus chilabas de mierda, sus barbas piojosas y esas bocas cariadas hablando en ese idioma del demonio.
¡¡HAMALAJÍ HAMALAJÓ JAMALAJÁ!! —les gritó William mientras les tiraba la lata de cerveza. Estaban muy lejos y la lata acabó dándole al techo oxidado de un Seat con las cuatro ruedas pinchadas.
—Barrio de mierda —susurró mientras encendía la consola por enésima vez ese día.
Simas entró al poco rato y le dio una patada con suavidad, para llamar la atención a William.
—Oye, Willy, ¿sabes algo de Rusky?
El otro siguió atento a la pantalla y le habló sin mirarle.
—Nada.
El lituano cogió una silla de plástico que tenía el logotipo de un refresco en el respaldo y la puso al lado de William. Miró alrededor y torció el gesto, asqueado. Los muebles, apolillados y manchados de humedad; las paredes desconchadas y llenas de garabatos y arañazos; el aparato de aire acondicionado estaba destripado, con todas las partes electrónicas quemadas a la vista.
«Menuda pocilga».
Simas observó la pantalla, aunque no entendió lo que estaba viendo. Para él, todo eso no eran nada más que dibujitos tontos. Luego carraspeó para llamar la atención del negro antes de hablar, muy serio.
—Willy, al salir de la tienda me llamó el búlgaro.
William giró la cabeza como si tuviera un muelle y olvidó la consola. Miró a Simas con los ojos muy abiertos.
—Me llamó y me dijo que Rusky encontró al vasco.
Una expresión de alivio se dibujó en la cara de William.
—Pero eso está bacanísimo, mano —sonrió mostrando todos sus dientes—. Se terminó la vaina esta de mierda. —William las pronunció como «telminó» y «mielda».
Simas levantó una mano.
—No. El búlgaro dice que el vasco no tenía el tema —Simas vio como la expresión de alegría de su compañero desaparecía—. Rusky hizo un buen trabajo con Gorka, ¿sabes? Le mandó un vídeo al jefe.
Simas se retrepó en la silla y se puso una mano encima de la bragueta, haciendo el signo de una tijera con dos dedos, como si estuviera cortándose la picha. William se encogió de hombros, asqueado.
—Si el vasco no tenía el caballo, ¿dónde mielda está?
—Rusky está buscando a su mujer.
—¿Chesca? —Willy alzó las cejas, incrédulo—. Imposible, manito, esa cutafara inútil no sabría bregar toda esa manteca.
Simas abrió los brazos.
—El búlgaro confía en el checheno. Ya sabes que Rusky no es de los nuestros, está a sueldo y es un pro, como tú dirías. Es una mala bestia, dicen que hizo muchas locuras en Chechenia, pero tiene una reputación. Si dice que la mujer de Gorka está pringada, es porque lo está. 
William negaba con la cabeza.
—Yo sabía que ese güevón nos la iba a dar.
Simas no estaba de acuerdo.
—Gorka siempre fue legal. Puede que nos hiciera la mota con el corte, pero eso es algo que hacen todos. Yo creo que el problema es la chica. El vasco le daba muy duro. Igual se hartó.
Pero el negro, desconfiado por naturaleza, seguía sin dar su brazo a torcer.
—¿Y si el que nos está mintiendo es el checheno?
Simas se levantó de la silla y se frotó el bigote, mirando pensativo una mancha de humedad en la pared.
«Estoy harto de esta pocilga. Harto de William y de los rusos. Para mi se acabó. En cuanto se solucione este embrollo me largo».
Respondió al negro sin dejar de mirad a la pared.
—Willy, si nos está mintiendo entonces Rusky se ha quedado con la droga de Gorka, haciéndole creer al búlgaro que en realidad los ladrones éramos nosotros, los proveedores, confirmando así una de sus sospechas: la de que Gorka y nosotros estamos juntos en el robo. ¿Por qué crees que nos ha metido en esta pocilga? No se fía de nosotros.
Simas y William se miraron en silencio. El lituano se resistía a creer esa teoría, confiando en la profesionalidad de Rusky y en su prestigio. Pero recordó que el checheno no era infalible y que ya tuvo problemas con los Troskys una vez. William insistió.
—¿Tú qué dices, manito, podemos confiar en ese bruto?
—No lo sé, compañero. Ya sabes cuales son las órdenes del búlgaro. Esperar aquí hasta que el ruso encuentre el paquete y ayudarle si lo pide. No podemos hacer mucho más.
—¿Tienes hierros?
Simas asintió levemente.
—Pues no los tengas muy lejos y será mejor que nos cubramos las espaldas, ¿vale manito?
Simas estuvo de acuerdo.
—Esta noche haremos turnos. Esa cerradura es una mierda.
William asintió. Tomó el mando de la consola y se centró de nuevo en el juego.
—¿Dónde coño estará metido ese mamón?
Simas no tenía ni idea, pero pensó que igual iba siendo hora de ponerse a buscar ellos también por su cuenta, dijera lo que dijese el búlgaro.

39.

Caraculo.

La polla del moro era larga y morena, casi negra. Tenía un capullo hermoso de un fuerte color morado y el semen contrastaba con él de una forma casi lírica.
«Hay algo de poesía en esta corrida. Leche blanca sobre piel negra».
Pero la poesía no era el fuerte de Caraculo. A él le iban más los números. De todas formas siguió admirando la belleza de ese pene mientras lo masturbaba, dejando el tieso vástago cubierto de esperma. El morito eyaculador era un chaval de 21 años recién llegado al bloque C. Caraculo, cuyo verdadero nombre era Ramón, tenía la potestad de probar a los nuevos y le había hecho una paja en su celda privada, con una sábana tapando el ventanuco de la puerta. Ramón tenía un prestigio dentro de la cárcel que le proporcionaba ciertos privilegios.
El moro era precioso, con una cara de niño bueno y un cuerpo morenito sin un solo gramo de grasa. El chico, después de chuparle la polla al gitano, se dejó tocar por Ramón.
—Qué bien lo hace, maestro —dijo el morito.
El gitano recorrió la piel suave del chico con sus experimentados dedos mientras que el moro hacía lo propio con el de Ramón, admirando el cuerpo fibrado del maduro. Caraculo tenía cincuenta y seis años y estaba en plena forma física. Seguía una dieta estricta y no faltaba jamás a sus rutinas en el gimnasio de la cárcel.
—Tú sí que estás bueno, ricura —Ramón tenía algo de pluma, no mucha, pero se le notaba.
El gitano acercó su cara a la del moro con la intención de besarlo, pero éste retiró la cabeza antes de aceptar el beso. No fue nada más que una décima de segundo, pero Ramón se dio cuenta. No se lo reprochó.
Caraculo tenía una cicatriz que iba desde el «pico de viuda» de su frente hasta la barbilla. Era un trazo recto que cruzaba el centro de su rostro con precisión milimétrica. El entrecejo, la nariz, los labios y el hoyuelo de la barbilla, todos ellos unidos por una línea roja que dividía su rostro en dos.
Como la raja de un culo dividiendo las nalgas.
Ramón le comió la boca al joven moro con ganas y éste aceptó la lengua del maduro con mucha diligencia. El chaval tenía mucha experiencia con los cincuentones, especialmente con los payos que le entraban en los lavabos públicos.
Después del intercambio de saliva Ramón se separó del chico, poniéndole las manos en el flaco pectoral.
—Por ahora es suficiente, cariño.
El morito se mordió el labio inferior, aparentando sensualidad.
—¿Ahora seremos novios?
—Claro, conmigo estarás bien. Nadie que no sea yo te tocará y tendrás algún regalo especial de vez en cuando.
Ramón tenía al personal de la cantina bajo cuerda y podía conseguir muchas cosas. El moro se puso los pantalones mientras observaba cómo el gitano le daba la espalda y se lavaba las manos en un diminuto fregadero de acero inoxidable. El muchacho se acercó por detrás, le besó en la oreja y le susurró con dulzura.
—Me sabe mal pedirte esto, pero ¿no tendrías un poco de polen? Acabo de llegar y no tengo nada para colocarme.
Ramón escupió en el pequeño lavabo y sonrió.
—¿Sabes lo que cuesta meter aquí ese material?
El moro se encogió de hombros, pero no respondió.
—Nada, cariño, no cuesta nada. —Ramón se sentó en el catre y le hizo una señal al chico para que se sentase a su lado—. Tu nombre es Jamal, ¿verdad? —Jamal asintió—. Verás Jamal, introducir cosas aquí dentro es sencillísimo, lo difícil viene después. Una vez que metes el material tienes que tener cuidado de que los funcionarios no lo sepan y de que los… «huéspedes» no te lo roben. Después de eso tienes que crear una red de distribución interna con los problemas típicos de ese tipo de operaciones, al que además hay que añadir otros inherentes al ambiente carcelario.
Jamal asentía en silencio, dejándose aleccionar por ese esbelto maduro de piel morena y pelo canoso que, sorprendentemente, hablaba como un ministro.
—Lo más jodido de todo este asunto es preservar el respeto. Respeto. Esa es la palabra, recuérdala. Para tener el tinglado en marcha hay que tener el respeto de los presos y el de los funcionarios. ¿Cómo se consigue el respeto? En el medioevo se usaba el miedo: la tiranía feudal aseguraba por medio del terror que la plebe respetase a la nobleza. —Ramón le apartó un rizo de la cara al chaval—. Hoy en día los dictadores y otras potencias siguen haciendo lo mismo, usando el miedo para mantenerse en el poder. No tiene porqué ser un miedo derivado de una amenaza militar o policial, puede ser el miedo a una crisis económica, a los inmigrantes, a la delincuencia… Hay muchas formas de usar el miedo.
El moro no se enteraba de nada, pero asentía de todos modos. Ramón, que sus largos años en prisión le permitieron completar sus estudios secundarios y universitarios a distancia, continuó con su pequeña lección mientras acariciaba el muslo de Jamal.
—Pero el miedo, a la larga, resulta contraproducente y al final se vuelve contra uno si no sabes gestionarlo, como bien saben aquellos que cayeron bajo las mareas revolucionarias, así que hay que usar otro medio: el dinero —el gitano jugó con la oreja del morito—. La gente te respeta si le pagas bien. Un trabajador bien remunerado es un trabajador contento pero, ay, cuidado, un exceso en la generosidad puede hacer que se vuelvan vanidosos e impertinentes, vagos e irrespetuosos, con la sensación de que están ganando un dinero demasiado fácil sin hacer nada. Así pues, ¿qué otra cosa podemos usar para ser respetados?
Jamal no lo sabía y negó con la cabeza.
—El capitalismo encontró la solución basándose en el espíritu revolucionario de Robespierre: «El Sentimiento de Pertenencia» —el gitano palmeó el muslo de Jamal—. ¡El sentimiento de pertenencia es algo maravilloso! Es una herramienta que llevan usando desde principios de siglo todo tipo de individuos, instituciones, gobiernos y grandes empresas aprovechando la mentalidad colmena de los grupos humanos. En realidad el sentimiento de pertenencia es un recurso evolutivo que nos ha hecho llegar hasta donde estamos, pues, gracias a él, los humanos… —Ramón miró la expresión confundida de Jamal—, bueno, digamos que el sentimiento de pertenencia es algo muy bueno y muy antiguo.
—Maestro, todo eso está muy bien, pero yo solo quiero un poco de costo.
Ramón lo ignoró.
—El ejemplo más claro de sentimiento de pertenencia lo tienes en el patriotismo. Los nacionalismos nacieron precisamente tras la revolución francesa, con el liberalismo burgués. Robespierre y los suyos se aprovecharon del orgullo de pertenecer a una nación unida bajo una bandera fraternal y provocaron la caída de la monarquía; ya sabes, cariño, la guillotina y todo eso. Seguro que allá, en tu país, a más de uno le encantaría colocar una de esas en Rabat —Jamal se encogió de hombros, negando con la cabeza—. No importa, cielo, de todas formas Robespierre también sucumbió a la búsqueda del respeto a través del terror y le cortaron la cabeza por ello. Solo has de saber que desde entonces y hasta el día de hoy, sentirse orgulloso de pertenecer a un país es algo aprovechado por todas las naciones del mundo. La gente necesita sentir que está dentro de un grupo. La gente, aún siendo gregaria por naturaleza, se divide y subdivide en pequeñas comunidades, creando la satisfacción de sentirse parte de un grupo, de ser especiales, únicos, seguros, unidos…: «¡Somos moteros, somos béticos, somos gitanos, somos de izquierdas, somos del bloque C…!». ¿Entiendes? 
—No.
—Pues bien, yo decidí que para mantener un proyecto de este calibre aquí dentro habría que darle a mis socios un poco de sentimiento de pertenencia, en este caso a mi grupo, a mi familia. ¿Entiendes Jamal?… ¡A MI FAMILIA!
Y gritando eso Ramón le introdujo en el oído un punzón de quince centímetros, atravesando el tímpano y el conducto auricular, arañando y quebrando huesos, músculos y tendones hasta llegar al cerebro.
—¡MI FAMILIA, JAMAL! —Caraculo se inclinó sobre el cuerpo del joven y le gritó muy cerca de la cara, salpicándole de saliva—. ¡Por eso me respetan!, porque trato a todos los integrantes de mi grupo como si fueran de mi familia. Y ellos, ¡todos ellos!, están orgullosos de pertenecer a ella.
Los pies del moro comenzaron a moverse espasmódicamente, golpeando el suelo mientras la vida se le escurría por un reguero de sangre y líquido cefalorraquídeo a través del oído, que aún tenía clavado el punzón hasta el mango.
—¡¿Pensabas que me iban a traicionar tan fácilmente?! —Ramón siguió gritando al moro, aunque éste ya era un cadáver—. ¿Creías que no me iban a contar lo tuyo y lo de ese come mierdas del búlgaro? —Ramón le dio una patada al muerto—. ¿Acaso ese ruso pensaba que los sobornos iban a ser más fuertes que el sentimiento de pertenencia a mi familia? —Caraculo escupió en la cara de Jamal.
Ramón le volvió a dar una patada, esta vez atinó a darle al punzón. La cabeza del chico emitió un crujido espantoso y su rostro se deformó.
El gitano dio un grito de dolor. Se había hecho daño en los dedos del pie. La puerta se abrió de pronto y entró un funcionario. Miró el cuerpo del chico y luego al gitano.
—¿Estás bien? Te he oído gritar.
—Sí, no te preocupes.
El uniformado se agachó y le tomó el pulso al cadáver. Miró a Ramón y negó con la cabeza. Luego se levantó y buscó alrededor con la mirada, buscando las pertenencias del moro.
—Está limpio —dijo Caraculo—. No traía nada. A este lo mandaron para pillar información, con la intención de que a la larga hiciese algo más… definitivo, pero eso sería más tarde —Ramón se lavó la sangre de las manos en el lavabo—. ¿A quién se lo vais a cargar?
—A Sanchís. Tiene la permanente revisable.
—Bien. —Ramón estaba sentado en el catre, haciéndose un masaje en el tobillo.
—Sanchís también tiene cáncer —continuó el funcionario—. El dinero será para su hija.
—Eso está bien —el gitano reflexionó—. ¿Tiene niños? La hija, quiero decir. ¿Sanchís tiene nietos?
El funcionario se encogió de hombros.
—Averígualo. Le daremos algo a ellos también. En forma de becas o algo así.
—Eso está hecho —miró el cuerpo una vez más—. Tendrás que quedarte aquí con el cadáver hasta el cambio de turno.
Caraculo hizo un ademán con la mano, quitando importancia.
—Estaré bien.
Cuando el funcionario ya estaba en la puerta para salir se giró y levantó un dedo.
—Perdona, lo había olvidado. Ha llamado el Lucas. Han visto al checheno en la ciudad.
El gitano dejó de tocarse el tobillo. Habló mirando al suelo.
—¿Cuando?
—El Lucas dice que lleva circulando por aquí unos días. Parece ser que los rusos han perdido algo y Rusky lo está buscando.
El gitano miró al funcionario.
—¿Los Troskys?
El otro asintió. Ramón miró el cadáver del moro durante varios segundos, pensativo.
—Dile a los primos que vengan. Al Matías y a Lucas. El vis lo haré con Lucas. —El funcionario hizo ademán de irse, pero se detuvo al escuchar al gitano—. ¡Eh! —se giró—, gracias Xavi, eres un buen hombre.
Xavi sonrió y salió de la celda.
«Rusky. El búlgaro no llamaría a un hijo de puta como él si no fuera algo importante. Sea lo que sea lo que hayan perdido, esos rusos deben de estar como locos por pillarlo».
Miró la ruina en la que se había convertido la cara del moro y se arrepintió de haberlo matado tan pronto. Quizás el chico sabía algo.
«¿Qué coño habrán perdido?».

Continuará...

©2020 Kain Orange

jueves, 23 de julio de 2020

Sofía crece (3), parte VIII






33.

Chesca.

Durante el largo trayecto hasta el extrarradio de la ciudad Francesca no dejaba de debatirse en un torbellino de angustia y dolor. El suplicio físico era terrible, sobre todo en el abdomen, que lo sentía duro y tenso. Respirar era un tortura y tosía constantemente, provocándole en cada espasmo un pinchazo, como si le clavasen una aguja de hielo debajo del pecho.
La saliva tenía un regusto metálico y ella se la limpiaba con el cuello de la camiseta, que se manchó con un feo color carmesí.
«Algo se me ha roto por dentro».
El pobre Quino no dejaba de llorar y gemir, aunque había dejado de moverse, agotado. Francesca tenía las pulsaciones a mil por hora por el pánico que sentía al ver a su bebé en esa situación. Le hubiera gustado recuperar un poco de cordura, respirar a fondo y tratar de pensar para encontrar una oportunidad de salvar a su hijo, pero no podía.
El horror la tenía acongojada, reducida, disminuida. Sólo podía abrazar su escuálido cuerpo y retrepar sobre el sillón del Mercedes, intentando apartarse lo más posible de ese monstruo, desviando hacía atrás unos ojos espantados hacía su pobre hijo de vez en cuando.
Pero detrás de todo ese miedo había un diminuto destello de lucidez y esperanza, apenas una chispa. Francesca no quería mirar mucho allí, porque temía que el monstruo sospechase algo. El monstruo tenía ojos de pez, pero sabía mirar dentro de una y ver lo que estabas pensando, por eso Chesca debía de tener cuidado y no pensar demasiado en su secreto para que no lo descubriese.
«Cuidado, Chica láser, no pienses en eso o lo sabrá».
Miró de reojo al monstruo y éste detectó el movimiento, girando su cara hacía ella. Chesca apartó la mirada rápidamente.
«¡No lo mires, no pienses, no hagas nada! ¡O te descubrirá!».
Pero no podía evitarlo. Era como ese viejo truco: basta con que te digan que no pienses en un elefante para que tu mente forme la imagen del elefante.
Su secreto era Gorka. Gorka y el mundo de los bajos fondos dónde la obligó a sobrevivir durante esos años.
«Chica láser será una drogata, pero no es tonta. Chica láser estuvo yendo al instituto hasta que la dejó preñada ese mamón. No soy tonta».
Ella había vivido durante mucho tiempo en ese entorno pendenciero y ruin del trapicheo y el menudeo de drogas, conociendo sus entresijos y la mentalidad de todos esos hampones de medio pelo.
Había mentido a Frankenstein. Le había mentido y le estaba llevando lejos de la droga por una buena razón.
«Os conozco. Sé como pensáis. Os creéis más listos que nadie, más listos que los yonkis, que vuestros jefes y que la poli. Siempre mintiendo y engañando para quedarse con un poquito de aquí y de allá, como hacía Gorka con los Troskys a la hora de cortar los chinos. Mintiendo y engañando, ocultando y mirando por encima del hombro, desconfiados siempre».
Chesca se giró un poco para observar a Quino, pero el movimiento le produjo una serie de toses muy dolorosas.
«Chica láser os conoce muy bien. ¿Por qué me has hecho robar todas esas cosas? ¿Crees que no lo sé? Lo has hecho para que la policía piense que ha sido un robo. Así la policía no vendrá detrás nuestra. Pensé que habías matado a la pobre tita Noe, pero ahora sé que no. Si la hubieras matado la policía se pondría en serio contigo, pero siendo un simple robo pasarán de nosotros».
Francesca logró girar lo suficiente como para poder mirar el cuerpo congestionado de Quino. El corazón se le paró durante un par de segundos al ver que su niño la reconoció. Quino abrió los ojos enrojecidos y trató de mover los brazos, gimiendo débilmente tras la cinta.
«Espera, mi niño. Estamos solos, bebito. Tu y yo. La policía no vendrá a buscarnos y si le doy la droga a este monstruo nos matará… Pero yo también aprendí a desconfiar, a mentir y engañar. Ya verás lo que le espera cuando lleguemos. Ya lo verás».
A Francesca le hubiera gustado tocar a su hijo, pero sabía que a Frankenstein no le haría mucha gracia eso.
Sí, debía esperar y no pensar mucho en su secreto. Además, también debía tener cuidado de que el monstruo no viese la navaja que tenía oculta detrás de los vaqueros, sujeta precariamente por la cintura y tapada con la camiseta.

34.

Sofía.

Llegaron justo a tiempo para coger el autobús. El aire frío del interior les golpeó y Sofía sufrió un ligero escalofrío. Se sentaron juntos y ella pudo sentir la pierna del hombre rozando su muslo. A veces sus caderas también se tocaban. Viajaron en silencio, sin saber qué decirse, mecidos por el agradable traqueteo y los movimientos bruscos en las curvas. En esos momentos, cuando el autobús hacía un giro más pronunciado, los cuerpos se desplazaban por efecto de la fuerza centrífuga, obligando a ambos a pegarse uno junto al otro.
Ella llevaba su bolsa deportiva en el regazo, encima de las piernas, con una mano encima para sujetarla y con la otra oculta debajo, acariciándose el pubis en silencio. Le hubiera gustado tomar la mano de Carlos y llevarla hasta allí debajo para que se lo tocase él.
«Estas loca, Sofía. ¿Qué haces? No puedes hacer eso aquí, con toda este gente alrededor».
Pero era precisamente eso lo que le excitaba tanto. Le daba mucho morbo tocarse mientras esa gente estaba ahí al lado, sin percatarse de nada.
A veces tenía un espasmo involuntario y sentía la necesidad de soltar un gemido, pero se contenía.
«Es el novio de Noelia, Sofía. No está bien lo que estás haciendo».
Pero eso también le excitaba. Tocarse pensando en Carlos era algo así como una pequeña venganza. Tenía celos de ambos, pero al mismo tiempo sentía una fuerte atracción hacia ellos dos. No sabía explicar qué era lo que le estaba pasando.
De repente dejó de tocarse. Una idea le llegó como un destello en mitad del océano, limpio y deslumbrante.
«Carlos te atrae físicamente, pero estás enamorada de Noelia».
El pensamiento, de una madurez y de una claridad innegable, le causó una fuerte impresión. 
«¿Enamorada? Pero yo no soy lesbiana. Me gustan los hombres. Tuve un novio. Me excito pensando en hombres, de hecho ahora mismo estoy excitada pensando en uno».
«Sí, pero excitación y amor no es lo mismo».
«Yo no soy lesbiana».
«¿No? ¿Por eso no puedes dejar de pensar en Noelia? ¿Por eso has recorrido media ciudad para encontrarte con ella? ¿Acaso has olvidado lo que sentiste anoche?».
«Pero ella es mayor, es adulta. Está casada y tiene una relación con otro hombre y…».
«…y te gusta hablar con ella y a ti te gusta escucharla; te encanta cuando se pone a diseccionar los personajes de tus libros de aventuras usando todas esas palabras raras. Te gusta mirarle el pelo y oler su perfume cuando está a tu lado. Te encanta su risa y la forma en la que mueve los dedos cuando trabaja… o cuando te toca de forma amistosa. Y desde luego se te acelera el corazón cuando te mira a los ojos y sonríe de esa manera tan…».
—¿Estás bien?
La voz de Carlos le asustó y dio un respingo.
—Estás sudando.
Sofía se pasó la mano por la frente y comprobó que, efectivamente, a pesar del aire acondicionado estaba transpirando.
—Sí, estoy bien. Debe ser el hambre —era una excusa ridícula—, no he comido nada en todo el día.
Carlos la miró extrañado, pero asintió con la cabeza y no dijo nada más al respecto.
Luego sacó el móvil y llamó a Noelia.

35.

Policía.

Zipi y Zape buscaron en la base de datos y encontraron la dirección de Francesca y Gorka. Unos miembros de la policía local que andaban cerca de allí indagaron un poco. Chesca vivía en una vieja urbanización en decadencia llena de inmigrantes y obreros, pero nadie respondió a la puerta de la vivienda de planta baja y preguntaron a los vecinos. Estos les dijeron que hacía casi una semana que no veían a ninguno de ellos.
«Estarán de viaje. Una vez al mes suelen ir a Alicante o Barcelona o un sitio de esos», les dijo un viejo sentado a la puerta del edificio, tomando el sol mientras le echaba migas de pan a los gorriones.
Otros compañeros del Cuerpo fueron a la casa de la madre de Francesca y le pusieron al corriente de lo sucedido, aunque ella había recibido con anterioridad un mensaje de Noelia y lo sabía todo. A la hermana mayor de Noelia no le sorprendió.
—Ya me robó una vez, a mi, a su propia madre; el oro, todo el oro que tenía guardado de su abuela se lo llevó para dárselo a ese sinvergüenza.
Luego les dijo que la última vez que la vio fue hace un mes. Apenas se hablaban y no tenían mucho contacto, pero Carolina, la madre de Francesca, la obligaba a traer a su nieto a casa cada dos semanas para comprobar que el niño estuviera bien alimentado. No, no sabía donde estaban.
«Estarán fuera. Suelen viajar una o dos veces al mes, para pillar droga seguramente, pero eso ya lo sabéis vosotros».
Los compañeros le dieron las gracias a la mujer y le pasaron los datos recogidos a Zipi y Zape. Ellas hicieron el informe, rellenaron los formularios necesarios y pusieron el caso del robo del domicilio de Noelia en una carpeta informática, junto con otros archivos parecidos de robos y hurtos. Los compañeros se encargarían del resto.
Luego se fueron a comer algo y se olvidaron del asunto mientras el cuerpo mutilado de Gorka se llenaba de insectos en el pequeño zulo de su casa, en un hueco hecho a mano aprovechando la cámara de aire bajo la cocina. Allí solía esconder la droga y otras cosas de valor.

36.

Nuria.

Bertín estaba fuera de si, furioso, lleno de rabia y hasta las cejas de coca. Habían quedado para comer algo en el mejicano. Era una hora muy rara para comer, en otra circunstancia se le podría haber llamado merienda, pero su horario en la tienda juvenil era caótico. De todas formas no llegaron a entrar a ningún mejicano y lo único que comió la amante de Bertín al salir del trabajo fue polla, semen y babas.
Se la folló en la parte de atrás de la tienda, una franquicia pequeña atendida por dos personas, ella y un chico negro (era gay, sin pluma, y Nuria estaba muy decepcionada con él porque era inmune a sus encantos). El negro terminó su turno un par de horas antes y no estaba cuando llegó ese torbellino sexual, arrollando su atlético cuerpo y obligándola a hacer todas esas cosas que tanto le gustaba.
Le jodió un poco que se la follase sin condón, pero al menos le comió el ojete antes de encularla. En la tienda no tenía lubricante.
Se estuvieron insultando y mordiendo mutuamente, aunque notó que a Bertín se le iba un poco la mano. Algunas de las cachetadas le hicieron realmente daño. Pero ella se dejó hacer, excitada por sentir toda esa fuerza salvaje contra su cuerpo. Pero el momento en el que empezó a asustarse fue cuando estaba tragándose la polla de Bertín. Éste le había agarrado la cabeza y el cuello, impidiendo que Nuria pudiera sacarse la verga de la boca.
Ella tenía bastante experiencia en eso del «gagging» y le gustaba, pero en esta ocasión sintió que se estaba excediendo. El ahogo estaba llegando a un punto de asfixia poco agradable cuando Bertín, en lugar de sacarle la polla de la garganta, le apretó aún más el cuello, haciéndole daño en la tráquea.
Ella le golpeó en los muslos tres veces, la señal para decirle que debía parar, pero él siguió apretando, aplastando los testículos contra su barbilla.
Nuria siguió golpeando, esta vez de forma frenética, sintiendo como el diafragma le provocaba espasmos.  Bertín le soltó la cabeza, pero le puso la mano en la nariz, para que no respirase de ninguna de las maneras.
Nuria abrió los ojos enrojecidos, con el rimmel corrido por las mejillas, y trató de mirar a Bertin a la cara, pero sólo veía su abdomen y su pecho. Cerró los puños y comenzó a golpear el cuerpo de Bertín a ciegas, con fuerza. Pero el hombre seguía empujando y apretando. Nuria cerró los ojos y empezó a verlo todo rojo, con unas luces danzando alrededor. La bilis subía en cada arcada y se le agolpaba en la garganta.
Reuniendo toda la fuerza que pudo dirigió sus puños contra los huevos de Bertín.
El hombre dio un alarido y eyaculó mientras sacaba la pija de la garganta de Nuria. Cayó al suelo, con las manos entre las piernas, gimiendo mientras la pija iba soltando chorritos de esperma.
Nuria, a cuatro patas, con la ropa a medio desvestir, tosía y sollozaba, escupiendo semen, babas, mocos y bilis.
—¡Hijo de puta! —logró decir al fin—. No vuelvas a hacer eso, cabrón. ¡Tres golpes, coño!. Tres putos golpes es la señal.
Bertín tardó tanto tiempo en hablar que Nuria se asustó. El marido de Noelia se quedó en el suelo, en posición fetal, apretando los dientes mientras trataba de gestionar el dolor más intenso que había sufrido en su vida.
—Lo siento —soltó con voz ronca, y ya no pudo decir más.
—Ponte en cuclillas —dijo Nuria—. Es lo que hacen los futbolistas cuando les dan en los huevos.
La chica, un poco arrepentida por lo que había hecho, se había acercado hasta él y le estaba acariciando la espalda.
—Joder, tío ¿qué te pasó? Sabes que la señal son tres golpes.
Bertín seguía sin poder hablar. Sólo gemía y gruñía. Pasados cinco minutos consiguió hacer lo que le dijo Nuria y se puso en cuclillas. Con los pantalones bajados parecía que estaba cagando. El truco, de alguna manera, funcionó y el dolor fue menos intenso, aunque no desapareció del todo.
Ella, tras comprobar que se estaba recuperando, fue al pequeño servicio del local y se adecentó un poco. Cuando salió Bertín estaba de pie y se había abrochado los pantalones.
—No deberías meterte tanto, Bertín. Ibas pasado de rosca —se acercó a él y le besó en la mejilla—. Podría haber sido el polvazo del siglo si no llega a ser por esa tontería.
Bertín la miró de una forma que a Nuria no le gustó. No le gustó nada.
«Me va a pegar. Está a punto de golpearme, y esta vez no será un juego sexual».
Pero el hombre apartó la vista y esa mirada desapareció.
—Lo siento Nuria, no sé qué me pasó —se abrochó la camisa y se alisó los pantalones. Al agacharse hizo una mueca de dolor—. Puede que tengas razón. No debería meterme tanto.
La chica le acarició el brazo y le dio otro beso, esta vez en los labios, sin lengua.
—Hoy he tenido una discusión con Noelia —dijo Bertín mirando al suelo—. Le he dicho que lo sé todo.
Nuria alzó las cejas y abrió mucho los ojos. Se apartó de él.
—¿Por qué le has dicho nada? ¡Ahora podrá defenderse! Tendrías que haber esperado a que le llegase la notificación. Joder, tío, te lo dije. ¿José no te lo advirtió?
Bertín seguía mirando al suelo, negando con la cabeza.
—Lo siento. No pude evitarlo… es que… —miró a Nuria—. Verás, cuando llegué lo primero que hizo fue contarme una historia ridícula sobre su sobrina y pensé… pensé que había traído a esa drogadicta a mi casa para tirársela. ¡En mi casa! Joder, no pude soportarlo, Nuria, en serio.
Nuria miró enfadada a Bertín.
«¿Por qué cojones sigo con este tío?».
Pero ella sabía la respuesta.
«Por el sexo y por la pasta. No es rico, pero no le va mal. Mejor de lo que la estúpida de su mujer cree».
Esa era una de las razones por las que no debió de abrir la boca antes de tiempo. Noelia podría ahora buscar un abogado y éste podría encontrar los chanchullos que había estado moviendo Bertín a espaldas de su mujer. La coca era cara y los beneficios de la pequeña empresa inmobiliaria de Bertín no daba para tanta fiesta.
«Será mejor que esa tonta no meta las narices en tus cuentas, porque como se entere de lo tuyo y lo de ese concejal corrupto amigo tuyo yo me largo».
Follar a lo bestia y salir todos los días de marcha estaba de puta madre, pero ser la novia de un tío acusado de malversación y estafa no entraba en sus planes.
«Bueno, mientras llegue ese día intentaremos pasárnoslo bien».
—Bueno, cariño. Olvidemos eso por ahora —Nuria le tomó de las manos—. ¿Vamos a por ese mejicano?

34.

Noelia.

Mientras trataba de averiguar qué era lo que faltaba en el cuarto de baño recibió la llamada de Carlos.
Se le aceleró el pulso y sintió de repente una absurda oleada de alivio. La voz le tembló ligeramente y tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para no echarse a llorar otra vez.
«Joder con las lágrimas, ni que fuera una cría».
—¿Carlos?
—Hola Noelia.
Hubo un par de segundos de silencio y los dos hablaron a la vez, pisándose mutuamente las palabras.
—Lo siento, Noelia. Anoche pasó algo, volví a tener pesadillas y…
—Esta mañana me ha sucedido algo horrible, Carlos, no sabes…
Callaron unos segundos y Noelia habló primero.
—Empieza tú. Me tenías preocupada porque no te vi esta mañana corriendo por el parque.
Noelia oyó al otro lado el ruido de un motor, voces apagadas y el sonido del tráfico.
—Perdona Noe. Anoche volví a soñar con María —respiró con fuerza, dejando salir el aire por la nariz—. Tenías razón. Siempre la tienes. Volvió a pasar… Bebí.
—Carlos…
—No, déjame acabar, por favor… —Noelia oyó que tosía—. Volvió a pasar, bebí y me olvidé de las cosas. Hice… hice aquella tontería. Otra vez.
—Oh, no, Carlos… ¿Estás bien?
—Sí, no te preocupes…
—Claro que me preocupo —le interrumpió—. Debí llamarte cuando recibí el mensaje. —Abatida, se sentó en el borde de la bañera, mesándose el cabello—. Oh, no sabes cómo lo siento, cariño.
—No, por favor, Noelia. Ya hay bastante auto compasión y culpa en mi vida, no cargues tú también con ella. De verdad, no eres responsable de esto. Debería haberte hecho caso y haber ido… —Noelia oyó como respiraba con fuerza—. Debería haber ido a ese especialista. Debería haberte hecho caso. Lo siento.
De repente Noelia se percató de la enormidad del asunto.
«Podría haber muerto. No sé qué hizo esta vez, pero podría haber muerto».
—Por favor, Carlos. Dime que ahora estás bien. Necesito saber que no vas a…
—Tranquila Noelia, estoy bien —Carlos habló deprisa—, ahora estoy bien, estoy en un autobús, estoy… —hizo una pausa bastante larga, lo suficiente como para que Noelia pensase que se había cortado la comunicación—, estoy con Sofía.
«¿Sofía?».
—¿Has dicho Sofía?
—Sí. Es complicado. Ella me encontró… y de alguna forma se podría decir que me ayudó.
«Sofía…».
—¿Está contigo dices? ¿Dónde?
—En un autobús urbano, de camino al centro comercial. Habíamos pensado en comer algo. Es un poco tarde pero no hemos comido nada, de hecho esta llamada era también para preguntarte si querías venir con nosotros —Carlos esperó un par de segundos antes de continuar, como si estuviera escogiendo las palabras—. Noelia, ella te estaba buscando.
Noelia pensó un momento antes de hablar.
—¿Está a tu lado, puede oírte hablar?
—Sí.
—Ya veo —Noelia suspiró—. De acuerdo. Yo también tengo algo que contarte, pero es tan… tan increíble que no creo poder decírtelo por teléfono. ¿Cuando llegaréis al centro?
—Estamos al llegar.
—De acuerdo. Voy para allá. Yo tampoco he comido apenas. ¿Dónde nos vemos?
Noelia oyó una breve carcajada al otro lado de la linea.
—Creo recordar que la comida mejicana no te gustaba mucho, ¿verdad?

35.

Tony.

Cuando Tony acabó de recabar información sobre la chica que atropelló quedó totalmente abrumado.
La mayoría de los datos eran de dominio público, proveniente de diversas fuentes, especialmente de Facebook, una red social en la que Francesca era muy activa hasta que se casó y dejo de actualizar su perfil poco a poco. Otros datos los obtuvo de aquí y de allá: de los perfiles de sus amigas y familiares; de diversos foros de AMPAs (escuela, instituto…); y de páginas oficiales públicas como el Centro de Documentación Judicial (CENDOJ), una página que podía ser consultada por cualquier persona con acceso a internet.
No era necesario tener grandes conocimientos de informática, sólo había que saber dónde buscar y mirar.
Francesca dejó los estudios secundarios al quedarse embarazada. Se casó muy joven, cuando aún era menor de edad. Al poco tiempo tuvo problemas con la justicia y fue detenida y condenada por hurto y venta de marihuana en un par de ocasiones, pero no pisó la cárcel. Estaba embarazada y era menor. Después de tener a su hijo interpuso una denuncia por malos tratos a su pareja, Gorka, pero la retiró. Pocos meses después puso otra que también fue retirada.
Durante el embarazo estuvo acudiendo a un centro social para tratarse su adicción a varias sustancias, pero debió recaer tras tener al niño; justamente le acababan de detener un par de meses atrás, esta vez por una pelea. En el informe del juicio decía que estaba bajo los efectos de algún estupefaciente.
Tony estaba bastante conmocionado. Estudiaba periodismo y sabía que el mundo real fuera de los videojuegos y los cómics de fantasía podía ser muy descarnado, pero no esperaba que esa chica perteneciese a ese «otro» mundo, aquél que nunca vemos, ese al que damos la espalda cuando nos cruzamos con él.
        Tony pensó que si su madre viera el historial de esa chica pensaría: «oh, vaya, menuda joya. Drogas, delincuencia, un bebé… todo eso antes de la mayoría de edad. Menudo porvenir le espera a esa».
        El chico estaba bastante abatido. No se esperaba eso. Había idealizado a esa muchacha y creía… bueno, ni él mismo sabía muy bien qué era lo que esperaba que fuese esa chica.
«¿Qué esperabas que fuera con ese aspecto? ¿Una enferma con una terrible historia a sus espaldas? ¿Una huérfanita maltratada por su tía y sus primas? Es una yonky, Tony. Una drogata, una perdida de la vida, una ladrona y una sinvergüenza».
        Ladrona.
Su tía le dijo que la policía creía que le había robado y luego había desaparecido. También le dijo que la policía le llamaría para hablar con él, pero nadie le había llamado aún.
«Eso no tiene nada de raro. Las cosas de palacio van despacio, como decía el abuelo».
El problema de Tony es que se resistía a pensar en Francesca como una barriobajera, una delincuente del arroyo. No sabría decir por qué.
«Claro que lo sabes. No has follado en tu puta vida. De hecho ni siquiera has besado a una chica todavía. Tienes 18 años y la única teta que has tocado es la de tu madre cuando te daba de mamar, tío».
Tony apagó el PC, se tumbó en la cama y se puso la almohada en la cara.
«Joder, Tony, pero si cuando la panadera te da los buenos días ya estas fantaseando con la posibilidad de que en realidad te está tirando los trastos, macho».
«Ya. Vale. ¿Y qué pasa con eso?».
«Pasa que le diste un golpe a una chica y empezaste a soñar con ella, a imaginar cosas que solo pasan en tu cabeza. Atropellaste a una drogadicta que luego le robó a su tía, punto. Ni era una princesa en peligro ni ninguna película de esas que te montas tú solo».
Tony apretó la almohada contra la cara, aguantando las ganas de llorar.
«Soy patético».
Apretó los párpados con fuerza, luchando contra las lágrimas cuando, de repente, recordó el llanto del bebé.
«Quino. Se llamaba Quino y ella tenía miedo de que se lo quitasen».
«¿Quien?».
«No lo sé. Las autoridades, imagino».
«¿Qué autoridades? En su historia no hay nada sobre eso».
«Pues debería, con todos esos malos tratos y la delincuencia y la droga…».
«¿A ti te pareció que el niño estaba mal?».
«Bueno, le acababa de atropellar… un poco jodido sí que estaba».
«Aparte de eso».
Tony se quitó la almohada de la cara e intentó rememorar el momento del accidente.
«No. No parecía estar mal. Y su tía accedió a llevarla sin llamar a los de emergencias. Su tía confió en ella».
«Sí, y luego le robó».
«No. Eso no lo sabemos. ¡De hecho su tía me llamó por eso mismo! Fue ella la que me llamó pidiendo ayuda. Ella no cree que su sobrina le haya robado. ¿Y acaso ella no conocerá el historial de su sobrina mejor que yo? Y sin embargo la ayudó y después del presunto robo siguió confiando en ella».
Tony se levantó de la cama, más resuelto.
«Yo no sé qué cosas le debieron de pasar a esa niña para acabar así, pero yo creo que en el fondo es buena gente».
«¿Por qué no lo averiguas?»
Tony se detuvo en seco.
«¿Qué?».
«Quieres ser periodista, ¿no es así? ¿Acaso no te gustaría saber qué provocó que esa pobre criatura se metiera en ese mundo?».
Las pulsaciones de Tony comenzaron a aumentar de ritmo.
«Además, reconócelo, qué coño: te has enamorado».
Tony se frotó la cara con energía, restregándose los ojos.
«Vale, vale, ¡vale, sí! ¿Qué pasa? Lo reconozco: me he enamorado de ella. Hala, ya está dicho. Sí, es un amor cursi, un flechazo, una cosa de críos, un fantasía, un deseo tonto porque estoy tan desesperado por tener novia que con la primera chica con la que me cruzo me hago ilusiones».
Tony se sentó en la cama y tomó el móvil.
«Esa chica será una drogadicta y una perdida, pero a mi me ha gustado. Ya está, será por lo que sea, pero es lo que siento y algo me dice que en el fondo esa chavala es buena persona. Puede que esto solo sean mis ganas de… de que ella sea buena persona, ¡no lo sé!, pero quiero conocerla, ¿vale?».
Tony buscó el historial de llamadas para encontrar el número de Noelia.
«Quiero conocerla, hablar con ella y saber cual es su historia. Quiero saber porqué acabó así. Puede que cuando la conozca mejor se me quite este enamoramiento de mierda al descubrir que es una porquería de persona… ¡Pues si es así, mejor! A ver si así me espabilo».
Llamó a Noelia y esperó nervioso, sentado en la cama, con las rodillas golpeando una contra la otra.
«¿Y qué le digo yo ahora a esta mujer?».

Continuará...


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